En las
profundidades del reino de Poseidón, quince años atrás.
Dos jóvenes atlantes descansaban
junto a la pequeña laguna donde habían aseado sus cuerpos tras una larga
jornada de entrenamiento y búsqueda de alimentos. Una vez limpias, comieron su
almuerzo habitual: pescado y agua.
Mientras masticaban, la que
poseía el cabello azul miraba con fijeza el firmamento del mundo en el que le
tocó nacer, mientras la de cabello rosado veía su reflejo proyectado en el
agua.
— ¿Sabes? —la chica de cabello
azul reanudó la charla tras un prolongado silencio—. Me enteré que Asteros está
hablando con los demás para intentar subir a la superficie.
— ¡¿Qué?! —fue la sorpresiva
respuesta de su amiga—. ¿Es cierto lo que dices, Levi?
La joven atlante llamada Leviatán
asintió— Sí. Me ha pedido que lo acompañe y… yo le he dicho que sí —confesó.
— Ah, Levi… eso es… yo…
— Ni siquiera se te ocurra
intentar convencerme, Karón —intervino la atlante, poniéndose de pie para darle
la espalda—, ya tuve suficiente con los sermones de mi madre.
Karón se levantó, intentando
acercarse a la jovencita con la que había compartido tanto durante toda su
vida.
Cuando Karón nació, la mujer que la
llevó en su vientre murió durante el parto. Por fortuna, días antes otra joven
había dado a luz a una niña, por lo que los ancianos le suplicaron que sirviera
de nodriza a la pequeña huérfana, de lo contrario moriría sin más remedio. Por
supuesto que muchos alegaron que quizá eso sería lo más piadoso, incluido el
padre biológico de la bebé.
Pero la mujer no sólo accedió a
la petición, sino que se convirtió en una madre para ella, por lo que fue capaz
de criar a ambas como hermanas y grandes amigas.
Aunque las dos niñas crecieron
con temperamentos impetuosos, Leviatán sin duda fue la más dominante. No les
faltó amor ni cariño de sus padres y su pueblo, pero como todo niño atlante que
crecía en cautiverio, fueron influenciables por los relatos de los más ancianos
y el rencor de los adultos.
— Levi… deberías considerarlo
más… ¡Ay, le pedí a Asteros que no te dijera nada, pero el muy truhán no
cumplió su promesa! —Karón confesó con tristeza.
Leviatán se giró de inmediato
hacia ella, con gesto de reproche — ¡No tenías ningún derecho de hacer eso!
— Sabía que si te enterabas te
pondrías necia y querrías embarcarte —Karón explicó, con el ceño fruncido—… Si
le pedí que no te lo dijera es porque no tiene caso que las dos nos arriesguemos…
porque yo también accedí.
— ¡¿Y pensabas irte sin
decírmelo?! —Leviatán cuestionó, molesta—. ¿Creíste que no me iba a dar cuenta?
— Habría encontrado la manera y
lo sabes —Karón respondió con un gesto travieso.
— En ese caso no tienes nada que
alegar. Las dos iremos —pronunció Leviatán.
— Levi, déjame intentar
convencerte…
— No —Leviatán intervino—. Después
de todo lo que hemos hablado y soñado sobre ello… no puedo creer que hayas intentado dejarme
atrás —musitó, dolida.
— Sabes que es peligroso y no hay
garantía de que suceda algo bueno… Quizá es como dicen los ancianos y sólo sea
un suicidio… Los que han subido allí, no han vuelto… —Karón le recordó.
— Lo sé, puede que sólo sea un
camino hacia la muerte pero también…es porque no hay forma de volver… —agregó Leviatán.
— Si la hay, te prometo que yo
volveré por ti —pidió la de cabello rosado.
Leviatán permaneció en silencio,
y aunque solía doblegarse ante la mirada amable de su hermana, esta vez tuvo la fuerza de voluntad para negarse—. Las dos
volveremos y liberaremos a los demás. Aunque tengamos que acabar con la vida
del tirano que nos encerró aquí.
Karón mostró un gesto asustadizo
— ¿Pelear contra un dios? Eso…
— ¡Es posible! —se adelantó
Leviatán—. Las historias nos lo dicen, ¿no? ¡Atena y los santos combatieron y
lo vencieron! Y el viejo Beulnos lo ha dicho siempre… en nuestra sangre corre
la sangre de un dios olímpico —se miró las manos con detenimiento—. Si
pudiéramos usar ese poder… seguramente seriamos capaces de eso y más.
— Levi… no creo que la violencia
sea la llave que nos libere de aquí —la de cabello rosado dijo con timidez—. Ni
el rey Atlas, con todo su poder, fue capaz de liberar a su pueblo de este
castigo.
— No tienes porqué mencionar a esa
momia inútil —Leviatán reaccionó despectiva.
— Sabes que mi padre es uno de
sus custodios y yo… yo lo he visto. Y cuando lo contemplo, pese a ser un muerto
en vida, no veo un rostro de angustia sino de completa paz… yo creo que él…
está esperando…
— ¿Y qué espera exactamente? ¿La
muerte? —Leviatán preguntó de manera irónica—. Se ha tardado.
—
Quizá el perdón o… ayuda. Yo lo he pensado, y si pudiera salir de aquí,
buscaría a Atena…
— ¿A Atena? —Leviatán repitió con
incredulidad—. ¿Esa bruja que lo hechizó en primer lugar? No me hagas reír.
¿Crees que ella vendría a ayudarnos? ¡Ha tenido siglos para hacerlo y
continuamos aquí! ¡No seas incrédula, los atlantes sólo fuimos una herramienta
para ella y una vez que cumplimos nuestra parte nos desechó!
— Estos son dominios del Emperador
del mar, ella no tiene poder aquí pero… debe haber alguna manera, yo lo sé… —Karón
musitó, afligida.
Leviatán suspiró, fastidiada—
Eres demasiado idealista. Pero ¿qué sucederá si no hay una forma ‘bonita’ para resolver esto? —cuestionó,
sarcástica.
— Si gastamos todos los otros
recursos… entonces sí estaría dispuesta a luchar —Karón accedió con una mirada
valerosa.
— Cuando me miras así es como
verme en un espejo —Leviatán sonrió, dándole ligeras palmadas en la cabeza—.
Está bien, en el mejor de los casos, mientras buscas tus respuestas, yo me
encargaré de encontrar la forma de despertar nuestro verdadero potencial. En el exterior seguro habrá mucho que
podremos aprender —Leviatán sonrió ampliamente, a lo que Karón respondió casi
de la misma forma.
Así fue como sellaron un pacto,
pero aunque hubieron muchos planes y esperanzas, el principal obstáculo era ese
remolino.
Ellas, y otros jóvenes atlantes
más, subieron por el pináculo de piedra. Conforme más se acercaron a ese
agujero oscuro, más temor causaba. Dos de ellos claudicaron y volvieron, pero
el resto prosiguió pese a que los sonidos del agua corriendo ensordecían.
La muerte era una posibilidad en
aquel viaje, pero era un temor que no pesaba demasiado en los corazones de esos
chicos; en cambio la esperanza de la libertad y un mundo nuevo al cual surgir,
los impulsaba a no tener remordimientos.
Para cuando Leviatán y Karón
llegaron a la cima, en donde el viento ya levantaba sus ropas y cabellos, se
tomaron de la mano.
Karón hizo un fuerte amarre en la
que sus muñecas quedaron atadas —Para que no me vayas a soltar —le dijo a
Leviatán.
— Nunca —fue su respuesta antes
de que ambas saltaran y sus cuerpos sintieran el escalofriante viento que las
alzó hacia las aguas oscuras.
Capítulo
44.
Imperio
Azul, parte VIII
Más allá del pasado y el odio.
Atlántida,
reino de Poseidón
Leviatán, Patrono de la Stella de
Coto, respiraba rápidamente como reflejo de cansancio, acompañado por sollozos
y algunas lágrimas que mojaron sus mejillas.
Permaneció de pie, sin abandonar
la posición en la que había efectuado su
técnica, manteniendo los brazos estirados a la altura de los hombros.
Todo a su alrededor estaba
devastado, aunque el ambiente recobró su color natural y el cielo sobre su
cabeza volvió a mostrarse tranquilo.
¿Se lamentaba por atacar a su
vieja amiga? Sí, pero había tanta rabia en ella desde que abrió los ojos en la superficie, que no solía escuchar a su
conciencia cuando ésta se lo suplicaba.
La voz de su antiguo yo le
pidió que intentara ser comprensiva, convencerla de que no era culpa de Karón,
que tal vez había sido hechizada, pero en cuanto la marine shogun la atacó y
trató como a una enemiga, esa voz se volvió inaudible y sólo siguió los
instintos de la bestia a la que le debía su nombre.
Cayó de rodillas, lamentando su
acción e infortunio. Se cubrió el rostro con las manos intentando ocultar su
llanto y acallar sus gemidos de dolor.
Todos estos años en que vivió con
el señor Avanish, creyó haber sido la única sobreviviente de ese grupo de
temerarios e ilusos chicos que se dejaron devorar por el remolino infernal.
Recordó la horrible sensación, la
violenta forma en la que sus cuerpos se golpearon unos contra otros, el modo en
que el agua presionaba sus cuerpos. En el vértigo y el sufrimiento, sintió que
perdió a Karón, y aunque tanteó desesperada en el agua, no logró aferrarse a nada,
ni a nadie.
El aire le fue arrebatado por el
frío y los intensos dolores. Pese a que fueron pocos segundos, pareció toda una
vida de sufrimiento en la que el mar la castigó. Ensordecida, cegada y muda fue
apaleada por esa feroz corriente que tenía el único propósito de arrebatarle la
vida a todo aquel que intentara escapar.
Algunas veces, contadas en
realidad, esa fuerza dejaba una ligera chispa de vida en algunos de los cuerpos
destrozados. Esos afortunados, o desdichados,
tenían segundos de paz sumergidos en el vasto mar hasta que finalmente morían
ahogados.
Leviatán fue de esos casos excepcionales,
pero aún más extraordinario es que su cuerpo logró salir a flote como un tronco
fuera del agua.
Estaba muerta, o por lo menos en
un estado muy cercano a la muerte, sin embargo, de alguna manera, alguien sopló
aliento de vida a su cuerpo y así logró salvarse.
No fue el cielo azul o el sol que
tanto describían en los cuentos lo primero que vieron sus ojos, no, sus glóbulos
oculares no estaban preparados para la luz del exterior por lo que resultó una
terrible y agonizante experiencia mantenerlos abiertos.
Totalmente ciega y desorientada,
alcanzó a escuchar la voz de un par de infantes y la de un hombre que hablaban
en un dialecto extraño para ella.
Aterrorizada y traumatizada por
su anterior vivencia, quedó desconcertada cuando alguien le tocó la cabeza y
paternalmente susurró — Descansa, estás a
salvo —en el idioma de sus antepasados.
El señor Avanish la salvó ese
día… fue mucha su pena cuando recobró la conciencia y se supo la única
sobreviviente de su grupo. Aunque el par de gemelas que la cuidaban y
acompañaban intentaban acercársele, ella estaba lejos de sentirse animada o
deseosa por entablar amistad, lo único que podía hacer era pensar con rabia y
frustración.
Aborrecía la luz que lastimaba
sus ojos, por lo que sintió desprecio por ese nuevo mundo al que le perdió todo
interés.
La madre de las gemelas se
limitaba a darle de vestir y comer, solía colocar bellas flores en su
habitación, esperando despertar su curiosidad por salir del cuarto al que
decidió confinarse.
Sin embargo, cuando hablaba con
el hombre que se presentó como Avanish, todo sonaba diferente. Su amabilidad y
carisma rompían con la armadura de frialdad e indiferencia en la que Leviatán
intentó ocultarse.
Le sorprendió que él le hablara
como si la conociera de toda la vida, y más se impresionó cuando le confesó que
sabía todo de ella, su origen y procedencia. Él le regresó el ánimo de
continuar con su deseo, le prometió que si lo seguía, le mostraría la vereda
por la que sería capaz de lograr sus metas.
Leviatán, motivada por el odio
que desbordaba de su pecho, accedió gustosa, prometiéndose que pasara lo que
pasara, vengaría a su gente…
— No hay marcha atrás —se dijo a
sí misma, descubriéndose la cara para mirar al cielo, aún con un deje de
arrepentimiento.
Por encima de sus tristezas,
debía satisfacer el hambre voraz del monstruo interior que había alimentado
todos esos años con sus deseos de venganza.
Leviatán se giró hacia la parte
del palacio que había destruido, decidida a avanzar por entre las ruinas para
dirigirse hacia donde se encontraba Poseidón, cuando un escalofrío le recorrió
la espalda y tensó su nuca.
Fue una sensación sofocante,
difícil de explicar. Lentamente volvió a alzar la vista hacia el cielo.
— No… esto es… imposible…
—susurró.
Una porción del cielo acuático se
ondeó, como si algo atrás de la capa de agua empujara con fuerza. Tomó la forma
de un globo enorme el cual finalmente reventó, lanzando una gran cantidad de
agua, pero al mismo tiempo liberó sonoros estruendos que simularon rugidos bestiales.
Allí, en el aire, saliendo de las
aguas de manera gloriosa se encontraba Scylla, montando a sus seis gigantescas bestias
encarnadas en cuerpos de aire tormentoso.
El oso y el águila encabezaban la
montura, mientras que el lobo y el murciélago se enfilaban a su derecha, dejando
a la serpiente y a la abeja protegiendo su flanco izquierdo.
Al principio, el cosmos
aguamarina de la guerrera de Poseidón la envolvió con una brisa celestial que
la dotaron de la apariencia agraciada y mítica de la ninfa del mar, pero
conforme descendía, la imagen de la auténtica marine shogun quedó a la vista.
Su cuerpo, aunque magullado y sangrante, permanecía fuerte y digno para
combatir.
Scylla y sus bestias
permanecieron en el aire, mirando hacia donde Leviatán las admiraba.
— Qué poder… —fueron las palabras
que escaparon de los labios de la Patrono. Por supuesto que se reprendió a sí
misma por sentirse un poco temerosa bajo tal manifestación—. Pero sigues sin
estar a mi altura. Las seis bestias que te respaldan no son nada contra la
fuerza del poderoso leviatán —dijo de inmediato, apuntándola acusadoramente.
— ¿No has tenido suficiente? —escuchó la voz de la marine shogun en
su mente.
— Habría sido más conveniente para ti haber muerto por mi tormenta —la
Patrono accedió a entablar un enlace telepático.
— Si las dos no morimos hace años dentro de ese remolino infernal,
ninguna fuerza marina será capaz de hacerlo —la marine shogun añadió,
mirándola fijamente a los ojos desde la distancia—. Levi, detente ya.
Leviatán se sorprendió al
escuchar que la llamara de esa forma.
— ¡Karón! ¡¿Entonces es cierto?! ¡¿Sólo estabas fingiendo no
reconocerme?!
— Es algo más complicadoque eso, Leviatán.
Yo de verdad olvidé —confesó, para desconcierto de la Patrono—, todo.
Las moiras tenían un destino para mí, sólo eso puede explicar cómo es que logré
sobrevivir. Pero no sólo mi cuerpo se encontraba destrozado, sino también mi mente
sufrió graves lesiones —se dispuso a relatar, a como ella escuchó de otras
personas—. Unos humildes pescadores me
encontraron recién habían abandonado la costa, por lo que al querer ayudarme, regresaron
a tierra donde el destino se apiadó de mí, ya que justo en esa playa el
emperador Poseidón se encontraba. Él me salvó —aclaró, manteniendo una
profunda calma en sus palabras.
— ¡¿Cómo
es eso posible?! ¡Mientes! ¡¿Acaso no sabía tu identidad?!
— Aun
ahora, es algo que no termino de comprender… no me atrevo a cuestionar a mi
dios… Pero a él le debo mi vida.
— Seguro
por algún motivo nefasto
—comentó la Patrono, incapaz de pensar lo contrario—… es posible que él te haya bloqueado todos tus recuerdos, hasta reducirte
a esto.
— Estás muy equivocada. Yo iba a morir, eso nadie lo duda, pero el señor
Poseidón compartió conmigo una pequeña chispa de su cosmos divino —se palpó
el pecho por unos segundos, cerrando los ojos—. Desde entonces, es su propio cosmos lo que me mantiene con vida —explicó—. Y aunque
eso me permitió sanar de mis heridas, cuando recobré la conciencia no
tenía idea de mi nombre, ni mi origen… no tenía recuerdos de mi pasado, tampoco
podía sentir nada… Alguien me dijo un día, que parecía un cascarón sin alma…
pero no por ello me rechazaron, todo lo contrario: me cuidaron, me alimentaron,
me dieron un nombre…Caribdis*.
— Vaya sentido del humor de tu
dios, ¿no te parece? —comentó con sorna.
— Me es claro que no has cambiado nada…
— ¡Pensabas como yo! —Leviatán reclamó.
— Con pesar, hay memorias en las que no puedo negarte eso… Pero no miento
cuando digo que yo ya no soy “Karón”.
Sin memorias, formé una nueva identidad, labré una vida aquí aun con mis
limitadas capacidades empáticas. Entonces, hace menos de un año, los recuerdos
comenzaron a volver a mí… pero aún ahora los veo y siento que son de otra
persona, un sueño de alguien más, una pesadilla… esa era la Karón que tú
recuerdas y la que jamás podría volver a ser.
— ¡Son sólo tonterías! ¡¿Por qué no mejor aceptas que decidiste
traicionar a tu propia gente?!
Enfurecida, la
Patrono hizo estallar su cosmos de manera violenta, expulsando el odio en su
ser en forma de saetas cortantes hacia Caribdis.
La marine shogun envió a su
águila de viento para que transformara esa violenta ventisca en una suave
brisa.
— ¡¿Cómo
pudiste vivir contigo misma sabiendo lo que debían estar pasando tu padre… nuestra
madre?! —Leviatán
espetó, desplegando una y otra vez su cosmos huracanado, que era abatido por
las alas del águila de Scylla.
Caribdis se mantuvo a la
defensiva para proseguir con su mensaje.
— Todos esos recuerdos me permitieron experimentar, por primera vez en mi
estancia en la superficie, una gran confusión… Me cuestioné, así como me
cuestionas ahora, “¿Por qué el Emperador
me permitió vivir?”, “¿Cómo tolera tenerme a su lado?”, “¿Por qué a una infiel
le daría la scale de Scylla?”. Los relatos de los ancianos se contradecían
con las memorias que forjé aquí… la imagen del despiadado y cruel tirano no
tenían cabida en la bondad y justicia que visten al Emperador del mar al que yo
sirvo…
Caribdis pausó, al ver cómo Leviatán
se impulsó hacia ella empleando su cosmos torrencial para elevarse al cielo,
custodiada por un dragón de aire.
La marine shogun se desplazó
velozmente, evitando cualquier colisión.
— Por primera vez, conocí lo que era el
miedo —prosiguió, pese a los intentos de Leviatán por hacerla callar—… No estaba segura de qué hacer… los
recuerdos de Karón entraban en conflicto con los míos… como un espíritu errante
que luchaba por poseerme… pero conforme más recordaba de esa chica que nació en
el encierro, hay algo en lo que ambas pudimos concordar: tal vez haya una forma
pacífica para reparar el pecado de nuestro pueblo.
— ¡¡Sigues siendo una estúpida
que sólo fantasea con situaciones ridículas!!¡¡¡Eso nunca pasará!!! —Leviatán gritó
con su auténtica voz, la cual liberó un intenso golpe de aire que logró herir a
Caribdis pese a encontrarse rodeada por sus bestias —¡¡Es suficiente!! —exclamó
furiosa— ¡¡Sal de mi cabeza!! ¡¡No quiero escucharte más!! —exigió, luchando
por bloquear la voz que llegaba a su mente.
— Soy tu enemiga, no es mi obligación el complacer tus demandas
—respondió Caribdis, aferrándose al enlace psíquico—. Sin embargo, para que el fantasma de Karón abandone finalmente mi
cuerpo y mente, hay algunas cosas que sé, debo decirte… una vez termine, sólo
quedará quien soy ahora y no volveré a pensar jamás en ti.
Pese a su explicación, Leviatán
no podría frenar sus deseos por matarla. Pero aunque sus ataques energéticos
resultaban poderosos, las bestias de Scylla respondían protegiendo a su ama, y al mismo tiempo contraatacaban para mantener a
raya a la Patrono.
—
Yo, estaba dispuesta a confesarle
al señor Poseidón la verdad, que había recobrado mis memorias. Me sentí tan
avergonzada, no era capaz de reunir el valor… por lo que decidí esperar el momento
correcto para pedir por mí, por mi pueblo... Si fue capaz de mostrar tanta
piedad por una sola pecadora como yo, quizá había llegado el tiempo en que
pudiera hacer lo mismo por sus hijos que sufren en la oscuridad… Pero ahora, tú
lo has arruinado todo —dijo, en un claro reclamo pese a la falta de
sobresalto.
— ¡No digas idioteces! —gritó la
atlante de cabello azul— ¡A diferencia de ti, que has estado jugando a la
familia feliz, todos estos años no he hecho más que esperar este momento!
¡Prepararme en cuerpo y alma para ello! ¡No permitiré que me acuses de esa
manera!
— Tu decisión… sólo ha terminado por condenarnos —sentenció Caribdis—. Traer aquí a tantos delos nuestros con la
intención de una guerra… eso él jamás lo perdonará, esta vez su castigo divino
será exterminarnos. Tú lo has desencadenado.
— ¡Cállate! ¡Si tanto miedo
tienes, entonces deja de luchar contra mí! ¡Unamos fuerzas y terminemos de una
vez con su vida! —Leviatán pidió, en un último intento de aferrarse a tan vieja
amistad.
— Eso no
está a discusión—Caribdis
respondió fríamente—… soy fiel al señor
Poseidón, y aunque él me ejecute con todos ustedes, cuando menos quiero que la
última vez que me presente ante él, sea con orgullo de haber cumplido con mi
labor como una marine shogun. Eso no me lo vas a quitar, Leviatán.
La Patrono resintió el instante
en que Caribdis rompió con el enlace psíquico, de manera tan profunda y
personal que fue como revivir el mismo dolor que la abrumó ante su pérdida años
atrás.
Con un grito desgarrador,
Leviatán dejó que su rabia escapara sin control de su cuerpo, lo que detonó el
nacimiento de un nuevo tifón que le dio vida y forma al ancestral monstruo
marino, leviatán.
El cosmos de la Patrono se
incrementó, sobrepasando los niveles demostrados con anterioridad. Sea de
manera consciente o inconsciente, su poder sería capaz de consumir a la marine
shogun en su próximo ataque.
— ¡Si así es como lo prefieres,
así será! —exclamó la Patrono—. ¡Tú no vas a detenerme más! ¡Mira bien, este es
el poder que logré obtener para cumplir nuestro sueño! ¡Desaparecerás con el
soplido de mi furia!
— Qué ilusa —habló la marine
shogun—, al creer que con tan poca habilidad serás capaz de ponerle un dedo
encima al Emperador.
Caribdis cerró los ojos por unos
segundos en los que su cosmos actuó sobre las seis bestias de Scylla, las
cuales se fundieron en un cúmulo de aire comprimido que adoptó una forma gigantesca
y sublime: una espada.
— Te enorgullece decir que has
despertado el poder durmiente que la sangre de nuestro Emperador dejó en
nuestros cuerpos —musitó la marine shogun, abriendo lentamente los ojos—… pero
alguien como tú, que utiliza esa fuerza para ir en contra de los designios del
dios del mar, jamás alcanzará la verdadera grandeza de ese vínculo… Éste,
Leviatán, es el auténtico poder de un atlante.
La energía cósmica que comenzó a
fluir a través de la marine shogun de Scylla se sentía totalmente diferente.
Sus ojos resplandecían con un color verde aguamarina que le cedían un aspecto
intimidante.
Por un momento fugaz, Leviatán se
paralizó ante esa manifestación, pues aunque su mente no lo aceptaba, su
cuerpo, sangre y alma sabían reconocer perfectamente el poder que respaldaba
ahora a la marine shogun, uno por el cual debería arrodillarse y suplicar
clemencia.
Logró salir de su estupor por la
misma ira que le estrujaba el corazón, y sin demorar desplegó su ataque mortífero
— ¡Cólera
de leviatán! —desapareciendo dentro del dragón de viento que se
precipitó hacia Caribdis y su espada.
— Espada del cielo —Caribdis
susurró apenas para sí, como respuesta al inminente ataque.
El monstruo marino se arrojó contra
la espada de viento. El choque de ambas
fuerzas provocó una extraña esfera de silencio en el que el tiempo pareció
alentarse.
Dentro de ella, el abominable
monstruo marino se detuvo cuando la gigantesca hoja de aire le atravesó el
pecho.
La marine shogun vio cómo la bestia
marina se desbarató en fieros ventarrones de aire en un último intento de
hacerle daño.
Caribdis pestañeó un par de veces
en los que sus ojos volvieron a la normalidad, tras serenar su cosmos. La
espada de aire se esfumó como si hubiera sido una mera ilusión. Ocultó su dolor
y cansancio físico para permanecer incólume ante la enemiga a la que había
derrotado.
El cuerpo de Leviatán se mantuvo
suspendido en el aire pese a que ya no hubiera nada visible que la sostuviera
en el cielo.
La Patrono se encontraba de una
pieza, pero su barbilla se inclinó tanto que casi tocaba su propio pecho.
— Me es difícil creer… que todo
haya terminado… de esta forma —musitó la Patrono, sin poder alzar la cabeza o
mover su cuerpo, del cual poco a poco su armadura se desprendía en diminutos
trozos—. No pude… siquiera… llegar hasta… donde Poseidón se encuentra… —se
lamentó, mofándose de sí misma—. Pero… a través de ti… pude… conocer… su lado
más temible… e inclemente… —rió un poco, conforme la sangre comenzaba a correr
por su piel y ropa vuelta jirones—. Te llamaste a ti misma… ‘una verdadera atlante’… eres una
hipócrita… Yo soy la única… que
debería ser reconocida así… pues yo…
he hecho todo esto… he sacrificado todo… por mi gente… En cambio tú…. tú… —se
esforzó por mirarla a los ojos, una última vez— … no hiciste… nada.
Fueron las últimas palabras que
terminaron con el aliento de la agonizante guerrera. Su cuerpo se precipitó
finalmente hacia el suelo, pero en un último acto de hermandad, Caribdis empleó sus habilidades psíquicas para que su descenso
fuera lento, hasta depositarla con suavidad en el suelo.
La marine shogun volvió a tierra,
permitiéndose respirar con dificultad. No pudo más y su cuerpo la obligó a desplomarse
en el suelo.
Allí, tumbada junto al cadáver de
su enemiga, contempló la mano abierta de Leviatán por unos segundos. Motivada
por sentimientos que reconocía no le pertenecían, sino a su antigua yo,
Caribdis alargó su propia mano para sujetarla, como aquel día en que
inevitablemente sus caminos se separaron.
Ella no dijo nada, ni siquiera
derramó una lágrima…
*-*-*-*
Sugita de Capricornio apartó la
vista de su rival por pocos segundos. Contempló el extraño fenómeno que se
suscitaba en el suelo, donde la telaraña carmesí se extendió hasta casi
alcanzarle los pies. Él retrocedió, impulsado por el miedo a lo desconocido,
pero la estructura espinosa se abrió camino hasta casi abarcar la mayor parte
del campo de batalla, obligando al santo dorado a permanecer muy cerca de los
límites marcados por las paredes rocosas.
— ¿Qué sucede? ¿Te impresionas
con tan poco? —Engai comentó, divertido—.
¡Vamos, atácame! —lo incitó, sabiéndolo amedrentado—. ¿No? Entonces yo
tomaré la iniciativa.
A un pensamiento, una línea de la
telaraña se alzó como si fuera una cadena, la cual lanzó velozmente contra el
santo dorado.
Sugita atinó a agacharse,
sintiendo cómo la ramificación espinosa pasó muy cerca de su cabeza,
estrellándose sonoramente contra el muro,
donde dejó una profunda marca.
No tuvo tiempo para meditarlo
cuando más de esos látigos espinosos se alzaron en su contra. Sugita era un
guerrero de gran destreza, por lo que logró salir ileso. Las ramas se incrustaban en el suelo en cada golpe
fallido, destruyendo la superficie rocosa con tremenda facilidad.
Cuando esos látigos mostraron la
intención de encerrarlo en una jaula, Capricornio empleó la luz de Excalibur
para abrirse camino. Las ramas carmesí se quebraron fácilmente en numerosos
trozos, pero jamás esperó que al momento de hacerlo, cada fragmento generara
una explosión. Unidas, resultó un estallido que impactó en el santo, el cual
fue lanzado hacia donde las cadenas carmesís se preparaban para atacarlo.
En su aturdimiento, Sugita logró
eludir un par de golpes, pero sobre su espalda recibió dos latigazos que lo
azotaron contra el suelo. Las ramas se electrificaron con el contacto de su
cuerpo, por lo que no sólo debió sufrir por los potentes golpes sino por la
energía eléctrica que inyectaron en su ser.
Capricornio logró reponerse,
elevando su cosmos y empleando una vez más su brazo afilado. Aunque en esta
ocasión, pudo impulsarse para evitar la
onda expansiva de las explosiones, alejándose del arbusto viviente
repleto de espinas.
Algunas ramas se enredaron entre
sí, moviéndose como extremidades de una araña, golpeteando continuamente el
suelo para avanzar.
— ¿Lo entiendes ahora? No tienes
escapatoria alguna. Mi magia emplea ataque y defensa a la vez, es un sistema
perfecto contra aquellos que sólo saben moverse a la ofensiva.
Sugita se mantuvo alerta,
estudiando sus opciones.
— Me he percatado que tu mayor
habilidad reside únicamente en tu brazo derecho —rió—. Un golpe de espada
magnifico, pero en tus manos es apenas un reflejo de la magnificencia que
podría alcanzar. Es un desperdicio todo lo que se ha vertido en ti, pero pronto,
te prometo que yo despertaré el verdadero potencial que se te ha dado, usándolo
finalmente para mis propósitos.
El Patrono desencadenó una
tormenta eléctrica sobre la zona, en la que los rayos rojos buscaban calcinar
al santo de Atena.
— ¡No sé lo que pretendes
exactamente conmigo! ¡Pero jamás serviré al mal! —Sugita clamó, moviéndose
velozmente para eludir los relámpagos.
— Niño, lamento decirlo pero, ¡no
te necesito vivo! —aclaró el Patrono.
Sugita vio como los
relámpagos comenzaron a girar sobre sí
mismos, formando un tornado con sólo diez metros de altura que se precipitó
hacia él.
Con su cosmos encendido, el santo
de Capricornio fue envuelto por dicho tornado carmesí, el cual se alargó y
subió hasta el cielo en cuanto hizo contacto con él, causando un estruendo que
le lastimó los tímpanos.
Fue arrastrado violentamente
por esa energía que giraba de modo
salvaje y lo elevaba por los cielos. Sentía su cuerpo vapuleado por las numerosas
descargas que lo golpeaban sin piedad, rasgando su carne como si miles de
garras estuvieran arañándolo.
Aunque perdió por escasos
segundos la orientación, esperó encontrarse a la altura suficiente para
efectuar un plan.
Elevando su cosmos, Sugita logró
romper el flujo carmesí, desbaratando el
tornado rojo, cuyos relámpagos se dispersaron en todas direcciones tras
tornarse de color dorado. Sin un suelo bajo sus pies, Sugita sabía que sólo le
esperaba una larga caída hacia la muerte.
Engai reflexionó si debía o no
interceder por el muchacho, tenía pocos segundos para decidirse, pero al
contemplarlo caer, entendió que el chico estaba lejos de estar indefenso.
— A esta distancia, la proyección
será más grande —el santo se dijo así mismo al preparar su técnica que esperaba
poder efectuar en el aire. Su blanco: la telaraña escarlata que había abarcado
por completo la profundidad del arrecife— Excalibur Justice!
La red dorada que creó el santo
de Capricornio parecía pequeña, pero conforme se precipitaba a tierra se volvió
tan grande que fácilmente abarcó en su
totalidad el campo de batalla.
El Patrono de Fortis miró con
cierta sorpresa esa devastadora cuadrícula de oro, en cuyo descenso partió las
rocas como si fueran hojas de papel, cayendo como una plancha aplastante que
desbarató por completo la telaraña roja y prosiguió su camino hasta niveles
profundos del subsuelo.
El campo de protección que cubría
al Patrono logró resistir, pero en cuanto vio las centenas de trozos rojizos
apunto de estallar en el suelo, y otros más flotando a su alrededor, entendió
la verdadera intención del santo de Atena.
Las explosiones, unidas, formaron
una luz roja que se disparó como un volcán haciendo erupción.
Aun en el aire, Sugita de
Capricornio fue alcanzado por la onda expansiva que detonó dentro del interior
del arrecife, empujándolo hacia el norte de tal embocadura del suelo marino.
Cegado y aturdido por la rugiente
erupción, el santo de Capricornio cayó pesadamente en el suelo, resintiendo
dolores por todo su cuerpo. Se apresuró a ponerse de pie, contemplando la
negrura del humeante suceso que le impedía ver el interior del arrecife.
Se negó a bajar la guardia,
siendo eso lo que lo salvó de ser golpeado por un rayo escarlata que fulminó el
suelo.
Sugita escuchó un leve murmullo— Allí viene —, que le causó escalofríos,
pero lo obligó a anticipar la descarga roja.
Engai apareció de entre la
humareda que se negaba a disiparse. Su campo de fuerza continuaba manteniéndolo
a salvo e ileso.
Sonriente, el Patrono pisó suelo
firme y desvaneció la esfera protectora— Aplaudo tu intento, jovencito. Por un
instante me preocupé, sin embargo, mientras posea el escudo más fuerte de todo
este mundo, ese tipo de estrategias nunca funcionarán —aclaró, tocando con el dedo
índice una de las piedras rojas que manipulaba a su antojo—. Mis compañeros me
consideran un guerrero inferior dentro de las filas sólo porque no se me
bendijo con uno de los Zohars, pero el señor Avanish es sabio y prefirió
brindársela a alguien más, sabiendo que yo no la necesitaría —comentó.
Sugita optó por una pose de
combate nuevamente—. Si lo que dices es cierto, supongo que ya sé cómo será el
final de esta batalla. Tú que dices poseer el escudo más fuerte, y yo que poseo
la espada más poderosa, terminaremos por destruirnos mutuamente.
— ¿Tú? ¿La espada más fuerte?
—Engai se mofó—. Tus pasados intentos no han causado ningún rasguño en mi
barrera, ¿de verdad crees lo que dices?
— Lo intentaré las veces que sea
necesario, pese a que te digas invencible, no renunciaré a la victoria.
— Te ves bastante decidido… creo
que llegó el momento de borrar esa seguridad que resplandece en tu mirada
—Engai invocó con un pensamiento otra piedra roja que se mantuvo a la altura de
su pecho, pero era tan pequeña, como una lágrima, que podría pasar desapercibida de no ser por
el resplandor carmesí que emitía.
El santo de Capricornio elevó su
cosmos, desenvainando el resplandor de Excálibur, con la cual dio dos golpes de
espada que formaron una radiante cruz que se precipitó contra el Patrono.
Engai sonrió ampliamente ante el haz
de luz. La lágrima escarlata fundió su aura con la del Patrono, permitiendo que
ésta, de algún modo, desvaneciera el ataque dorado, como si hubiera sido
absorbido por una puerta, dentro de la cual dio media vuelta para volver a
salir por ella.
— ¡Esto no puede ser! —Sugita exclamó
al instante en que su técnica le fuera devuelta, y con una intensidad mayor.
El poder de Excálibur golpeó su
cuerpo, arrancándole un grito de dolor agonizante, empujándolo sin piedad,
resintiendo la energía cortante que se esparcía hasta el interior de sus
entrañas.
Ante la aparatosa caída, perdió su
casco. Sugita permaneció de espaldas sobre el suelo rocoso por unos instantes
en los que escupió un poco de sangre, mientras abundantes líneas carmesí
comenzaron a emerger por debajo de su cuerpo.
El santo dorado se movió
lentamente, temiendo que alguna de sus extremidades hubiera sido separada de su
cuerpo, pero para su alivio y fortuna, continuaba de una sola pieza. Logró
apoyarse sobre sus rodillas para, en un rápido impulso, volver a estar de pie,
pero tambaleante.
En su armadura dorada se marcaban
algunas líneas de fractura, pero la cloth de Capricornio también se mantuvo
unida.
Aunque lo más sensato sería abstenerse
de atacar, Sugita alzó el brazo con la clara intención de hacerlo, pero el
Patrono se adelantó, diciendo — ¿Acaso eres tan estúpido, muchacho? Si empleas
nuevamente tu espada contra mí, ocurrirá exactamente lo mismo.
— ¿Y eso te preocupa? — cuestionó
el santo, confundido por la advertencia.
— No me malentiendas… estoy
destinado a tomar tu vida, en eso no hay marcha atrás —aclaró, elevándose
nuevamente en el aire—. Si fuera sólo cuestión de matarte, no habría fallado
hace catorce años, pero mi magia requiere un proceso más complejo que eso. Y ya
que he visto el patético límite de tu fuerza, no tengo porqué retrasarlo más.
La energía del Patrono formó un círculo
bajo sus pies, el cual se desvaneció momentos después.
— Cuando formaba parte del
consejo de hechiceros, me llamaban el
mago de la sangre, ¿sabes por qué? —cuestionó, respondiendo de forma
inmediata—. No porque haya sido el más sanguinario o el más violento, sino
porque mi magia toma fuerza extraída de mi propia sangre… pero también de la de
mis enemigos —aclaró justo en el momento en que Sugita sintió una horrenda
pesadez en su cuerpo.
El santo miró accidentalmente
hacia el suelo, encontrando que un círculo perfecto se había dibujado a su
alrededor. Intentó moverse pero el esfuerzo que le tomó mover un poco los
brazos le resultó un martirio
— Y como ya te has cubierto con
tu misma sangre, me has facilitado el trabajo.
Sugita quedó pasmado ante el
lacerante dolor que le atravesó el muslo izquierdo y su brazo derecho. Dos
ramas carmesí emergieron súbitamente del suelo y como espadas se clavaron en el
santo dorado, obligándolo a caer en el centro del círculo, en cuyo interior, la
sangre de sus múltiples heridas comenzó a moverse, formando símbolos arcaicos
difíciles de comprender.
Sugita buscó desesperadamente
ponerse de pie, pero era incapaz de hacer algo excepto respirar agitadamente
contra el suelo polvoriento.
— Admito que desde muy joven, mi
madre… mi mentora, me explicó que mi sangre no contenía las propiedades necesarias para asegurar
hechizos poderosos —comentó, observando desde el aire cómo los trazos en el
suelo se efectuaban perfectamente—… Saber eso me devastó. Aunque ella, en su
deseo de que nuestra familia permaneciera en lo alto de la comunidad, me enseñó
a utilizar esas propiedades de la
sangre de otros —Engai acarició con un dedo el pequeño rubí del tamaño de una
lágrima—. Era sencillo, sólo esperar a que el enemigo fuera herido, manchaba un
poco mis dedos con ese fluido vital y podría emplear ataques mágicos basados en
las propias capacidades del infeliz.
Pero pronto descubrí que era un método imperfecto, pues sólo podía emplearla de
forma temporal. “¿Embazarla?” pensé,
pero fue un fracaso. “¿Transfusiones?”
resultaron inútiles. Conservar vivo el recipiente
era un fastidio, y la sangre de un cadáver era ineficiente.
El Patrono de la Stella de Fortis
materializó numerosos rubíes que parecían haber estado detrás de un campo
invisible. Cincuenta, quizá cien, Sugita pudo verlos cuando dejó descansar su
mejilla en el suelo.
— Me tomó un tiempo, pero tras
mucho esfuerzo y dedicación logré perfeccionar un método infalible y apropiado.
En la sangre de cada individuo hay conocimiento, vida, experiencias y sobre
todo poder…
ideé un proceso que me permite perpetuar todo eso en la forma de estas piedras
rojas….
— ¿Qué…? —alcanzó a musitar
Sugita, atragantado por el esfuerzo de su cuerpo por moverse—. … ¿Estás
diciendo que tú… que todas esas joyas… las creaste con la sangre de otras
personas?
— En mi inocente inicio, sí, sólo
tomaba una gran cantidad de alguien poderoso y fabricaba estas hermosuras. Lamentablemente,
con el tiempo y uso perdían fulgor hasta reducirse a polvo rojo inservible…
Estar con el señor Avanish me ha permitido llevar mi magia a otro nivel, él me
dio el conocimiento para que estas joyas se conservaran eternamente… El secreto
estaba en no desperdiciar ningún mineral ni esencia que reside dentro de cada
ser vivo, tenía que mezclarlo todo,
fundirlo todo… carne, sangre,
huesos, vida y su alma —sonrió siniestramente.
— ¡No…! ¡Eres un monstruo! —el
santo clamó, mirando con horror los rubíes que flotaban en el cielo. Pensó en
todas las personas que habían sido sacrificadas y reducidas a meros objetos por
el anhelo de poder de ese hombre.
— Como entenderás, a partir de ese
glorioso momento me he dedicado a encontrar individuos con poderes que me son
de utilidad. He tenido que hacerlo de manera muy discreta, el señor Avanish lo
pidió… aunque pronto llegará el día que tenga la libertad de elegir a alguien y
volverlo parte de mis fuerzas en ese instante —rió, ansioso por ese futuro
prometedor—. Pero concentrémonos en un evento más próximo, en éste… ¿Ahora
entiendes lo que voy a hacer contigo? Volveré todo lo que eres en poder, un poder del que yo tendré
control y lo emplearé a voluntad. Hiragizawa nunca entendió la visión de mi
proyecto, pero pronto se lo mostraré, juro que lo aniquilaré con la fuerza que
extraeré de ti —volvió a reír, imaginando el momento.
Tras un simple pensamiento, el
círculo de sangre en el que se encontraba atrapado el santo, empezó a emitir un
fulgor carmesí del que descargas eléctricas chasqueaban sonoramente.
Sugita sintió una horrible
sensación que presionó sus órganos internos, casi provocándole el vómito.
— Hace más de quince años, las
fuerzas primigenias que le dan equilibrio a este mundo perecieron a manos de
los mortales —Engai relató, fascinado por el encontrarse tan cerca de su
triunfo—. Los espíritus del Fuego, de
la Tierra, del Agua y del Viento
sucumbieron a manos del joven que es conocido como el Shaman King de la nueva
era, Yoh Asakura. Pocos años después fue el turno del espíritu de la Vida, cuya esencia se trastornó gracias
a los mismos seres humanos, volviéndose un peligro que estuvo por acabar con
este planeta. Irónicamente el único hilo de esperanza que mantenía en pie este
mundo era el espíritu de la Muerte…
pero al tiempo fue liberado, y gracias al poder de Hades que se extendía por el
globo a causa del gran Eclipse, se convertiría en la fuerza que exterminaría la
vida de éste miserable mundo. Supongo que ya debes conocer el resto de la
historia…
El santo de Capricornio comenzó a
gritar de dolor, resintiendo el paso de la magia y el poder del Patrono a
través de sus entrañas.
— Me has preguntado por qué te
llamo “monstruo”, pero para ello tenemos que regresar un poco en el tiempo… al
momento en que el espíritu de la Vida
fue derrotado, en donde una pequeña fracción de su esencia fue recuperada por
tu padre, quien dijo, y cito: al
sostenerla en sus manos entendió que tal pureza ancestral no debía extinguirse —dramatizó—.
Se sintió culpable ya que él fue uno de los responsables de que haya
enloquecido y desatado todo ese mal —Engai juntó las manos y en ellas acunó un
objeto imaginario, como si representara
el momento relatado.
— Su esposa entendió su pesar, par de idiotas, por lo que accedió a
llevar a cabo el deseo de su esposo. Ella, Kaho Hiragizawa, quien se encontraba
con pocos meses de gestación, permitió que se depositara en su vientre esa
esencia primordial… limpiando así un poco la conciencia de Hiragizawa y dando a
luz, meses después, a un niño al que llamaron Sugita.
Pese a la agonía, Sugita logró
escuchar claramente lo dicho sobre sus padres, abriendo los ojos con un gesto
de sorpresa.
— ¿Qué abominación nació
realmente de ella? No estoy seguro, en apariencia es como cualquier chico que
haya visto en mi vida —Engai habló cínicamente—. Desconozco si es el espíritu
reencarnado, si es el inocente ser humano, o una fusión de ambos. ¡Lo único que
importa es que pronto todo lo que él es y se esconde dentro de él cabrá en la
palma de mi mano!
En la mente de Sugita todo se
tornó confuso, con tanta información que asimilar, sus propios pensamientos
caóticos y el terrible dolor que lo aplastaba, hubo un instante en que perdió
el sentido y todo se tornó oscuro, donde un sin número de imágenes se
proyectaron una tras otra a gran velocidad. Vio muchos momentos y rostros
avanzando, voces incesantes que hablaban al mismo tiempo y no era capaz de
entender, hasta que una de ellas resaltó por encima de todas las demás….
— ¡¡Arriba!!
El chico de ocho años cayó sobre
su espalda tras recibir el violento ken de su maestro, quien caminó por el
fango del terreno para aproximarse a él.
— ¡¡Arriba!! —repitió la orden con
voz severa y autoritaria.
Sugita rodó sobre sí mismo al ver
cómo es que el pie de Deneb se precipitó sobre su cara. El susto lo obligó a
levantarse para esquivarlo y retroceder, manteniendo una distancia prudente de
su mentor.
Tras años de convivencia y
entrenamiento, finalmente había dado inicio la etapa de combate. Su mentor no
mostraba consideración alguna durante la agresiva instrucción, y pese a las
palizas dadas exigía que su alumno se levantara al día siguiente y continuara
con el mismo ritmo.
Deneb se lanzó hacia él, con su
brazo derecho extendido y rígido, al mismo tiempo que Sugita contraatacó
imitándolo. Sus brazos chocaron una y otra vez, repeliéndose como espadas,
generando estruendos similares, pero la maestría de Deneb sobre la Excálibur
era absoluta y su poder era mayor. Eso lo sabía bien el joven discípulo, quien
tras cada choque acumulaba profundas heridas en su brazo, después de todo su
técnica aún no era lo suficientemente fuerte para igualar o superar a su maestro.
Al sentir que pronto perdería la
movilidad de su extremidad, Sugita descuidó a propósito su defensa, permitiendo
que su maestro encontrara una abertura para atacar su pecho, siendo su
intención atrapar con sus manos desnudas el brazo-espada.
Deneb dejó escapar una ligera
sonrisa al anticipar la trampa, pero
se permitió caer en ella.
Él mismo le había mostrado no
sólo las formas en las que es capaz de emplear su técnica, sino también cómo un
rival sería capaz de combatirla. Su alumno ya conocía sus ventajas pero también
las debilidades, supuso que era tiempo de enseñarle algo más.
Sin permitirle a Deneb liberarse,
Sugita utilizó todas sus fuerzas en un rodillazo que quebró el brazo de su
maestro, el cual se dobló ante la fractura. Mas ningún grito o gesto de dolor
cambió la dura expresión del hombre de cabello oscuro, quien desplegó una
patada doble sobre la quijada del muchacho.
Sugita se alejó, visiblemente
exhausto pero todavía de pie. Fue capaz de inutilizar la mejor arma de su
maestro, por lo que se había deshecho de un gran problema.
Deneb no prestó atención a la
rigidez de su brazo, que caía inútil sobre su costado— Muy bien, parece que has
entendido tu mayor desventaja a la hora de luchar.
—Es por eso que debemos acabar rápido
con nuestros enemigos, ¿cierto? Antes de darles la oportunidad de entenderlo —añadió
Sugita, orgulloso tras haber herido a su mentor—. De otro modo la derrota será
inminente.
El ceño de Deneb se tensó con
enfado— Sólo un guerrero mediocre creería que una incapacidad como ésta será lo
que decida el final del combate. Permitir que los demás crean eso está bien,
pero… sería deshonroso que todo terminara por un simple descuido.
Ante la expresión incrédula de
Sugita, Deneb elevó su cosmos dorado el cual fue visible a su alrededor. El
maestro lanzó una patada al aire de la que se liberaron ráfagas cortantes que devastaron
el suelo.
El pupilo eludió el repentino
ataque a duras penas— ¡¿Con la pierna izquierda?! —inmediatamente la pierna
derecha de Deneb se levantó y del mismo modo las estelas cortantes se
esparcieron por el aire.
En un intento de contrarrestarlas,
Sugita empleó su propia Excálibur, logrando que ambas fuerzas se neutralizaran.
De la gran columna humeante, la figura de Deneb emergió de los cielos, siendo
su brazo izquierdo el que se abalanzó sobre su aprendiz.
Ante la impresión y la seguridad
de que moriría, Sugita tropezó torpemente en el fango, cerrando los ojos con
fuerza.
El sonido de pequeñas rocas cayendo
del cielo y del escombro abatiéndose por la zona, acaparó todos sus sentidos,
pero los segundos pasaban y el bombeo acelerado de su corazón le indicaba que
todavía seguía con vida.
— Mocoso, ¿no tienes las agallas
suficientes para enfrentar a la muerte como todo un hombre? Sí que te hace
falta madurar, chiquillo engreído —escuchó de su maestro.
El niño abrió los ojos,
observando los dedos unidos de su maestro
justo a la altura de su frente.
Sugita prefirió callar, creyendo
que cualquier error en sus oraciones provocaría tremendas consecuencias.
— Pero tu mediocridad tiene
remedio, que esta sea una lección Sugita— Deneb se incorporó sin apartar la
vista de su discípulo—. Aquellos que creen que el poder de Excálibur reside únicamente
en alguno de nuestros brazos, están equivocados. Excalibur es algo que jamás podrás
ver o tocar, pues su poder no reside en una espada como la que Atena entregó a
su santo más fiel en la era mitológica; el verdadero poder de ella se encuentra
en tu interior —dijo, inclinándose para tomar una roca del tamaño de su puño,
con la que jugueteó unos momentos—. La fuerza de esta técnica se encuentra estrechamente unida y
equilibrada a la de tu cosmos, también a tu voluntad y corazón. Es una
extensión más de tu cuerpo, de tu alma, y existen muchas maneras en la que
puedes emplearla a tu favor.
Deneb arrojó la roca al aire, la
cual caería irremediablemente sobre su cabeza por la fuerza de gravedad. En vez
de eso, un diminuto relámpago dorado emergió de su cosmos, el cual redujo a la
insignificante piedra en polvo.
Sugita se cubrió los ojos ante la
llovizna polvorienta que se precipitó sobre él.
— ¿Cómo hizo eso? —pronunció
perplejo—… Ni siquiera se movió.
— Ya hemos hablado de que el
cosmos es la energía del universo que existe dentro de tu cuerpo. Aquellos que
dominen a Excálibur y su propio cosmos serán capaces de utilizar ambos en una armonía
perfecta, pudiendo lograr algo tan simple como lo que acabas de ver. Aunque hay
una advertencia Sugita, fundir ambos elementos puede darte gran poder
destructivo, pero es un arma de doble filo que puede traer consecuencias devastadoras,
sobre todo para ti. El hacer estallar tu cosmos interior acompañado por el
poder de Excalibur podría destrozar tu cuerpo desde dentro, excederte en ella
acabará contigo.
Sugita tragó saliva ante la
advertencia, pero asintió al entender el peligro.
— Engaña a tu enemigo todo el
tiempo que puedas, permite que caiga en la ilusión de vencerte acabando con la
que creerá la fuente de tu poder,
porque al final será desagradable para él darse cuenta de su grave error. No
emplees esto a menos que sea realmente necesario, ¿has entendido? Morir en una
batalla está bien, pero no por cometer estupideces.
— ¡S-sí, fuerte y claro maestro!
—respondió rápidamente, un poco asustadizo—… Pero, ¿podría habérmelo dicho
desde el principio, no lo cree? —reprochó, entornando un poco los ojos.
— De nada hubiera servido —Deneb
dejó escapar una risa amigable—. Has demostrado tu habilidad sobre Excálibur
utilizando únicamente tu brazo derecho, realmente creí que descubrirías por ti
mismo el resto, pero te di demasiado crédito —murmuró sarcástico, acompañado de
una mueca burlona.
Sugita bajó la cabeza, apenado— ¡Ah!
Pero ya se lo demostraré, verá cómo es que pronto podré hacer lo mismo que
usted, eso téngalo por seguro —se levantó tras desmarañarse los cabellos, demostrando
gran entusiasmo.
Deneb asintió, creyendo en que
así sería. Ha sido testigo de la perseverancia de su pupilo en estos años y su
gran progreso, algo torpe claro, pero realmente cree que será un mejor santo de
lo que él alguna vez fue.
La imagen de su maestro se nubló
poco a poco, mientras forzaba su mente para regresarlo al tiempo y espacio correctos,
siendo atacado por el dolor, el cual alejó con un grito con el que expandió su
cosmos y apartó las extensiones que lo sometían al suelo, logrando salir del círculo
mágico dentro del que se encontraba atrapado.
Engai se sorprendió al ver que su
magia perdió influencia sobre él.
— ¿Por qué te empeñas en retrasar
lo inevitable? —preguntó—. ¿Piensas continuar luchando? ¡¿Con qué?! Tu brazo
derecho está deshecho, y aunque tuvieras otra técnica con la cual sorprenderme,
yo poseo muchas herramientas con las cuales volveré a someterte. Pero mi
favorita sin duda sería ésta —manipuló los rubíes para que la joya más diminuta
de todas se moviera hasta la altura de su rostro—. Debería hablarte un poco de
esta pequeña preciosidad, es una de las que más admiro, pero que a la vez me
entristece —fingió un gesto de tristeza total para después abandonarlo—. Ya has
sentido en carne propia su poder, fue un obsequio más de mi amable benefactor.
Habiendo terminado mi entrenamiento, el señor Avanish me entregó un pequeño
frasco que contenía una sustancia carmesí… a simple vista era sangre, pero me
bastó con siquiera sostenerla en mi mano para comprender que no le pertenecía a
alguien ordinario. Cuando logré formar una joya con ella, el resultado fue así
de diminuto, sin embargo, dentro de ella existe mucho poder…. pues fue forjada
con la sangre de un dios.
— ¿Un dios? —el santo repitió con
incredulidad.
— O el avatar de un dios, no lo
sé —El Patrono comentó con fastidio, omitiendo que también desconocía la
identidad del donador—. Es una
lástima que sea una joya tan mediocre en comparación del resto que nos rodean. He
tratado de utilizarla muy poco para evitar que desaparezca… pero ya no
importará, no cuando estoy por obtener la de un espíritu primigenio, y sin
mencionar que el señor Avanish prometió darme a alguno de esos pequeños e
indefensos dioses que han reencarnado, para fabricar una hermosa joya con
poderes perpetuos.
Sugita de Capricornio calló por
unos segundos en los que Engai no paró de sonreír— Eres un hombre despiadado
que no tiene respeto por la vida de los demás… —el santo murmuró, mirando con
lástima las piedras rojas que se mantenían en el cielo—. Juegas con ellas y las
sometes a una experiencia tan atroz… eres un maldito que no merece vivir —sentenció, con una mirada de desprecio que
jamás había contaminado sus ojos.
Por un momento fugaz, Engai
resintió un escalofrío justo como cuando el líder de los hechiceros lo condenó
a muerte. Sin duda, él había heredado la cruel mirada de Hiragizawa.
— ¿Qué es esta horrible sensación? —se preguntó Engai ante la
sensación de deja vu.
De forma imprevista, Sugita se
despojó de su armadura dorada, la cual se retiró a un lugar lejos de la vista
de cualquier de los dos combatientes.
— ¿Hay alguna razón para que te prives de tu armadura? —cuestionó el mago,
confundido por el acto—. ¿Debo tomarlo como una señal de rendición?
— No —respondió el joven santo,
cuyo cuerpo magullado lograba permanecer en pie—. Sencillamente… no quiero que
sufra más daño por mi culpa —aclaró, manifestando su cosmos dorado—. El
Patriarca me entregó esa cloth… lo último que puedo hacer por él es regresarla
lo más entera posible.
— Parece que estás preparado para
morir —Engai comentó.
— No, de hecho, estoy preparado
para tomar mi primera vida… —corrigió. Su cosmos permaneció como un delgado resplandor
alrededor de su cuerpo, un halo insignificante en comparación a lo que ya antes
ha demostrado.
— Qué lástima, es un privilegio
que no pienso darte. No le entregaré mi vida a nadie de la familia Hiragizawa…
en cambio, tomaré la de ellos. ¡Todas! ¡La del padre y la de los hijos!
Engai movilizó las ramas carmesí
sobre el santo dorado. Sugita no intentó huir, enderezó la espalda para encarar a la telaraña que
buscaba cerrarse sobre él.
En cuanto las puntas afiladas del
arbusto viviente se aproximaron a su cosmos dorado, éstas comenzaron a
desintegrarse sin lograr su fin.
El mago quedó boquiabierto al ver
cómo es que el efecto de desintegración no paraba sólo en los extremos afilados,
sino que el recorrido se extendía con rapidez como una enfermedad por toda la
estructura escarlata. A su paso, no quedaba ningún fragmento que pudiera
estallar como ocurrió en anteriores ocasiones en las que el santo de
Capricornio cortó las ramificaciones.
Intuitivamente, Engai alejó las
que aún no habían sido contaminadas por el cosmos del santo dorado.
— ¡¿Pero qué es lo que has
hecho?! ¡Acaso tú…! —exigió una explicación, a lo que Sugita sólo le respondió
con una leve sonrisa.
— ¿Qué sucede? ¿Acaso no dijiste
que no le temías al filo de mi espada?— cuestionó con ligero cinismo—. Ahora
que finalmente la he sacado de su funda, te mostraré el auténtico poder de Excálibur empuñada por mi mano.
Sin permitirle reaccionar, Sugita
dio una veloz patada giratoria, liberando una onda invisible que terminó por
pulverizar el resto de las ramas espinosas, quedando únicamente un inofensivo
polvo escarlata suspendido en el aire.
El Patrono quedó confundido al
ver la nube roja que caía sobre su escudo. Sus sentidos no lo engañaban, percibía
una transformación en la fuerza del santo dorado que no podía explicar. ¿Acaso
era capaz de utilizar el poder que le obsequió su padre antes de nacer?
— Esto no puede ser… ¡¿cómo
pudiste cambiar tanto si hace unos momentos estaba a punto de matarte?!
— Admito que eres un enemigo
formidable… y en otras circunstancias te habrías salido con la tuya… —explicó
con un claro cansancio en su voz—. Pero será tal cual te dije al inicio… el
final de esta batalla será el que ambos nos destruiremos mutuamente… y no necesito
ser un vidente para saberlo.
El cosmos de Sugita finalmente se
engrandeció a su alrededor, cegando momentáneamente al Patrono.
— Excálibur no es algo que sólo se encuentre en mi brazo derecho o en
cualquiera de mis extremidades —Sugita repitió lo que su maestro le dijo esa
vez, mientras su cosmos dorado se volvía cada vez más brillante, casi blanco— …
reside dentro del universo que hay en mi cuerpo, es una con mi cosmos... Sola no es más que un arma atrapada en
un pedestal de piedra, pero en cuanto mi espíritu la blande, no hay mal que no
pueda desvanecer con ella —pausó unos segundos en los que resintió unos cortes
que comenzaron a abrirse en su piel a causa de su propio cosmos—. Y tú vas a
desaparecer... —sentenció.
El Patrono veía cómo es que el
suelo bajo el joven santo comenzaba a destruirse, cómo si un tornado de navajas
machacara la dura roca.
— Sólo hasta ahora me permites
ver el resplandor de tu auténtica fuerza… —musitó el mago, sobrecogido al saber
que eso apenas era un vestigio del verdadero poder que podría obtener. Lo único
que se interponía en su camino era la voluntad de ese chico.
— Esa mirada —Engai sonrió ante
el reflejo del pasado, ocultando el temblor que le ocasionaba—… es la misma que
tu padre me dio antes de matarme —comentó—. Me es claro que es tu última
jugada, si no caigo ante tu siguiente técnica quedarás a mi merced… y aunque
tuvieras éxito y me destruyeras, también morirás —rió divertido, dándose cuenta
de las lesiones que, segundo tras segundo, se marcaban en el cuerpo del santo, víctima
de su propio energía.
— No temo a la idea de morir,
pero me aterra que por mi fracaso alguien como tú pueda seguir caminando en
este mundo… Tus asesinatos terminan aquí, ¡prepárate! —gritó, sabiendo la fuerza
con la que debería lidiar, y las consecuencias.
Engai reaccionó tal cual Sugita esperaba.
El Patrono empleó su energía sobre la gema que mantenía en alto su escudo y
también sobre la diminuta lágrima carmesí.
— ¡Será un placer verte
desaparecer, víctima de tu propia mortalidad! —Engai clamó con un gesto sádico—
¡De tus restos al final obtendré mi deseo!
El santo de Capricornio no titubeó,
llevó su cosmos hasta el límite, cuidando de no romper esa barrera hasta visualizar
el momento justo— ¡¡Resplandor final!! —gritó, lanzando un golpe de espada con su
brazo izquierdo, el cual liberó un volátil y enorme resplandor que se proyectó
hacia el Patrono.
Toda esa fuerza golpeó una
barrera fuera del campo protector de Engai, aquella que serviría como un espejo
que reflejaría toda esa potencia de regreso hacia su ejecutor… o cuando menos
es lo que él esperaba.
Del rostro de Engai se borró toda
sonrisa ante la demora de su gema a la que miró acusadoramente. Del rubí
destellaba un intenso fulgor carmesí, dentro del cual vibraba sin control.
Sugita de Capricornio permaneció
con el brazo extendido hacia su enemigo, mientras que por su cuerpo continuaba
fluyendo todo ese poder devastador que le cortaba la piel tanto del exterior
como desde el interior.
El Patrono sentía su rostro
sudoroso por el duelo de cosmos. Su labor era únicamente concentrar toda su
magia en esa pequeña gema. Sintió que le iba a estallar la cabeza, pero en un
esfuerzo sobrehumano, ésta comenzó a actuar.
Sugita vio con horror cómo es que
su energía estaba siendo contrarrestada para serle devuelta en cualquier
instante.
— ¡No,
no, no!
—se dijo a sí mismo, empezando a desangrarse por las profundas heridas que las
navajas invisibles le ocasionaban—. Aunque
tenga el poder de un dios en la palma de su mano… ¡no es un dios!… ¡no lo es!…
Ese poder es limitado—intentaba convencerse, sin claudicar en su ataque—… ¡Mientras
el mío es infinito! Lo siento
mucho maestro… pero no es ninguna falta morir en batalla por una causa justa,
usted lo dijo —meditó al final, dispuesto a atravesar esa barrera que
siempre le prohibieron cruzar.
Su cosmos se volvió completamente
blanco, cerrando los ojos en un último acto de concentración. Sugita detectó
una energía extraña a su alrededor, la cual sintió subir por sus pies hasta
abarcar todo su cuerpo. Por un momento se asustó, pero pronto encontró que no
era una presencia desagradable, ni desconocida… algo había en ella que le
resultaba familiar.
Engai vio con horror cómo es que
la diminuta gema empezó a cuartearse, lo
que significaba que estaba a pocos momentos de terminarse su poder. Era algo
imposible, según sus cálculos aún le quedaba un largo tiempo de existencia,
pero al forzarla de tal manera en esta batalla había acelerado su punto de
extinción.
— ¡¡No seré vencido por un
engendro como tú!! —el Patrono gritó encolerizado, empleando hasta la última
gota de su fuerza en devolverle su ataque, ¡lográndolo!
Sugita vio con disgusto que el resplandor
volviera a él, pero en un acto reflejo, juntó sus manos como si sostuviera una
espada invisible frente a él. Subió las brazos hasta por encima de su cabeza,
lanzando un repentino golpe vertical con ella, liberando un torrente mucho más
brillante que el anterior, el cual, al golpear contra la energía del ataque
reflejado, la empujó hasta fundirse en un solo ataque que volvió a ascender
hacia Engai.
El Patrono quedó perplejo ante
aquello, pero en cuanto intentó defenderse, se le paralizó el corazón un
instante al ver cómo es que la lágrima carmesí se desmoronó frente a sus ojos.
La quiso sujetar entre sus manos,
pero lo único que atrapó fue polvo rojo antes de que esa marejada luminosa lo
engullera por completo.
Su campo protector no resistió el
primer embiste, y el poder del santo de Capricornio barrió con los objetos que
en su interior se resguardaban.
Engai vio que el resto de sus
gemas desaparecían en el interior de esa luz. Su propio cuerpo comenzó a
deshacerse también, pero en contra de lo pensado no sintió dolor alguno… tal
vez murió de forma inmediata y su última visión era la de contemplar cómo su
cuerpo era reducido a nada. Ni siquiera la Stella que llevaba puesta resistió.
En un último delirio, miró hacia
donde el santo de Capricornio debía encontrarse, para decirse a sí mismo— Eso fue impresionante… y aun así… sólo es un
débil soplo de su verdadera fuerza…Qué abominable…—desapareciendo dentro
del torrente blanco.
Para cuando la luz y los
estruendos cesaron, en el medio del deteriorado campo de batalla, Sugita de
Capricornio permanecía de pie, aún en la posición de esgrima en la que sujetaba
una espada inexistente en sus manos. Respiraba con dificultad mientras toda su
piel y ropa se encontraban manchadas por su propia sangre.
Indudablemente es el vencedor,
pero con un sabor a derrota. La victoria no contuvo la sangre que manaba por
sus heridas, ni detuvo su dura caída al suelo, donde cerró los ojos lentamente
y se quedó inmóvil.
FIN DEL CAPITULO 44
Caribdis*. Es un horrible
monstruo marino, hija de Poseidón y Gea, que tragaba enormes cantidades de agua
tres veces al día y las devolvía otras tantas veces, adoptando así la forma de
un remolino que devoraba todo lo que
se ponía a su alcance.