domingo, 23 de septiembre de 2012

El Legado de Atena Capitulo 30.


Para Hilda de Polaris fue desgarrador ver a sus vasallos sufriendo de manera  tan terrible. En su camino por los pasillos de servicio, se toparon con los cuerpos de hombres y mujeres, algunos inconscientes e invadidos por una fiebre muy alta, otros totalmente inmóviles y exánimes; incluso se toparon con casos en los que hallaban soldados escondidos y petrificados por el horror de las alucinaciones, sus gritos y suplicas terminaban por hacerlos retroceder para continuar con la travesía.
En una ocasión, la noble gobernante no resistió e intentó a ayudar a un anciano, pero sus buenas intenciones la pusieron en peligro. Afortunadamente sus guardias intercedieron, sometiendo al agresor.
Estaba muy angustiada por cómo podría encontrar a Flare y a sus sobrinas. El único consuelo que tenía era que su hijo estaba a salvo, lejos de toda esta locura. De su mente intentaba apartar la idea de no volver a verlo, pero con tantos asesinos rondándolos era algo difícil de lograr.

Subieron unas últimas escaleras, llegando a la gran explanada donde la estatua de Odín se alzaba de manera inmaculada entre las montañas y rodeada por profundos vacíos. Sólo tenían que bajar por el nuevo acceso hacia el área oeste para acercarse más a su objetivo, no parecía complicado.
Pero mientras cruzaban la zona, la sacerdotisa de Odín se detuvo, percibiendo un cosmos maligno que de forma inminente estaba por alcanzarlos.
— ¡Cuidado! — alcanzó a alertar cuando una silueta oscura fue visible entre el cielo tormentoso. Alguien que parecía un gigantesco murciélago salido desde el mismo fondo del Niflheim*.
Hilda se supo blanco de la criatura sombría, por lo que valerosa manifestó su cosmos para enfrentarle. Sin embargo, quedó perpleja cuando uno de los soldados saltara frente a ella, convirtiéndose de manera voluntaria en la presa del depredador oscuro. Una zarpa negra se cerró alrededor del cuello del guerrero, ocasionando heridas letales que le arrancaron un fuerte alarido así como la vida.
La bestia voladora se lo llevó, permitiéndole ser su acompañante por algunos instantes antes de dejarlo caer hacia el mortal abismo.
En cuanto la criatura alada pisó tierra, el segundo guardián se apresuró a colocarse como escudo frente a la dirigente de Asgard. Aunque estaba herido de la espalda, imitaría la valentía de su compañero de ser necesario.
— ¡Detente! —Hilda le ordenó a su subordinado—. No intentes pelear con él, es un enemigo que va más allá de tus capacidades. ¡Por favor!
— Perdóneme señora Hilda —fueron las palabras del heroico soldado, quien no se atrevió a mirarla—, pero juré proteger a Asgard y a su familia sin importar que deba dar mi vida. Le daré aunque sea unos segundos, aproveche por favor para escapar de aquí. ¡Vaya, ahora!
Sin importar las palabras de la sacerdotisa, el soldado avanzó velozmente hacia el mortífero enemigo.

En silencio, Masterebus aplaudió tal arrojo de un siervo por su amo. Él mejor que nadie entendía tal determinación, durante la mayor parte de su existencia ha vivido para salvaguardar la vida de alguien más. Quizá sólo por eso se permitió esquivar los lentos ataques del asgardiano, cuya pica le era igual de peligrosa que un mondadientes.
Masterebus le concedió los segundos que proclamó, y aun así la sacerdotisa permaneció inmóvil, observando con semblante acongojado. Al final, el guerrero de Sennefer golpeó con su ala derecha al soldado, su arma y escudo cayeron en el suelo mientras su cuerpo fue arrojado con tremenda fuerza hacia un pilar.
Ambos impactos bastaron para dejarlo inconsciente y agonizante, Masterebus avanzó con pasos lentos hacia él, sorprendido de escucharlo aún respirar.
— ¡Alto ahí! ¡Seré yo tu oponente! —escuchó decir.
Masterebus se detuvo, tardando en darse la vuelta al dudar de lo que había escuchado. Al hacerlo, observó con incredulidad a la gobernante que a lo lejos le apuntaba con la lanza de su guardián caído. Era una bella visión sin duda, ver a tan elegante mujer dispuesta a pelear cautivaría a muchos enemigos e inspiraría a todos sus aliados.
Al verla de pie en medio de la tempestad, respaldada por la intimidante imagen de Odín despertó en la criatura una inexplicable admiración.
La firmeza y naturalidad con la que sujetaba la lanza tenía intrigado a Masterebus, algo que evitó que se arrojara de inmediato sobre ella para matarla.
— Mujer, deberías seguir tu propio consejo y aceptar tus limitaciones —dijo el pelinaranja de armadura negra.
— No permitiré que nadie más muera frente a mí —respondió Hilda con calma, pero sus ojos destellaban con una fuerte determinación.
— Otra promesa absurda… —musitó Masterebus, no dándole importancia a la sacerdotisa quien volvió a gritarle, aunque cuando estaba por darle la espalda, un sonido lo obligó a girarse de nuevo.
De la punta de esa lanza emergió una esfera  blanca que con gran velocidad lo alcanzó. Al golpear su cuerpo el cúmulo de energía aumentó de tamaño, encerrándolo en una esfera dentro de la que fue vapuleado por violentas descargas.
De sus labios humanos escapó un potente grito, al mismo tiempo que su armadura lanzó un rugido espantoso. El casco de Masterebus pareció volverse de plástico por un instante en que se alargó y contorsionó como el ser monstruoso que era.
En cuanto la prisión de luz se disipara, Masterebus se mantuvo de pie, tambaleante por el inesperado ataque que lo debilitó. Sintiéndose herido de gravedad por primera vez en Asgard, abrió los ojos iracundo, desapareciendo todo rastro de piedad que pudo albergar hacia la mujer.
Hilda no se amedrentó, desplegó de nuevo su poder el cual el guerrero esquivó al lanzarse hacia un lado como una bestia de cuatro patas. La sacerdotisa no dejó de intentarlo sin importar sus fallos.
Masterebus volvió a elevarse junto al humo de un impacto fallido, intentando sorprender a la gobernante, pero Hilda estaba esperándolo.
El guerrero de Sennefer se dejó caer en picada, con el brazo cubierto por llamas negras. Sus garras afiladas tenían la clara intención de alcanzar el delgado cuello de la sacerdotisa.
Hilda impregnó la lanza con su cosmos, interponiéndola como un escudo contra el que la zarpa del guerrero se impactó.
Desplegando un campo de fuerza a través de su arma, Hilda impidió el paso del pelinaranja, mas Masterebus persistió. No retrocedió pese a la inestable  energía que se estaba generando ante tal choque de poderes.
Las llamas negras sobre la cúpula blanquecina que rodeaba a la sacerdotisa comenzaron a generar relámpagos oscuros.
Hilda dio un paso hacia atrás al no poder contener la fuerza del siniestro guerrero, que parecía crecer cada vez  más conforme se alargaba el duelo.
La sacerdotisa se percató de que no podrá aguantar por más tiempo, además si el cosmos de su enemigo terminaba por rodearla sería su fin. En un arriesgado intento, hizo girar la lanza entre sus dedos, generando un crecimiento en el campo protector.
El conflicto entre ambas cosmosenergías llegó a su máximo, produciendo un sonoro estallido que afectó a los combatientes.
Hilda rodó en el suelo, adolorida. Su escudo de fuerza absorbió gran parte del impacto pero aun así presentaba lesiones en las piernas y brazos. Permaneció poco tiempo tendida en el suelo, en vano buscó ponerse de pie al mismo tiempo en que buscaba indicios del invasor.
Vislumbró su silueta, alzándose con cierta dificultad a lo lejos. Hilda observó con ojos asustados cómo su enemigo se aproximaba. Todo su torso derecho, junto con el hombro y brazo conectados a él, se encontraban ensangrentados y quemados, privados de cualquier trozo de armadura pues se evaporó en el momento de la explosión.
El resto de la coraza estaba intacta, pero de ella parecía provenir un tétrico lamento espectral.
— ¡Tú… eres peligrosa… demasiado dañina para nosotros…! —el pelinaranja clamó furioso, poseído por el odio que guardaba desde aquella ocasión en Egipto. Su mente revivió la sensación de dolor y ardor al beber la sangre de aquel santo dorado, y ahora esta mujer de cabellos plateados le originó un sufrimiento similar…
En Masterebus creció una necesidad muy grande por eliminarla, ante él tenía a una hija de la luz, mientras él que nació en la oscuridad la encontraba repugnante.
Alargó su brazo sangrante hacia ella, mientras Hilda intentó alejarse de él, arrastrándose en el piso.
Cuando esa pútrida mano estaba por alcanzar su rostro, un haz de luz se abrió paso por entre la tormenta para darles alcance.

Masterebus quedó estupefacto al ver su brazo herido desprendiéndose de su cuerpo después de que unas afiladas cuchillas cortaran su extremidad por encima del codo. La sangre brotó de manera incontrolable, seguido de un alarido por parte del guerrero quien retrocedió afligido, no podía creer lo que había pasado.
Alzó la vista en busca del culpable, encontrándose con una nueva figura que cargaba a la sacerdotisa de Odín en brazos.

Cuando Hilda sintió próximo su fin cerró los ojos por reflejo, mas una brisa huracanada la levantó del suelo y la alejó del peligro.
Al abrir los párpados se encontró con el perfil de su salvador, el de su adorado esposo quien estaba allí para protegerla al fin —Bud— la sacerdotisa sonrió con un gesto cansado.
El dios guerrero de Mizar Zeta se atrevió a dedicarle una mirada con la que expresó lo mucho que se sentía culpable por sus heridas.
— Todo estará bien Hilda. Ya estoy aquí.



Capitulo 30.
El vórtice de la tormenta Parte VI. Misterios y verdades.

Desesperación, dolor, frío y después vacío infinito... tales son las últimas sensaciones que quedaron impresas en su mente antes de que la oscuridad lo devorara.
Ya antes había sido presa de esa secuencia de sentimientos, años atrás lo experimentó muchas veces y, tal cual ocurría en dichas ocasiones, su conciencia luchó por reanimarlo.
Sentía cobijo y confort por un entorno tibio. Escuchaba algunos murmullos de diferentes voces que se desplazaban a su alrededor. Olfateaba cedro, leños de una hoguera y comida.
— ¡Creo que va a despertar! —escuchó de una vocecilla sobresaltada.
— Cuidado, no te acerques mucho… ¡Hazme caso! —renegó otra.
Una sensación húmeda y constante entre sus dedos lo llevó a despertar. Sus ojos amarillentos enfocaron un techo de madera y sus vigas. Giró un poco el rostro para ver a su fiel compañero lamiéndole la mano con gusto. Sergei tardó en reaccionar, le palpó un poco la cabeza, sintiéndose confundido ya que lo último que recordaba era...
De golpe, Sergei apartó las pieles que lo cubrían, levantándose de la tibia cama sobre la que encontró reposo. Alterado por las memorias de su antigua batalla, miró el lugar como si en cada esquina esperara encontrar a un enemigo.
El lobo Aullido se movilizó alrededor de él en un intento por tranquilizarlo y proteger a las dos mujeres que gritaron asustadas por la reacción del invitado.
Con expresión salvaje, el dios guerrero miró hacia donde una joven y una niña se abrazaban detrás de una mesa. Las dos lo miraban con semblante temeroso, pero en la joven se notó un gran sonrojo y bochorno después de cubrir los ojos de la pequeña.
— ¡Espera, espera! ¡No nos hagas daño, por favor! —dijo la sonrojada chica de ojos azules y cabello castaño.
— ¡¿Dónde estoy?! ¡¿Qué fue lo que pasó?! ¡¿Cómo llegué aquí?! ¡Contesta! —Sergei no cambió mucho su expresión agresiva pese a las protestas de Aullido que lanzaba algunos bufidos y ladridos.
— ¡Responderé todo lo que quieras pero por Odín, deja que te entregue tu ropa! —respondió con fuerza la joven, incómoda  por la desnudez del guerrero.
Sergei no sintió pudor aun tras la observación. Que un par de mujeres lo vieran sin ropa era algo que no le mortificaba, pero la presencia de la pequeña le permitió ser un poco más consciente de sí mismo.
Sergei terminó por sentarse en la cama, tapándose la cintura y los muslos con un cobertor. Su mirada se humanizó un poco, pero aún mostraba impaciencia.
La joven de largo cabello castaño respiró con valor para continuar con la penosa situación.
— Bera, ¿podrías traer la ropa del señor? —la hermana mayor le pidió a la niña a quien finalmente podía soltar y dejar ver.
Sergei sostuvo la mirada curiosa de la niñita de ojos y cabello castaño. Ambas sin duda eran asgardianas, pero seguía sin entender cómo es que había terminado allí con ellas.
La niña asintió y fue a buscar lo pedido a otra habitación.
— Bien —dijo la chica con una renovada actitud fuerte, teniendo el valor de caminar por la cabaña hasta pararse frente a Sergei—, no importa que seas un dios guerrero de Odín, estás en mi casa por lo que espero algo de respeto y consideración después de todos los sustos que nos has provocado —dijo, cruzándose de brazos con aparente malhumor.
— ¿Qué pasó exactamente? —insistió, sin disculparse, observando de reojo el lugar. Era una vivienda amplia, con tres puertas que llevaban a habitaciones anexas y una más que conducía hacia la salida. No había lujos pero sí mucha comida a la vista en la cocina. Todo se encontraba perfectamente ordenado, limpio y con un toque muy hogareño.
— Esperaba que despertaras y me lo dijeras —respondió ella, a quien Aullido por alguna razón respaldaba para contrariedad de Sergei—. Escucha, no sé qué está pasando en el reino pero, fue toda una sorpresa que en medio de esta horrible tormenta un hombre apareciera tocando mi puerta.
— ¿Un hombre?
— Sí. Pensé que era alguien buscando refugio, pero en cuanto le abrí entró como si fuera el dueño de mi propiedad, venía seguido por este perro…
— Lobo —corrigió.
— Lo que sea —la joven refunfuñó—. Ese hombre te traía en brazos, pensé que estabas muerto. Él nos dijo que eras uno de los dioses guerreros que protegen Asgard y a la familia real. Pero él no se identificó ni explicó lo ocurrido… era un guerrero claro, se podía ver por su impresionante armadura negra, pero jamás lo había visto, creo que era un forastero.
— ¡¿Estás diciendo que el enemigo… me trajo hasta aquí?! ¡¿Qué disparates son esos?! —cuestionó indignado, viendo a Aullido como si esperara sacar una explicación de su parte. Pero calló al notar que el lobo no se encontraba herido pese a recordar que resultó severamente lastimado por su oponente.
— ¡No me grites! ¡No lo sé! ¡Si era tu enemigo entonces fue uno muy piadoso! —respondió la mujer.
Sergei le pidió al lobo que se acercara, éste acudió a su lado sin demora. Lo examinó con cuidado, sus ojos parecían sanos, parte de su pelaje se encontraba chamuscado pero estaba en perfectas condiciones físicas.
— Sólo me pidió que te cuidara. Yo no te daba muchas esperanzas y le dije que no soy médico ni nada parecido, pero entonces él me dio un frasco —la mujer buscó sobre una repisa el pequeño frasco de cristal vacío, entregándoselo a Sergei quien lo miró con cuidado—, estaba lleno hasta la mitad, me dijo que te lo diera a beber mucho después de que él se fuera, y así lo hice pues me amenazó con que volvería si no seguía sus instrucciones —le apenó decir.
El dios guerrero olfateó el interior del frasco, sin encontrar algún aroma en particular.
— Cuando te lo di, creí que era veneno pues te quejaste, pero terminaste por calmarte y hasta recuperaste color. Te quedaste profundamente dormido después de eso.

Los pasitos de la niña los hizo callar. Bera traía consigo un conjunto de ropa diferente al que él recordaba traer puesto, lo único que reconoció fue el cinturón de su armadura del que aún se aferraba el zafiro de Odín.
Bera se lo entregó con una amplia sonrisa— Aquí tiene señor dios guerrero. Mi hermana tuvo que quitarle su ropa mojada, pero puede usar esta, es de nuestro hermano Axel. No es más bonita pero huele mucho mejor que la que usted traía puesta —dijo la inocente.
Sergei tomó la ropa sin que alguna clase de agradecimiento saliera de su boca. La pequeña Bera volvió al lado de su hermana con un gesto risueño. La joven encaminó a la niña hacia otra habitación donde se tomó unos minutos antes de volver a la estancia.
Sergei ya había terminado de vestirse para entonces con un pantalón negro y abrigo blanco. Le quedaban un poco ajustados, pero no le tomó importancia.
— Volveré a pagarte por esto —le dijo al terminar de ponerse las botas oscuras.
— No quiero tu dinero —la joven respondió—, pero creo que merezco un favor.
— ¿Qué clase de favor? —el joven preguntó con desconfianza.
— Nuestro hermano Axel trabaja en el palacio. No tiene caso que quieras ocultármelo, a estas alturas sé que hay peligro rondándonos. Por favor, si está en ti asegúrate que ese tonto pueda volver a casa.
Sergei se giró hacia la salida para decir —Haré lo que pueda por él, tienes mi promesa.
— Vaya, es bueno ver que puedes ser un poco civilizado —la chica bromeó, mostrando una sonrisa al fin.
— Estoy en deuda contigo, es lo menos que puedo hacer —musitó, avanzando hacia la puerta de salida.
— ¿Te irás tan pronto? Necesitas recuperar tus fuerzas, ¿quizá algo de comer? —la mujer se preocupó.
— No necesito nada más, ya han hecho suficiente.
— Me llamo Asdis, por cierto —dijo ella, sabiendo que jamás se presentaron como debían.
— Tú y tu hermana tienen mi gratitud, Asdis. Y Sergei de Épsilon siempre cumple sus promesas, velaré por tu hermano.
El dios guerrero abrió la puerta, recibiendo la ventisca helada que lo regresó a la realidad. El interior de esa cabaña era un mundo aparte, donde no había batallas ni muerte, sabía que tenía que abandonarlo para perseguir a los hombres que podrían acabar con tal perfección.
Aullido sobó su cabeza contra la pierna de Asdis. La mujer quedó asombrada con los ojos tan expresivos del animal, al que casi pudo imaginar decir “Gracias”.

Hombre y lobo volvían a correr dentro de la tormenta que se negaba a morir. Sergei continuaba buscándole sentido a lo ocurrido. Él debería estar muerto, sumergido dentro del lago congelado… Seguía sin poder creer que haya sido salvado por uno de los enemigos de Asgard ¿Cómo podía ser eso? ¿Por qué? No lo entendía, y eso lo llenaba de frustración.
Tenía que obtener respuestas. Aunque carecía de la protección de su manto divino, Sergei no estaba dispuesto a abandonar la lucha. Sentía cómo es que todos estaban marchando hacia el palacio del Valhalla, por lo que su siguiente destino era claro.

/---/

Aifor de Merak logró subir por el acantilado tras muchos esfuerzos y decisiones peligrosas, pero su temeridad le permitió llegar lo suficientemente alto para sujetarse del camino del que cayó. Rodó sobre la superficie con evidente cansancio, resintiendo aún el dolor por su brazo roto.

Se forzó a sí mismo a ponerse de pie, avanzando hacia el castillo al ser el sitio donde todos los cosmos de amigos y enemigos estaban reuniéndose. Apenado por la demora, Aifor corrió lo más rápido que pudo, temiendo que la situación se haya salido de control.

En el trayecto, percibió cómo el cosmos de Elke de Phecda Gamma y Alwar de Benetnasch entraron en batalla contra oponentes de gran poder. Eso le dio esperanzas que se derrumbaron al final.
La presencia de Elke se desvaneció por completo, y la de Alwar estaba apagándose con rapidez. Se sintió culpable de no haber estado allí para ayudarlos, tal sentimiento le permitió abrirse camino por las llanuras a mayor velocidad, pudiendo vislumbrar en poco tiempo el palacio y finalmente la entrada.
Paró en seco al ver un objeto extraño que resaltaba entre la tormenta. Había muchos cuerpos sepultados por la nieve, pero Aifor sintió mucha más inquietud por la columna de cristal, así que caminó hacia ella con mucha precaución.
Había alguien encerrado dentro de la amatista, pero sólo hasta que rodeó la columna reconoció al prisionero.
— ¡¿Señor Alwar?! —Aifor exclamó sorprendido. Su primera reacción fue tocar el ataúd amatista, resintiendo una sensación hiriente y congelante que lo hizo retroceder. Fueron sólo unos segundos, pero sintió cómo si le hubiera querido arrebatar la energía.
— E-esto… esto no puede ser… —susurró conmocionado, inseguro de lo que debía hacer o cómo ayudarlo.
Si fuera tú, lo olvidaría —escuchó a alguien decir.
Sobresaltado, Aifor se giró para distinguir a una figura encapotada descansando a la mitad de las escalinatas ascendentes.
— ¿Maestro? —dudó por un instante, pero el manto divino de Megrez lo confirmaba, se trataba de él —. Yo… qué bueno que está bien… —suspiró aliviado y contento de verlo con vida— ¿Pero qué sucedió? ¿Hay alguna manera de ayudar al señor Alwar? Si este es un maleficio, usted mejor que nadie sabría cómo hacerlo— confió en que le daría respuestas… pero algo no estaba bien, al joven Merak le extrañaba ver una mirada tan pasiva en la cara de su maestro cuando usualmente era arrogante, indiferente y a veces burlesca, por ello no estaba seguro de querer acercarse.
— ¿Quieres salvar a Alwar? —Clyde preguntó, sonriendo un poco—. El método es sencillo, conocimiento básico, recuerda —tocándose la cabeza con el dedo índice—, la mayoría de los encantamientos terminan cuando eliminas a quien lo invocó. Mata al responsable y todo habrá terminado.
— ¿Está seguro?
— Por supuesto. Te lo garantizo, porque fui yo quien lo encerró allí —confesó, sin moverse del sitio en el que reposaba.
— ¡¿Qué dice?! —Aifor se alarmó.
— Lo que escuchaste.
— ¡¿Pero por qué?! —gritó sin poder sentir ira ante tal revelación.
— Aifor, siempre has sido un chiquillo que hace muchas preguntas. Algunas demasiado estúpidas, otras muy atinadas… Conforme crecías me era más difícil esconderte la verdad.
— ¿De qué verdad me está hablando? ¡¿Qué tiene que ver eso con… con convertirse en un traidor?! —espetó al ser la única respuesta en la que pudo pensar.
— ¿Vas a escucharme o seguirás con tus preguntas infantiles? —inquirió el dios guerrero de Megrez con voz tranquila y paciente—. No tengo mucho tiempo, este maldito me ha dejado emerger quizá por última vez, cree que con eso me hará sufrir, pero está muy equivocado. Así que prefiero emplear este tiempo para contarte una historia…
Aifor calló, no lo entendía, ¿de quién estaba hablando? ¿Última vez? ¡¿Qué diablos pasaba?! Escucharlo hablar así le despertaba un mal presentimiento, pues en vez de regañarlo todo sonaba a que se estaba despidiendo.
— ¡Pero maestro…!
El asgardiano levantó la mano, ordenándole guardar silencio— Yo era un niño, —Clyde inició con solemnidad—, mucho más joven que tú cuando mis padres murieron a causa de una plaga que azotó nuestro pueblo. Huérfano y sin nadie que se ocupara de mí, fui enviado con el único pariente vivo que me quedaba, un tío de mi padre, Harek era su nombre.
Aifor pestañeó perplejo, nunca antes su maestro le había hablado sobre su niñez.
— Cuando te veía por la mansión, me recordabas tanto a mí… yo también le temí a las gárgolas, a los sirvientes y a la atmósfera sombría del lugar. Harek era un hombre viejo, sabio y poderoso, un hechicero nigromante sin herederos, por lo que mi única paga hacia él sería convertirme en su sucesor. Me introdujo a las artes oscuras, me enseñó magia y encantamientos, me instruyó como si fuera su hijo para algún día traspasar sus conocimientos a otros, tal cual le sucedió a su padre, y al padre de su padre por muchas generaciones…
Clyde hizo una ligera pausa, sintiéndose igual de viejo que aquel hombre del que aprendió tanto.
— La magia me apasionó, fui devoto a mis estudios pero demasiado impaciente y soberbio para aceptar los resultados de mi aprendizaje. Quería devorar el mundo en un solo día ¿pero qué muchacho no actúa así? —rió un poco—. En ti muchas veces me vi reflejado, pero que sea una lección para ti Aifor, pues mi impaciencia me costó caro… Esa actitud fue lo que lo atrajo a mí… Ahora sé que todo fue planeado por él, para que aquella noche de invierno bajara a la biblioteca y descubriera la cámara secreta, él me guió hasta allí. No pude resistirme y terminé haciendo lo que él esperaba… encontré un libro —levantó el voluminoso ejemplar negro, un grillete cuyo peso lo ha sofocado desde entonces—, que me prometió poder y conocimiento más allá de mi comprensión —Clyde avanzó un poco, pisando el centro de las escaleras para mirar a su pupilo desde lo alto—. Y lo hizo, no mintió, pero el precio sigue siendo debatible… pues con ese poder vino mi maldición.
— ¿Una maldición? —el dios guerrero de Merak repitió desconcertado.
— Con este libro le abrí las puertas de mi alma a un ser oscuro que se introdujo en lo más profundo de mi ser —admitió después de tantos años—… Harek se percató de lo sucedido muy tarde. Al ser un espíritu existían artes para dominarlo, intentó que aprendiera a controlarlo, pero fue inútil, siempre ha sido demasiado fuerte.
Aifor pensó en esos episodios en que su maestro era invadido por una rabia inexplicable, causando destrozos por toda la mansión. Tales eventos se habían repetido con más frecuencia los últimos años, siempre creyó que tal desenfreno era parte de la atormentada alma de su mentor… ¡pero nunca que fuera causa de una posesión!
— Cuando Harek se dio cuenta de lo peligroso que era, no se atrevió a matarme, debió haberlo hecho… no sé si su decisión fue por amor o porque no estaba dispuesto a desperdiciar años de entrenamiento en mí —Clyde prosiguió, nostálgico—… Intentó separarnos, fue un ritual doloroso y brutal pero se dio cuenta de que eso era imposible… la criatura no me abandonaría con esos métodos, así que Harek buscó llegar a un acuerdo… sin embargo a él no le interesaba un cuerpo viejo y decrépito como el suyo, así que se negó y terminó matándolo… El ritual lo había dejado exhausto, por lo que fue fácil para esa abominación hacerlo, usando mis propias manos —Clyde dejó sus brazos colgando a sus costados, soltando el libro que ya no le serviría para nada—… Harek fue la primera de muchas víctimas que estas manos han arrebatado….
— Maestro… ¿por qué… por qué nunca me lo dijo? —Aifor cuestionó con malestar, sus ojos humedecidos por una culpa ajena que no debía sentir—. Tal vez hubiéramos podido…
— Aifor, ya he intentado muchas cosas para liberarme de este mal… pero ni siquiera puedo quitarme la vida con mis manos, eso liberaría a la bestia y sólo necesitaría hacerse de otro cuerpo para continuar con su existencia errante —explicó, conservando la serenidad pese a todo—. A base de algunos conjuros pude volver mi situación un poco más estable, logré atarlo completamente a mí… un contrato de sangre que le impide abandonarme a voluntad, por lo que si muere conmigo, ya sea por el tiempo o a manos de alguien más, los dos nos desvaneceremos en el limbo… Es lo máximo que pude lograr.
— ¡Debe haber alguna forma de…!
— Tu sueño¿sabes por qué es que serás testigo de mi muerte, Aifor? —Clyde volvió a interrumpirlo— Ahora podemos confirmarlo, tú vas a ser quien me mate…
— ¡No! ¡Me niego a hacer algo como eso! —gritó al serle una idea impensable.
— Debes hacerlo, de lo contrario habrá muchas sepulturas como esa por toda Asgard —apuntó hacia la prisión de cristal donde se encontraba el arpista—. La primera ha sido para Alwar, la próxima podría ser la tuya, la de la señora Hilda y la de todos aquellos a cuantos conozcas… Ti-tienes… que hacer…lo… —a Clyde se le dificultó el decir, alarmándose al ser la señal de que Ehrimanes estaba buscando retomar el control.
— ¡¿Por qué… por qué ahora tiene que pasar esto?! —Aifor reclamó, cerrando los puños con desesperación.
— ¡Es el destino, ya lo viste! —Clyde se sujetó con fuerza la frente, luchando por prolongar su estancia— ¡No seas estúpido, no puedes cambiar el futuro, nunca has podido, no lo harás ahora! ¡Él no tendrá contemplaciones en matarte! ¡Tienes que hacerlo, aún puedes salvar a Alwar, es la única salida! —Clyde estiró el brazo hacia su pupilo de manera suplicante—. ¡Aifor! ¡Te entrené y acogí por este único motivo… para que el día en que ya no pudiera más tú me eliminaras…!  —confesó furioso—.  ¡Hice todo lo que pude… esto es el final...! ¡Vive o muere Aifor, decide tu futuro ahora… porque yo… yo ya no puedo hacer más por ti!
— ¡Maestro! —Aifor quiso correr a su lado, mas sus sentidos le advirtieron que el cosmos del guerrero de Megrez desapareció para dar paso a una presencia oscura y maligna.
Su maestro permaneció de pie, respirando un poco agitado, pero al final apartó la mano que le cubría la frente para permitir que un semblante sombrío e invadido de centellas se mostrara.
Aifor quedó enmudecido al ver los ojos relampagueantes y las grietas luminosas que adornaban ahora la cara de su mentor.
Vaya despedida… creí que sería mucho más emotiva, pero en vez de eso prefirió contarte el inicio de nuestra íntima y personal relación —sonrió la criatura con el rostro de Clyde de Megrez, de cuyos labios salía una doble voz espeluznante.
— ¡Tú…! ¡Maldito! —clamó iracundo.
El pequeño Aifor ha llegado —Ehrimanes sonrió con sorna—. Te estábamos esperando con ansiedad.
— ¿Qué quieres de mí?
¿Yo? ¿De ti? —rió—. Bueno, ya que lo preguntas, me tomaré la molestia de responderte: sólo quiero desquitarme de años de tortura y frustración —movió los brazos de manera teatral hacia el firmamento—. En ocasiones pienso mucho en lo que sucedió en el río aquel día, has sido el único ser humano que ha escapado de mis colmillos… quizá sólo quiera devorarte para llenar ese vacío que dejaste en mí.
— ¿De qué estás hablando? —Aifor fue invadido por cierto temor—. ¿Ya nos habíamos visto antes?
Oh, yo te he visto toda tu vida, vi tus primeros pasos, escuché tus primeras palabras, soy como tu padre —rió desvergonzado—, por supuesto que no había podido salir hasta hoy para poder decirte “Hola, hijo” —Ehrimanes apartó la capa que lo cubría, dejando a la vista la espada de hielo que completaba el manto sagrado de Megrez Delta. La criatura se impulsó hacia Aifor, quien logró evadir el espadazo vertical. Aifor se abrumó al ver cómo el arma se prendió en llamas antes de tocarlo, pero alcanzó eludir el primer golpe, y los que le siguieron.
El joven Merak se agachó y esquivó con gran destreza, siendo perseguido por la espada flameante. Su mayor preocupación era alejar al enemigo de donde se encontraba Alwar, por lo que procuró ascender hacia el interior del palacio.
Ensordecido por el paso de las llamas a su alrededor, Aifor tropezó, cayendo sobre las escaleras. Se volvió a tiempo para envolver su mano con fuego y detener la hoja de la espada de Megrez que buscó atravesarle el pecho. Su mano sangró por el filo pero no fue lastimada por las llamas.
Ehrimanes empleó todo su peso sobre la empuñadura para vencer al aterrorizado joven. Percibir el olor de su sangre le despertó la hambruna insaciable por la que han sucumbido cientos de seres humanos, siendo una motivación poderosa para lograr su cometido.
¿Y Clyde confiaba en ti para detenerme? —rió prepotente—. Conozco todo de ti y sé que no tienes ninguna oportunidad. ¡Eres un fracaso, no tardó en darse cuenta! Por eso prefirió marchitar su cuerpo hasta donde era posible.
— ¡¿Qué… estás diciendo?! —el guerrero de Merak apenas podía contener la espada, si cuando menos no tuviera roto el brazo habría más oportunidades.
Como lo oyes, sabiendo que algún día yo tendría el control buscó la manera de atrofiar su cuerpo para las peleas. Él era un joven sano y con mucho potencial, pero tú, tú fuiste su motivación para destruirse a sí mismo. Sus brebajes y formulas estaban destinadas a volverlo un saco decrepito de carne y huesos, ese era uno de sus planes, pero no contaba con que mi liberación ocurriría antes de lograrlo. Es cierto… no está en su mejor forma, pero aún me sirve para ver vistos mis propósitos —siseó la serpiente venenosa.
Aifor se atragantó al escucharlo, por fin entendía la razón de por qué la salud de su maestro fue deteriorándose. Cuando le preguntaba, Clyde le daba muchas evasivas… ya que lo pensaba con cuidado, siempre fue un hombre que le ocultó demasiadas cosas.
Clyde guardó muchos secretos para ti —dijo, como si hubiera podido leerle la mente—. Era un tonto sentimental, creyó que durante mis aventuras fui el que mató a tus padres, pero él no sabe que  fui yo quien te encontró aquel día… un inofensivo bebé en medio de la nada, de dónde saliste o cómo llegaste allí sigo sin entenderlo… pero tenía tanta hambre que no me importó… pero ahora comprendo que fuiste puesto ahí con un motivo: ¡fastidiarme!
Ehrimanes clavó su pie en el estomago de Aifor. El chico perdió fuerza, mas logró girar el cuerpo para eludir la estocada mortal. Realizó un movimiento de pies que terminaron por empujar a su enemigo por las escaleras.
El guerrero de Merak se incorporó rápidamente, enfadado por escuchar todas esas confesiones. Intentaba asimilarlas pese a que la pena y el coraje querían desbordarse por sus ojos.
— No puedo creerlo…. ¡Nunca había conocido a una criatura tan vil como tú! —el joven bramó furioso—. ¡Ahora entiendo por qué él maestro llevaba una vida tan solitaria y reservada! ¡No quería que se involucraran contigo!
Ehrimanes se levantó, sonriendo con una dentadura relampagueante— Es cierto, nuestro amigo se volvió todo un ermitaño, eso lo hizo todo muy aburrido pero… entonces dime ¿qué papel jugabas tú en todo eso? —cuestionó con malicia.
— Yo tampoco lo entendía, creí que era soledad, una extraña piedad —respondió acongojado—, ¡pero si le hiciste creer todo este tiempo que mataste a mi familia, es porque se sentía culpable!
La furia hizo arder su cosmos flameante, creando una extensa zona en la que la tormenta dejó de existir. El cuerpo de Aifor brilló como lava hirviente antes de atacar — ¡Caos de Muspelheim*! —desatando una feroz marejada de fuego que derritió la nieve y los cadáveres a la redonda.
Ehrimanes fue alcanzado por ese vendaval infernal, siendo consumido por las brasas y el calor sofocante.
El dios guerrero abrió por un instante las puertas del reino de fuego, liberando un río de llamas incontrolable, fundiendo todo a su paso.

Sobre el suelo carbonizado, Aifor respiraba con dificultad, resintiendo debilidad física y emocional. Aunque empleó gran parte de sus energías, no iba a dejarse llevar por la ilusión, el enemigo aún estaba con vida. Distinguió su silueta en medio del cenizo cráter que dejaron sus flamas. Las estelas de humo desaparecieron rápido por el viento glaciar, pero el guerrero no se movía en lo absoluto.
Una clase de arrepentimiento invadió al dios guerrero de Merak. Se había dejado llevar por sus sentimientos pero no podía lastimar el cuerpo de su maestro por eso… ¡tenía que encontrar alguna forma de salvarlo!
Se acercó a él, imaginándolo inconsciente e incapacitado. Se mordió el labio al saberse incapaz de cumplir la voluntad de su maestro… Siempre fue débil ante los ojos de Clyde, ahora lo sabía… Ni siquiera ahora sentía la convicción necesaria para llevar a cabo su deseo.
Lo único que pudo pensar es en pedir ayuda a la señora Hilda, quizá ella fuera capaz de lograr alguna clase de milagro. Optó por emplear su cosmos gélido para aprisionar a su enemigo de manera temporal, cuando menos hasta que terminara la ola de terror que azotaba la tierra de Odín.
Alargó el brazo hacia el durmiente Ehrimanes, sólo para recibir un sablazo de la espada de fuego.
Aifor  gritó de dolor por el golpe. Su brazal y guante quedaron desechos, su extremidad continuó pegada al resto de su cuerpo pero no podía moverla tras terminar horriblemente quemada y cortada.
Eres igual de arrogante que Clyde. Si él no caía ante tu insignificante poder, ¿por qué he de hacerlo yo?
Aifor retrocedió con un par de saltos, mirando su brazo seriamente lesionado.
Bajaste la guardia, eso te ha costado la pelea, estas indefenso ante mí… —aclaró Ehrimanes, poniéndose de pie. La armadura de Megrez presentaba cierto daño, y el guerrero estaba un poco maltrecho, pero no lo suficiente para sentirse derrotado.
— ¡A-aún puedo pelear! —Aifor bramó con valentía.
Confías mucho en tu habilidad sobre los elementos… pero eres un gusano si te comparas con un fiel hijo del abismo como yo…
En cuanto Ehrimanes tronó los dedos, la atmósfera invernal se tornó un poco pesada, la misma nieve alentó su movimiento hasta que la corriente adoptara un ciclo distinto. En un instante, Aifor se vio rodeado por un enjambre de copos blancos que se pegaron a su cuerpo, transformándose en un cristal tan resistente como para no poder liberarse, sólo su cabeza quedó descubierta.
Sería tan fácil… —musitó Ehrimanes, apuntando la espada de fuego hacia el corazón de su rival—. Tu existencia hizo que mi huésped tomara decisiones estúpidas, una tras otra, las cuales nos han conducido hasta este día. Maldícelo, ódialo, porque él fue el causante de todo. Pienso hacer que se arrepienta, dejándolo ver cómo te destrozo, miembro por miembro, ¡y después nos haremos un festín con tus restos!
Aifor sudaba nervioso mientras castañeaba los dientes. Estaba sobrecogido por el dolor, atrapado dentro de ese témpano de hielo sentía que no podía pensar, ni respirar, le dolía cada centímetro de su ser al sentir como si numerosas estacas de hielo se encontraran clavadas en sus huesos y le helaran la sangre. Nunca había sentido un frío como ese, iba más allá del que hubiera experimentado jamás.
— Sin embargo… en el largo tiempo que he convivido con los humanos, he descubierto que hay dolores más profundos que los que una espada puede lograr… Las palabras hieren de formas más permanentes y eficaces, pero sobre todo la verdad… La verdad es el arma más letal de todas…
Ehrimanes estiró la mano y le sujetó fuertemente la cabeza, presionándolo con un claro deseo de romperle en cráneo.
— Y ya que tenemos algo de tiempo, quiero comprobar qué tanto puedo lastimarte usando esa arma en tu contra, por lo que te revelaré el oscuro secreto que Clyde guardó para ti. Voy a decirte la clase de ser mezquino y manipulador que fue… para que entiendas que él fue perfecto para mí. Si somos tan entrañables y compatibles es porque somos iguales —le dijo con un gesto malvado, jalándole los cabellos para que levantara el mentón que casi mordió—. Tu papel pequeño zángano era sencillo… Clyde y yo llegamos a un acuerdo ese día en que apareciste en nuestras vidas, y a cambio de que yo me mantuviera tranquilo él me prometió que te moldearía para que fueras un huésped perfecto para mí en cuanto llegaras a una edad adecuada —los ojos de Aifor se abrieron desmesuradamente, sacándole a Ehrimanes una carcajada—. ¡Así es pequeño ingenuo, nunca fue piedad, mucho  menos bondad, ni culpabilidad¡ ¡Clyde sólo buscaba salvarse a sí mismo! —exclamó hilarante, produciendo una atronadora carcajada que ensordeció los oídos del dios guerrero de Merak.

FIN DEL CAPITULO 30

Niflheim*: en la mitología nórdica es el reino de la oscuridad y de las tinieblas, envuelto por una niebla perpetua.
Muspelheim*: es el reino del fuego en la mitología nórdica.

jueves, 23 de agosto de 2012

El Legado de Atena. Capitulo 29. El vórtice de la tormenta. Parte V. Sepulturas

Hilda de Polaris se mantenía en vigilia de los dioses guerreros, a través de la visión que su cosmos le permitía sobre el reino de Odín.
Desde el trono del salón principal, Hilda ha sido testigo de los esfuerzos de sus guerreros por proteger a la nación. Pero había muchas cosas que no entendía, como algunos comportamientos de sus enemigos e inclusive de sus propios hombres.
Sentía mucha contrariedad y preocupación en su alma, pero dentro de tal torbellino que asolaba su mente alcanzó a percibir el terrible peligro que estaba inundado el palacio con rapidez.
Instintivamente se levantó presurosa, advirtiéndole al par de soldados que la custodiaban dentro del salón que algo estaba mal.
— ¡De prisa, vengan junto a mí! —les ordenó.
Los soldados titubearon un poco pero corrieron hacia la sacerdotisa. Cuando la puerta de la cámara se abrió de golpe para dejar entrar una corriente brumosa, se alegraron de haber obedecido sin mucha demora.
La niebla se extendió con rapidez por la habitación, materializando un rostro deforme y monstruoso que se precipitó sobre ellos.
Pero Hilda no temió. Su cosmos la cubrió, y a los soldados, como un muro impenetrable que la bruma no fue capaz de traspasar.
La mujer logró tranquilizar a los guerreros quienes confiaron en la protección de su señora, hasta que ella se los indicara se moverían.
Aunque fueron meros segundos, estar rodeados por toda esa neblina volvió la espera todo un martirio, más al pensar que en cualquier momento podían ser atacados por algún enemigo.
Sólo hasta que el aire se limpió y la bruma se convirtió en polvo fino, Hilda apartó la protección brindada por su cosmos.
— Señora Hilda… ¿q-qué fue lo que pasó? ¿Qué fue eso? —preguntó uno de los hombres armado con una pica y un escudo.
Hilda no respondió al instante— No estoy del todo segura… pero algo no se siente bien… —musitó intranquila.
Los tres se alarmaron cuando comenzaron a escuchar gritos provenientes de los pasillos del palacio. Los mismos que pintaron en la mente de Alwar la idea de que los enemigos habían podido entrar al Valhalla.
El soldado que sostenía la pica se apresuró a investigar, ordenándole a su compañero que permaneciera con la gobernante.
Abandonó el recinto, adentrándose al pasillo de paredes altas por el que se corrían los atronadores golpes de armas, los gritos de batalla y las voces agonizantes. Esperaba encontrarse con bestias monstruosas tal y como clamaban las voces de sus compañeros, pero en vez de eso vio como todos estaban peleando entre sí.
— ¡Oigan, deténganse! ¡¿Qué están haciendo?! —preguntó, al ingenuamente interponerse entre dos de ellos.
Le tomó un segundo darse cuenta de su error, cuando los ojos de sus camaradas lo miraron con terror y furia.
Recibió un espadazo en la espalda, pudiendo protegerse de una segunda estocada que iba contra su pecho. Dio un giro veloz con el que pudo golpear a sus dos atacantes con el escudo, dejándolos abatidos en el suelo.
Corrió de regreso al salón principal, cerrando las puertas.
— ¡No sé qué es lo que pasa señora Hilda, es… es...! ¡Como si todos se hubieran perdido la razón! ¡Todos están peleando entre ellos, matándose los unos a los otros! —explicó, siendo atendido por su amigo quien se preocupó por la herida en su cuerpo.
Hilda escuchó horrorizada— Debemos detenerlos.
— No creo que eso sea posible… me atacaron al intentarlo… No podemos permitir que corra ese riesgo, mi señora. El señor Alwar nos dio instrucciones precisas —explicó el soldado malherido, pegándose a la puerta por la que la gobernante deseaba salir.
— Entiendo su preocupación, pero quizá seamos los únicos aquí que no hemos sido afectados por ese horrible maleficio. Me preocupan Flare y las pequeñas, no podemos abandonarlas a esa suerte —Hilda dijo con tono autoritario pese a las protestas de sus subordinados—. Pueden acompañarme o permanecer aquí, de una u otra forma yo iré.
— ¡Pero señora Hilda…!
— Con o sin su ayuda iré hasta dónde está mi hermana — aclaró con seriedad.
Ante la negativa de la gobernante, uno de los soldados aconsejó que podían tomar ciertas rutas para llegar hacia los aposentos reales, demorarían pero sería la opción más segura. Hilda aceptó, no deseaba poner a sus hombres en la necesidad de luchar contra sus propios amigos y compañeros.


Capitulo 29
El Vórtice de la Tormenta Parte V. Sepulturas.

Al pie de una vereda de un alto y estrecho desfiladero montañoso, una figura espectral avanzaba a paso lento y sosegado. Se trataba de Caesar, Patrono de Sacred Python quien tenía una mirada ausente pese a sus pasos firmes.

Detestaba la nieve. Si hubiera podido decidir, habría optado por viajar a cualquier lugar excepto a un sitio como Asgard. El frío lo hacía recordar muchas cosas, demasiadas, que prefería haber podido olvidar. Pero aunque el tiempo se hubiera congelado para él, todas y cada una de esas memorias se encontraban grabadas en su mente.

Nunca imaginó que en Asgard se reencontraría con ese pasado… fue un sobresalto que lo mantenía aún impresionado y atrapado. La misión incluso pareció perder un poco de importancia. Sabía que eso era inaceptable, igual que se había retrasado más de lo necesario.

Alzó la vista hasta la cima de las montañas por las que se veía rodeado. Podría volar hasta allá y avanzar a mayor velocidad, pero el camino que seguía entre las murallas rocosas le parecía más acogedor. Quizá cuando saliera de allí su intranquilidad lo abandonaría para quedarse en ese lugar.

Caminó unos cuantos metros más cuando escuchó un extraño sonido entre el silbido de la tormenta. Un tornado venía en dirección opuesta, abarcando la angostura del camino.
Caesar percibió una fuerte energía dentro de la ventisca. Saltó sin dificultad por encima del vendaval, volviendo lentamente al suelo para confrontar al individuo que apareció por el sendero.

— Hasta aquí llegaste, lobo solitario —amenazó con valentía la guerrera de Phecda Gamma, Elke.
Caesar contempló con indiferencia a la hermosa guerrera, quien venía armada con un hacha de doble hoja.
— Guerrera de Odín, no me causa placer la idea de tener que pelear con una mujer —dijo con sinceridad—. Si me evitas tal molestia, prometo perdonarte la vida.
Elke se extrañó ante tal comentario, por lo que sonrió sarcástica —Vaya, todo un caballero, me siento con suerte. Pero los modales del siglo pasado ya no tienen cavidad aquí. ¿Por qué en vez de fijarte en que tengo pechos te alistas para el siguiente ataque? —Elke se mofó, apuntando con su arma al guerrero invasor.
Caesar no se intimidó, pero un repentino zumbido lo obligó a mirar sobre su hombro para descubrir que la tempestad venía de regreso por el paso. Se puso la mano en la cintura y, como si llevara una vaina invisible en el cinturón, desenvainó una reluciente espada dentada con la que partió el tornado a la mitad.
Un objeto salió despedido de entre la ventisca, siendo atrapada por Elke al dar  un salto por encima de su oponente. Tras haber recuperado su segunda hacha, la guerrera utilizó el descenso para dar un poderoso golpe con ambas armas. Caesar retrocedió, sintiendo cómo el suelo vibró ante el impacto, pequeñas piedras resbalaron por las paredes del desfiladero.
De manera inmediata Elke  prosiguió su ataque ante el primer fallo. Su destreza era indiscutible, pues empleaba las armas con gran agilidad pese a la pesadez de sus formas.
El Patrono eludió los ataques verticales y horizontales, escuchando cómo se cortaba el aire ante el paso de  las afiladas hojas. Sus movimientos se veían limitados por la corta distancia entre las paredes del desfiladero, por lo que sólo podía avanzar o retroceder.
Cuando Caesar intentaba detenerle los brazos, la guerrera de Odín se zafaba con hábiles maniobras en las que incluso utilizaba las piernas para liberarse y continuar arremetiendo en su contra.
El Patrono esgrimió la espada con la que retuvo el golpe de ambas hachas. Quedando rostro contra rostro por unos segundos.
— Eres hábil, mujer. Elegiste este lugar estratégicamente, pero será insuficiente  para vencerme.
— Je, me das demasiado crédito, yo no elegí nada. Fuiste tú quien se adentró a este camino —respondió sin ceder en su fuerza, manteniendo un gesto altanero—. Quizá fue el destino quien decidió que este lugar fuera tu tumba.
Caesar dio un ligero salto hacia atrás para impulsarse contra la guerrera de Odín. Elke perdió terreno al sentir como la fuerza de su enemigo la superó de manera repentina. Sus hachas bloqueaban las poderosas estocadas conforme retrocedía, viendo pequeños fragmentos de metal desprendiéndose de las armas de Phecda.
Elke saltó hacia los muros, escalando tras algunas piruetas hasta encontrar un pequeño borde en el que pudo permanecer de pie. Miró sorprendida las hojas de sus hachas, notando las grietas en ellas.
Desde el suelo, Caesar le dedicó una mirada serena antes de bajar su espada y dar media vuelta.
— ¡Espera! ¡Aún no hemos terminado! —la mujer reclamó.
— No suelo dar segundas oportunidades, por lo que te sugiero que aceptes mi piedad —el Patrono respondió, sin dejar de avanzar.
Caesar vio una sombra desplazarse por encima de su cabeza, volviendo a tener frente a él a la guerrera de Odín quien se desplazó entre los muros altos para ponerse en su camino.
— Sólo uno de nosotros va a abandonar este sitio —Elke dijo, alzando su cosmos de manera amenazante —, o quizá ninguno lo haga —musitó sonriente.
— Qué insensatez la tuya —Caesar susurró con pesar—. Tus armas se tornarán inservibles dentro de poco, no son rivales para mi espada.
Elke le daba cierta razón, la hoja de la espada azul estaba intacta. Pero lo que más la confundía era el aura mística que la ungía. Silenciosamente preparó su técnica, por la cual su hacha derecha se recubrió con la llamarada de su brillante cosmos.
— Ja, como siempre digo, puedes subir el lado fácil de la montaña... ¿Pero qué tiene eso de divertido? —cuestionó con desafío—. No pienso retractarme, mucho menos huir ¡Recibe esto! —advirtió, corriendo a toda velocidad hacia Caesar, alistando el golpe con su arma resplandeciente— ¡Martillo de luz!
Caesar no se movió ni siquiera para alzar su espada y defenderse. El Martillo de luz se impactó contra la cabeza del Patrono, detonando un cegador destello junto a un sonoro estallido. Elke esperaba poder sonreír victoriosa tras haber asestado su golpe, sin embargo quedó perpleja al ver una de las hojas resquebrajaba por el choque contra el casco del Patrono.
Por la fuerza, Caesar se tambaleó un poco hacia la derecha, quedándose inmóvil, lejos de contraatacar.
— ¡¿Cómo es posible?! —Elke gritó exaltada — ¡¿Quién eres tú?!
— Supongo que no tiene caso ignorar la petición de alguien que va a morir —respondió, conservando su temple pese a encontrarse frente a una enemiga—. Mi nombre es Caesar, Patrono de Sacred Python. Elegido por el señor Avanish para traer el verdadero inicio de esta nueva era.
— ¿El verdadero inicio? ¿Avanish? ¡¿De qué estás hablando?! —Elke exigió saber.
— Es normal que lo desconozcas, pero esta era de paz es una simple ilusión. Es cuestión de tiempo para que los mortales vuelvan a sumergirse en la desesperanza e injusticia… Tal cosa no debe  ser permitida.
— Me suena a que tienes complejo de salvador… Pero sigo sin entender qué tienen que ver tus buenas intenciones con este ataque a Asgard. Nosotros no le hemos hecho nada a nadie —reclamó, intentando comprender las palabras del Patrono.
Caesar no responde, pues decide reiniciar la batalla. El Patrono generó una ventisca con su aura que obligó a Elke a apartarse.
El cosmos de Caesar lo cubrió como un escudo de fuerza llameante. Elke se preparó para atacar pero el Patrono se lanzó en su dirección sin permitirle reaccionar. En fracciones de segundo pasó a través de ella, quedando ambos espalda con espalda.
Elke sintió que la vista se le apagó por unos segundos sólo para despertar de golpe, sintiendo mucho dolor. Gritó al mismo tiempo en el que por su armadura se marcaron numerosas fisuras, desprendiéndose pedazos que cayeron al suelo.
Sintió como si todos los tejidos y órganos de su cuerpo se contrajeran y expandieran de manera incontrolable, una y otra vez. La guerrera de Phecda terminó de rodillas y manos contra la nieve, viendo la sangre que salía de su nariz y boca gotear sobre la blanca alfombra bajo ella.
— El ser una guerrera divina te convierte en uno de los males de los que se debe purgar este mundo. No es nada personal… pero es para lo único que sigo con vida —Caesar musitó más para sí mismo que para la mujer.
— ¿Có-mo puedes… decir que… somos el mal cuando… ustedes son los que han iniciado… los conflictos… en el Santuario… en Egipto…? —Elke preguntó en cuanto pudo volver a ponerse de pie, sosteniendo un hacha en cada mano.
— Lo que hacemos es nada comparado con lo que todas las Guerras Santas han logrado desde la era del mito —el Patrono palpó la empuñadura de su espada con suavidad.
—… Vaya, así que… ¿tenemos que morir sólo porque otros que estuvieron antes que nosotros hicieron cosas que no te gustaron? Ja, hablas de desesperanza e injusticia como si fueran ajenos a lo que predicas… pero no eres más que un maniático —Elke susurró con un deje de ira con la que se avivó la llama de su cosmoenergía.
— Insistes en pelear, pero no serías una guerrera si no lo hicieras. Elogio tu valor, por lo que recibiré tu mejor golpe en señal de respeto.
Hombre y mujer se giraron al mismo tiempo, quedando frente a frente. Caesar imitó los movimientos de Elke cuando esta retrocedió varios pasos.
— No deberías subestimarme. Admito que tienes un poder impresionante… y no sé qué clase de armadura llevas contigo, podría ser indestructible… pero aunque parezca imposible, ¡juro que voy a detenerte! —exclamó, con su cosmos invernal al máximo.
Los muros comenzaron a temblar, minúsculas piedras caían como granizo sobre ellos.
— Peco al imitar el mayor defecto de los mismos dioses —Caesar meditó, murmurando con solemnidad—… pero al final no nos queda más que aceptar que fuimos hechos a su imagen y semejanza. ¡Vamos guerrera de Phecda, golpéame con todo tu poder! ¡Que tu vida se extinga con la misma ferocidad que te caracteriza! —la incitó.
Elke de Phecda Gamma cerró los ojos, sonriente. Al abandonar la casa de Freya, estaba preparada para morir en cualquier posible escenario. Podía agradecer cuando menos que su espíritu quedaría libre entre las montañas que tanto amaba. Esa idea era lo único con lo que podía confortar su alma ante la decisión que había tomado.
Su cosmos se transformó en una densa brisa de luz y hielo. Su figura fue consumida dentro de una esfera luminosa que giraba con la fiereza y velocidad de un ciclón.
¡Ilusión alpina! —Elke rugió dentro del vendaval que se transformó en un gran meteoro.
Caesar abrió los ojos sorprendido por el resplandor que expulsó el cometa que lo golpeó. De manera violenta fue arrastrado por el estrecho túnel, la energía que le daba forma a ese bólido raspó la roca sólida, haciendo temblar los muros, congelando las murallas y el suelo a su paso.
El rostro del Patrono se contrajo con una mueca de dolor constante, apretando los dientes ante la tensión que sentía por el cuerpo.
El Patrono de Sacred Python se estrelló contra el muro en cuanto la guerrera de Odín volvió a pisar el suelo. Caesar quedó empotrado en la pared mientras su cuerpo liberaba hilos de humo.
Elke se encorvó hacia delante, como si las hachas en sus manos pesaran más de lo habitual, pero la verdad es que estaba perdiendo todas sus fuerzas. Se forzó a sonreír al ver que su enemigo levantó la cabeza y la miró con severidad.


-/////////////////-


Dahack, Patrono de la Stella de Arges quedó sorprendido al ser víctima de ataques invisibles a su vista.
Conforme el dios guerrero de Benetnasch se mantenía pasando los dedos por las cuerdas de su arpa, los impactos continuaban. Incluso aunque se moviera para intentar esquivarlos, estos lo alcanzaban.
Era una sensación horrible, como si cientos de piquetes le perforaban el cuerpo sin piedad. Al resentir el molesto dolor, Dahack supo que debía arriesgarse para encontrar la oportunidad de eliminarle. Empleó su velocidad en movimientos zigzagueantes para subir por las escalinatas.
El réquiem no dejó de fluir pese a que Alwar perdió de vista al enemigo, pero Dahack dejó de recibir cualquier impacto. El Patrono se detuvo por un instante, volviendo a ser alcanzado por la misma fuerza invisible de antes, comprendiéndolo al fin.
Dahack volvió a desaparecer de la vista de Alwar, mas éste prosiguió tocando sin temor, incluso cuando el Patrono se materializó a corta distancia suya.
El invasor lanzó un golpe dirigido al pecho del dios guerrero, pero su puño no alcanzó el objetivo, en vez de eso se impactó contra una superficie que sintió solida en sus nudillos, pero que sus ojos no pudieron ver.
— ¡¿Cómo…?! —Dahack alcanzó a decir antes de que Alwar de Benetnasch lo golpeara con la palma de la mano, liberando centellas de luz que estallaron sobre su cuerpo.
Atrapado dentro de esa red luminosa, Dahack gritó adolorido al caer sobre los escombros de la puerta del palacio y entre algunos cadáveres de soldados muertos.
Con semblante pacífico y sin haberse movido de su lugar,  el dios guerrero continuó con el melodioso réquiem.
El Patrono se levantó tembloroso, limpiándose la sangre que le escurrió por el rostro. Quedó pasmado al ver las manchas rojas en sus manos, tal cosa no podía ser posible a menos que algo le hubiera ocurrido a la señorita Tara. Una fuerte preocupación quiso apoderarse de él, pero se obligó a centrarse en su actual encomienda. Saberse desprotegido lo incomodó un poco, ya había olvidado lo que era ese temor al ser herido por un oponente.
Encolerizado, Dahack cubrió sus brazos con cosmoenergía rojiza, disparando violentas ráfagas contra el dios guerrero.
Las explosiones revelaron que, en efecto, los ataques impactaron contra algo, pero la melodía no se dejó de escuchar, ni mucho menos el peliblanco resultó herido.
Alwar rió ante el gesto frustrado que pudo ver en el enemigo— ¿Hasta cuándo vas a darte por vencido? No puedes hacer nada contra mi Tocata final, una técnica ofensiva y defensiva a la vez, la más poderosa en todo Asgard. Por lo qué no importa que tan rápido puedas moverte, jamás podrás alcanzarme.
— Tus estúpidas trampas, me tienen sin cuidado —Dahack refunfuñó, molesto—. Tuve que dejarme golpear un poco para encontrar el punto débil de tus artimañas —lo apuntó desafiante.
— ¿Es eso cierto? —Alwar inquirió con tranquilidad.
— Utilizas las ondas de sonido como un medio de ataque… Tu técnica es tanto ofensiva y defensiva, es cierto, pero no funcionan ambos modos al mismo tiempo… Al ser un poco duro de oído y no ser un maldito músico, tardé en advertir que cuando me atacas y te defiendes cambias la tonada… En ese minúsculo lapso de tiempo en el que haces el cambio eres vulnerable —explicó con malicia—. Sin mencionar que para atacarme necesitas mantener los ojos fijos en mí, cosa que no puedes hacer cuando empleo mi velocidad.
Alwar permaneció silencioso ante las deducciones del Patrono, provocando que éste riera con maldad.
— ¿Estoy en lo correcto, no es así? —inquirió—. Podrías seguir escondiéndote dentro de tu burbuja si quieres, pero eso volvería interminable nuestra batalla y ambos tenemos prisa por ponerle un final.
Alwar le daba la razón, sentía la urgencia de adentrarse al palacio para socorrer a la señora Hilda y Flare.
— Así que te mostraré que puedo eludir la técnica de la que te sientes tan orgulloso.
— Inténtalo entonces… pero tu exceso de confianza será tu perdición —Alwar advirtió con serenidad.

El Patrono de la Stella de Arges avivó su cosmos para iniciar el desafío impuesto. Alwar lo imitó, meditando sus opciones, eligiendo la que más le aseguraba el triunfo.
Intencionalmente, Dahack corrió hacia Alwar con el puño extendido a una velocidad mucho más baja de la que puede alcanzar. Tal y como anticipó, el asgardiano no se resistió a atacarlo con su Tocata Final. En un paso decisivo, un impulso sobrehumano, Dahack pasó a moverse a una velocidad que quizá vaya más allá de la de un santo de oro.
Alwar de Benetnasch quedó conmocionado al recibir un poderoso impacto, cuando el gancho derecho del Patrono se le encajara en el abdomen.
Quedándose sin aire, Alwar recibió numerosos golpes por todos lados, sin poder defenderse, sólo pudo proteger su arpa.
De pronto, el huracán de golpes dejó de girar a su alrededor al recibir un último impacto en la mandíbula que lo elevó por los aires, cayendo por las escaleras, por encima de los restos de los invasores a los que logró eliminar con anterioridad. Rodó hasta el último escalón, cayendo en la nieve tras perder su casco.
Con el cuerpo lastimado intentó ponerse de pie, mas solo alcanzó a apoyarse con manos y rodillas, escupiendo sangre tras respiraciones entrecortadas.
— Ahora entiendes que no son presunciones mías… de entre todos mis hermanos yo soy el más veloz— dijo con prepotencia, caminando por entre los restos de sus hombres ya cubiertos por la nieve.
Alwar poco a poco pudo enderezar la espalda al apoyar un pie en el suelo.
— Confías mucho en tu capacidad… pero como te dije… —hizo temblar una sola cuerda, logrando que el Patrono detuviera su avance por mera precaución— los hombres como tú caen ante oponentes más débiles todo el tiempo, y todo por su propio ego…
Alwar de Benetnasch sonrió victorioso para contrariedad del Patrono.
Dahack resintió una presión en las piernas, al mirar descubrió que habían sido aprisionadas por cuerdas de plata. Buscó resistirse, pero no pudo escapar de los hilos que se alzaron de entre los cadáveres esparcidos por las escaleras y por los que anduvo deambulando todo el tiempo, la nieve los había escondido bien. Además, nunca imaginó que el dios guerrero sería capaz de manipular las cuerdas ya cortadas para atraparlo de esa manera, y que encima éstas volvieran a unirse a su arpa para seguir llevando a cabo el aterrador réquiem.
Envuelto por los relucientes hilos, resintió la presión de ellos conforme la música resonaba en sus oídos.
— ¡Maldito! ¡¿Tenías este sucio truco preparado todo el tiempo?! —exclamó con frustración, viendo como múltiples lesiones empezaban a marcarse en su piel.
— Tu propia soberbia te ha llevado a caer en mi trampa. Típico en hombres como tú que alardean de más sobre sus fuerzas pero que jamás se preocupan en conocer la de su oponente.
Dahack comenzó a soltar quejidos conforme las cuerdas se apretaban más a su cuerpo.
— Yo también soy observador. Eres rápido, no lo negaré, pero necesitas un impulso preciso y determinado con tu pie derecho para poder moverte a la gran velocidad de la que presumes, una vez que te detienes eres como el resto de nosotros.
 —¡E-esto… no será suficiente! —aseguró, elevando su energía con la que creyó poder liberarse, mas sólo retrasó el paso de las cuerdas ya ensangrentadas.
— Quizá no pueda romper tu armadura —admitió al ver como las cuerdas no tenían efectos sobre ella—, pero no puedes alardear lo mismo sobre la resistencia de tu piel. Verte sangrar significa que no eres diferente a mí, eres mortal y por eso puedes morir.
Dahack cerró con fuerza la mandíbula cuando las cuerdas que rodeaban su cuello se tensaron todavía más.
— ¡Y morirás! —aseguró, tocando con énfasis el arpa en sus manos.
Dahack gritó ante la agonizante tortura. Gran parte de su cuerpo se fue cubriendo por una delgada capa de sangre formada por las líneas carmesí emergentes de sus heridas.
Totalmente indefenso, Dahack sintió la muerte a punto de cortarle la cabeza. ¡Qué humillación! —pensaba avergonzado cuanto más se aproximaba el momento de la nota final.
Alwar estuvo a punto de finalizar su melodía cuando las cuerdas fueron cortadas por una veloz llamarada de fuego. Las flamas se extendieron por las hebras de plata, desintegrando las que aprisionaban al Patrono.
Confundido, Alwar buscó a quien había intervenido en su batalla. Iba a reaccionar con violencia, pero tal ímpetu frenó en cuanto reconoció la figura de un camarada en el campo de batalla.
— ¿Clyde? —musitó perplejo al verlo allí de pie, en medio del Patrono y él como si intentara protegerlo. En su mano sostenía la mítica espada de fuego, la cual retuvo a su costado— ¡Clyde! ¡¿Qué significa esto?! ¡¿En qué estas pensando?! —Alwar exigió saber. La única explicación que pudo formular en su cabeza es que el excéntrico hechicero quería satisfacer sus deseos de sangre matando él mismo al enemigo, no sería algo extraño… pero la verdad iba más allá de su comprensión.
Entendió demasiado tarde que quien estaba delante de él no era más el dios guerrero de Megrez, sobre todo cuando éste recitó un espeluznante hechizo — ¡Escudo amatista!
— ¡¡No!! —Alwar pudo exclamar antes de ser alcanzado por la ráfaga de cristales que despedazaron su arpa. Cualquier oposición de su parte fue inútil, el terrible maleficio lo aprisionó rápidamente dentro de un gigantesco ataúd de hielo amatista.
— ¡¡Clyde!! —alcanzó a gritar, en un tono que suplicaba una explicación, y que a su vez lo repudiaba por tal traición.

El Patrono vio con asombro lo sucedido, pero no alcanzó a entender la situación del todo. Dahack retrocedió con torpeza, severamente lesionado por el réquiem de cuerdas que estuvo por despedazarlo vivo.

— ¿Ésta es la clase de humanos con los que convives? Esperaba algo… diferente —escuchó decir de aquel que sostenía la llameante espada de cristal.
— ¿Quién eres? —Dahack deseó saber.
— Tu salvador —respondió, volviéndose hacia él.
El Patrono no se sintió más aliviado ante el rostro sombrío sobre el que surcaban líneas centellantes. Tenía un aspecto amenazante por el que no bajaría la guardia.
Todo se volvió un poco más confuso cuando una segunda figura descendió del cielo, pudiendo reconocer a la marioneta de Sennefer.
— Eres tú… ¿Qué demonios significa todo esto? ¡Respóndeme! —Dahack exigió ante la pasiva mirada de Masterebus quien prefirió contemplar la columna de hielo y la expresión congelada del dios guerrero de Eta.
— No tienes por qué estar nervioso —Ehrimanes pidió—, si te quisiera muerto estarías dentro de tu propio ataúd de cristal.
— Eres… un dios guerrero —el Patrono pudo confirmarlo al ver el brillante zafiro en su cinturón —¿Acaso… has decidido traicionar a los tuyos?
— Es algo más complicado que eso, sobre todo para tu pequeño cerebro — Ehrimanes respondió con una sonrisa burlona.
— ¡¿Qué dices?! —Dahack rabió, deteniéndose cuando Masterebus se interpuso entre ambos.
— Este hombre está ahora de nuestro lado —explicó con rapidez.
— ¿Y quién eres tú para decidir algo así? ¡No eres nada más que un sirviente y un…!
La espada frente a su rostro lo obligó a callar. Ehrimanes bien podría matarlo, pero al ser algo que todavía  no le convenía logró apaciguar tal deseo.
— Cuidaría mis palabras si fuera tú — Ehrimanes advirtió con un gesto molesto. Escuchar que se refirieran a uno de los suyos como esclavo le resultaba intolerante—. La gratitud no viste bien a tu raza, pero deberías comenzar a practicarla.
Dahack no iba a permitir que le hablaran de esa manera, estuvo a punto de ponerse a la ofensiva cuando Masterebus habló.
— Ninguno de nosotros tiene autoridad para decidir si este hombre es digno o no de servir a la causa —aclaró con  tranquilidad—. Lo único que podemos hacer es que los hechos hablen por sí mismos, que Caesar sea el que juzgue una vez se dé por enterado… Deberías agradecer su intervención, nosotros no íbamos a hacerlo —Masterebus confesó para furia de Dahack.
Por grande que fuera su enojo, el Patrono estaba en desventaja si se le ocurría desquitarse de ese par. Estaba lastimado y sus heridas continuaban sangrando, debía evitar confrontaciones innecesarias.
— Bien —Dahack musitó rencoroso. Sacó un pequeño y delgado frasco cilíndrico de entre su ropaje, bebiendo todo su contenido. Al final lo rompió hasta reducirlo a pequeños trozos— … no sé que hay entre ustedes dos…  pero confío en que Caesar  se encargará cuando llegue el momento —sonrió, al estar seguro que el Patrono de Sacred Python aplastaría al nuevo aliado.
— Confórmate con saber que no me interpondré en su camino, ¡todo lo contrario! Me quedaré aquí mientras ustedes terminan sus asuntos —Ehrimanes aclaró, apoyando la espada de fuego en el suelo como si se  tratara de un simple bastón.
Dahack lo miró todavía con más desconfianza, pero guardó silencio al resentir el efecto del tónico curativo.
Ehrimanes vio que los numerosos cortes en el Patrono se fueron cerrando, como si estuviera borrándolos el paso de la nieve y el viento. Pero la curación no fue perfecta, quedaron delgadas líneas ásperas en la piel, cicatrices muy sutiles que le impedirían olvidar su batalla contra el arpista.
— Aún percibo a algunos dioses guerreros por los alrededores… no hay necesidad de que vayan y los busquen, ellos vendrán hasta ustedes —Ehrimanes dijo, mirando hacia un punto en el horizonte—, uno ya se encuentra dentro del palacio —advirtió.
Masterebus podía confirmar lo mismo, percibía un cosmos llamativo dentro del castillo.
— ¿Pelearás contra tus propios compañeros para que tengamos éxito? ¿Por qué? ¿Qué ganarás tú? —insistió Dahack.
Ehrimanes mostró una sonrisa torcida, tenía sus razones personales y vengativas; no estaba dispuesto a compartirlas, pero una de ellas venía corriendo justamente hacia el Valhalla, quizá la más importante— Satisfacción… —respondió con malignidad.

-//////-

Elke maldijo su mala suerte, el enemigo no sólo estaba con vida sino ileso y libre, avanzando hacia ella para cumplir con su amenaza.
Agotada y débil, la guerrera de Phecda lanzó una de sus hachas contra la cabeza del Patrono quien sólo se limitó a mover la sien, permitiendo que el arma girara hasta clavarse con potencia en las rocas. Elke intentó  hacer lo mismo con el arma que le quedaba, mas Caesar se lo impidió al impulsarse a gran velocidad contra ella.
El cuerpo de Elke se tensó cuando la hoja de la espada azul le atravesara el estomago. Caesar empujó con más fuerza hasta que la punta de su arma se clavara contra la pared más cercana.
Elke gimió cuando su espalda golpeara el muro, soltando una serie de gritos que logró callar exigiéndose autocontrol, escupiendo sangre que alcanzó a manchar los brazos de su enemigo.
Caesar giró y movió la espada para asegurar una herida mortal. Permaneció con dura expresión junto a ella pues deseaba ser testigo de su muerte, no era bueno dejarlo al azar.
El cuerpo de la guerrera tembló, el Patrono sintió dichos espasmos al mantener las manos sobre la empuñadura.
— Sólo tomará unos segundos más —le dijo—. Herí tus órganos vitales por lo que no hay marcha atrás.
— ¿Y… vas a… quedarte a hacerme… compañía? —con el rostro cabizbajo, Elke tosió adolorida—. Qué bien… la verdad… me aterraba la idea de… poder morir sola… —sonrió sarcástica, quizá por última vez.
— Nunca debiste enfrentarte a mí tú sola. Lo que te ofrecí al inicio hubiera sido una mejor opción.
— ¿Una… mejor opción? —Elke repitió, escupiendo—. Puede ser, pero… no podía permitir que continuaras… tu camino, no…
Caesar vio el cosmos blanco de la asgardiana volver a encenderse.
— Mujer impertinente, no tiene caso que continúes con tus vanos intentos. Todo se acabó para ti —dijo con clara impaciencia, sin retroceder.
Caesar contempló sin temor cómo la guerrera intentaba levantar su hacha. No temía que lo atacara pues bastaba con un único movimiento para impedírselo.
En ese momento Caesar escuchó una serie de crujidos que lo llevaron a mirar por encima del hombro. Al contemplar el muro posterior, vio que la superficie comenzó a fracturarse por largas líneas que nacían del punto en el que el arma de Phecda se encontraba alojada.
El Patrono entendió de manera fugaz de lo que esto se trataba, pero fue muy tarde, sobre todo cuando Elke utilizara lo que le quedaba de sus fuerzas para golpear con su hacha restante el muro al que estaba clavada.
Al tratarse de las últimas llamas de su vida, nunca tuvo tal potencia como la que pudo emplear en ese instante tan decisivo. Actuando como una titánide enfurecida la fuerza fue la suficiente para lograr su cometido: un derrumbe inminente que inundaría el desfiladero, aplastándolos bajo toneladas de roca y nieve.
— ¡Maldita! —Caesar gruñó, intentando sacar la espada de su cuerpo, pero Elke se opuso empujándola contra sí  para que se adentrara todavía más a sus entrañas.
El Patrono bien puedo intentar escapar, mas dudó al saber el valor que la espada azul tenía para su señor, además la guerrera lo retuvo fuertemente por el brazo.
— ¡Los dos teníamos razón… ambos quedaremos sepultados aquí, infeliz! —Elke sonreía complacida ante el rostro enfurecido del Patrono quien la sujetó por el cuello para estrangularla.
Elke no desperdició energías resistiéndose, sabía que iba a morir por lo que no lucharía contra eso, sólo para llevarse a tal amenaza con ella. Sabía que si ese hombre pasaba por el desfiladero, llegaría a la casa de Freya.

Desde el principio, Elke había estado siguiendo el rastro de este hombre en particular ya que era del que percibía el más peligroso cosmos latiendo en su ser. En cuanto adivinó su destino supo que no tenía caso intentar huir, ni tampoco abrigó la idea de que pudiera vencerle. Al acudir allí, enfrentársele, fue únicamente con la idea de morir junto a él. Durante la batalla buscó la manera sutil de ir debilitando las murallas y así, al final, lograr el derrumbe deseado.
Si se lo hubiera dicho a Freya, la muy obstinada habría insistido en acompañarla, pero no podía permitir tal cosa.

En su último pensamiento, Elke se preguntó con tristeza si alguna vez la temperamental Freya se daría cuenta de su verdadera intención… Y gracias a la visión de una valkiria montada sobre un hermoso caballo blanco acompañándolos, tuvo la seguridad de que así sería.
En el momento en que le quebraron el cuello, las paredes montañosas se vinieron completamente abajo, produciendo feroces estruendos y una gran avalancha.

-/////-

Freya abrió los ojos sorprendida, reteniendo la respiración. El nombre de la guerrera de Phecda escapó de sus labios que temblaban por la conmoción. El cosmos de Elke se apagó después de una larga agonía.
Desde el balcón principal había seguido la batalla con interés. Su razón y corazón lucharon uno contra el otro a cada segundo, pero logró mantenerse en la vigilia nada más, confiando en que su compañera sería capaz de ganar la batalla…
La tormenta apenas y fue capaz de ocultar los sonidos del derrumbe suscitado a lo lejos. Freya agachó la cabeza con un gesto de pesar. Permaneció con los ojos cerrados por largos minutos en los que sollozó por la guerrera caída.
Sus lágrimas no sobrevivieron al ambiente, por lo que no dejaron rastros notorios en su rostro. Dio un fuerte suspiro tras el cual buscó sobreponerse al remordimiento.
Caminó de prisa hacia el interior de la mansión, bajó hacia el salón, buscando a su madre quien esperaba junto a la chimenea.
— No podemos esperar más, nos iremos ahora —avisó, buscando al príncipe por el lugar, mas no lo encontró—. ¿Dónde está Syd?
La mujer mayor se levantó con semblante preocupado— En cuanto te marchaste hizo un puchero y se encerró en el cuarto de visitas, no ha querido salir por mas que le he insistido.
— ¿Qué? ¿Por qué se lo permites? Que traigan la llave maestra, no tenemos tiempo para sutilezas ahora —dijo malhumorada, emprendiendo su marcha hacia la segunda planta.
Su madre, quien iba tras ella, le ordenó a una sirvienta traer las mencionadas llaves— ¿Qué querías que hiciera? Creí que era lo mejor, no sólo porque no quería importunar al príncipe del reino, sino que tras lo que está pasando entiendo su berrinche… pese a todo sigue siendo un niño pequeño, tú eras justamente igual, necia y orgullosa, no querías escucharme.
— En cualquier otro momento lo entendería madre, pero no hoy —la pelirroja respondió a secas.
— Bueno, cuando tengas tus propios hijos veremos qué tan firme es tu mano hacia ellos —rió divertida la mujer.
Al llegar ante la puerta de la habitación, Freya calmó un poco su humor, teniendo la delicadeza de tocar primero, esperando que el niño desistiera de su actitud malcriada. No importó qué tan amable fue su voz, ni sus disculpas por lo ocurrido, no hubo respuesta y eso alarmó de golpe a la guerrera de Odín, quien imaginó lo peor al ver que un copo de nieve se deslizó por debajo de la puerta.
No esperó a que la llave maestra llegara a sus manos cuando rompió la manija y el seguro. Al entrar sintió la brisa gélida por toda la habitación, la cual se coló por una ventana que quedó entre abierta.
Aunque la señora de la casa lo llamó alarmada, Syd no respondió. Freya miró rápidamente por la ventana, imaginando que el pequeño rapaz había salido por allí y de algún modo pudo bajar. Descartó que alguien ajeno haya entrado y se lo hubiera llevado al ver una improvisada cuerda hecha con sabanas colgada del ventanal.
— ¡No puedo creerlo! —rabió, negándose a pensar si quiera que Syd estuviera del camino hacia el Valhalla, pero mientras más lo pensaba más sentía que esa era la realidad. ¿Cómo y para qué? Eso aún lo tenía que descifrar. Pidió a los sirvientes que buscaran por la casa y los alrededores algún rastro mientras se vestía con su manto divino, pero su sexto sentido le advertía que debía encontrarlo y muy pronto. El peligro aún se palpaba en el aire.

FIN DEL CAPITULO 29