domingo, 23 de septiembre de 2012

El Legado de Atena Capitulo 30.


Para Hilda de Polaris fue desgarrador ver a sus vasallos sufriendo de manera  tan terrible. En su camino por los pasillos de servicio, se toparon con los cuerpos de hombres y mujeres, algunos inconscientes e invadidos por una fiebre muy alta, otros totalmente inmóviles y exánimes; incluso se toparon con casos en los que hallaban soldados escondidos y petrificados por el horror de las alucinaciones, sus gritos y suplicas terminaban por hacerlos retroceder para continuar con la travesía.
En una ocasión, la noble gobernante no resistió e intentó a ayudar a un anciano, pero sus buenas intenciones la pusieron en peligro. Afortunadamente sus guardias intercedieron, sometiendo al agresor.
Estaba muy angustiada por cómo podría encontrar a Flare y a sus sobrinas. El único consuelo que tenía era que su hijo estaba a salvo, lejos de toda esta locura. De su mente intentaba apartar la idea de no volver a verlo, pero con tantos asesinos rondándolos era algo difícil de lograr.

Subieron unas últimas escaleras, llegando a la gran explanada donde la estatua de Odín se alzaba de manera inmaculada entre las montañas y rodeada por profundos vacíos. Sólo tenían que bajar por el nuevo acceso hacia el área oeste para acercarse más a su objetivo, no parecía complicado.
Pero mientras cruzaban la zona, la sacerdotisa de Odín se detuvo, percibiendo un cosmos maligno que de forma inminente estaba por alcanzarlos.
— ¡Cuidado! — alcanzó a alertar cuando una silueta oscura fue visible entre el cielo tormentoso. Alguien que parecía un gigantesco murciélago salido desde el mismo fondo del Niflheim*.
Hilda se supo blanco de la criatura sombría, por lo que valerosa manifestó su cosmos para enfrentarle. Sin embargo, quedó perpleja cuando uno de los soldados saltara frente a ella, convirtiéndose de manera voluntaria en la presa del depredador oscuro. Una zarpa negra se cerró alrededor del cuello del guerrero, ocasionando heridas letales que le arrancaron un fuerte alarido así como la vida.
La bestia voladora se lo llevó, permitiéndole ser su acompañante por algunos instantes antes de dejarlo caer hacia el mortal abismo.
En cuanto la criatura alada pisó tierra, el segundo guardián se apresuró a colocarse como escudo frente a la dirigente de Asgard. Aunque estaba herido de la espalda, imitaría la valentía de su compañero de ser necesario.
— ¡Detente! —Hilda le ordenó a su subordinado—. No intentes pelear con él, es un enemigo que va más allá de tus capacidades. ¡Por favor!
— Perdóneme señora Hilda —fueron las palabras del heroico soldado, quien no se atrevió a mirarla—, pero juré proteger a Asgard y a su familia sin importar que deba dar mi vida. Le daré aunque sea unos segundos, aproveche por favor para escapar de aquí. ¡Vaya, ahora!
Sin importar las palabras de la sacerdotisa, el soldado avanzó velozmente hacia el mortífero enemigo.

En silencio, Masterebus aplaudió tal arrojo de un siervo por su amo. Él mejor que nadie entendía tal determinación, durante la mayor parte de su existencia ha vivido para salvaguardar la vida de alguien más. Quizá sólo por eso se permitió esquivar los lentos ataques del asgardiano, cuya pica le era igual de peligrosa que un mondadientes.
Masterebus le concedió los segundos que proclamó, y aun así la sacerdotisa permaneció inmóvil, observando con semblante acongojado. Al final, el guerrero de Sennefer golpeó con su ala derecha al soldado, su arma y escudo cayeron en el suelo mientras su cuerpo fue arrojado con tremenda fuerza hacia un pilar.
Ambos impactos bastaron para dejarlo inconsciente y agonizante, Masterebus avanzó con pasos lentos hacia él, sorprendido de escucharlo aún respirar.
— ¡Alto ahí! ¡Seré yo tu oponente! —escuchó decir.
Masterebus se detuvo, tardando en darse la vuelta al dudar de lo que había escuchado. Al hacerlo, observó con incredulidad a la gobernante que a lo lejos le apuntaba con la lanza de su guardián caído. Era una bella visión sin duda, ver a tan elegante mujer dispuesta a pelear cautivaría a muchos enemigos e inspiraría a todos sus aliados.
Al verla de pie en medio de la tempestad, respaldada por la intimidante imagen de Odín despertó en la criatura una inexplicable admiración.
La firmeza y naturalidad con la que sujetaba la lanza tenía intrigado a Masterebus, algo que evitó que se arrojara de inmediato sobre ella para matarla.
— Mujer, deberías seguir tu propio consejo y aceptar tus limitaciones —dijo el pelinaranja de armadura negra.
— No permitiré que nadie más muera frente a mí —respondió Hilda con calma, pero sus ojos destellaban con una fuerte determinación.
— Otra promesa absurda… —musitó Masterebus, no dándole importancia a la sacerdotisa quien volvió a gritarle, aunque cuando estaba por darle la espalda, un sonido lo obligó a girarse de nuevo.
De la punta de esa lanza emergió una esfera  blanca que con gran velocidad lo alcanzó. Al golpear su cuerpo el cúmulo de energía aumentó de tamaño, encerrándolo en una esfera dentro de la que fue vapuleado por violentas descargas.
De sus labios humanos escapó un potente grito, al mismo tiempo que su armadura lanzó un rugido espantoso. El casco de Masterebus pareció volverse de plástico por un instante en que se alargó y contorsionó como el ser monstruoso que era.
En cuanto la prisión de luz se disipara, Masterebus se mantuvo de pie, tambaleante por el inesperado ataque que lo debilitó. Sintiéndose herido de gravedad por primera vez en Asgard, abrió los ojos iracundo, desapareciendo todo rastro de piedad que pudo albergar hacia la mujer.
Hilda no se amedrentó, desplegó de nuevo su poder el cual el guerrero esquivó al lanzarse hacia un lado como una bestia de cuatro patas. La sacerdotisa no dejó de intentarlo sin importar sus fallos.
Masterebus volvió a elevarse junto al humo de un impacto fallido, intentando sorprender a la gobernante, pero Hilda estaba esperándolo.
El guerrero de Sennefer se dejó caer en picada, con el brazo cubierto por llamas negras. Sus garras afiladas tenían la clara intención de alcanzar el delgado cuello de la sacerdotisa.
Hilda impregnó la lanza con su cosmos, interponiéndola como un escudo contra el que la zarpa del guerrero se impactó.
Desplegando un campo de fuerza a través de su arma, Hilda impidió el paso del pelinaranja, mas Masterebus persistió. No retrocedió pese a la inestable  energía que se estaba generando ante tal choque de poderes.
Las llamas negras sobre la cúpula blanquecina que rodeaba a la sacerdotisa comenzaron a generar relámpagos oscuros.
Hilda dio un paso hacia atrás al no poder contener la fuerza del siniestro guerrero, que parecía crecer cada vez  más conforme se alargaba el duelo.
La sacerdotisa se percató de que no podrá aguantar por más tiempo, además si el cosmos de su enemigo terminaba por rodearla sería su fin. En un arriesgado intento, hizo girar la lanza entre sus dedos, generando un crecimiento en el campo protector.
El conflicto entre ambas cosmosenergías llegó a su máximo, produciendo un sonoro estallido que afectó a los combatientes.
Hilda rodó en el suelo, adolorida. Su escudo de fuerza absorbió gran parte del impacto pero aun así presentaba lesiones en las piernas y brazos. Permaneció poco tiempo tendida en el suelo, en vano buscó ponerse de pie al mismo tiempo en que buscaba indicios del invasor.
Vislumbró su silueta, alzándose con cierta dificultad a lo lejos. Hilda observó con ojos asustados cómo su enemigo se aproximaba. Todo su torso derecho, junto con el hombro y brazo conectados a él, se encontraban ensangrentados y quemados, privados de cualquier trozo de armadura pues se evaporó en el momento de la explosión.
El resto de la coraza estaba intacta, pero de ella parecía provenir un tétrico lamento espectral.
— ¡Tú… eres peligrosa… demasiado dañina para nosotros…! —el pelinaranja clamó furioso, poseído por el odio que guardaba desde aquella ocasión en Egipto. Su mente revivió la sensación de dolor y ardor al beber la sangre de aquel santo dorado, y ahora esta mujer de cabellos plateados le originó un sufrimiento similar…
En Masterebus creció una necesidad muy grande por eliminarla, ante él tenía a una hija de la luz, mientras él que nació en la oscuridad la encontraba repugnante.
Alargó su brazo sangrante hacia ella, mientras Hilda intentó alejarse de él, arrastrándose en el piso.
Cuando esa pútrida mano estaba por alcanzar su rostro, un haz de luz se abrió paso por entre la tormenta para darles alcance.

Masterebus quedó estupefacto al ver su brazo herido desprendiéndose de su cuerpo después de que unas afiladas cuchillas cortaran su extremidad por encima del codo. La sangre brotó de manera incontrolable, seguido de un alarido por parte del guerrero quien retrocedió afligido, no podía creer lo que había pasado.
Alzó la vista en busca del culpable, encontrándose con una nueva figura que cargaba a la sacerdotisa de Odín en brazos.

Cuando Hilda sintió próximo su fin cerró los ojos por reflejo, mas una brisa huracanada la levantó del suelo y la alejó del peligro.
Al abrir los párpados se encontró con el perfil de su salvador, el de su adorado esposo quien estaba allí para protegerla al fin —Bud— la sacerdotisa sonrió con un gesto cansado.
El dios guerrero de Mizar Zeta se atrevió a dedicarle una mirada con la que expresó lo mucho que se sentía culpable por sus heridas.
— Todo estará bien Hilda. Ya estoy aquí.



Capitulo 30.
El vórtice de la tormenta Parte VI. Misterios y verdades.

Desesperación, dolor, frío y después vacío infinito... tales son las últimas sensaciones que quedaron impresas en su mente antes de que la oscuridad lo devorara.
Ya antes había sido presa de esa secuencia de sentimientos, años atrás lo experimentó muchas veces y, tal cual ocurría en dichas ocasiones, su conciencia luchó por reanimarlo.
Sentía cobijo y confort por un entorno tibio. Escuchaba algunos murmullos de diferentes voces que se desplazaban a su alrededor. Olfateaba cedro, leños de una hoguera y comida.
— ¡Creo que va a despertar! —escuchó de una vocecilla sobresaltada.
— Cuidado, no te acerques mucho… ¡Hazme caso! —renegó otra.
Una sensación húmeda y constante entre sus dedos lo llevó a despertar. Sus ojos amarillentos enfocaron un techo de madera y sus vigas. Giró un poco el rostro para ver a su fiel compañero lamiéndole la mano con gusto. Sergei tardó en reaccionar, le palpó un poco la cabeza, sintiéndose confundido ya que lo último que recordaba era...
De golpe, Sergei apartó las pieles que lo cubrían, levantándose de la tibia cama sobre la que encontró reposo. Alterado por las memorias de su antigua batalla, miró el lugar como si en cada esquina esperara encontrar a un enemigo.
El lobo Aullido se movilizó alrededor de él en un intento por tranquilizarlo y proteger a las dos mujeres que gritaron asustadas por la reacción del invitado.
Con expresión salvaje, el dios guerrero miró hacia donde una joven y una niña se abrazaban detrás de una mesa. Las dos lo miraban con semblante temeroso, pero en la joven se notó un gran sonrojo y bochorno después de cubrir los ojos de la pequeña.
— ¡Espera, espera! ¡No nos hagas daño, por favor! —dijo la sonrojada chica de ojos azules y cabello castaño.
— ¡¿Dónde estoy?! ¡¿Qué fue lo que pasó?! ¡¿Cómo llegué aquí?! ¡Contesta! —Sergei no cambió mucho su expresión agresiva pese a las protestas de Aullido que lanzaba algunos bufidos y ladridos.
— ¡Responderé todo lo que quieras pero por Odín, deja que te entregue tu ropa! —respondió con fuerza la joven, incómoda  por la desnudez del guerrero.
Sergei no sintió pudor aun tras la observación. Que un par de mujeres lo vieran sin ropa era algo que no le mortificaba, pero la presencia de la pequeña le permitió ser un poco más consciente de sí mismo.
Sergei terminó por sentarse en la cama, tapándose la cintura y los muslos con un cobertor. Su mirada se humanizó un poco, pero aún mostraba impaciencia.
La joven de largo cabello castaño respiró con valor para continuar con la penosa situación.
— Bera, ¿podrías traer la ropa del señor? —la hermana mayor le pidió a la niña a quien finalmente podía soltar y dejar ver.
Sergei sostuvo la mirada curiosa de la niñita de ojos y cabello castaño. Ambas sin duda eran asgardianas, pero seguía sin entender cómo es que había terminado allí con ellas.
La niña asintió y fue a buscar lo pedido a otra habitación.
— Bien —dijo la chica con una renovada actitud fuerte, teniendo el valor de caminar por la cabaña hasta pararse frente a Sergei—, no importa que seas un dios guerrero de Odín, estás en mi casa por lo que espero algo de respeto y consideración después de todos los sustos que nos has provocado —dijo, cruzándose de brazos con aparente malhumor.
— ¿Qué pasó exactamente? —insistió, sin disculparse, observando de reojo el lugar. Era una vivienda amplia, con tres puertas que llevaban a habitaciones anexas y una más que conducía hacia la salida. No había lujos pero sí mucha comida a la vista en la cocina. Todo se encontraba perfectamente ordenado, limpio y con un toque muy hogareño.
— Esperaba que despertaras y me lo dijeras —respondió ella, a quien Aullido por alguna razón respaldaba para contrariedad de Sergei—. Escucha, no sé qué está pasando en el reino pero, fue toda una sorpresa que en medio de esta horrible tormenta un hombre apareciera tocando mi puerta.
— ¿Un hombre?
— Sí. Pensé que era alguien buscando refugio, pero en cuanto le abrí entró como si fuera el dueño de mi propiedad, venía seguido por este perro…
— Lobo —corrigió.
— Lo que sea —la joven refunfuñó—. Ese hombre te traía en brazos, pensé que estabas muerto. Él nos dijo que eras uno de los dioses guerreros que protegen Asgard y a la familia real. Pero él no se identificó ni explicó lo ocurrido… era un guerrero claro, se podía ver por su impresionante armadura negra, pero jamás lo había visto, creo que era un forastero.
— ¡¿Estás diciendo que el enemigo… me trajo hasta aquí?! ¡¿Qué disparates son esos?! —cuestionó indignado, viendo a Aullido como si esperara sacar una explicación de su parte. Pero calló al notar que el lobo no se encontraba herido pese a recordar que resultó severamente lastimado por su oponente.
— ¡No me grites! ¡No lo sé! ¡Si era tu enemigo entonces fue uno muy piadoso! —respondió la mujer.
Sergei le pidió al lobo que se acercara, éste acudió a su lado sin demora. Lo examinó con cuidado, sus ojos parecían sanos, parte de su pelaje se encontraba chamuscado pero estaba en perfectas condiciones físicas.
— Sólo me pidió que te cuidara. Yo no te daba muchas esperanzas y le dije que no soy médico ni nada parecido, pero entonces él me dio un frasco —la mujer buscó sobre una repisa el pequeño frasco de cristal vacío, entregándoselo a Sergei quien lo miró con cuidado—, estaba lleno hasta la mitad, me dijo que te lo diera a beber mucho después de que él se fuera, y así lo hice pues me amenazó con que volvería si no seguía sus instrucciones —le apenó decir.
El dios guerrero olfateó el interior del frasco, sin encontrar algún aroma en particular.
— Cuando te lo di, creí que era veneno pues te quejaste, pero terminaste por calmarte y hasta recuperaste color. Te quedaste profundamente dormido después de eso.

Los pasitos de la niña los hizo callar. Bera traía consigo un conjunto de ropa diferente al que él recordaba traer puesto, lo único que reconoció fue el cinturón de su armadura del que aún se aferraba el zafiro de Odín.
Bera se lo entregó con una amplia sonrisa— Aquí tiene señor dios guerrero. Mi hermana tuvo que quitarle su ropa mojada, pero puede usar esta, es de nuestro hermano Axel. No es más bonita pero huele mucho mejor que la que usted traía puesta —dijo la inocente.
Sergei tomó la ropa sin que alguna clase de agradecimiento saliera de su boca. La pequeña Bera volvió al lado de su hermana con un gesto risueño. La joven encaminó a la niña hacia otra habitación donde se tomó unos minutos antes de volver a la estancia.
Sergei ya había terminado de vestirse para entonces con un pantalón negro y abrigo blanco. Le quedaban un poco ajustados, pero no le tomó importancia.
— Volveré a pagarte por esto —le dijo al terminar de ponerse las botas oscuras.
— No quiero tu dinero —la joven respondió—, pero creo que merezco un favor.
— ¿Qué clase de favor? —el joven preguntó con desconfianza.
— Nuestro hermano Axel trabaja en el palacio. No tiene caso que quieras ocultármelo, a estas alturas sé que hay peligro rondándonos. Por favor, si está en ti asegúrate que ese tonto pueda volver a casa.
Sergei se giró hacia la salida para decir —Haré lo que pueda por él, tienes mi promesa.
— Vaya, es bueno ver que puedes ser un poco civilizado —la chica bromeó, mostrando una sonrisa al fin.
— Estoy en deuda contigo, es lo menos que puedo hacer —musitó, avanzando hacia la puerta de salida.
— ¿Te irás tan pronto? Necesitas recuperar tus fuerzas, ¿quizá algo de comer? —la mujer se preocupó.
— No necesito nada más, ya han hecho suficiente.
— Me llamo Asdis, por cierto —dijo ella, sabiendo que jamás se presentaron como debían.
— Tú y tu hermana tienen mi gratitud, Asdis. Y Sergei de Épsilon siempre cumple sus promesas, velaré por tu hermano.
El dios guerrero abrió la puerta, recibiendo la ventisca helada que lo regresó a la realidad. El interior de esa cabaña era un mundo aparte, donde no había batallas ni muerte, sabía que tenía que abandonarlo para perseguir a los hombres que podrían acabar con tal perfección.
Aullido sobó su cabeza contra la pierna de Asdis. La mujer quedó asombrada con los ojos tan expresivos del animal, al que casi pudo imaginar decir “Gracias”.

Hombre y lobo volvían a correr dentro de la tormenta que se negaba a morir. Sergei continuaba buscándole sentido a lo ocurrido. Él debería estar muerto, sumergido dentro del lago congelado… Seguía sin poder creer que haya sido salvado por uno de los enemigos de Asgard ¿Cómo podía ser eso? ¿Por qué? No lo entendía, y eso lo llenaba de frustración.
Tenía que obtener respuestas. Aunque carecía de la protección de su manto divino, Sergei no estaba dispuesto a abandonar la lucha. Sentía cómo es que todos estaban marchando hacia el palacio del Valhalla, por lo que su siguiente destino era claro.

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Aifor de Merak logró subir por el acantilado tras muchos esfuerzos y decisiones peligrosas, pero su temeridad le permitió llegar lo suficientemente alto para sujetarse del camino del que cayó. Rodó sobre la superficie con evidente cansancio, resintiendo aún el dolor por su brazo roto.

Se forzó a sí mismo a ponerse de pie, avanzando hacia el castillo al ser el sitio donde todos los cosmos de amigos y enemigos estaban reuniéndose. Apenado por la demora, Aifor corrió lo más rápido que pudo, temiendo que la situación se haya salido de control.

En el trayecto, percibió cómo el cosmos de Elke de Phecda Gamma y Alwar de Benetnasch entraron en batalla contra oponentes de gran poder. Eso le dio esperanzas que se derrumbaron al final.
La presencia de Elke se desvaneció por completo, y la de Alwar estaba apagándose con rapidez. Se sintió culpable de no haber estado allí para ayudarlos, tal sentimiento le permitió abrirse camino por las llanuras a mayor velocidad, pudiendo vislumbrar en poco tiempo el palacio y finalmente la entrada.
Paró en seco al ver un objeto extraño que resaltaba entre la tormenta. Había muchos cuerpos sepultados por la nieve, pero Aifor sintió mucha más inquietud por la columna de cristal, así que caminó hacia ella con mucha precaución.
Había alguien encerrado dentro de la amatista, pero sólo hasta que rodeó la columna reconoció al prisionero.
— ¡¿Señor Alwar?! —Aifor exclamó sorprendido. Su primera reacción fue tocar el ataúd amatista, resintiendo una sensación hiriente y congelante que lo hizo retroceder. Fueron sólo unos segundos, pero sintió cómo si le hubiera querido arrebatar la energía.
— E-esto… esto no puede ser… —susurró conmocionado, inseguro de lo que debía hacer o cómo ayudarlo.
Si fuera tú, lo olvidaría —escuchó a alguien decir.
Sobresaltado, Aifor se giró para distinguir a una figura encapotada descansando a la mitad de las escalinatas ascendentes.
— ¿Maestro? —dudó por un instante, pero el manto divino de Megrez lo confirmaba, se trataba de él —. Yo… qué bueno que está bien… —suspiró aliviado y contento de verlo con vida— ¿Pero qué sucedió? ¿Hay alguna manera de ayudar al señor Alwar? Si este es un maleficio, usted mejor que nadie sabría cómo hacerlo— confió en que le daría respuestas… pero algo no estaba bien, al joven Merak le extrañaba ver una mirada tan pasiva en la cara de su maestro cuando usualmente era arrogante, indiferente y a veces burlesca, por ello no estaba seguro de querer acercarse.
— ¿Quieres salvar a Alwar? —Clyde preguntó, sonriendo un poco—. El método es sencillo, conocimiento básico, recuerda —tocándose la cabeza con el dedo índice—, la mayoría de los encantamientos terminan cuando eliminas a quien lo invocó. Mata al responsable y todo habrá terminado.
— ¿Está seguro?
— Por supuesto. Te lo garantizo, porque fui yo quien lo encerró allí —confesó, sin moverse del sitio en el que reposaba.
— ¡¿Qué dice?! —Aifor se alarmó.
— Lo que escuchaste.
— ¡¿Pero por qué?! —gritó sin poder sentir ira ante tal revelación.
— Aifor, siempre has sido un chiquillo que hace muchas preguntas. Algunas demasiado estúpidas, otras muy atinadas… Conforme crecías me era más difícil esconderte la verdad.
— ¿De qué verdad me está hablando? ¡¿Qué tiene que ver eso con… con convertirse en un traidor?! —espetó al ser la única respuesta en la que pudo pensar.
— ¿Vas a escucharme o seguirás con tus preguntas infantiles? —inquirió el dios guerrero de Megrez con voz tranquila y paciente—. No tengo mucho tiempo, este maldito me ha dejado emerger quizá por última vez, cree que con eso me hará sufrir, pero está muy equivocado. Así que prefiero emplear este tiempo para contarte una historia…
Aifor calló, no lo entendía, ¿de quién estaba hablando? ¿Última vez? ¡¿Qué diablos pasaba?! Escucharlo hablar así le despertaba un mal presentimiento, pues en vez de regañarlo todo sonaba a que se estaba despidiendo.
— ¡Pero maestro…!
El asgardiano levantó la mano, ordenándole guardar silencio— Yo era un niño, —Clyde inició con solemnidad—, mucho más joven que tú cuando mis padres murieron a causa de una plaga que azotó nuestro pueblo. Huérfano y sin nadie que se ocupara de mí, fui enviado con el único pariente vivo que me quedaba, un tío de mi padre, Harek era su nombre.
Aifor pestañeó perplejo, nunca antes su maestro le había hablado sobre su niñez.
— Cuando te veía por la mansión, me recordabas tanto a mí… yo también le temí a las gárgolas, a los sirvientes y a la atmósfera sombría del lugar. Harek era un hombre viejo, sabio y poderoso, un hechicero nigromante sin herederos, por lo que mi única paga hacia él sería convertirme en su sucesor. Me introdujo a las artes oscuras, me enseñó magia y encantamientos, me instruyó como si fuera su hijo para algún día traspasar sus conocimientos a otros, tal cual le sucedió a su padre, y al padre de su padre por muchas generaciones…
Clyde hizo una ligera pausa, sintiéndose igual de viejo que aquel hombre del que aprendió tanto.
— La magia me apasionó, fui devoto a mis estudios pero demasiado impaciente y soberbio para aceptar los resultados de mi aprendizaje. Quería devorar el mundo en un solo día ¿pero qué muchacho no actúa así? —rió un poco—. En ti muchas veces me vi reflejado, pero que sea una lección para ti Aifor, pues mi impaciencia me costó caro… Esa actitud fue lo que lo atrajo a mí… Ahora sé que todo fue planeado por él, para que aquella noche de invierno bajara a la biblioteca y descubriera la cámara secreta, él me guió hasta allí. No pude resistirme y terminé haciendo lo que él esperaba… encontré un libro —levantó el voluminoso ejemplar negro, un grillete cuyo peso lo ha sofocado desde entonces—, que me prometió poder y conocimiento más allá de mi comprensión —Clyde avanzó un poco, pisando el centro de las escaleras para mirar a su pupilo desde lo alto—. Y lo hizo, no mintió, pero el precio sigue siendo debatible… pues con ese poder vino mi maldición.
— ¿Una maldición? —el dios guerrero de Merak repitió desconcertado.
— Con este libro le abrí las puertas de mi alma a un ser oscuro que se introdujo en lo más profundo de mi ser —admitió después de tantos años—… Harek se percató de lo sucedido muy tarde. Al ser un espíritu existían artes para dominarlo, intentó que aprendiera a controlarlo, pero fue inútil, siempre ha sido demasiado fuerte.
Aifor pensó en esos episodios en que su maestro era invadido por una rabia inexplicable, causando destrozos por toda la mansión. Tales eventos se habían repetido con más frecuencia los últimos años, siempre creyó que tal desenfreno era parte de la atormentada alma de su mentor… ¡pero nunca que fuera causa de una posesión!
— Cuando Harek se dio cuenta de lo peligroso que era, no se atrevió a matarme, debió haberlo hecho… no sé si su decisión fue por amor o porque no estaba dispuesto a desperdiciar años de entrenamiento en mí —Clyde prosiguió, nostálgico—… Intentó separarnos, fue un ritual doloroso y brutal pero se dio cuenta de que eso era imposible… la criatura no me abandonaría con esos métodos, así que Harek buscó llegar a un acuerdo… sin embargo a él no le interesaba un cuerpo viejo y decrépito como el suyo, así que se negó y terminó matándolo… El ritual lo había dejado exhausto, por lo que fue fácil para esa abominación hacerlo, usando mis propias manos —Clyde dejó sus brazos colgando a sus costados, soltando el libro que ya no le serviría para nada—… Harek fue la primera de muchas víctimas que estas manos han arrebatado….
— Maestro… ¿por qué… por qué nunca me lo dijo? —Aifor cuestionó con malestar, sus ojos humedecidos por una culpa ajena que no debía sentir—. Tal vez hubiéramos podido…
— Aifor, ya he intentado muchas cosas para liberarme de este mal… pero ni siquiera puedo quitarme la vida con mis manos, eso liberaría a la bestia y sólo necesitaría hacerse de otro cuerpo para continuar con su existencia errante —explicó, conservando la serenidad pese a todo—. A base de algunos conjuros pude volver mi situación un poco más estable, logré atarlo completamente a mí… un contrato de sangre que le impide abandonarme a voluntad, por lo que si muere conmigo, ya sea por el tiempo o a manos de alguien más, los dos nos desvaneceremos en el limbo… Es lo máximo que pude lograr.
— ¡Debe haber alguna forma de…!
— Tu sueño¿sabes por qué es que serás testigo de mi muerte, Aifor? —Clyde volvió a interrumpirlo— Ahora podemos confirmarlo, tú vas a ser quien me mate…
— ¡No! ¡Me niego a hacer algo como eso! —gritó al serle una idea impensable.
— Debes hacerlo, de lo contrario habrá muchas sepulturas como esa por toda Asgard —apuntó hacia la prisión de cristal donde se encontraba el arpista—. La primera ha sido para Alwar, la próxima podría ser la tuya, la de la señora Hilda y la de todos aquellos a cuantos conozcas… Ti-tienes… que hacer…lo… —a Clyde se le dificultó el decir, alarmándose al ser la señal de que Ehrimanes estaba buscando retomar el control.
— ¡¿Por qué… por qué ahora tiene que pasar esto?! —Aifor reclamó, cerrando los puños con desesperación.
— ¡Es el destino, ya lo viste! —Clyde se sujetó con fuerza la frente, luchando por prolongar su estancia— ¡No seas estúpido, no puedes cambiar el futuro, nunca has podido, no lo harás ahora! ¡Él no tendrá contemplaciones en matarte! ¡Tienes que hacerlo, aún puedes salvar a Alwar, es la única salida! —Clyde estiró el brazo hacia su pupilo de manera suplicante—. ¡Aifor! ¡Te entrené y acogí por este único motivo… para que el día en que ya no pudiera más tú me eliminaras…!  —confesó furioso—.  ¡Hice todo lo que pude… esto es el final...! ¡Vive o muere Aifor, decide tu futuro ahora… porque yo… yo ya no puedo hacer más por ti!
— ¡Maestro! —Aifor quiso correr a su lado, mas sus sentidos le advirtieron que el cosmos del guerrero de Megrez desapareció para dar paso a una presencia oscura y maligna.
Su maestro permaneció de pie, respirando un poco agitado, pero al final apartó la mano que le cubría la frente para permitir que un semblante sombrío e invadido de centellas se mostrara.
Aifor quedó enmudecido al ver los ojos relampagueantes y las grietas luminosas que adornaban ahora la cara de su mentor.
Vaya despedida… creí que sería mucho más emotiva, pero en vez de eso prefirió contarte el inicio de nuestra íntima y personal relación —sonrió la criatura con el rostro de Clyde de Megrez, de cuyos labios salía una doble voz espeluznante.
— ¡Tú…! ¡Maldito! —clamó iracundo.
El pequeño Aifor ha llegado —Ehrimanes sonrió con sorna—. Te estábamos esperando con ansiedad.
— ¿Qué quieres de mí?
¿Yo? ¿De ti? —rió—. Bueno, ya que lo preguntas, me tomaré la molestia de responderte: sólo quiero desquitarme de años de tortura y frustración —movió los brazos de manera teatral hacia el firmamento—. En ocasiones pienso mucho en lo que sucedió en el río aquel día, has sido el único ser humano que ha escapado de mis colmillos… quizá sólo quiera devorarte para llenar ese vacío que dejaste en mí.
— ¿De qué estás hablando? —Aifor fue invadido por cierto temor—. ¿Ya nos habíamos visto antes?
Oh, yo te he visto toda tu vida, vi tus primeros pasos, escuché tus primeras palabras, soy como tu padre —rió desvergonzado—, por supuesto que no había podido salir hasta hoy para poder decirte “Hola, hijo” —Ehrimanes apartó la capa que lo cubría, dejando a la vista la espada de hielo que completaba el manto sagrado de Megrez Delta. La criatura se impulsó hacia Aifor, quien logró evadir el espadazo vertical. Aifor se abrumó al ver cómo el arma se prendió en llamas antes de tocarlo, pero alcanzó eludir el primer golpe, y los que le siguieron.
El joven Merak se agachó y esquivó con gran destreza, siendo perseguido por la espada flameante. Su mayor preocupación era alejar al enemigo de donde se encontraba Alwar, por lo que procuró ascender hacia el interior del palacio.
Ensordecido por el paso de las llamas a su alrededor, Aifor tropezó, cayendo sobre las escaleras. Se volvió a tiempo para envolver su mano con fuego y detener la hoja de la espada de Megrez que buscó atravesarle el pecho. Su mano sangró por el filo pero no fue lastimada por las llamas.
Ehrimanes empleó todo su peso sobre la empuñadura para vencer al aterrorizado joven. Percibir el olor de su sangre le despertó la hambruna insaciable por la que han sucumbido cientos de seres humanos, siendo una motivación poderosa para lograr su cometido.
¿Y Clyde confiaba en ti para detenerme? —rió prepotente—. Conozco todo de ti y sé que no tienes ninguna oportunidad. ¡Eres un fracaso, no tardó en darse cuenta! Por eso prefirió marchitar su cuerpo hasta donde era posible.
— ¡¿Qué… estás diciendo?! —el guerrero de Merak apenas podía contener la espada, si cuando menos no tuviera roto el brazo habría más oportunidades.
Como lo oyes, sabiendo que algún día yo tendría el control buscó la manera de atrofiar su cuerpo para las peleas. Él era un joven sano y con mucho potencial, pero tú, tú fuiste su motivación para destruirse a sí mismo. Sus brebajes y formulas estaban destinadas a volverlo un saco decrepito de carne y huesos, ese era uno de sus planes, pero no contaba con que mi liberación ocurriría antes de lograrlo. Es cierto… no está en su mejor forma, pero aún me sirve para ver vistos mis propósitos —siseó la serpiente venenosa.
Aifor se atragantó al escucharlo, por fin entendía la razón de por qué la salud de su maestro fue deteriorándose. Cuando le preguntaba, Clyde le daba muchas evasivas… ya que lo pensaba con cuidado, siempre fue un hombre que le ocultó demasiadas cosas.
Clyde guardó muchos secretos para ti —dijo, como si hubiera podido leerle la mente—. Era un tonto sentimental, creyó que durante mis aventuras fui el que mató a tus padres, pero él no sabe que  fui yo quien te encontró aquel día… un inofensivo bebé en medio de la nada, de dónde saliste o cómo llegaste allí sigo sin entenderlo… pero tenía tanta hambre que no me importó… pero ahora comprendo que fuiste puesto ahí con un motivo: ¡fastidiarme!
Ehrimanes clavó su pie en el estomago de Aifor. El chico perdió fuerza, mas logró girar el cuerpo para eludir la estocada mortal. Realizó un movimiento de pies que terminaron por empujar a su enemigo por las escaleras.
El guerrero de Merak se incorporó rápidamente, enfadado por escuchar todas esas confesiones. Intentaba asimilarlas pese a que la pena y el coraje querían desbordarse por sus ojos.
— No puedo creerlo…. ¡Nunca había conocido a una criatura tan vil como tú! —el joven bramó furioso—. ¡Ahora entiendo por qué él maestro llevaba una vida tan solitaria y reservada! ¡No quería que se involucraran contigo!
Ehrimanes se levantó, sonriendo con una dentadura relampagueante— Es cierto, nuestro amigo se volvió todo un ermitaño, eso lo hizo todo muy aburrido pero… entonces dime ¿qué papel jugabas tú en todo eso? —cuestionó con malicia.
— Yo tampoco lo entendía, creí que era soledad, una extraña piedad —respondió acongojado—, ¡pero si le hiciste creer todo este tiempo que mataste a mi familia, es porque se sentía culpable!
La furia hizo arder su cosmos flameante, creando una extensa zona en la que la tormenta dejó de existir. El cuerpo de Aifor brilló como lava hirviente antes de atacar — ¡Caos de Muspelheim*! —desatando una feroz marejada de fuego que derritió la nieve y los cadáveres a la redonda.
Ehrimanes fue alcanzado por ese vendaval infernal, siendo consumido por las brasas y el calor sofocante.
El dios guerrero abrió por un instante las puertas del reino de fuego, liberando un río de llamas incontrolable, fundiendo todo a su paso.

Sobre el suelo carbonizado, Aifor respiraba con dificultad, resintiendo debilidad física y emocional. Aunque empleó gran parte de sus energías, no iba a dejarse llevar por la ilusión, el enemigo aún estaba con vida. Distinguió su silueta en medio del cenizo cráter que dejaron sus flamas. Las estelas de humo desaparecieron rápido por el viento glaciar, pero el guerrero no se movía en lo absoluto.
Una clase de arrepentimiento invadió al dios guerrero de Merak. Se había dejado llevar por sus sentimientos pero no podía lastimar el cuerpo de su maestro por eso… ¡tenía que encontrar alguna forma de salvarlo!
Se acercó a él, imaginándolo inconsciente e incapacitado. Se mordió el labio al saberse incapaz de cumplir la voluntad de su maestro… Siempre fue débil ante los ojos de Clyde, ahora lo sabía… Ni siquiera ahora sentía la convicción necesaria para llevar a cabo su deseo.
Lo único que pudo pensar es en pedir ayuda a la señora Hilda, quizá ella fuera capaz de lograr alguna clase de milagro. Optó por emplear su cosmos gélido para aprisionar a su enemigo de manera temporal, cuando menos hasta que terminara la ola de terror que azotaba la tierra de Odín.
Alargó el brazo hacia el durmiente Ehrimanes, sólo para recibir un sablazo de la espada de fuego.
Aifor  gritó de dolor por el golpe. Su brazal y guante quedaron desechos, su extremidad continuó pegada al resto de su cuerpo pero no podía moverla tras terminar horriblemente quemada y cortada.
Eres igual de arrogante que Clyde. Si él no caía ante tu insignificante poder, ¿por qué he de hacerlo yo?
Aifor retrocedió con un par de saltos, mirando su brazo seriamente lesionado.
Bajaste la guardia, eso te ha costado la pelea, estas indefenso ante mí… —aclaró Ehrimanes, poniéndose de pie. La armadura de Megrez presentaba cierto daño, y el guerrero estaba un poco maltrecho, pero no lo suficiente para sentirse derrotado.
— ¡A-aún puedo pelear! —Aifor bramó con valentía.
Confías mucho en tu habilidad sobre los elementos… pero eres un gusano si te comparas con un fiel hijo del abismo como yo…
En cuanto Ehrimanes tronó los dedos, la atmósfera invernal se tornó un poco pesada, la misma nieve alentó su movimiento hasta que la corriente adoptara un ciclo distinto. En un instante, Aifor se vio rodeado por un enjambre de copos blancos que se pegaron a su cuerpo, transformándose en un cristal tan resistente como para no poder liberarse, sólo su cabeza quedó descubierta.
Sería tan fácil… —musitó Ehrimanes, apuntando la espada de fuego hacia el corazón de su rival—. Tu existencia hizo que mi huésped tomara decisiones estúpidas, una tras otra, las cuales nos han conducido hasta este día. Maldícelo, ódialo, porque él fue el causante de todo. Pienso hacer que se arrepienta, dejándolo ver cómo te destrozo, miembro por miembro, ¡y después nos haremos un festín con tus restos!
Aifor sudaba nervioso mientras castañeaba los dientes. Estaba sobrecogido por el dolor, atrapado dentro de ese témpano de hielo sentía que no podía pensar, ni respirar, le dolía cada centímetro de su ser al sentir como si numerosas estacas de hielo se encontraran clavadas en sus huesos y le helaran la sangre. Nunca había sentido un frío como ese, iba más allá del que hubiera experimentado jamás.
— Sin embargo… en el largo tiempo que he convivido con los humanos, he descubierto que hay dolores más profundos que los que una espada puede lograr… Las palabras hieren de formas más permanentes y eficaces, pero sobre todo la verdad… La verdad es el arma más letal de todas…
Ehrimanes estiró la mano y le sujetó fuertemente la cabeza, presionándolo con un claro deseo de romperle en cráneo.
— Y ya que tenemos algo de tiempo, quiero comprobar qué tanto puedo lastimarte usando esa arma en tu contra, por lo que te revelaré el oscuro secreto que Clyde guardó para ti. Voy a decirte la clase de ser mezquino y manipulador que fue… para que entiendas que él fue perfecto para mí. Si somos tan entrañables y compatibles es porque somos iguales —le dijo con un gesto malvado, jalándole los cabellos para que levantara el mentón que casi mordió—. Tu papel pequeño zángano era sencillo… Clyde y yo llegamos a un acuerdo ese día en que apareciste en nuestras vidas, y a cambio de que yo me mantuviera tranquilo él me prometió que te moldearía para que fueras un huésped perfecto para mí en cuanto llegaras a una edad adecuada —los ojos de Aifor se abrieron desmesuradamente, sacándole a Ehrimanes una carcajada—. ¡Así es pequeño ingenuo, nunca fue piedad, mucho  menos bondad, ni culpabilidad¡ ¡Clyde sólo buscaba salvarse a sí mismo! —exclamó hilarante, produciendo una atronadora carcajada que ensordeció los oídos del dios guerrero de Merak.

FIN DEL CAPITULO 30

Niflheim*: en la mitología nórdica es el reino de la oscuridad y de las tinieblas, envuelto por una niebla perpetua.
Muspelheim*: es el reino del fuego en la mitología nórdica.