sábado, 25 de noviembre de 2017

FROZEN APPLE - Doujinshi Crossover Pagina 08


Para ver la página completa den clic en el siguiente enlace:




Esta nueva página la publiqué a mediados de Noviembre. En ella hay varios guiños que quise colocar:
1) En Death Note original, medio recuerdo que Ryuk dio a entender que jugaba videojuegos con Light, por lo que quise poner a Rukia haciéndolo también.
2) En Bleach original apoyaba a la pareja de Ichigo+Rukia (pero al final Kubo nos traicionó, pero esa es otra historia) por lo que me gustó mucho el episodio en el anime donde patinaron (aunque Ichigo parecía que apenas y quería tocar a Rukia...) por lo que desee ponerlo aquí XD



3) El aparición especial de Hollow Ichigo fue en honor a mi colega Fehurer Jim XD (que siempre lo quizo ver), pero no se confudan, es solo un hollow random que cambia formas.

Espero a principios de años volver a actualizar. Muchas gracias por su paciencia :D

FROZEN APPLE - Doujinshi Crossover Pagina 07




Para ver la página completa den clic en el siguiente enlace:



A finales de Julio había terminado una hoja más de FROZEN APPLE, pero se me pasó ponerlo por aquí (mil perdones)
Esta página sólo fue para que no anden de pesados por el paradero de Misa y Rem :p
Lo que sigue ya espero sea un poco más rápido.

Gracias por su paciencia :)

lunes, 31 de julio de 2017

EL LEGADO DE ATENA - NOTAS FINALES DE LA AUTORA






NOTAS DE LA AUTORA

Al fin, han pasado más de ocho años desde que el 15 de Diciembre del 2008 comencé a publicar esta historia y hoy, 31 de Julio de 2017, pude ponerle fin.

Han sido muchos años para un proyecto que en aquellos tiempos creí poder manejar y terminar sin tanta dificultad, sin embargo, ocho (casi nueve) años es mucho tiempo y pasé varias etapas de mi vida con él, como el tener mi primer trabajo formal, comprometerme, casarme, mudarme de casa, etc. Así que como iba creciendo y madurando, las ideas de mi antigua yo chocaban con mi actual persona. A veces pude arreglarlas, otras veces decidí ser fiel a lo que tenía y otras sólo seguí mis corazonadas con la esperanza de no dejar esto sin terminar, es por eso que quizá se notan muchos cambios de inicio a fin y hay algo de inconsistencia.

El fanfic no es perfecto, sé que tiene muchos errores de todo tipo, incoherencias y quizá cuando lo vuelva a releer completo me daré cuenta de que cometí muchos más, pero a pesar de esos problemas estoy contenta y satisfecha con lo que aquí hice y pude contar.

Mi pecado fue el querer abarcar tanto, eso lo sé, pero en mi ingenuidad de hace tantos años creí que no sería tan complicado lograr lo que me proponía y en retrospectiva me doy cuenta de que bien pude haber hecho como cuatro fanfics diferentes y no sólo uno, pero lo hecho hecho está.

En aquellos días estaba tan cautivada por fanfics en los que los autores inventaban su propia generación de santos que me dieron ganas de hacer lo mismo, con mi estilo y repleto de muchas locuras.

El Legado de Atena no es mi primer fanfic, pero sí es el más largo que he escrito y creo que será el último (cuando menos en mucho, mucho tiempo), ya que deseo emprender otra clase de proyectos que sólo puedo lograr en mi tiempo libre, mismo que utilicé para escribir esta historia.

Me divertí mucho, aprendí otro tanto y  me quedan gratas memorias de todo esto. Sólo me resta agradecer a los lectores que sin importar el tiempo por el que han seguido esta historia llegaron hasta aquí, ya sea escribiendo reviews de vez en cuando o sólo pasaban como lectores silenciosos, muchas gracias.

En verdad me animó mucho ver los reviews que de repente comenzaron a llegar, porque en la mayoría de los años que transcurrieron el Legado de Atena pasó desapercibido y/o ahuyentaba a los que leían el infame Prólogo, pero de repente en el 2015 comenzaron a llegar más lectores dándome sus buenos deseos, y eso de verdad me dio el último empujón que necesitaba para acabar el fanfic y que no quedara inconcluso.



AGRADECIMIENTOS

A Rexomega por haber sido el lector beta de este fanfic desde el inicio, así como ser mi Wikipedia Personal de Saint Seiya y Mitología Griega. La verdad es que sin el apoyo y los constantes ánimos que me dio este talentoso muchacho esto pudo haberse quedado estancado para siempre. Muchas gracias amigo mío, sé que llegarás muy lejos.

A mis amigos Nadia Zeta, Falcon, Albion Vega, Ronin, Luis-kun, Shadow Drako, Sliver, Eduardo Castro, Acuario Káiser, Link DZA y ETC_o_X, antiguos fanfiqueros de corazón quienes me apoyaron a iniciar esta historia.


CRÉDITOS

Historia escrita por Ulti_SG.

Personajes originales de Saint Seiya pertenecen a la historia de Masami Kurumada.
Personajes originales de Shaman King pertenecen a la historia de Hiroyuki Takei.

Personajes originales de Sakura Card Captor pertenecen a la historia de CLAMP.

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. Epílogo (FINAL)



Capítulo 67.
Epílogo.

Grecia, Santuario de Atena.

Como cada día tal cual lo ha venido haciendo los últimos años, Jack de Leo bajó a la prisión subterránea donde hombres y mujeres que agraviaban al Santuario moraban hasta cumplir su condena.
Vistiendo el uniforme formal del Santuario, sólo el emblema dorado incrustado en su cinturón permitía a otros reconocer su rango dentro de la orden ateniense.
En la entrada sólo un soldado era el encargado de vigilar la mazmorra. Era un trabajo aburrido y sin demasiado que hacer considerando que sólo había un prisionero al cual vigilar, mismo que no daba ninguna clase de problemas salvo uno que otro comentario hiriente cuando buscaban socializar con él de alguna forma.
El joven soldado se levantó de un taburete para saludar con propiedad a su superior. Jack siempre lo trataba con amabilidad, por lo que tras intercambiar un par de saludos se dirigió hacia el pasillo de celdas el cual se iluminaba por fogosas antorchas.
El santo de Leo caminó hasta la última celda de la izquierda, la más recóndita que el mismo prisionero eligió.
Jack se anunció con pequeños golpes sobre los barrotes negros, pudiendo sostener con una sola mano la charola con comida. Como era costumbre no recibió un educado saludo.
— Buenos días. Quizá aún no tengas apetito pero tuve que traerte esto un poco más temprano, hay mucho que hacer el día de hoy, espero no te moleste —Jack dijo al prisionero al deslizar la comida por la pequeña abertura existente a los pies de los barrotes, recogiendo de paso una charola vacía correspondiente a la de la cena.
El prisionero de cabello tinto permaneció sentado sobre la tabla de madera que fungía de cama y mesa dependiendo de sus necesidades. No miró inmediatamente al santo de Leo, mantuvo la vista en el trozo de madera que ya había comenzado a tallar con una pequeña y rudimentaria navaja.
— ¿Por qué debería molestarme? Ésta es una prisión, no una posada —respondió el lacónico hombre de ojos amarillentos, Nauj, santo dorado de Libra—. ¿Hasta cuándo vas a dejar esta tonta rutina? Es vergonzoso que un santo de oro se rebaje a estas tareas tan simples pudiendo hacer un mejor uso de su tiempo—reprochó como muchas otras veces lo había hecho.
Jack mantuvo buena cara pese al amargo recibimiento. Miró con infinita paciencia al hombre que durante su estancia allí se había dejado crecer el cabello y sólo hasta que le molestaba la barba y el bigote se los rasuraba. Vestía un pantalón y camisa marrón que había remendado un par de veces con hilo negro; prefería estar descalzo y pese al confinamiento su condición física y cosmos no se habían deteriorado para nada… su mal temperamento tampoco.
— ¿Y hasta cuándo tú vas a dejar de decir lo mismo una y otra vez? —respondió Jack sin intimidarse—. Lo hago con gusto, eres mi amigo. —Nauj de Libra continuó tallando la madera unos segundos más antes de levantarse y caminar hacia la reja.
La celda era pequeña, sólo el tablón colgando de la pared y la letrina abarcaban casi todo el espacio, pero aun así el hombre se las ingeniaba para utilizar el resto del lugar para ejercitar su cuerpo y meditar. Había aprendido a matar el tiempo leyendo algún que otro libro que Jack le traía, así como a tallar figuras de madera, algo que no hacía desde que era un niño y que su abuelo le enseñó.
— Además, ¿olvidas que el Patriarca me dio la tarea de mantener este sitio en orden?
— No necesitas vigilarme, no voy a escapar, ¿acaso lo dudas? —cuestionó Nauj al comer de un sólo mordisco el trozo de pan que tomó de la bandeja.

Cuando la amenaza de Avanish y los Patronos cesó y volvió a respirarse la paz, Nauj de Libra le solicitó al Patriarca que lo enjuiciara por el asesinato de los santos de Loto y Pavo Real, crímenes que cometió fuera de cualquier orden o deber, sino por causa de sus propios demonios. Cuando Albert de Géminis descubrió el secreto, prometió que en su momento confesaría y aceptaría las consecuencias de tal pecado.
El Pontífice le concedió la redención a base de una condena, siendo veinte años que le pesó decretar pues en los tiempos futuros habría querido contar con todos los santos posibles; sin embargo, la ley era la ley y si el santo que representaba la balanza de la justicia se lo pedía no había más opción. Nauj alegó que veinte años eran poca cosa, mas el Patriarca tomó en cuenta su ayuda y participación en las pasadas batallas para determinar la sentencia.

— Lo sé —respondió Jack sonriente, aceptando que así serían las cosas durante los quince años que le restaban de condena—. Sabes que también tengo una pena la cual debo cumplir y no pienso huir de ella. Ahora te dejo, tengo que ayudar con ciertos preparativos en el Coliseo —dijo, girando hacia un lado.
— Cierto, ¿acaso hoy es el día de las asignaciones? —Nauj le dio la espalda, fingiendo desinterés.
— Sí —Jack se detuvo un momento—, son pocos pero están listos, y al resto de mis pupilos les servirá como un incentivo. Te contaré con detalle mañana si gustas—añadió.
Nauj sólo movió el brazo  hacia los lados sin especificar si estaba despidiéndose de él o lo estaba corriendo del lugar con hastío.

El santo de Libra miró hacia la pared rocosa, como si en ella hubiera un ventanal por el que miraba fuera de la prisión. Sonrió un segundo al admitir sentir curiosidad por la clase de jóvenes ingenuos que terminarán volviéndose santos el día de hoy.

/ - / - / - / - / - /

Una vez que el gran portón del Santuario se abrió, entraron tres personas que fueron bien recibidas por los guardias. El respeto que Terario de Acuario despertaba sobre los soldados, sirvientes y aprendices era una mezcla de admiración y nerviosismo que los obligaba a dar lo mejor de sí en su presencia. Difícil para sus allegados el comprender en qué momento comenzó tal situación.
Vistiendo el uniforme negro que llevaba la insignia dorada de Acuario en el cinturón, Terario avanzó seguido muy de cerca por Natasha y Víctor, su recién nombrado aprendiz.
Ellos que estuvieron casi más de dos años ausentes, pudieron notar que finalmente las reparaciones y mejoras al Santuario habían finalizado.
— Bienvenido, Acuario —lo saludó una mujer que también vestía un uniforme negro y que se plantó en su camino—. Al Patriarca le alegrará saber que pudiste venir. — La máscara de oro en su cara brilló así como la insignia de Tauro en su vestimenta.
— Calíope —saludó Terario. Tras el milagro ocurrido en la batalla contra Hades su cuerpo moribundo fue sanado en su totalidad, incluyendo sus destrozados tímpanos.
— Y veo que trajiste a tu linda esposa e hijo contigo, qué bueno —bromeó la esbelta y fuerte amazona, quien se había cortado el cabello a la altura de los hombros con un estilo en el que su nuca quedaba al descubierto.
Natasha sólo sonrió con complicidad y saludó con un gentil cabeceo. Aunque aún no ha habido una propuesta de matrimonio formal, la verdad es que se había vuelto la pareja del santo de Acuario desde hacía tres años, pero ese era un secreto que ni Víctor se atrevería a revelar o confirmar.
— Víctor, has crecido —lo saludó Calíope con especial interés, palpándole la cabeza para comprobar su nueva estatura. El chico vestía la armadura de cuero café que todos los aprendices debían usar dentro del Santuario, con su respectivo casco que le cubría hasta las orejas.
Apenado y molesto por seguir siendo tratado como un niño, Víctor sólo pudo guardar silencio. ¡Tenía doce años ya! Además, después de mucha insistencia y esfuerzo, había logrado que el señor Terario aceptara entrenarlo en las artes de los santos.
— De seguro Mailu estará feliz de verte. Deberías ir a verlo, el tonto está de lo más nervioso por lo de las pruebas de esta tarde —Calíope sugirió—. ¿Sería demasiado pedir que le permitieras a tu pupilo buscar al mío? —le preguntó a Terario, quien sólo terminó asintiendo con la cabeza.
Víctor se volvió hacia su maestro y agradeció, encantado de poder volver a ver a sus amigos después de dos largos años.
— Y no olvides ir a saludar a tu hermano después, ¿de acuerdo? —le recordó Natasha antes de que el chico se alejara del lugar.
— Hay mucho movimiento —comentó el santo de Acuario al ver a la mayoría de los transeúntes yendo de un lugar a otro.
— A pesar de las circunstancias debe ser considerado un día de fiesta, no todos los días los aprendices se gradúan —respondió Calíope con un tono entusiasta—. El Patriarca dijo que las estrellas señalaron este día para la consagración de nuevos santos.
— Según entiendo un par de tus pupilos realizarán los desafíos —comentó Natasha.
Calíope asintió—. Así como la discípula de Kiki y los de otros santos de plata.

Tras los infortunados eventos y pérdidas ocurridas hace cinco años, la amazona de Tauro decidió cumplir la promesa hecha a Kenai de Cáncer, que a su vez fue inspirada por la antigua labor de Souva de Escorpión: volverse la cara amable del Santuario, aquella persona que alentaría a los jóvenes soñadores a iniciar, desarrollar y finalizar su camino como santos. Encaminándolos y animándolos hasta donde fuera posible.
La amazona de Tauro cedió su labor en el Templo de Curación a otra amazona para volverse una instructora de tiempo completo, una que por muy buenas que fueran sus intenciones no daría entrenamientos banales, sino los más estrictos y necesarios para preparar a sus discípulos. Detrás de su nobleza había una experta guerrera que educaría a todo aquel que esté bajo sus alas con gran disciplina y consejos sinceros.
— El viaje desde Siberia debió ser cansado —señaló la amazona—. ¿Por qué no me acompañan a ver al Sumo Pontífice? De seguro querrá saludarlos apropiadamente, síganme —les pidió, convirtiéndose en su guía.
Natasha caminó al lado de Calíope, hablando con la familiaridad que les permitía la buena amistad que formaron durante todo este tiempo.
Terario tardó unos segundos en seguirlas, pues miró en una dirección lejana a la de las mujeres, un punto perdido entre la montaña sagrada. Al sentirse víctima de una mirada tan punzante como la punta de una flecha presionando su frente, Terario supo que Asis de Sagitario continuaba con su labor de centinela del Santuario, un puesto que aceptó con gusto y el cual llevaba a cabo día a día de manera sublime sin importar el prolongado tiempo de paz que se vivía.

/ - / - / - / - / - /

Víctor corrió a toda prisa buscando indicios de su amigo. Entre pregunta y pregunta logró dar con él, estaba a las sombras de la Gran Biblioteca, como acostumbraba cuando deseaba tener unos momentos de ocio y holgazanería, pues nunca nadie imaginaría que estaría rondando por ese edificio dedicado al estudio.
Mailu no estaba solo, por lo que apretó el paso al reconocer a Ayaka aun de espaldas.
— ¡Mailu, Ayaka! —los llamó, anticipando su llegada.
Lentamente aminoró el paso, percatándose de que pese a los años continuaba siendo más bajo que ellos dos. En cuanto Mailu se puso de pie Ayaka se giró para recibir a su querido amigo.
— Mira Mailu, te dije que Víctor vendría —dijo la chica de ahora quince años. Ayaka había dejado su apariencia de niña muy atrás y ahora, gracias a su edad y entrenamiento, se había convertido en una joven de esbelto y fuerte cuerpo. Se dejó crecer el cabello para sujetárselo en una coleta alta; vestía la armadura de entrenamiento blanca que las amazonas debían de portar sobre una malla negra que cubría piernas, vientre y pecho. Pese a que ambos chicos conocieron su rostro de niña, el primer día en que se apareció ante ellos portando esa máscara blanca con dos puntos rojos marcados en la frente, comenzaron a olvidarlo de una manera inexplicable hasta el punto en que fue borrado de sus recuerdos.
— Vaya, supongo que perdí la apuesta —comentó Mailu, quien no hace mucho había cumplido los catorce años, y aun así era más alto que Ayaka. Su cabello blanco se mantenía corto, mas en su rostro unas delgadas cicatrices le decoraban el mentón, insignias de un entrenamiento riguroso decía él—. Tanto tiempo Víctor, me alegra verte. —Estrecharon las manos mientras Ayaska le dio un amistoso abrazo de bienvenida.
— No me lo habría perdido por nada. Temía que el señor Terario fuera a negarse pero recibió un mensaje directamente del Patriarca para asistir, así que no pudo decir que no —explicó Víctor de manera alegre.
— Me pregunto si el Patriarca no se habrá visto influenciado por cierta personita —comentó Ayaka, pensativa.
— Seguro debe ser muy duro entrenar en Siberia, y más con tu maestro —dijo Mailu.
— Fue bueno volver a ver mi patria, pero la verdad extrañaba este lugar —admitió Víctor, mirando hacia todas direcciones como si buscara a alguien más—. El señor Terario es estricto pero no creo que más que la señora Calíope.
— No tienes idea —murmuró él, con un tic nervioso en el ojo de sólo recordar las veces en las que su vida estuvo a punto de terminar durante los entrenamientos.
— Pero debes agradecerle, es por ella que estás a poco de convertirte en un santo —añadió Ayaka.
— Debo de hacerlo, temo las represalias que recibiré si fallo —tembló un instante de sólo imaginarlo—. La señora Calíope no me lo perdonaría.
— En algunos años Víctor comprenderá tus nervios, pero creo que exageras —dijo la lemuriana riendo un poco—. No me ves a mí mordiéndome las uñas.
— Es porque usas máscara —Mailu señaló en su defensa.
— Oigan, ¿y dónde está Arun? —preguntó finalmente Víctor antes de que se pusieran a discutir, como era habitual.
— Yo también acabo de llegar —explicó Ayaka—, pero encontré primero a este patético chico hecho un ovillo de miedo.
— ¡Que no estoy asustado! —alegó, sobresaltado—. ¿Arun? Debe de estar por allí. Ayer me dijo que el señor Asis le daría el día libre y así poder estar junto al Patriarca durante la ceremonia.
— Aún falta tiempo para que eso dé inicio ¿no? ¿Qué tal si vamos a buscarlo? —sugirió Víctor entusiasmado de volver a estar los cuatro reunidos.
— Si fuera tan fácil encontrarlo… —Mailu se rascó la cabeza.
— Ya lo encontré —advirtió Ayaka tras haber usado sus habilidades—. Vamos.
Antes de que cualquiera de los dos varones pudiera reaccionar, la lemuriana ya los había sujetado de las manos para transportarlos a un lugar retirado del que se encontraban.

— ¡Cielos! ¡Wow! —clamó Víctor, pues sólo tras un parpadeo ya estaban en otra zona.
— ¡Argh! ¡Maldición Ayaka! ¡¿Cuántas veces te he dicho que avises si vas a hacer eso?! —se quejó Mailu, quien se tapó la boca como si deseara evitar el vómito.
— Exageras, como siempre —dijo ella sin intenciones de disculparse.

Los tres aparecieron a las afueras del cementerio del Santuario y callaron en cuanto fueron conscientes de que una canción se escuchaba por el lugar. El camposanto, antes un sitio árido y sombrío, se había transformado completamente después de que se anexaron las últimas lápidas en conmemoración a los santos que perdieron la vida hace cinco años, y no por obra del hombre.
Había pasto dentro y fuera del perímetro del cementerio, volviéndose un lugar fresco y agradable donde árboles y plantas crecían en abundancia, el sonido de pájaros reinaba en el recinto que era recorrido por conejos y otros animales silvestres. Pero ahora ningún sonido excepto el de aquella música se escuchaba, como si la naturaleza misma sintiera que sería un gran agravio interrumpir tan bella melodía.
Era una canción tranquila, solemne y nostálgica que calmaría hasta a la bestia más iracunda y al corazón más alterado.
El trío sabía quién llevaba a cabo ese recital para los difuntos, por lo que caminaron a prisa hasta toparse con el joven de largo cabello rubio que tocaba con gentileza una harpa de madera.
Arun, con quince años de edad, había ganado un aspecto varonil pese a su largo cabello dorado y un gusto musical refinado que no iba acorde a la dura vida dentro del Santuario. A diferencia de sus tres amigos, él no siguió el camino de convertirse en un santo pese a que se le presentó la oportunidad, mucho menos quiso escudarse de ser un dios reencarnado para vivir con privilegios en el templo del Patriarca. Él había decidido pretender que era un joven normal que trabajaría a la par de sus amigos para mantener el Santuario tal y como era.
Un deseo que lo llevó a aprender del cosmos sólo para conocer los poderes con los que había nacido, mas no emplearlos para cualquier banalidad, sólo para el uso del bien común.
Arun era feliz siendo el escudero del señor Asis, discípulo del Pontífice y llevando a cabo otras tareas dentro de la comunidad de Rodorio que lo habían vuelto una persona muy querida y apreciada por muchos.

Sentado sobre una solitaria banca de piedra, tocando el harpa de manera tan magistral y vestido con aquella toga roja tan formal es cuando un poco de su esencia divina se vislumbraba para los ojos humanos. Sin darse cuenta, el trío de aprendices terminó sentándose para escuchar el resto de la canción que de algún modo sobrecogía sus corazones y espíritus, permaneciendo en una ensoñación incluso cuando Arun terminó de tocar.
— Eso fue… hermoso —murmuró la amazona con las piernas dobladas sobre el césped.
— Es una canción que mi madre tocaba para mí. Decía que las mismas musas se la enseñaron en sus sueños cuando estaba esperándome —explicó con nostalgia, mirando a su inesperado público con alegría—. Ayaka, Víctor, qué gusto verlos de nuevo.
Ayaka fue la primera en alzarse y abrazar efusivamente a Arun. Víctor se acercó a esperar su turno, pero en vez de eso Arun volvió aquello un abrazo grupal para bochorno del más pequeño.
Mailu sólo observó con los brazos cruzados, no estando dispuesto a ser parte de ese cursi momento. Además, él nunca ha sido tan efusivo.
— Siguen siendo taaan ridículos —musitó el moreno con hastío—. Ya no son niños pequeños para que se estén abrazando así.
— ¿Acaso estás celoso? —inquirió Ayaka sin soltarse de Arun, mientras que Víctor sólo se apartó.
— ¡No digas tonterías! —rezongó Mailu, abochornado—. ¡Si quisiera una novia serías la última en mi lista!
Los demás rieron al unísono, dispuestos a emplear las horas previas a las competencias para hablar de sus vivencias lejos del Santuario y ponerse al día.

/ - / - / - / - / - /

Egipto.

Cerca de un oasis a varios kilómetros de la ciudad de Meskeneth, una tormenta de arena se desataba con suma violencia, no siendo el desierto el que soplara tales ventiscas sino que éstas eran producto de la colisión entre dos ka.
Sin que nadie pudiera ver la batalla, un  joven y su maestro tenían el último combate, aquel en el que el aprendiz debía emplear todo lo aprendido para vencer a quien le dedicó años de su tiempo.
Dos sombras se movían a velocidades desmedidas entre la tormenta hasta que el sonido de la carne siendo cortada ensordeció a los combatientes, siendo ese el final de la pelea.
El desierto comenzó a tornarse tranquilo y la arena poco a poco regresó a las dunas brillantes. En medio de todo eso permanecieron en pie dos siluetas masculinas.
— Eso fue todo —dijo el hombre ungido por una armadura dorada alada—, a la primera sangre —recordó, siendo su brazo y mano derecha la que presentaba un profundo corte. El ataque destruyó el brazal de su alba y abrió una larga herida en su extremidad que lo obligó a soltar el sable de Horus con el que estuvo armado todo el tiempo.
— Aún no es tarde para cambiar las reglas— dijo desafiante el joven que todavía era oculto por la arena, uno que tenía en su poder la espada gemela de Horus.
Assiut, Apóstol Sagrado de Horus, dejó escapar una sonrisa, sabiendo que en otras circunstancias esa herida bien podría haber ocurrido en su cuello o en su pecho, acabando así con su vida.— Con lo que demostró me es suficiente para saber que he cumplido mi misión, aquella que me hizo jurar haría por usted, mi Faraón.
El viento se llevó lo que restaba de la espesa arena, dejando ver a un joven de dieciocho años vistiendo sólo un faldellín* de lino blanco, sandalias y un collar de oro y joyas posándose sobre sus hombros y pecho. Su corto cabello castaño y ojo oscuro sobresalían en su piel bronceada, la cual tenía tatuajes dorados que simulaban ser ornamentos en sus brazos y piernas, así como dos alas grabadas en los omoplatos de su espalda. Él era Atem, el legítimo Faraón de Egipto.

Enséñame a ser tan fuerte como tú, incluso más —Atem le dijo hace cinco años, el día en que recobró la conciencia después de la última batalla contra Sennefer. Fue entonces cuando Assiut descubrió que uno de sus ojos dañados podía ver de nuevo
Deseo ser un buen Faraón, no sólo en sabiduría y corazón, sino también fuerte para proteger a mi pueblo de cualquier calamidad —insistió Atem, en cuyo ojo derecho había un parche dorado sobre el que se encontraba grabado el símbolo del ojo de Horus, el  Udyat.
No quiero volver a ser sólo un espectador inútil¡Quiero poder protegerlos a todos ustedes con mis propias manos! — Assiut no pudo negarse al darse cuenta de que él mismo tenía un parche negro y liso en el ojo opuesto al del faraón, descubriendo que Atem le había dado uno de sus propios ojos para que no perdiera por completo la vista.
Por favor Assiut, ayúdame, sé mi maestro —le suplicó, incluso se arrodilló y pegó la frente en el suelo.

De ese jovencito llorón ya no quedaba mucho, excepto su buen corazón y genuina vocación hacia su pueblo. Aunque el Apóstol dudó, el Chaty aconsejó que lo mejor era encaminar al joven Faraón por la senda que deseaba seguir, acompañándolo y guiándolo en el trayecto, pues ya la historia de otro joven con esa misma aspiración terminó convirtiéndose en el más grande mal que Egipto ha tenido que enfrentar alguna vez.
Atem era poderoso, aunque todavía parecía ignorar su propia divinidad (o pretendía hacerlo) era dueño de un ka asombroso que fácilmente podría someterlo en una batalla real. Incluso ahora que se enfrentaron, el joven guerrero decidió no utilizar ningún tipo de protección, sólo pidió prestado el sable de Horus para el duelo y nada más.
Assiut se sentía muy orgulloso de él, aunque el mérito no era sólo suyo, fueron muchos los maestros que educaron al Faraón y hoy era el día en que finalmente accedería al trono como tal.

— Presiento que me dejaste ganar —dijo el joven Rey.
— ¿Por qué haría tal cosa? Sabe que no me gusta perder — Assiut añadió con complicidad—. Está listo, majestad, no hay nada más que yo pueda enseñarle. El resto deberá descubrirlo por cuenta propia.
— En verdad te lo agradezco, Assiut.
— Y ahora que he cumplido mi misión —dijo el Apóstol al acercarse al Rey de Egipto y arrodillarse con humildad—, es momento de devolverle lo que es suyo — concluyó, poniendo la mano sobre la mejilla derecha, muy cerca del ojo que le fue prestado. Si Assiut pudiera devolver lo que le fue dado lo haría con sus propias manos, pero la magia era un concepto desconocido para él.
Atem lo miró con tristeza. — Assiut, ¿de verdad piensas que sólo te di ese ojo para que pudieras entrenarme? —le preguntó, a lo que el Apóstol permaneció en silencio al ver la desilusión en el semblante de su señor.
— No dudo que serías un guerrero eficiente aun siendo ciego, pero es un obsequio que te di de corazón —explicó, poniéndole la mano sobre la hombrera dorada—. Siempre has sido mi valiente hermano mayor, no de sangre claro —se apresuró a decir, sabiendo que el Apóstol de Horus nunca se ha sentido digno de que lo llame de esa manera—, pero hay cosas en este mundo que aún necesitas ver, y será tuyo hasta el final de tus días.
— Pero…
— Es una orden, Assiut —se anticipó el joven sonriente, sabiendo que esa sería la única manera en la que el Apóstol diera el tema por finalizado—. Ahora ponte de pie, sabes que no me gusta verte arrodillado ante nadie, ni siquiera ante mí.
— Como comande, mi Faraón. — El Apóstol se alzó justo a tiempo para que Atem le devolviera la espada que le prestó—. Sin embargo, aunque me considere un desagradecido, me atreveré a pedirle algo a cambio —añadió, para curiosidad de su aprendiz—. Que el día en que yo muera usted lo tomará de vuelta —insistió.
— ¿Y por qué estás tan seguro de que morirás primero? —bromeó el Faraón.
— Una petición que le hecho a los dioses —respondió con una seriedad ante la que Atem no pudo oponerse.
— Está bien, si llegara a suceder prometo cumplir tu demanda —juró el joven Rey—. Pero basta de hablar de muertes, hoy debemos celebrar la vida, mi vida —sonrió, pues era su cumpleaños y un gran festejo les aguardaba en la ciudad.
— Ya que hablamos de obsequios —dijo Assiut, antes de que Atem emprendiera el camino de regreso a Meskhenet con un simple impulso de sus pies—, hay uno que me pidieron le entregara personalmente —. El Apóstol silbó sonoramente poniendo sus dedos en los labios.
El silbido fue respondido por un relinchido cercano que anticipó la llegada de un implacable corcel que galopó hasta ellos, frenando briosamente, alzando arena y polvo que terminó ahogando al cumpleañero.
Assiut tomó la rienda suelta del animal blanco, de una crin tan brillante y pulcra que al reflejarse los rayos del sol en ella parecía estar hecha de luz blanca.
Atem sabía algo sobre caballos, y el ejemplar ante él era, quizá, el más bello que alguna vez haya visto en Egipto.
— Los campesinos lo encontraron por los campos de cultivo cuando era un potrillo salvaje hace algunos años—explicó Assiut al acariciar la cara del caballo en un intento por tranquilizarlo—. En cuanto lo vieron supieron que era digno de usted, llegaron a creer que era hijo de la misma Astarté*. Lo criaron y adiestraron lo mejor que pudieron, pero es de un carácter bastante inquieto, seguro será un buen compañero.
Atem tomó las riendas que Assiut le ofreció, sobando ahora él la crin del corcel que lo olfateaba animosamente.
— Sé que significaría mucho para su pueblo verlo llegar con él a la ciudad y a su coronación, alteza —sugirió
— Será un honor para mí aceptarlo —dijo el Faraón, sobrecogido por el que las gentes de Meskhenet le tengan tales atenciones—. Creo que lo llamaré… Dakarai, sí —lo nombró, alistándose para subir a la montura azulada que el animal llevaba en el lomo.
— Es un buen nombre… me recuerda a la yegua que solía montar su madre.
Alba, sí —remembró el joven Rey con ligera nostalgia una vez que montó el corcel.
— Por cierto, ¿se ha puesto a pensar que una vez que sea coronado tendrá que preocuparse por conseguir una esposa?
Atem lo miró de soslayo.— Assiut, eres mi hermano mayor, no mi padre, ese trabajo es del Chaty —aclaró con apatía ante el tema.
— Él mismo me pidió que se lo recordara —confesó Assiut, divertido—. Quizá debería considerar a la princesa de Asgard como candidata.
— ¡¿Qué?! ¡Si es apenas un bebé! —se alarmó.
— Hablo de la princesa Lynae. ¿La recuerda? —el Apóstol inquirió de manera traviesa.
— Oh, te refieres a la prima del Syd.— Un ligero rubor coloreó sus mejillas al recordar el breve encuentro con la hermosa princesa asgardiana esa única vez que visitó las tierras de Odín como parte de su viaje de entrenamiento.
— ¡N-no digas tonterías! ¡Es muy pronto para eso y ella aún es muy joven! —Atem se apresuró a decir—. Además, dudo que alguien como ella pudiera vivir cómodamente en un clima tan cálido como este—meditó de manera inconsciente
— Para cuando se sienta listo para sentar cabeza, quizá ella ya habrá alcanzado la mayoría de edad— indicó Assiut para malestar del Faraón, después de todo en cinco años más cualquier cosa podría suceder.
— ¡Cuando los dioses quieran verme casado moverán cielo, mar y tierra para enviarme una esposa, así que no hablemos más del asunto! —decretó, molesto y abochornado—. Y ya vámonos, antes de que comiences a decirme cuántos hijos es que debo tener con quien sea que ella vaya a ser. ¡Kyaa! —gritó, agitando las riendas de su nuevo corcel para que éste lo ayudara a escapar a todo galope de tal situación.
Assiut sólo sonrió divertido, sabiendo que el futuro traería aún muchas más alegrías para el Faraón y la gente de Meskeneth.

En Egipto hoy también era un día bendito por las estrellas, pues hace dieciocho años el príncipe Atem nació y justamente sería el día en que tomaría su puesto como Faraón del reino.
En cinco años, desde la derrota de Sennefer, los supervivientes lograron dejar atrás el dolor, reconstruyendo y albergando a otros que buscaban un sitio en el cual refugiarse y prosperar, por lo que la coronación del príncipe Atem era un evento muy significativo para todos, y la celebración duraría hasta el anochecer.
A lo largo de la calle principal de la ciudad y en los muelles del río Nilo se extendieron banquetes, danzas y juegos. Muchos fueron los que acudieron a los templos de los dioses para dejar ofrendas y oraciones en favor del joven Faraón, rogando a los espíritus benignos del reino que lo protegieran y le permitieran la felicidad.
En el palacio, justo en el cenit del día, la corona de Egipto se posó por primera vez sobre la cabeza del Faraón Atem y todos los invitados vitorearon al instante.
Mientras el Faraón y su corte se dirigieron al balcón real para hacer la presentación pública, otros invitados permanecieron en el recinto para disfrutar del goce de la comida, bebida y música, siendo uno de estos Ikki de Fénix.

El santo del Fénix era un invitado de honor que muchos se alegraron de ver allí después de que partió hace tres años.
No les sorprendió que volviera de la mano de Nicte, pero lo que los llenó de alegría es que la férrea mujer apareciera con un vientre de siete meses de embarazo.
— Hoy estás de un muy buen humor y muy sociable —señaló Nicte, usando un vestido de lino azul que resaltaba el tono de su piel. Estaba sentada al lado de su esposo, quien no vestía ropas típicas de Meskeneth, pero sí un pantalón y camisa formal de color gris—. ¿Tiene que ver con la carta que recibiste de tu hermano? —indagó.
Ikki la miró un instante y después el estómago abultado de ella.— Tengo muchas razones para celebrar este día, mujer —dijo sin cambiar su expresión cordial—. Parece que Shun ha encontrado finalmente un sitio en el cual podrá sanar sus heridas.
Nicte se mostró interesada. Estaba al tanto de que el santo de Andrómeda había perdido a la mujer que amaba y a muchos seres queridos cuando Sennefer destruyó la comunidad de la isla Neo Andrómeda para sus malvados propósitos.
— Se asentó en un pequeño poblado cerca del antiguo Japón, donde decidió practicar la medicina que conoce.
— Ikki, eso es maravilloso, me alegra mucho— le dijo, sujetando su mano, sabiendo lo mucho que su amado se preocupaba por su hermano menor.
El santo besó la mano de su mujer, sintiéndose el hombre más afortunado del mundo no sólo por haber sobrevivido al enfrentamiento contra Avanish, sino porque todo en su vida estaba en orden y en paz. Podía ver su futuro en los ojos de Nicte y saber que será uno muy dichoso.

/ - / - / - / - / - /

Asgard

En la gran y vieja mansión de los Alberich, Aifor de Merak recibía a prestigiosos visitantes.
— Bienvenidos —dijo el guerrero de ahora diecinueve años, quien había dejado su aspecto infantil para volverse un joven gallardo que vestía una larga túnica tinta—. Príncipe Syd, me honra con su visita. — Hincó una rodilla en el suelo y agachó la cabeza con humildad.
El príncipe de ya diez años se privó del grueso abrigo blanco una vez que entró a la tibia morada del guerrero de Merak.
— Te saludo Aifor de Merak, muchas gracias por recibirnos.
Aifor se puso de pie y saludó a sus camaradas Alwar de Benetnasch y Sergei de Épsilon, quienes acompañaban al príncipe en tal visita.
— Lamento si mi petición puede causar molestias en tu casa —prosiguió el príncipe, mirando al alto guerrero a los ojos. El tímido e inseguro Syd se había convertido en un pequeño más desenvuelto y vivaz.
— Para nada, príncipe. Es un honor para esta casa recibirlo y acogerlo el tiempo que lo disponga. Supongo que está ansioso por empezar su investigación por lo que mi mayordomo podrá guiarlo hacia la biblioteca. —En cuanto Aifor mencionó a su sirviente, un tétrico pero bien vestido anciano apareció de entre las sombras de la recepción, tomando desprevenidos a los viajeros, quienes no estaban seguros de si siempre estuvo allí o se transportó entre las sombras de alguna manera—. No hay nadie en esta casa que conozca mejor esos anaqueles viejos que él —aseguró—. Fassolt, por favor, acompaña y sirve al príncipe con propiedad.
El anciano de rostro afilado y arrugado asintió, realizando una reverencia silenciosa ante Syd, quien no tuvo miedo de su aspecto y siguió el camino que le indicó.
— Ya que el príncipe estará ocupado un rato, ¿por qué no pasamos a la sala y platicamos un poco? Me gustaría saber las novedades —sugirió Aifor con atentos modales.
Alwar y Sergei aceptaron, yendo a la estancia principal de la residencia, donde muebles elegantes y estatuas lúgubres adornaban la sala alumbrada por las llamas de la chimenea.
— Hacía mucho tiempo que no entraba a este lugar —comentó Alwar tomando asiento en un sillón, mientras que Sergei permaneció merodeando la estancia con desconfianza al ser la primera vez que visitaba la mansión de los Alberich, la cual le despertaba una extraña sensación.
— Cuando la heredaste creí que el ambiente cambiaría un poco, pero veo que sigue tal cual —Alwar apreció—. Aunque ya no es tan fría y oscura, debo admitir —aseguró por el confort que sentía y que las cortinas se encontraban abiertas, permitiendo una mejor iluminación y una preciosa vista de los alrededores nevados.
— Decidí conservarla así, en honor a mi padre—respondió Aifor, heredero indiscutible de Clyde Van Alberich.
Para él también fue una sorpresa que tras el funeral del dios guerrero de Megrez, Fassolt (el mayordomo) y Brunilda (la mucama) le entregaran el testamento de su maestro, en el que claramente se estipulaba que reconocía a Aifor de Merak como su hijo y único heredero de todos sus bienes y posesiones. Cuando vio la firma de Clyde al final del acta, Aifor lloró como no lo había hecho desde que su maestro falleció; ante aquel último obsequio, no pudo contenerse más.
— ¿Incluyendo la servidumbre? —preguntó el guerrero de Benetnasch, anticipando la llegada de la anciana Brunilda, cuyo vestido negro se arrastraba en el suelo alfombrado, llevando consigo una charola con tres vasos y una botella de vino. La mucama de cabello recogido y espalda encorvada se retiró una vez dejara aquello en la mesa del centro.
— Sí, vienen con la casa y el título—respondió tras una inconsciente pausa.
Aifor Van Alberich, aún es gracioso de decir —sonrió Alwar, interesado en lo que Aifor tendría que hacer con la botella y los vasos frente a él.
Hasta Sergei miró discretamente cómo Afor sacó los brazos de entre sus ropas, mostrando las manos artificiales de las que ahora se valía para las actividades cotidianas.
Esas prótesis rojas fueron un obsequio, diseñadas por el maestro herrero del Santuario en coordinación con el señor de la Dinastía Li. Estaban hechas con una aleación de oricalco y  gammanium que por ciertas artes místicas permitían que tuvieran una funcionalidad y movilidad muy flexible, tal cual fueran los miembros originales.
El problema fueron los primeros meses, cuando Aifor no perfeccionaba su uso, por lo que por un tiempo algunos se las ingeniaban para no saludarlo de mano o pedirle que sujetara algo pues terminaba triturado en sus dedos aun con el más leve apretón.
Por ello, que pudiera tomar el vaso y la botella de cristal sin romperlos era todo un logro.

Cuando el dios guerrero de Merak ya se había hecho a la idea de continuar su vida careciendo de brazos, apareció un día a las puertas de su hogar Syaoran Li, jefe de la renombrada Dinastía Li, con tal regalo.
Al principio dudó pues no le debía nada que él supiera, sin embargo aceptó no sólo por la insistencia, sino por la posibilidad de volver a sentirse un hombre útil. No fue fácil acostumbrarse a ellas, y ni hablar del dolor que sufrió cuando se las implantaron en los muñones, pero ahora las había dominado después de mucho practicar. Eran muy especiales ya que además de ser tan resistentes como una armadura sagrada, si llegaran a sufrir alguna descompostura o daño por cualquier causa externa, éstas sanarían con el tiempo, incluso crecerían junto con el resto de su cuerpo con el paso de los años sin necesidad de alguna intervención a menos que llegaran a despedazarse.

Alwar olfateó el vino antes de beberlo al ser dueño de refinados gustos, mientras que Sergei bebió el contenido de un solo sorbo como si fuera simple cerveza de raíz.
— Sin duda naciste con suerte, siendo acogido por dos grandes hechiceros —comentó Alwar—. ¿Aún no sabes a qué se debe tal acercamiento? —preguntó, viendo con desaprobación cómo Sergei se empinaba un segundo vaso de vino.
—  Se lo pregunté la primera vez que vino aquí —respondió Aifor, sentándose en el sillón de más alto respaldo—. Me dijo que no sería el único beneficiado de esta invención —apuntó, alzando un poco el brazo artificial con el que sostenía su vaso de cristal—, el Patriarca del Santuario y otro santo de oro también obtuvieron uno según sé. Es una retribución a todo lo que sucedió, pues no pudieron hacer gran cosa en los infortunados eventos… Además de que parece que le recuerdo a su hijo fallecido o algo así. —Aifor bebió.
— Eso lo explica. Pero parece que se han vuelto cercanos, ¿no es verdad?
— Me hace una visita cada tres meses para ver mi progreso, no puedo negarme después de su generosidad. Pero sí, es un buen hombre al que puedo llamar amigo, incluso me ha enseñado a canalizar mis poderes mágicos, cosa que ni siquiera el maestro Clyde pudo hacer—explicó con clara nostalgia—. Dijo que la próxima vez traería a su esposa e hijas con él.
— ¿Sus hijas? —inquirió Alwar con una sonrisa sarcástica—. Hmm, cualquiera podría pensar que quiere emparentar contigo, ¿no lo crees?
— Cállate, no metas ideas en mi cabeza —rezongó, imaginando que por esa insinuación actuaría todo nervioso ante las mujeres de la familia Li al verlas.
Sergei no pudo evitar sonreír ante la burla.
— No hay nada de malo en pensar en buscar una compañera, incluso Sergei aquí presente no deja de merodear a una en especial —comentó Alwar con cizaña.
Sergei respingó, avanzando como un rayo hasta aparecer de pie ante el guerrero de Benetnasch en un claro gesto de amenaza.
— ¿Quién diría que el cortejo de los lobos fuera tan cariñoso?
— ¡Cierra la boca, Alwar!— Sergei le advirtió, alzando el puño con desafío.
— Hablando de romance —intervino Aifor antes de que su sala de estar se convirtiera en un cuadrilátero—, ¿qué hay de nuestra Comandante? ¿Dónde está ahora?
— De viaje —respondió Alwar con tranquilidad.
— No me digan que al fin accedió a mudarse al Santuario —presintió Aifor con cierto sobresalto.
— No, Sugita aún intenta convencerla, y Freya aún busca convencerlo a él de mudarse y vivir con ella —explicó, sintiendo simpatía por la joven pareja. Sabía que tarde o temprano alguien tendría que ceder si querían que su relación avanzara—. Tras el nacimiento de la princesa Elda, el señor Bud se encarga totalmente de los asuntos del reino, por lo que las actividades de los dioses guerreros han disminuido bastante. Así pues la Comandante pudo darse el lujo de salir unos días pese a su propia apretada agenda familiar.
— Vamos, si tu quisieras también podrías tomar vacaciones —anunció Aifor al sentir un poco de envidia.
— ¿Y alejarse de la señora Flare? —inquirió Sergei en venganza tardía—. Primero se corta un brazo.
Alwar decidió no dejarse llevar por el comentario, por lo que su silencio prevaleció pese a que era  un secreto a voces que el dios guerrero de Benetnasch siempre ha sentido un amor platónico por la princesa, uno que jamás sería correspondido, pues tras la muerte de su esposo e hija menor, era evidente que el pesar de Flare nunca disminuiría, sólo aprendería a vivir con él.
Ante la tensión en el ambiente Aifor carraspeó y buscó cambiar de tema una vez más.

El reino de Asgard también sufrió pérdidas terribles, mas el pueblo de Odín siempre ha logrado alzarse y seguir adelante pese a las adversidades, y lo seguirá haciendo, sobre todo con el majestuoso porvenir que está aguardándoles.

/ - / - / - / - / - /

Japón.

En cuanto vio el paraje verde con la montaña de punta nevada en el horizonte, Sugita de Capricornio se sintió de algún modo en casa. Contempló la única vivienda que a lo lejos se veía y podía jurar que era la misma en la que vivió en su niñez con su padre… ¿Acaso la había trasladado hasta este lugar?
Mientras pensaba en ello, alguien tomó su mano. — Parece que es por allá —le dijo la mujer de larga y rizada melena pelirroja—. Vamos. —Lo jaló un poco para obligarlo a reanudar la marcha.
Sugita y Freya llegaron rápidamente hasta la sombra de un frondoso árbol, en donde encontraron una lápida de piedra sobresaliendo del suelo.
El santo de coleta pelirroja sonrió con tristeza al ver el nombre de sus padres en ella, avergonzándose de lo mucho que tardó en ir a visitarlos.
— No me dijiste que tu madre estaría aquí también —dijo Freya, quien llevaba un vestido corto color uva por el cálido clima de esas tierras.
— Y no lo está, es sólo simbólica —explicó con tranquilidad—. Nunca recuperaron sus restos, así que papá colocó cerca de nuestra casa una lápida con su nombre… Supongo que creyó que sería importante para mí, a tan corta edad, entender el que ella se había marchado.
Con su armadura reluciendo por el sol, Sugita se inclinó ante la lápida y tocó con su mano la tierra frente a ella para brindar sus respetos.
En cinco años no había acudido a visitar la tumba de su padre, pues sabía que al verla la culpa lo azotaría con todo su peso.
Su padre, Eriol Hiragizawa, había sacrificado su vida para que él conservara la suya. Muchas veces se recriminó el que si hubiera sido más precavido y mucho más consciente de sus acciones quizá él no hubiera muerto en su lugar…

Freya aguardó solemne a su lado, orando en silencio por el eterno descanso del padre de Sugita, a quien le debía todos los momentos dichosos que han vivido ambos desde que las batallas terminaron.
De aquellos tiempos difíciles, sólo la cicatriz en el cuello del santo de Capricornio quedaba como un recordatorio de lo acontecido en Egipto. Freya prefería no verla demasiado, por lo que se concentraba en mirarlo siempre a los ojos, recibiendo sólo miradas de gran amor. Aun ahora le parecía increíble que el atolondrado Sugita se convirtiera en un hombre tan apuesto y al que amaba con tal intensidad.

— Te lo dije mamá —escucharon de repente, sobresaltándose un poco—. Es él —dijo una pequeña niña de seis años de edad que vestía un kimono azul con estampados dorados de soles y lunas—. ¿Verdad que sí? —preguntó insistente, jaloneando el kimono de su madre.
Sugita no alcanzó a ponerse de pie cuando ya la niña de corto cabello negro se había abalanzado a su encuentro para decirle dulcemente —: ¡Bienvenido a casa, hermano mayor!
Sugita quedó mudo por unos segundos, en los que vio en el rostro de la niña los mismos ojos que también heredó de su padre.
Presionado por el momento, el santo llegó a tartamudear —: Gra-gracias…
— Parece que sí recibiste mi carta después de todo —dijo la mujer, que vestía un fino kimono negro, estampado con flores rojas del infierno*, sobre el que resaltaba el rosario de cuentas azules que colgaba de su cuello.
— Sí, lamento no haber respondido o anunciado mi llegada —comentó, poniéndose de pie, dejando a la pequeña niña maravillada al ver a tan alto caballero de armadura dorada, justo como el de los cuentos que su madre le leía.
Jum, yo creo que sólo te decidiste una mañana al despertar y antes de perder el valor te lanzaste en este viaje —dijo Anna Hiragizawa con cierta hilaridad.
Freya sólo carraspeó, sabiendo que era exactamente cómo había sucedido. Varios meses atrás Sugita recibió una carta de parte de la viuda, en la que lo invitaba a visitarla pues debía entregarle algunos objetos de valor que su difunto esposo dejó a su nombre, pero no lo haría hasta que formalmente viniera a rendirle el respeto a la memoria de su padre ante su tumba.
Aunque Sugita no tenía interés en ninguna posesión material, la posdata final del mensaje es lo que lo hizo dudar demasiado: Tu hermana quiere conocerte.
Una hermana tan pequeña que le daba la más tierna de sus sonrisas. En sus ojos claramente se veía el gusto que le daba conocerlo por primera vez. ¿Pero por qué le dedicaba tan amplia sonrisa? Un día seguro ella entendería la razón por la que no tiene un padre y lo culparía por ello.
— No fue tu culpa —dijo inesperadamente la sacerdotisa Anna—. Ni Eira, ni mucho menos yo te culparemos jamás.
El santo la miró sorprendido, ¿acaso podía leer la mente?
— Algo mejor —respondió la sacerdotisa, anticipando el pensamiento con un misticismo similar con el que Nihil de Lymnades alguna vez le respondió la misma pregunta.
— Yo… —se atragantó, sosteniendo su casco nerviosamente.
— Tu pena es entendible, pero no la engrandezcas pensando erróneamente. No te culpo —volvió a insistir la mujer, logrando que el santo sintiera un alivio en el alma que le permitió relajar los hombros y la mente—. El único culpable es Eriol —explicó con una estricta y peligrosa mirada—.Ya me encargaré de reprenderlo cuando sea mi turno de ir al más allá —aclaró, despertando mucho desconcierto en los visitantes.
La pequeña Eira asintió, pese a su edad ella entendía que su querido padre se fue al cielo por una buena razón.
— Pero no te equivoques, como madre comprendo el sacrificio de Eriol —dijo Anna, posando la mano sobre la cabeza de su pequeña—. Es algo que yo misma estaría dispuesta a hacer por el bienestar de mi hija.
— Sus palabras me conmueven, señora Anna.
Mamá —corrigió ella.
— ¿Q-qué? —Sugita preguntó tras un titubeo.
— Puedes llamarme mamá —dijo seriamente— o madre, lo que te sea más fácil.
Sugita se enrojeció, bastante apenado. Incluso Freya no supo si reír o escandalizarse por la propuesta.
— ¡E-eso no creo que sea ne-prudente…! —el santo logró decir, bastante abochornado por la petición.
— Fui la esposa de tu padre —cortó sus quejas—, eso te convierte en mi hijo también y mi deber a partir de hoy será cuidarte como tal —decretó con una severa mirada por la que todo hijo no tendría más remedio que obedecer.
— Sí, Eira también cuidará de ti, hermano mayor —aseguró la niña, quien entusiasmada le sujetó la mano con sumo cariño.
— Tu padre tuvo sus razones para alejarte y que siguieras el camino que te convertiría en un santo de Atena, pero te aseguro que en el fondo su deseo era estar ahí para ti cuando más lo necesitaras —confesó Anna, conociendo el conflicto interno de Eriol—. Eira y yo seremos tu familia ahora.
Sugita quedó totalmente enmudecido, lanzando miradas entre Anna y Eira Hiragizawa sin saber qué decir.
Por suerte, Freya estaba ahí para él.— Dele unos minutos, creo que todo esto lo dejó bastante impactado. Pero le aseguro que está muy feliz por sus palabras, señora Anna.
Anna miró a la guerrera a los ojos, y por Odín que Freya sintió que debía respetar a esa mujer igual o tal vez más que a la misma señora Hilda.
— ¿Así que tú serás la madre de los dos niños pelirrojos?—Anna pensó en voz alta, recordando la última predicción de su esposo al ver su cabello rojizo.
— ¡¿Perdón?! —la asgardiana se sobresaltó, ¿había escuchado bien?
— Eso aún está por verse —añadió Anna con una sonrisa confiada.
— ¡¿Qué quiere decir?! —Freya replicó con cierta indignación, ¿acaso esa mujer estaba insinuando que no era sería una buena esposa para Sugita?
Anna dio media vuelta sin responder, con la intención de regresar a su casa.
— Vengan, hay mucho de lo que debemos hablar y no lo haré aquí de pie— indicó, liderando el camino—. Tomaremos té.
Eira jaló a su hermano mayor, logrando que éste la siguiera un poco encorvado por la diferencia de estaturas.
— Yo preparé tu té. Dos cucharadas de azúcar y unas gotas de limón, ¿no? —preguntó la pequeña quien caminaba al revés por no querer apartar la vista de su hermano mayor.
— ¿Cómo lo sabes? —Sugita parpadeó incrédulo, a lo que la niña sonrió con complicidad.
Poniendo un dedo sobre sus labios, esperando que sea un secreto entre ambos, Eira murmuró —: Papá me lo dijo.

/ - / - / - / - / - /

Grecia, Santuario de Atena.

En el Coliseo, el día pasó de manera lenta y estresante por las pruebas que allí se suscitaron.
Los veintidós aspirantes se dividieron en tres grupos de acuerdo a su habilidad, quedando quince en el grado bronce, seis en el plata y sólo uno en el oro. La mayoría de participantes y espectadores esperaban los habituales combates uno contra uno para medir las capacidades de los jóvenes guerreros, mas cuando los quince aspirantes a armaduras de bronce se situaron en el área de combate entendieron que tendrían que combatir todos a la vez entre ellos. La destreza que demostraron fue asombrosa, mas uno a uno quedaron fuera de combate hasta que sólo cinco se mantuvieron en pie. Entonces se marcó una pausa en la que se anunció el ingreso de un nuevo contrincante al que todos ellos deberían combatir, siendo a través de Jabu de Unicornio que demostrarían si realmente alguno merecía el lugar que aspiraban ganar. El experimentado Jabu, llevando su armadura de bronce, presionó a los aspirantes hasta el punto en que sólo dos quedaron en buenas condiciones, logrando éstos romper partes de su cloth y herirlo significativamente. Sólo hasta que el Patriarca dio por terminada la prueba es que el combate cesó sin la necesidad de que Jabu tuviera que haber sido vencido.
El turno de los plateados fue mucho más feroz, quedando dos lo suficientemente sanos como para enfrentar a Shaina de Ofiuco. La poderosa amazona no tuvo contemplaciones contra los dos aspirantes, entre ellos Mailu, quien con ferocidad combatió a la amazona más letal, y que a su vez era la instructora más estricta que se conocerá en el Santuario. A duras penas los aspirantes lograron sostener la batalla contra la fuerte guerrera a quien sólo lograron rasguñarle los brazos antes de que el combate se diera por terminado.
Por último, la única aspirante a armadura de oro no contó con compañeros en esa cruzada, por lo que pasó inmediatamente al combate contra un santo de oro, Jack de Leo.
A diferencia de lo que muchos esperaron, el santo de Leo actuó con fuerza desde el principio, sorprendiendo más de una vez a Ayaka, aprendiz de Kiki.
La ahora amazona utilizó de manera sublime su habilidad de teletransporte para salvarse de los rugientes relámpagos de Leo, así como el uso del Cristal Wall. Todo terminó cuando Jack tomó por sorpresa a Ayaka y le presionó la espalda sólo con la punta del dedo, dejando a la guerrera inmóvil al saber marcada su derrota; de tratarse de un combate de vida o muerte su contrincante le habría atravesado el corazón. Aunque muchos se desilusionaron por tal final, una última sorpresa sacudió el Coliseo cuando el casco y el peto de la cloth dorada de Leo estallaron sin causarle daño a su portador, en un efecto tardío de los golpes precisos que Ayaka dio en ella.
Sus amigos cercanos estallaron en vítores, pues sabían que esa era una habilidad que Ayaka había aprendido muy bien gracias a su maestro Kiki.

Al atardecer de aquel día, sólo cinco de los veintidós aspirantes se enfilaron ante el Patriarca quien, desde lo alto del podio que le correspondía, dio su aprobación a los resultados. A su lado, Shunrei y Arun miraban con una sonrisa de enhorabuena a los nuevos santos.
— El día de hoy hemos sido testigos del gran poder que su valentía y determinación les ha permitido labrar los últimos años —habló el Patriarca, que vestía su toga blanca ceremonial y el casco de oro en su cabeza. Al alzar las manos hacia el cielo, los rayos del sol se reflejaron en su brazo derecho, ahora de metal dorado—.  Nos han mostrado los dones con los que serán capaces de servir a los ideales de Atena como protectores de este mundo y de la humanidad. Desde el día de hoy ustedes serán reconocidos como santos y la bendición de Atena estará siempre con ustedes. Que la voluntad de la diosa se cumpla —sentenció.
Su orden llegó más allá del Coliseo, pues desde el Templo de Atena cinco estelas resplandecientes emergieron cual estrellas fugaces hacia el cielo para terminar descendiendo a tierra en un espectáculo en que traslúcidas figuras mitológicas danzaban por el colorido manto rosado y violeta del atardecer.
Al mirar los jóvenes hacia arriba, descubrieron que esos cometas estaban por caerles encima. Envalentonados porque Ayaka no se movió de su sitio, todos permanecieron firmes, uno que otro cerró los ojos pensando en que aquello los aplastaría, mas tras un pesado estruendo, cinco piezas aterrizaron a los pies de los nuevos santos.
Allí, frente a ellos, estaban las Cajas de Pandora de las cloths que los consideraron dignos de pertenecerles.
Mailu esbozó una amplia sonrisa al ver el emblema de su cloth plateada, sin sentirse eclipsado por la caja dorada que Ayaka palpó con humildad.
— Éste es el símbolo de que Atena los ha reconocido como guerreros de la justicia, hónrenla y respétenla hasta el final de sus vidas.
Con solemnidad los nuevos santos Cora de Paloma, Zander de Lince, Karsten de Ballena, Mailu de Can Mayor y Ayaka de Virgo reverenciaron al Patriarca y a su familia, jurando lealtad al Santuario y a los decretos de la diosa de la sabiduría. Ellos eran la primera generación de nuevos santos que verían florecer una era llena de paz, prosperidad y gran porvenir en el mundo.

/ - / - / - / - / - /

En un pequeño puerto de América.

— ¿Cuántas veces  tengo que decirte que este no es un barco de pasajeros? —inquirió frustrado un hombre con sobrepeso, cuya tarea era encargarse de que el inventario se suba y baje correctamente de la embarcación de la que era miembro.
En aquel puerto tan pequeño, el único día de entero bullicio era cuando el Dragón Azul arribaba a dejar embarques y abastecerse para continuar con su largo viaje por los siete mares.
Usualmente el robusto marinero disfrutaba del medio día que pasaban en ese sitio, pero no en esa ocasión, pues desde que atracaron una joven mujer no había dejado de atosigarlo. Ojalá fuera por motivos románticos, pero no, la terca muchacha demandaba algo que le era imposible concederle.
— Eso ya lo sé —repuso la mujer de corto cabello azul. Vestía pantalones ajustados, botas cortas y un blusón gris de mangas largas ideal para viajar.
— ¿Entonces por qué sigues de necia? ¿A dónde quieres ir que ningún otro barco pueda llevarte? —inquirió el malhumorado marino, escribiendo en una hoja aquello que revisaba de las cajas por las que pasaba—. Somos un barco de carga y por más dinero que pudieras pagarme no cambiarás las cosas.
— No busco ir a ningún otro puerto en particular —explicó la mujer de ojos rojizos y fuerte carácter—. He escuchado que el Dragón Azul es el único barco que transita por todo el ancho y largo del océano, quiero enlistarme, trabajar en él.
— Temo que eso no será posible, el Capitán no está reclutando más gente por ahora —respondió, mirando de soslayo al silencioso acompañante de la mujer que supo mantener la distancia; un hombre de cabello largo y oscuro que le cubría el ojo izquierdo, vestía ropaje holgado cuyo alto cubrecuello le escondía la parte inferior de su rostro.
— ¡¿Es porque soy mujer?! ¡¿Es eso?!— exclamó la joven con indignación—. Te aseguro que tengo una fuerza y destreza mucho mejor que la de cualquiera en esta embarcación y puedo probártelo —apostó, señalando la ancha cintura del marinero—. Incluso creo que vi a un hombre manco la última vez en su tripulación, ¿acaso él podría ser de más utilidad que alguien que tiene dos manos? —enfatizó, alzando la guardia como quien quiere empezar una pelea.
— Escucha, pequeña bocona —se impacientó el hombre, girándose hacia ella sin que ésta retrocediera siquiera un centímetro—. No sé qué clase de hombres misóginos crees que somos, pero déjame decirte que nuestro Primer Oficial es una mujer, así como lo es la médico que nos acompaña—explicó, inclinándose hacia la joven—. Y el hombre al que llamaste manco es el Segundo Oficial, te sorprendería lo diestro que puede ser con una sola mano. Sin mencionar que no he conocido jamás a un hombre que conozca las rutas del mar como él, creo que hasta puede controlar el clima el muy bastardo—rió, recordando los comentarios de sus atolondrados compañeros, infundados por todas esas indicaciones ilógicas que los habían salvado de terminar en el fondo del mar.
— ¿Entonces? ¿La razón es…? —preguntó la chica con gesto malhumorado.
— Que de seguro no sabes nada sobre los trabajos en un barco y —con fuerza sujetó la muñeca de la joven, extendiendo su mano clara y libre de impurezas—, que desconoces el trabajo duro.
En ese momento el silencioso acompañante de la mujer frunció el ceño, listo para intervenir si era necesario.
La mujer exhaló una larga respiración sin dejar de mirar a los ojos al regordete marinero. Antes de que ella lo obligara a quitarle las manos de encima, alguien apareció para interceder por el pobre marino quien de seguro habría terminado sin dientes o algo peor.
— Lucas, ¿podéis decirme qué pasa aquí? —pregunto el recién llegado que caminó lentamente por entre las cajas descargadas.
— Nada, señor. Sólo una pueblerina terca que no sabe aceptar un no como respuesta. —El hombre la soltó y pretendió volver a la revisión de la mercancía, alejándose un poco.
La mujer iba a protestar, pero al ver de cerca al hombre de largo cabello azul quedó impresionada por sus ojos, uno dorado como el sol y el otro plateado como la luna.
— No hace falta que me lo expliquéis, vuestra voz retumbó con tanta fuerza que todo el puerto pudo escucharos —indicó con gentileza el Segundo Oficial del Dragón Azul, quien también fungía como Contramaestre—. Disculpad a Lucas, es un poco hosco con las mujeres pero en el fondo es porque lo ponen nervioso.
¡Embustes y mentiras, señor! —alegó el marinero desde la distancia.
— Señorita Danhiri —la llamó su acompañante, quien se había situado a tres pasos de aquel hombre alto y misterioso.
El Contramaestre ni siquiera volteó hacia el aparente guardián de la mujer, pero percibió la advertencia marcada en su silencio.
— Calma, Ábbadon —pidió la chica, sabiendo que su custodio podría actuar de manera abrupta ante cualquiera que considerara una amenaza para ella.
— Danhiri y Ábbadon, ¿no? —repitió el hombre alto de vestimenta gris y blanca, cuyo brazo derecho brillaba por una prótesis de metal dorado—. Según entiendo os interesa formar parte de esta tripulación.
— S-sí, exacto —Danhiri dijo, sin saber por qué de repente comenzó a sentirse tan nerviosa.
— ¿Existe alguna razón en especial?
— Como ya lo dije, deseo recorrer lo ancho y largo de este mundo y sólo el Dragón Azul puede facilitármelo —repitió la chica, sin saber por qué ahora también se sentía abochornada por sus propias palabras.
— ¿Qué es lo que estáis buscando?
— ¿Buscando? —repitió la mujer.
— Alguien que desea viajar tanto es porque busca algo… ¿o es porque deseáis dejar algo atrás? —indagó.
— Busco —dudó de sí misma, mas rápidamente admitió que—, un lugar al cual pertenecer. He recorrido todo este continente buscando un sitio en el cual sentirme útil, pero no he podido… Es por eso que decidí emprender un viaje aún más largo, con la esperanza de poder encontrarlo. Admito que ese hombre tiene razón —refiriéndose a Lucas—, no sabemos nada sobre labores en un barco pero le juro que aprenderemos rápido.
Danhiri se miró las palmas de las manos y se las enseñó al Contramaestre —. Le prometo que en poco tiempo estarán tan ásperas y callosas como las de cualquiera de su tripulación, trabajaré duro.
Para sorpresa de la pareja, el Contramaestre llevó su mano metálica hacia el rostro de Danhiri, y con las puntas de sus dedos le apartó un poco el flequillo de cabello que le cubría la frente, descubriendo la horrible y antigua cicatriz que allí se escondía.
— Lo que no muestran vuestras manos se refleja en otro sitio por lo que veo —murmuró, dubitativo. Aquello era una marca que sólo un fiero combate podía conceder, contaba una historia y un currículum desconocidos por la misma mujer.

Ábbadon pudo haber actuado de muchas formas, mas se quedó estático al escuchar las palabras de Danhiri, viniendo a él la última predicción de Tara.
Cuando ella y el señor Avanish murieron, Ábbadon aguardó el tiempo prudente para llevar a Danhiri al exterior, siendo hasta que la joven recuperó poco a poco el habla y el entendimiento, algo que la llevó a querer salir al mundo y al mismo tiempo a hacer preguntas.
Como era de esperarse, la hija de Avanish no recordaba absolutamente nada de su vida pasada, ni a las personas que hubo en ella, pero pese a que su mente olvidó, su cuerpo no. Su fuerza y destreza física se mantenían intactas, mas no la habilidad de conectarlas con el poder cósmico innato con el que nació... y agradecía aquello.
Danhiri había vivido como una chica ingenua y normal que debía redescubrirse por su cuenta, y cuando llegó el tiempo de Ábbadon de responder sus preguntas él decidió lo que creyó mejor para ella.
No mintió al decirle que sus padres y hermana murieron como muchas otras personas víctimas de los grandes desastres que ocurrieron en el mundo cinco años atrás, mas en Danhiri no vio tristeza, ¿cómo extrañar a personas que no recuerdas?
Tras eso viajaron por mucho tiempo, siempre siguiendo la curiosidad de Danhiri por otros lugares, quien se negaba a asentarse en un sitio de manera definitiva dando sólo vanas razones como que era un sitio aburrido, demasiado ruidoso, tenía mal clima, etcétera, sólo continuaban andando... Buscando, tal cual ahora confesaba a un total extraño.

¿Sería acaso el hombre frente a él el que pronosticó la señorita Tara? ¿Ese que les mostraría la vereda correcta?
Cuando Danhiri comenzó con la idea de viajar en barco, creyó que realmente la predicción de Tara podría verse cumplida, pero ahora estaba seguro de su veracidad... ¿Cómo interferir?
Ése no era un hombre ordinario, podía sentirlo... ¿Acaso él también se había dado cuenta de lo mismo sobre la señorita Danhiri? ¿Qué era lo que debía hacer? Como su guardián había velado por ella como una hermana, pero ahora tenía que dejar que el destino actuara.

La sonrojada Danhiri logró salir de su estupor, carraspeando la garganta y apartando esa mano con su muñeca.
— Fue un accidente del que ya me he recuperado, y le aseguro que no me impedirá trabajar y dar lo mejor de mí —aseguró, reacomodándose el fleco. No mentía, esa fue la verdad que Ábbadon le proporcionó.
— En verdad que estáis empecinada —comentó el hombre sonriendo un poco, mas la mujer continuó mirándolo con determinación.
— Lucas —el Contramaestre llamó al marino, sabiendo que éste lo escucharía donde quiera que estuviese—, creo que escuché que Carim bajará en el puerto de Meskeneth para pasar una temporada con su esposa, y Rigel en Santa Catalina para estar con su hermana enferma, ¿no es así?
En efecto, ese par bajarán allí, permiso especial del Capitán— respondió el marinero, perdido entre varias cajas grandes.
— Lo que quiere decir que habrá dos puestos libres ¿Qué decís? ¿Os interesa? —les preguntó el Contramaestre.
— Pero señor Atlas, al capitán sólo busca marineros con experiencia.
— Habrá tiempo suficiente de aquí a los puertos de Meskeneth y Santa Catalina para que ellos aprendan lo necesario y tomen esos lugares. Se ven una pareja muy capaz.
— Yo no soy el Capitán, si esa es su decisión vaya y dígaselo a él.
— ¿Lo dices en serio? —preguntó Danhiri, asombrada de tal generosidad.
Atlas asintió. — Estaríais un poco apretados, pero algo podremos hacer. Es vuestra decisión. El trabajo en el mar es duro, pero os aseguro que la paga es buena. Aunque los próximos meses iréis como aprendices por lo que deberéis conformaros con alojamiento y comida.
— Con eso basta —dijo Danhiri con un semblante de felicidad y respeto hacia aquel hombre que había decidido confiar en ella—. ¿Verdad que sí, Ábbadon?
Ábbadon miró a la mujer y después al Contramaestre antes de asentir con aprobación. Asistiría a la señorita Danhiri aunque ella quisiera embarcarse hacia el infierno mismo, es lo que prometió haría, y en su lealtad se encontraba su mayor virtud.
— Entonces venid a bordo, os presentaré al Capitán. Es un hombre algo excéntrico pero de buen carácter —los ánimo a seguirlo.
Danhiri rápido tomó la valija que Ábbadon estaba cuidando hasta entonces, siguiendo a Atlas con un semblante esperanzador y alegre que su guardián jamás había visto en ella.
La mujer contempló ese gran barco cuyo casco fue pintado con un azul zafiro intenso, lo que hacía que las velas se vieran aún más blancas. La cabeza de un fiero dragón con las fauces abiertas adornaba la proa.
Danhiri estaba segura de que en ese barco encontraría aquello que buscaba con tanto fervor… y quizá algo más.

/ - / - / - / - / - /

A las orillas del Mar Mediterráneo.

En cuanto el pequeño Tyrone tocó la suave arena de la playa, inmediatamente quiso gatear hacia el mar para salpicar alegremente a su madre, quien lo sujetó con cuidado. Sin adentrarse demasiado al océano, la hermosa mujer rubia se sentó para que el agua le cubriera hasta la cintura. Su vestido blanco se transparentó en cuanto fue empapado por el mar y los alegres jugueteos del pequeño de un año que luchaba por nadar por su cuenta. Para distraerlo de sus arrebatos, la madre jugueteó con él un rato.
— Él puede nadar solo —indicó una segunda doncella de cabello rosado que vestía (inusualmente en ella) un vestido blanco y corto muy acorde a su estancia en la playa, junto con un gran sombrero que la protegía del sol—. Los niños atlantes lo hacen incluso antes de caminar, pero eso ya es algo que debería saber, señora Tetis.
El pequeño de ojos verdes miró a quien habló y rápido le sonrió para decir —: ¡Caridis juga! —invitándola a su aventura mientras intentaba salpicarla pese a que ella se encontraba de pie y el mar sólo cubría sus pies.
— Lo sé Caribdis, pero no sólo debe conocer la belleza del océano, sino también apreciar la belleza de la tierra y el cielo azul, para eso será nuestra estancia en el exterior a partir de hoy— respondió Tetis, sonriendo a quien ha sido una eficiente cuidadora de su bebé, pues respetaba horarios y métodos repetitivos que para cualquier otra persona serían tediosos o cansados. Pero en cuanto el bebé se ponía a llorar era cuando su atrofiada empatía le impedía solucionarlo. Aun así, no existía otra persona dentro y fuera de la Atlántida a quien le confiaría el cuidado de Tyrone.
— ¿Y en verdad tengo que vestir así? —preguntó la atlante al tomar los extremos de su falda  para alzarla un poco —. Es más cómoda mi scale.
— Temo que tendrás que acostumbrarte —rió un poco Tetis, acostumbrada a la inexpresiva guerrera que logró sobrevivir a la cruenta batalla contra Avanish—. Relájate un poco, ¿quieres? Disfruta con nosotros.
— Enterada —respondió, mirando el horizonte e intentando obedecer aquella orden.
— Es evidente que Caribdis desconoce lo que son vacaciones, pero es bueno que se mantenga siempre en alerta para su protección, señora Tetis —dijo una tercera persona que arribó a la playa, mas permaneciendo alejado del oleaje por no querer arruinar sus zapatos y el pantalón blanco de su traje.
¡Solento cación! —aplaudió el bebé al reconocer al hombre que tocaba para él alegres melodías.
— Eso sonó a que me lo está demandando —dijo Sorrento, quien esbozó una sonrisa.
— Es porque lo tienen muy consentido —explicó Tetis, besando la frente de su hijo.
— Tiene razones para ser tan amado y querido por todos nosotros —repuso Sorrento—. No por nada es el primer hijo del Emperador nacido en esta Nueva Era, el primero de otros que vendrán, esperemos —añadió para la mujer a la que ahora debía llamar señora e inclinar la cabeza, pues la sirena Tetis había sido elegida por el Emperador para ser su esposa y madre de su futura descendencia.
— Y los habrá —respondió Tetis, agradecida con el destino por tal honor. Aunque ella siempre tuvo sentimientos por el joven Emperador Julián, entendía y aceptaba su posición como una súbdita más dentro de su vasto ejército, uno en el que ni siquiera era la más poderosa, pero sí una de las más leales.
Ese día en que el Emperador regresó victorioso de su batalla contra el dios del sol, sorprendió a todos no sólo por volver con su sagrada kamui, sino porque lo primero que hizo fue besarla delante de los marines shoguns.
Tenía que verte  una vez más para comprender por qué estuviste en mis pensamientos en esos momentos, y por qué fue tu voz la que llegó a mí para levantarme cuando estaba por darme por vencido… Y ahora lo sé, Tetis —fue su declaración de amor después de aquel beso con el que selló su destino a su lado, un momento que cada que lo recordaba hacía que se le colorearan las mejillas.
— Por ahora puedo comunicarle que los últimos arreglos han terminado y ya puede pasar a instalarse apropiadamente en la mansión. Su majestad aguarda en la terraza principal por si desea verle —explicó Sorrento, como todo buen mayordomo.
Tetis se alzó, cargando al príncipe de la Atlántida en sus brazos.— Vamos… pero Sorrento, no tienes que ser tan formal conmigo —pidió Tetis por enésima vez desde que fue desposada.
— Le reitero que es algo que me será imposible. Así como he servido y cuidado al señor Julián, es ahora mi deber también velar por usted y el joven príncipe hasta el final de mis días.


Arriba, sobre el despeñadero a orillas de la playa, la mansión de la familia Solo se mantenía en pie y tan majestuosa como siempre lo ha sido pese a los cambios y catástrofes sufridos en el mundo las últimas décadas.
En su interior, una nueva servidumbre se había instalado para servir a la noble familia que la habitará por un tiempo, pues el rey de la Atlántida no podía permitirse el ausentarse demasiado.
Aun así, el que pudiera estar sentado en ese balcón con vista panorámica al océano, degustando una taza de café en la tranquilidad de la tarde, era porque confiaba plenamente en Enoc de Dragón Marino para mantener el orden en el reino y tomar decisiones importantes. Además, desde que Nihil de Lymnades pasó a ser el asistente de Enoc y Alexer de Kraken el administrador del reino, los tres habían sabido coordinar sus esfuerzos para mantener a la Atlántida en constante balance y continuo desarrollo.

Allí, en ese momento en que volvía a vestir cual acaudalado hombre de negocios, Poseidón se permitió dejarse llevar por la nostalgia y admitir que, después del paso de tantas eras, se sentía realmente feliz, como no lo había sido en mucho tiempo.
Remembranzas vinieron a él de su vida como el magnate Julián Solo, sobre todo al encontrarse en el mismo balcón en donde años atrás le propuso matrimonio a Saori Kido, siendo desde entonces que su vida sufrió grandes cambios.
¡Papá! —escuchó, girando la cabeza para ver a Caribdis de Scylla cargando a un cambiado y presentable Tyrone.
Caribdis realizó una ligera inclinación antes de acercarse a la mesa donde se encontraba el Emperador.
— La señora Tetis me pidió entregárselo.
— Cierto —sonrió Julián al mirar el reloj de oro oculto bajo la manga blanca de su saco—. Ella siempre tan puntual —dijo, alargando los brazos para tomar a su pequeño hijo, vestido ahora con un traje azul marino de saco y short muy similar a los que él utilizaba cuando era un infante.
El Emperador sentó al niño en su regazo y le alcanzó el biberón que Caribdis le extendió lleno de jugo de manzana. Tyrone comenzó a chupar la mamila rápidamente, quedándose muy cómodo en los brazos de su padre.
Cuando Tyrone nació, Tetis le hizo prometer algo. Pese a que ella entendía las obligaciones de un Rey, le pidió que sin importar lo ocupado que estuviera, siempre debía dedicarle a su hijo una hora mínimamente del día. Por todas sus experiencias como padre, dios, rey y empresario, Poseidón no lo consideró un problema.
— Puedes dejarnos, Caribdis —él le pidió, a lo que la mujer asintió y volvió al interior de la mansión.
Pasaron largos minutos en los que padre e hijo compartieron el atardecer y el gentil viento. Para cuando Poseidón dio el último sorbo a la taza de café, su hijo miró hacia un lado y al despegar su boca del biberón dijo —: Dende rojo —señalando con una mano un punto invisible en el balcón.
Poseidón miró con tranquilidad en dicha dirección y, donde todos los demás no verían a nadie, él y el bebé se encontraron con alguien que los saludó con una amigable sonrisa.
Dende rojo, hola— saludó el niño, feliz, como quien veía a un gracioso amigo imaginario. Pero ese hombre no era parte de su inocente imaginación.
¿Duende rojo? Vaya apodo el que me ha puesto tu hijo —dijo la aparición, quien vestía un elegante kimono rojo que sólo podría ser visto en antiguos emperadores de Japón—, pero si no soy tan enano como para ser considerando un duende—meditó, mirando sus pies que estaban flotando a diez centímetros del suelo—. ¿No te sorprende que siendo tan pequeño sea capaz de verme? —preguntó con camaradería.
Por supuesto que no le sorprendía, era su hijo del que estaban hablando.— Más bien, lo que me inquieta es que te trate con tanta familiaridad —indicó Poseidón, mirando acusadoramente al atolondrado Shaman King—. Has estado merodeándolo de nuevo, ¿verdad?
¿Yo? —Asakura se señaló— No, no, para nada… —quiso mentir, pero al ver el ceño del Emperador a un centímetro de fruncirse decidió confesar—. No es mi culpa que siendo tan bebé ya sea capaz de verme, yo sólo paso por allí para ver cómo van las cosas —se excusó, girando el rostro pues era un mal mentiroso.
Yoh Asakura mantenía la apariencia joven con la que murió hace cinco años, mas por su título ahora debía vestir de manera más adecuada y presentable.
— ¿Desconfías de mí? —preguntó el dios.
Sabes que no —respondió Yoh con honestidad—. Pero ya que tu reino es el más bullicioso, me gusta ver un poco y conocer a todas las nuevas personitas que llegan a nacer en este mundo. Incluyendo al pequeño príncipe. — Yoh acercó la mano al infante, quien le sujetó un dedo con alegría, siendo en ese único acto en que el Shaman King comprobó una vez más el gran poder que ese niño tendría en un futuro.
Conoceré muchas personas en los próximos cuatrocientos ochenta años que me restan de vigilia, por lo que tendrás que seguir tolerándome —dijo de manera simpática.
— No creo que este cuerpo vaya a vivir tanto —Poseidón comentó con resignación.
No importa, te prometo que vendré a saludarte sin importar tu encarnación. ¿O es que acaso una vez termine tu tiempo aquí no piensas volver? —inquirió con cierta curiosidad.
Poseidón miró a Tyrone un momento, justo en el que el pequeño se había quedado tan quieto y placido con los ojos cerrados, a pocos segundos de quedarse totalmente dormido.
— El tiempo lo dirá —fue su única respuesta al respecto—. Por ahora me concentro en esta vida y las personas que le dan sentido.
— Es una buena vida la que has elegido, Poseidón.
— Lo sé. En cuanto a ti, ¿si estás en la Tierra es porque los cielos están tranquilos? —preguntó con interés.
Lo están, no hay nada de qué preocuparse. Mientras tú cuides de la Tierra yo los protegeré del cielo —señaló hacia arriba, siendo el pacto personal acordado entre ambos.
Poseidón asintió con aprobación para volver a quedar en silencio, contemplando el horizonte. Yoh Asakura permaneció a su lado, compartiendo aquel paraje de aguas tranquilas y un sol brillante a poco de irse a descansar.
El Shaman King sonrió levemente, sabiendo que todos los seres vivos de ese mundo podrán dormir tranquilos, pues entre ellos vivían cuatro grandes dioses que los protegerían de cualquier mal que intentara poner en peligro la paz añorada y alcanzada en ese pequeño planeta azul.
Y como si en las nubes del ocaso pudiera ver imágenes alentadoras es que murmuró—:  El futuro es prometedor.



FIN



Faldellín*: un tipo de falda que utilizaban los varones en el antiguo Egipto. Llegaba por encima de las rodillas, con dos extremos cruzados y anudados a la altura de la cadera.
Astarté*: Señora de los caballos y los carruajes.
Lycoris radiata* es una flor roja brillante nativa de Asia que es vulgarmente llamada flor del infierno.