jueves, 27 de agosto de 2015

EL LEGADO DE ATENA - Capitulo 51. Oscura rebelión, Parte I

No sabían cuánto tiempo llevaban allí, pero recordaban muy bien cómo es que fueron trasladados a esa prisión bajo tierra: arreados como ganado, cargando con los guerreros tullidos o desmembrados que intentaron luchar por defender su hogar. La orden fue no dejar atrás a nadie que aún respirara, abandonando sólo los cadáveres pues estos se levantarían para unirse a la horda infernal que sitió su comunidad.
La libertad para ellos terminó en cuanto su líder, Shun de Andrómeda, cayó preso del embrujo de los enemigos que aparecieron en la isla. Nadie de allí lo ha vuelto a ver.
Les colocaron grilletes, los metieron en celdas grandes y revestidas de roca de las que se desprendía arena con frecuencia. Les daban agua y pan, lo mínimo para sobrevivir sin contemplaciones hacia mujeres, ancianos o niños.
No sabían con certeza por qué estaban allí. Los guardias que custodiaban las celdas eran entes pudriéndose o con la piel pegada a los huesos que no respondían a nada, sólo a la voluntad de un amo al que jamás habían visto.

Al principio los espectros se llevaban sólo a los moribundos, dejando pasar un tiempo para después acudir por los heridos, siempre en pequeñas cantidades hasta terminar con determinados grupos. Ninguno de ellos fue devuelto a sus celdas, por lo que el pánico se apoderó de los que aún sobrevivían amontonados en la prisión. La luz era escasa; los pocos jarrones de fuego para alumbrar a los vivos provenían del corredor de puertas fuertemente selladas.
Cuando los enfermos y moribundos se terminaban, comenzaban a vaciar celda por celda. Los más afortunados escuchaban las quejas y resistencia de ciertos individuos a ser llevados por los infernales guardias, quienes pese a su esquelética apariencia eran capaces de quebrar brazos o piernas con la misma facilidad con la que se dobla una hoja de papel.
Algunos vivieron lo suficiente para ver a nuevos grupos de humanos arribar para llenar las celdas recientemente vacías, repitiéndose el ciclo.
No importaba si gritaban o gemían, nadie del exterior los callaba, los guardias parecían reaccionar sólo a las agresiones cuando la fuerza que los comandaba desde la distancia les enviaba la orden de llevarle a más prisioneros.

Mientras más tiempo duraba alguien allí, significaba que estaba cada vez más próximo el momento de ser elegido, y así lo fue para seis individuos, a quienes se les acabó la suerte. Su turno llegó después de haber permanecido solos en esa amplia celda, viviendo aterrados al saber que la próxima vez que las puertas se abrieran todo llegaría a su fin.
Para entonces sus voluntades ya habían perdido toda esperanza y estaban resignados a caminar por ese pasillo hacia un destino incierto. Algunos cuya curiosidad se mantenía despierta, caminaban expectantes hacia lo desconocido; otros sabían que al llegar allí no habría retorno y que la muerte los estaría aguardando en alguna de sus formas.

Caminaron sin oponer resistencia por el largo y estrecho camino que los obligaba a andar en una fila, haciéndolos sentir todavía más como animales en un matadero.
Tras subir por una ruta ligeramente inclinada, arribaron a una inmensa cámara de piedra, cuyas paredes y techo se ocultaban en la oscuridad del ambiente. La atmósfera era pesada, el aire escaseaba y por él viajaban olores terribles y nauseabundos.
Fueron conducidos por entre el manto oscuro hacia la luz que circulaba sólo en el centro de aquella inmensidad.
Los seis cayeron al suelo al sentir que algo invisible jaló las cadenas de sus muñecas, para después ser arrastrados varios metros hasta situarlos en determinados lugares. Como si los grilletes hubieran cambiado su peso, ninguno de ellos pudo alzarlos del suelo, por lo que quedaron sumisos y de rodillas, sólo con el terror distorsionando sus caras y la angustia bombeando en sus corazones.

Estaban aterrados al ver que sus manos quedaron a las orillas de un profundo agujero. De poder contemplarlo desde otro ángulo sabrían la verdadera amplitud del gigantesco y profundo hueco que ahí yacía, el cual parecía no tener fondo y que sería capaz de devorar cualquier cosa.
Enigmáticos sonidos provenían de él, apenas perceptibles, daban la aterradora sensación de que era la garganta de algún tipo de criatura.
Aunque la mayoría de los prisioneros que han estado en ese lugar no quitaban la vista de tal abismo, algunos eran capaces de escapar de su influencia y lograban distinguir algo extraño a lo lejos, en el centro de la mismísima fosa infernal.
Débiles de vista por el trato inhumano que han recibido, ninguno ha sido capaz de darle una forma cuando algo repentino sucede: una mano se cierra rápidamente sobre los cabellos de sus cabezas para exponer sus cuellos, seguido de una  punzada que pasa casi desapercibida que hierbe como un hormiguero. Un líquido tibio comienza a resbalar por sus cuerpos conforme el aire no llega más a sus pulmones, pero no morirán por asfixia, ni tendrán que vivir una lenta agonía pues son empujados a ese vacío sin que gritos o llantos hagan eco dentro de él.

Ehrimanes siempre elegía primero a los que se atrevían a mirar fuera del abismo, los que quedan atrapados por el terror de la fosa oscura ni siquiera se percataban de lo que sucede a sus compañeros.
Cortar sus cuellos era un trabajo que cualquiera de los espectros podría hacer, pero él insistió en llevarlo a cabo. Era un placer que sólo la vileza de su alma disfrutaba y de la que no parecía hastiarse.

Cada que terminaba por lanzar al último de los humanos, su mano derecha siempre quedaba cubierta por sangre, la cual probaba sólo por instinto, ya no por necesidad. Tras el trato que hizo con el dios guerrero de Merak se había adaptado bien a su actual cuerpo, mas algunas costumbres se encontraban demasiado arraigas en su ser como para abandonarlas.
— De no ser porque necesitamos a cada uno de estos humanos yo mismo habría devorado a un par de ellos —admitió en voz alta, siendo sólo una persona capaz de escucharlo.

Sennefer, Patrono del Zohar de Esteropes, permaneció en estado de meditación, levitando sobre el extenso abismo. Frente a él, el Cetro de Anubis irradiaba un aura maligna al servir de intermediario entre las fuerzas que circulaban dentro de la fosa y su propio ser.
El cuerpo del Patrono presentaba severas heridas en el pecho y espalda, las cuales cicatrizaron en forma de duras escamas negras. La batalla que libró contra el santo de Cáncer dejó mella en él y aún no había podido recuperarse por completo. Tenía el poder para hacerlo pero estaba escaso de suministros, y vaya que necesitaba de todos ellos si deseaba poner en marcha su plan. Sanarse era un lujo al cual se negaba.
Su actual condición no le dejó más remedio que confiarle a Ehrimanes ciertas tareas. Pese a buscar una misma meta, siempre ha esperado una traición de su parte, por lo que se encontraba demasiado extrañado de que él le hubiera salvado la vida cuando bien pudo dejarlo desaparecer.
Eso no hizo que confiara más en él, por el contrario, se preguntaba qué buscaba realmente, ¿por qué no aprovechó la oportunidad para poder reclamar todo lo que poseía y apropiarse de ello?
— Quizás puedas ahorrarte el ayuno y terminar con todas las vidas que hemos recolectado. Ya no hay diferencia… — musitó Sennefer sosegado.
— ¿Qué quieres decir? —cuestionó Ehrimanes, permaneciendo a la orilla de la fosa oscura.
— Me es claro que —respondió el Patrono, mirando fijamente el Cetro de Anubis—, ni aun cuando pudiéramos disponer de la vida de todos los seres humanos que quedan en el planeta seríamos capaces de completar el ritual.
— ¡Es imposible! ¡Yo lo he visto! ¡Sucederá! —Ehrimanes insistió, alterado por las palabras de Sennefer—. El futuro no ha cambiado —aseguró.
— Ustedes los videntes no tienen remedio —Sennefer dijo con desenfado—. Fuiste capaz de predecir todas las muertes de la última batalla, mas no que el santo de Cáncer presentaría un problema —le recordó con cierto reproche—. Su participación fue inesperada, y su acción toda una sorpresa — añadió, palpándose un instante las cicatrices en su pecho—, por ello el Cetro de Anubis perdió una gran cantidad de su energía almacenada. Sin ella no seremos capaces de invocar la Corona Oscura de Sokaris.
Ehrimanes reprimió un gruñido. Aun con las habilidades del dios guerrero de Merak, no era capaz de ver todas las rutas del tiempo como creyó que lo haría. La lectura del futuro era cada vez más inestable, pero sin importar qué voluntades estuvieran trabajando ahora sobre el destino, todavía era capaz de verlo: la Corona Oscura en el cielo cumpliendo su fin.
Aunque la observación de Sennefer marcaba en los planes una grieta tan amplia como aquella a la que habían alimentado con vidas humanas los últimos días, debían encontrar una solución. Estaba seguro de que el señor Avanish se negaría a volver a brindarles tal cantidad de poder, además ya había hecho mucho por ellos al abrir una puerta hacia el Abismo, la cual se habían encargado de engrandecer. Faltaba una pieza para ver cumplido su proyecto especial, ¿pero cuál?
En ello pensaba Ehrimanes con una clara frustración en su rostro hasta que escuchó a Sennefer reír quedamente.
— ¿Qué es lo que te resulta tan gracioso? —cuestionó el demonio usurpador de cuerpos.
El Patrono habló sólo hasta que se saciaron sus ganas de reír—. Trataba de pensar en dónde encontrar una fuente de vida que pudiera ser capaz de abastecer el ritual, y entonces vino a mí un rostro… un chico que hace tiempo llamó mi atención —explicó con tranquilidad—. “Mucha vida” dijo mi antiguo sirviente durante la agonía que le provocó probar su sangre en aquella ocasión. Esa esencia habría terminado matándolo de no haber intervenido, pero me es claro que ese muchacho cuenta con una fuerza vital tan pura como para destruir a alguien de nuestra estirpe. Me pregunto si será un caso único o todos los Santos poseerán dicha cualidad.
— ¿Un Santo? —Ehrimanes repitió, sumergiéndose en un corto trance, como si tal palabra hubiera servido como pista hacia una visión, una llave que desveló un camino hacia la respuesta correcta.

Sennefer vio cómo su colaborador, sin dar explicaciones, se dejó caer al suelo, sentándose para cerrar los ojos, obligándose a dormir para viajar por los sueños, no a uno futuro sino pasado.
Dejó que sus sentidos fluyeran a través del reino de Morfeo, buscando en el tiempo aquellas visiones que involucraron a los Santos de Atena hasta encontrar la clave. Jamás imaginó que sería Engai, Patrono de la Stella de Fortis, quien le concediera una solución.
Ese secreto que el finado Patrono guardó por tanto tiempo y por el que murió, era la pieza que necesitaba para ver cumplido su deseo. Aquello que uniría el ahora con el mañana que anhelaba.
Fue menos de un minuto para Sennefer en que Ehrimanes se ausentó de este mundo y volvió, abriendo los ojos con una clara hilaridad.
— Es único —musitó Ehrimanes, levantándose y mirando a Sennefer con complicidad pese a que éste desconocía su descubrimiento.
— Y Engai lo sabía… No puede ser una coincidencia, sino destino. Ese Santo del que hablas nació para esto, ahora lo sé —prosiguió con una sonrisa siniestra.
— Me mostraría igual de entusiasmado si compartieras conmigo tu descubrimiento. ¿Pero qué podría venir de alguien como ese mago trastornado? —Sennefer desconfió.
— La pieza faltante para invocar la Corona Oscura de Sokaris —el demonio explicó, pensando en su siguiente movimiento—. Estoy seguro, la vida de ese Santo equivale la de millares, incluso sobrepasa la cantidad que requieres para tu magia, Sennefer.
— ¿Qué dices? —el Patrono cuestionó, incrédulo—. ¿Cómo puede existir alguien así en este mundo?
— Son cosas de shamanes que seguramente entenderás mejor que yo, pero el por qué no es lo importante, sino lo beneficioso que resulta para nosotros. —Ehrimanes señaló la fosa oscura.
— Tendrás que tomarte el tiempo para explicármelo —dijo Sennefer, aún sospechando de las palabras de Ehrimanes—. Sin embargo, aunque estés muy seguro de tu hallazgo temo que deberás aguardar hasta que el santo de Géminis haga su movimiento en el Santuario. Una decisión abrupta de tu parte y podrías arruinar el ritual entero, por lo que no permitiré que vayas allá antes de tiempo. Además, esa fue la orden del señor Avanish.
— Ja, ¿hasta cuándo vas a fingir lealtad a ese hombre? —se mofó Ehrimanes.
— A diferencia de ti, bestia irracional, no tengo la necesidad de fingir pues mi convicción es auténtica —Sennefer aclaró con el ceño fruncido—. Soy leal a Avanish, lo respeto por quién es y por lo que hizo por mí. Es cierto que sólo soy una pieza para lograr sus fines, pero gracias a ello es que he podido desplazarme por el tablero de juegos buscando mi propia meta… una en la que él no piensa intervenir, ese fue nuestro convenio.
— Me es difícil de creer, ya que sin importar quién es ahora alguna vez fue un shaman, uno de nuestros enemigos más férreos— Ehrimanes agregó con cizaña—. Tal vez esperaba que murieras antes de llegar a tanto… quizá aún lo espere.
— No intentes utilizar tu lengua de serpiente contra mí —Sennefer advirtió con rostro serio—. Admito que en un tiempo me cuestioné lo mismo, pero estoy convencido de que dejará que esto suceda. Aunque yo he sido el arquitecto, él ha beneficiado el ritual desde el principio—explicó, mirando el cetro del que se desbordaba la oscuridad que llenaba el vacío bajo sus pies—. Je, pero aunque llegara a arrepentirse será demasiado tarde —aclaró con una cínica sonrisa cruzando por sus labios—. Este mundo ya es nuestro.






Capítulo 51
Oscura rebelión. Parte I

Grecia. El Santuario de Atena. Templo Principal.

Leonardo de Sagita permaneció con una rodilla en el suelo y el rostro agachado tras haberle informado al Patriarca la primera de dos noticias nada favorables para el Santuario.
El Patriarca, alejado del trono y manteniéndose de espaldas al joven que aguardaba al pie de las escalinatas, rompió el silencio al volverlo a cuestionar.
— ¿Ninguna persona? ¿Ningún rastro?
— Ninguno —el santo respondió cabizbajo—. La Isla Neo Andrómeda se encuentra totalmente desierta. Encontramos indicios de lucha y resistencia, pero ningún sobreviviente, ni siquiera cuerpos —explicó, recordando con frustración las viviendas abandonadas y las manchas de sangre en algunas paredes y pisos.
Días atrás Leonardo partió junto al santo de Cerbero a la Isla Neo Andrómeda por petición del Patriarca. Allí esperaban hacer contacto con el santo de Andrómeda, pero cuando arribaron a la pequeña comunidad no encontraron nada más que animales e insectos habitando las moradas de personas que claramente fueron desalojadas por la fuerza.

Tras el primer enfrentamiento entre los Patronos y los Santos en Egipto, Shiryu puso al tanto de la situación a Shun de Andrómeda, decidiendo que éste mantendría su posición hasta esclarecer las intenciones de los nuevos enemigos.
Justo antes  del altercado suscitado en la Atlántida, Shiryu perdió toda comunicación con él, por lo que decidió enviar a dos santos a sus dominios y averiguar la razón, imaginando lo peor. Sin embargo, el reporte que ahora recibía era mucho más extraño.
Él mejor que nadie sabía que el santo de Andrómeda era un guerrero de notable poder y que estaría dispuesto a morir en batalla en vez de rendirse. No dudaba que si los Patronos fueron los autores de su desaparición habría muerto con tal de defender a la gente que protegía en aquella isla, pero ahora todos ellos habían desaparecido…
Primero Hyoga, después Kiki y ahora Shun… ¿Estaban muertos? No. Algo en su ser le decía que estaban vivos, pero le aterraba pensar en qué predicamento podrían encontrarse.

— Y hay algo más, Patriarca —se aventuró a decir Leonardo, aún ante el silencio del Pontífice—. Usted ordenó que todos los Santos activos se reunieran en el Santuario, sin embargo, dos de ellos no volvieron sobre sus propios pies.
Shiryu se giró un poco, temiendo por los nombres que debería mandar a poner en una lápida en el cementerio.
— Los Santos de Plata Ekaveer de Loto y Sameer de Pavo, fueron encontrados sin vida. Sus cuerpos ya están siendo preparados para su debido entierro.
— Ekaveer y Sameer, hermanos no sólo de entrenamiento sino también de sangre —recordó Shiryu a ese inseparable par.
— Es imposible precisar quién los ejecutó, pero los restos se encontraban en un estado de descomposición que coincide con las fechas de su último reporte —añadió el Santo de Plata.
— Hace tres años me solicitaron permiso para partir y entrenar por su cuenta. —En su mente Shiryu recreó el instante en que Ekaveer, el hermano mayor, pidió tal favor pues su anciana madre estaba pasando por sus últimos días—. Recuerdo que regresaron a su pueblo de origen, en la India. Poco tiempo después pidieron quedarse allá y ayudar a su comunidad pues pasaban por momentos de gran necesidad.
El santo de la Flecha afirmó al asentir con la cabeza. — Los mismos aldeanos nos dijeron que todo estaba en paz gracias a ambos, y por largos meses se mantuvo así. Pero cierto día abandonaron la aldea para perseguir a un asesino que otras comunidades reportaron que merodeaba por el bosque, siendo esa la última vez que los vieron con vida.
— Hay pocas personas en este mundo que podrían eliminar a dos santos de plata —analizó el Patriarca—, la mayoría está aquí o son nuestros aliados, el resto…  —se abstuvo de terminar la frase.
— Desconocíamos la existencia de los Patronos hasta hace poco, pero tengo entendido que han estado años moviéndose en las sombras, quizá nuestros hermanos tuvieron la desgracia de toparse con ellos— Leonardo supuso—. Los pueblerinos no reportaron su ausencia pues entienden la importancia de los Santos en el mundo y creyeron que simplemente habían regresado al Santuario o se marcharon a cumplir otra misión. Fueron nuestros hombres quienes encontraron sus restos varios kilómetros hacia el noreste de la aldea.
Shiryu calló unos largos segundos antes de decir—: Sólo estamos dando pasos en la oscuridad, siendo el telón que nuestros enemigos han utilizado para mantenerse ocultos todo este tiempo… pero ya no más. Buscaré en la luz de las estrellas las respuestas que se necesitan.
Leonardo alzó la vista con preocupación.— Pero Patriarca, ¿no es usted quien ha dicho que Atena no ha respondido a su llamado?
— Es verdad. Desde aquí mi voz no ha alcanzado los oídos de nuestra diosa, pero desde Star Hill todo podría ser posible —explicó, dudando un poco de su propia idea.
Aunque Star Hill era el lugar más apropiado para desvelar los misterios que traerá el futuro de la Tierra y conectar un alma a planos de existencia superiores, nunca se puede saber con exactitud el tiempo que se demorará en ello. Podría ser una noche, un día, dos semanas o incluso más.
Entrar en meditación en este tiempo de crisis no era sensato, pero al mismo tiempo podría ofrecerle una solución.
— ¿De verdad está considerando subir a Star Hill? —se aventuró a preguntar el joven Santo de Plata, sintiendo por adelantada la ansiedad que le provocará la ausencia del Patriarca.
— Hasta ahora mi estancia en el Santuario no ha beneficiado a nadie —dijo con cierta ironía—. Pero será mejor que lo mantengamos en secreto. ¿Puedo contar contigo, Leonardo?
— ¡Po-por supuesto, Patriarca! —se apresuró a decir.
— Mientras menos personas sepan de ello será mejor —ordenó—. Necesito que hagas algo más por mí. Busca al santo de Pegaso, él deberá tomar mi lugar durante mi ausencia.



El Santuario de Atena. Octava casa del Zodiaco.

Calíope de Tauro prendió una a una las velas dentro del Templo de Escorpión que, parece, el viento apagó desde su última visita.
Valiéndose de simples cerillas llevó a cabo la tarea con suma tranquilidad y concentración, tanta que ni siquiera percibió el paso del tiempo. Para cuando terminó, el ocaso pintaba ya de colores anaranjados y rosados el cielo sobre el Santuario.

La amazona se puso de pie, mirando el camino de velas encendidas por el que retrocedió hasta encontrar cobijo en una apartada esquina del Salón de Batallas. Su espalda se deslizó por el muro hasta que sus posaderas tocaron el suelo y allí permaneció sentada.
Bajo su máscara de oro ella cerró los ojos, sólo para que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas. Al sentirlas en su rostro se molestó consigo misma. Creía que ya había llorado lo suficiente, ni siquiera en el servicio funerario permitió que pasara, pero en cuanto se encontraba sola sus sentimientos salían de su cuerpo en esa forma.
¿Lloraba por su ausencia o por lo que sus decisiones en el pasado le privaron? Es lo que su conciencia le cuestionaba con dureza.

Los dos tuvieron un pasado en el que se animaron a tener una relación, una elección libre en el Santuario, cierto, pero aún no muy bien vista por todos. La Amazona temió el perjuicio de los demás, por lo que jamás se permitió vivir tal amor con plenitud.
Nunca tuvo el valor de mostrarle su rostro y por un tiempo estuvo bien. Fue ella quien decidió frenar lo que había ocurrido y pretender que no sucedió, después de todo no pasó nada imperdonable.
Souva intentó convencerla de lo contrario, pero Calíope fue inflexible al respecto y le prohibió siquiera volver a mencionarlo. Ella rompió el corazón del santo de Escorpión aquel día, y en pago él se llevó consigo el corazón de la amazona de Tauro al otro mundo.

— Dicen que las lágrimas limpian el alma, por lo que no deberías avergonzarte de las tuyas, Calíope —escuchó inesperadamente de alguien.
Esa voz la tomó desprevenida, pero logró ocultar su sobresalto y mantenerse en su sitio. El santo de Cáncer estaba allí y la miraba fijamente.
— Kenai —la mujer pronunció su nombre, algo desconcertada—. Veo que al fin despertaste. Ya era hora, tenías preocupados a todos.
El santo de Cáncer llevaba encima su cloth de oro; ni un rastro de cansancio o enfermedad acompañaban sus pasos. Caminó por el lugar, contemplando los cirios a su paso hasta que se situó junto a Calíope, e imitándola se sentó a su lado para conversar.
— Habría venido antes pero esa anciana fue muy insistente y no me permitió abandonar la enfermería hasta que me comí todas las verduras del plato —dijo con sarcasmo, deseando que fuera sólo una broma, pero en verdad así pasó.
Aun tras el comentario que intentó ser gracioso, se produjo un prolongado silencio que Calíope terminó con una simple pregunta—: ¿Estás enterado?— mantuvo la vista al frente, justo como Kenai.
— Sí —respondió con cierta solemnidad—. No es malo llorar por un amigo —volvió a insistir, percibiendo la congoja que la Amazona se empecinaba en reprimir—. Si yo pudiera lo haría pero soy un shaman, mi vida está tan ligada a la muerte que sé que no es el final y que algún día volveré a ver a todos aquellos que han cruzado el umbral. Tal vez no sea el mejor de los consuelos, pero es lo que me permite sobrellevar estas cosas.
— ¿Acaso tú lo sabes…? —intuyó Calíope tras unos segundos en que lo meditó—. ¿De él y yo…?
— Antes de que incrustes tu puño en mi rostro, déjame defenderme —el shaman dijo, un tanto nervioso—. No puedes culparme a mí sino al alcohol, una de las más siniestras invenciones de los dioses si me permites decirlo. Y Souva era demasiado hablador cuando bebía, he dicho.
— Ya veo… creo que era mucho pedir que pudiera mantener la boca cerrada —Calíope musitó un poco divertida.
— Cuando se dio cuenta de que había hablado de más intentó corregirse y comenzó a idear excusas tontas, demasiado disparatadas —Kenai sonrió, recordando el bochorno del santo de Escorpión—, que yo fingí creerle y de ahí no pasó. Pero, debo admitir que parar cualquiera que los haya visto juntos, ya sea riñendo o cooperando, era obvio que existía algo entre ustedes… Aunque nadie se atrevía a insinuarlo por mera salud —se atrevió a bromear.
— A estas alturas ya no importa quién lo sepa —admitió Calíope tras un corto suspiro—. En ese entonces yo sentía que debía demostrar que las Amazonas podíamos llegar tan lejos como cualquier Santo, y tras lograr algo como obtener una de las doce armaduras doradas creí que era mi deber ser lo más correcta posible, ser alguien ejemplar… dedicada… y por ello… sentí que Souva no tenía espacio con la clase de persona que yo quería ser para el mundo… “El Santo de Escorpión y la Amazona de Tauro”, cuantas habladurías habría por allí… —pausó un instante en que sintió el peso de todas esas situaciones oprimiendo su ser—. Por eso rechacé su amor y reprimí lo que sentía por él —confesó con evidente arrepentimiento—. Discutimos… no recuerdo mucho de lo que le dije ese día pero sí sé que le pedí que siguiera su vida como si no hubiera sucedido nada entre nosotros. Y él lo hizo, volvió a ser el de antes… Je, aunque no sé si para provocarme celos o sólo molestarme— comentó, sonriendo débilmente bajo su máscara—. Que chiquilla egoísta fui... ahora lo sé. Siempre pensé en mí pero jamás me detuve a pensar en lo que él pudiera sentir… Me habría sentido bien si cuando menos me hubiera odiado tras eso pero…aunque los años pasaron, nunca me guardó rencor y respetó mi súplica…
Calíope pausó brevemente por el atragantamiento que le obstruyó el aire—. Tuvo que morir en mis brazos para entender lo mucho que lo extrañaría a él y la vida que pudimos haber tenido juntos si no… —calló, chascando sus dientes con frustración—. Los guerreros de Atena no deberíamos tener permitido albergar esta clase de sentimientos ¿o sí? —cuestionó, deseando una respuesta que tranquilizara el torbellino de emociones que la atormentaban.
Giró el rostro hacia Kenai, mas este mantuvo el mentón hacia el frente y permaneció en completa serenidad.
— ¿Está mal desear venganza hacia el hombre que lo mató?— cuestionó la Amazona, oprimiendo los puños—. En estos momentos siento tanto enojo, tanto odio… hacia mí, hacia él… que no sé qué hacer con este enfado que me hace temblar… sé que no debo sucumbir a estos sentimientos pero yo…
Calíope calló abruptamente cuando Kenai alzó el brazo derecho y lo pasó por encima de sus hombros para estrecharla con hermandad.
— Si Atena hubiera querido guerreros inclementes o sin corazón jamás habría elegido a los seres humanos para otorgarles todas sus bendiciones —dijo el santo de Cáncer, sin dejar de observar el ocaso que enmarcaban los muros del Templo de Escorpión—. La venganza es un fuego que consume todo lo que toca, no cometas imprudencias, pero tampoco te pido que perdones al enemigo. Si en el futuro llegaras a ver al asesino de Souva, que no sea la venganza lo que fortalezca tus puños, sino el deseo por terminar con la labor que nuestro camarada dejó inconclusa. No soy capaz de entender el corazón de  una mujer, pero entiendo lo que es perder a alguien a quien aprecias. —Al sentir que la Amazona no lo castigaría por su atrevimiento es lo que le dio la confianza para no apartar su brazo y proseguir.
— Souva fue de mis primeros amigos aquí— sonrió, recordando gratas memorias—. Cuando llegué al Santuario, sólo dominaba la lengua de mis ancestros, un poco de italiano y un mal aprendido griego— confesó, mofándose de sí mismo—, pero eso no fue impedimento para que Souva quisiera comunicarse conmigo, hacía dibujos y mímicas muy graciosas con tal de hacerse entender.— Pensó en que en su Templo tenía varios guardados por ahí, se prometió buscarlos por mera nostalgia—. Él volvió muy amenos mis primeros días en Grecia y me ayudó con el idioma. Me dio su amistad sin importar las múltiples barreras que nos separaban y por eso siempre le estaré agradecido.
Calíope escuchó con atención, enterneciéndose al imaginar esas escenas como si fueran parte de sus propios recuerdos. —Esa era su cualidad ¿cierto? Derrumbar cualquier barrera con tal de hacer lo que creía correcto… o en su defecto su terca voluntad. —Ella suspiró.
Kenai sonrió todavía más al percibir el cambio en el alma de su compañera. —Él era el rostro amable del Santuario ¿no lo crees? Mientras que Albert se encargaba de  intimidar a los aspirantes para que éstos dieran media vuelta, en su camino colina abajo aparecía Souva, convirtiéndose en el primero en toda Grecia que creía en esos chicos y los hacía regresar. Dime, ¿te gustaría continuar esa labor tan importante?— preguntó a la Amazona, quien giró el rostro enmascarado hacia el santo una vez más.
— Sí —continuó Kenai con cierto entusiasmo—, no podemos dejar que en el futuro Albert ahuyente a todos los chicos nuevos o se lleven una impresión equivocada. Pensaba en tomar bajo mi responsabilidad esa tarea, pero necesitaré ayuda ¿Qué me dices? Cuando todo esto termine, ¿me ayudarás?
— Vaya que sabes decir muchos disparates —Calíope apenas y aguantó las ganas de reír.
— Oye, lo digo en serio. —El santo de Cáncer fingió disgusto, más de inmediato le regresó la alegría a su rostro.

Kenai de Cáncer se levantó y dio unos pasos lejos de Calíope, girándose esta vez con una expresión más centrada y seria. —Aunque antes de eso hay deudas que tenemos que saldar.
— ¿Qué es lo que planeas, Kenai? —inquirió Calíope.
— Creí prudente parar por un momento en este Templo para rendir mis respetos a Souva, ya que lo he hecho debo seguir mi camino. Me dirijo a ver al Patriarca, le pediré permiso para salir del Santuario.
— ¿Qué estás diciendo? —La amazona de Tauro se puso de pie—. Kenai, no hace falta que te recuerde los momentos que estamos viviendo, dudo que el Patriarca te autorice a dejarnos ahora.
— Mi solicitud es por mera formalidad —dijo con gran determinación—, pues mi partida es inminente y él deberá entenderlo —se atrevió a decir—. Tengo el deber de encontrar al Patrono Sennefer y derrotarlo. Me han advertido que él es ahora la mayor amenaza para este mundo… Además, es probable que si doy con su ubicación también encontraremos a su líder.
— Avanish —musitó Calíope con claro rencor.
— Pensaba que querrías venir conmigo.
— Ya sabías cuál sería mi respuesta, ¿o no? —la mujer se apresuró a decir—. Pudiste haberte ahorrado todo lo anterior.
— Tengo mi lado caballeroso, ¿sabes? —el Santo comentó alzando los hombros—. Creí que necesitabas un hombro en el cual descansar la cabeza aunque fuera por un instante. Pero lo que te dije sobre la venganza es cierto. Mi meta no es vengarlo, pero sí continuar con la lucha que él dejó inconclusa y creo que eres tú la persona que más interesada puede estar en ayudarme.
— Confía en ello.

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El Santuario de Atena. Casa de Piscis.

La Amazona de la Doceava Casa se retiró temprano a sus aposentos. Ella no parecía compartir la preocupación por los enemigos que acechaban al Santuario, ni el estrés por el estado de alerta en el que actualmente allí se vivía. Quizá se sentía exenta de cualquier mal o confiaba demasiado en sus habilidades como para saber que, sin importar lo que sucediera en el futuro, saldría airosa y con bien.
Aun con la cloth de Piscis cubriendo su cuerpo y la máscara dorada sobre su rostro, Adonisia disfrutaba de encontrarse frente al gran espejo rectangular que colocó dentro de su recámara.

La habitación no era para nada austera pese a la aspereza de las paredes y el piso de piedra. Había una gran alfombra roja que cubría gran parte del suelo, cuadros de marcos dorados colgando de los muros, una estantería de cedro repleta de libros, una pequeña sala con dos sillones individuales y una mesa circular en la que cualquier visita podría degustar una taza de té, una cama con sábanas púrpuras y un par de burós. Sobre cada estante, repisa y mesa había jarrones con adornos de flores naturales que irradiaban un rocío de frescura perpetua.
Ese era su recinto de confort, donde podía expresar sus pensamientos con libertad sin herir la susceptibilidad de otros.
Había vivido tantos años en soledad, hablando sólo con las corrientes de aire y las rosas que cultivaba que le era difícil contener su voz. Los seres humanos eran complicados, por eso prefería a las plantas, ellas jamás la juzgarían, ni la señalarían a diferencia de sus congéneres, y en ocasiones hasta decían cosas mucho más sabías que el mismo hombre.
Vino al Santuario por consejo de ellas. Le aseguraron que aquí estaba su lugar, pero tras su corta estancia comenzaba a creer que fue una mentira.

Mientras pasaba un cepillo de cerdas negras sobre su cabello azulado, la Amazona se percató de una presencia que no intentó esconderse. Le permitió avanzar y bajar hacia su recinto privado, manteniéndose frente al espejo que reflejaba su imagen de cuerpo entero
— Mientras la mayoría de los Santos y sirvientes pasan a través del Templo de Piscis sin detenerse, eres el primero que decide bajar hasta aquí —Adonisia dijo en voz alta, sin detener el paso de sus manos sobre su cabello—. Me pregunto qué es lo que el renombrado Albert de Géminis tiene qué decirme como para tener que venir en persona y sin anunciarse.
La Amazona observó el reflejo del santo de Géminis, quien permaneció justo en la entrada del recinto.
El Santo peliazul sonrió con cinismo al mostrar cierta caballerosidad y esperar a que se le otorgara debidamente el pase.
— Lamento la inesperada intrusión, no intentaba ofenderte.
— No hay razón para sentirme ofendida. Eres la primera visita que recibo desde que me asenté en este Templo —ella dijo con tono melodioso, mostrando menos etiqueta que su visitante al no dejar su tarea frente al cristal—, por lo que eres bienvenido a entrar en mi morada. Puedes pasar.
El Santo sólo dio un par de pasos en el interior de la recámara, mirando con detenimiento uno de los floreros de rosas rojas, sabiendo que aun detrás de su inofensiva apariencia eran aliadas poderosas de la amazona de Piscis.
— Sí, me he percatado de que no eres demasiado popular entre los habitantes del Santuario… Pero quién soy para hablar así cuando mi persona es catalogada de la misma forma —Albert sonrió con arrogancia.
— Lo he notado —añadió la mujer, quien pese a su despreocupada actitud sabía cada movimiento que el santo realizaba a su espalda—. Aunque parece no molestarte.
— ¿Por qué habría de tomarle importancia? —Albert cuestionó—. Sobre todo cuando existen situaciones mucho más importantes por las cuales preocuparse o sentirse molesto.
— Percibo resentimiento en tu voz —notó la amazona —. ¿Acaso no eres feliz aquí?
— ¿Tú lo eres?
— Mi estancia ha sido corta comparándola con la tuya, he escuchado —ella respondió.
— No arribaste en el mejor momento, me temo —Albert agregó—. El Santuario nació por los designios de Atena para asegurar el orden y la paz en el mundo, siendo de él de donde surgirían los guerreros que defenderían la justicia cuando el mal despertara en cualquiera de sus formas —relató, solemne—… Lamentablemente tan glorioso origen fue perdiendo su esplendor a causa de las interminables guerras santas en las que las almas de los guerreros estaban obligadas a reencarnar sólo para volver a luchar y morir, un proceso que dicen ha jugado a desventaja del Santuario. Pero cuando todo parecía perdido y el Santuario se desmoronaba, se logró el cambio cuando nuestra diosa clavó su lanza en el corazón de Hades y este mundo fue obligado a decidir entre cambiar o perecer —explicó, observando una de las pinturas del lugar que mostraba un lago rodeado por un escenario de fantasía y pureza durante un amanecer—. Los que presenciaron ese acontecimiento afirman que éste es sin duda el principio de la nueva era, el legado de Atena que debemos proteger, un tesoro que es mi deseo preservar… Aunque tristemente aquellos que deben hacerlo no se encuentran a la altura —siseó, en espera de una reacción.
Adonisia tardó en darle una al soltar una risita. —Me agradan las personas que dicen lo que realmente piensan y no temen las represalias. ¿Pero acaso no temes que esto llegue a oídos del Pontífice?
— Existen peores cosas por las cuales debo inquietarme y el Patriarca no es una de ellas.
— ¿Entonces qué es lo que sí te inquieta? ¿A qué has venido realmente aquí, Albert de Géminis? —cuestionó, intrigada.
— Adonisia, tú eres una recién llegada por lo que aún no has sido contaminada por el régimen actual. Tú que todavía conservas una opinión imparcial dime si crees que el Santuario podrá sobrevivir a lo que se aproxima.
— ¿Acaso ves el futuro, Albert? La seguridad en tus palabras me hacen pensar que sí, mas sería injusto responder a ello. Desconozco la fuerza del enemigo que no he enfrentado, así como la de los Santos que han intentado derrotarlos… ¿Crees que el Santuario sería mejor si otras personas estuvieran a cargo?
— Posiblemente — el hombre respondió sin dudarlo.
— ¿Alguien como tú?— la mujer preguntó de manera inmediata.
— ¿Quién mejor que yo?
— ¿Vienes a mí tentándome con la traición? Ni siquiera te conozco como para poder dar una respuesta acertada.
— ¿Qué le debes al Santuario, Adonisia? —Albert deseó saber.
— Lo mismo que a ti, santo de Géminis: nada.
— ¿Entonces por qué no me das la oportunidad de demostrártelo? No sólo con palabras sino con hechos —Albert pidió, conservando su temple.
— ¿Por qué confías tus aspiraciones a mis oídos? ¿Crees que no te delataré?
El Santo avanzó hacia la mujer, deteniéndose hasta quedar justo detrás de ella. —Porque aunque no lo creas tú y yo nos parecemos. Sé que eres una mujer que está dispuesta a  hacer lo que sea con tal de ver cumplidos sus deseos y no sentir remordimiento por ello… ni siquiera por un segundo —le susurró de un oído hacia el otro antes de alargar el brazo y que su mano pasara por encima del espejo, apartando una cortina invisible que lo cubría.
La Amazona contempló cómo el reflejo original del cristal cambió, transformándose en la ventana hacia otro espacio y tiempo, donde reconoció a una joven doncella que cocinaba frente  a un fogón de barro. Su sencillez se delataba en lo descocido de su vestido verde y la falta de calzado que sus pies no resentían al pisar el suave césped.
— ¿Acaso tú…? —Adonisia musitó, atragantada por la impresión de aquella imagen—. ¿Cómo puedes…? —Ver fragmentos de su pasado siendo exteriorizados a la vista de cualquiera la dejó inmóvil y demasiado abrumada.
— No hay nada que puedas esconderme Adonisia, ni tú ni nadie dentro del Santuario. Afirmo nuestra afinidad por lo que sé de ti… lo que ocultas y atesoras.
— De-detente —Adonisia alcanzó a musitar con cierto temor, justo cuando se ve que la chica del espejo fue acorralada por un grupo de campesinos—… No tienes ningún derecho… Basta… No lo veas. —Sus manos temblaron con descontrol hasta que cerró los puños con fuerza. Una parte de sí sabía que se trataba de un truco, una ilusión, ésa era una de las fortalezas del Santo de la casa de Géminis, pero el ultraje de recuerdos tan privados la dejaron indefensa. No era capaz de dejar de mirar, ni de moverse. De pronto su propia imagen volvió a aparecer en el espejo interponiéndose sobre los recuerdos, pero no lo suficientemente nítida como para cubrir en su totalidad los sucesos de aquel nefasto día.
— No te… atrevas a mirar —advirtió, intentando conservar la calma, pero poco a poco la ira rechinaba en sus dientes —. No me mires… ¡No!
Aspiró aire con brusquedad al ver que en su propio reflejo la máscara de oro comenzó a quebrarse. Aunque pegó sus manos sobre la careta ésta no dejó de cuartearse y desmoronarse entre sus dedos.
— Esa no soy yo… ¡No soy yo…! ¡Soy hermosa! ¡Hermosa! —gritó, exasperada.
Trozo por trozo gimió, como si fuera su propia piel la que se le cayera del rostro, mientras el espejo mostraba el movimiento de innumerables lianas espinosas que envolvían a personas de caras ensombrecidas, atrapándolas como pulpos a sus presas.
La sangre brotaba del espacio en que las espinas se hundían en la carne, envolviendo a todos en ataúdes de raíces de las que florecían hermosas flores blancas. La pureza de sus pétalos duraba poco, pues entre los lamentos y forcejeos de las víctimas comenzaban a teñirse de rojo.
Desenmascarada, ni sus manos, cabello o las mismas sombras del entorno evitaron que Adonisia contemplara el rostro que la perseguía en sus peores pesadillas.
La Amazona dejó escapar un grito de frustración y cólera tan sonoro que el cristal delante de ella se hizo añicos, así como la habitación misma.
El alarido se prolongó hasta que se quedó sin aire, inclinando el cuerpo hacia el frente, respirando de manera agitada y rabiosa.
Ignoró el espacio oscuro en el que se encontraba, pero sabía que no estaba sola en aquella dimensión.
— ¡Tú! —Adonisia habló con gran resentimiento — ¡Has visto mi rostro y por ello…! ¡¿Sabes lo que significa, cierto?! —añadió, permaneciendo de espaldas a la silueta del santo de Géminis.
— Sé que lo intentarías aun cuando no existiera esa ley entre las Amazonas, pero mi intención sigue siendo que no nos convirtamos en enemigos —explicó el santo de Géminis, hilarante—. Ya que yo compartí un secreto contigo era justo que me permitieras conocer uno tuyo.
— Mordaz y cínico… podríamos haber sido buenos amigos —susurró, aún molesta—. Pero esto ha sido imperdonable…
La amazona se volvió hacia el santo dorado, sin molestarse en cubrir su rostro de él.
Albert flotaba en la distancia, mirándola fijamente sin que alguna expresión de repulsión o fascinación fuera clara en su ceño. —Disculpa el mal que te he causado, pero antes de que hagas algo de lo que te puedas arrepentir, permíteme intentar convencerte de lo contrario.
— ¡¿Crees que me interesa lo que tiene qué decir alguien que va a morir?! —dijo, elevando su cosmos con hostilidad.
— Necesito aliados, Adonisia. El mundo está por sufrir una calamidad y la única manera de que el Santuario sobreviva será a través de mí. Ayúdame y yo sabré compensarte.
— ¡No tienes nada que me interese!
— ¿Eso crees? Las Amazonas son mujeres que viven reprimiendo su propia naturaleza, es la ofrenda dada a Atena para que les permita formar parte de su reino. Así son educadas, pero tú que te desarrollaste como guerrera lejos de este ambiente aún posees cierta vanidad hacia tu persona —comentó Albert, sin temor —. Es por ello que sé qué ofrecerte a cambio de mi vida y de tu lealtad. Es cierto que no me debes nada, ni al Santuario, así que para ganar tu favor hay algo que puedo hacer por ti. —Con un movimiento de su mano, los trozos de la máscara dorada de Piscis emergieron de la oscuridad, reuniéndose por encima de los dedos del santo de Géminis para armarse una vez más. Su estructura metálica comenzó a suavizarse hasta transformarse en un pequeño espejo que sólo enmarcó el rostro de la amazona.
Adonisia lo sintió como una burla y estuvo a punto de atacarlo, pero se detuvo al ver que en él se reflejaba su mayor anhelo. Fue un momento de duda que en batalla cualquiera habría aprovechado para herirla, de ello se percató al salir del embrujo que entró por sus ojos.
— Me advirtieron que eres un maestro en espejismos, ¡¿crees que me rebajaría a hacer un lado mi honor sólo por una máscara de ilusiones?! —cuestionó.
— Eres tú quien ha vivido todo estos años atrapada detrás de una mentira. Te ofrezco una realidad —prometió—. Cuando tome posesión del Santuario tendré acceso a todos sus tesoros, y entre ellos se encuentran maravillas que bien podrían serte de utilidad.
— ¿”Maravillas”, dices? ¿Qué le impediría al actual Patriarca compensarme con una de ellas si le entrego la cabeza de un traidor como tú?
— Ja, ¿crees que el Patriarca premiaría a una asesina sin escrúpulos? No Adonisia, pese a que el Patriarca es un hombre de corazón blando jamás perdonará el asesinato de inocentes, sobre todo de niños…
Adonisia permaneció callada, tocándose la frente como si así pudiera defenderse de la intrusión a sus pensamientos.
— ¡¡Sal de mi cabeza!! —exigió.
— Es cuestión de tiempo que se entere de la verdad, todos sospechan de ti… Has tenido suerte de que por la situación actual estén ocupados en situaciones más importantes, incluso que la misma diosa Atena no haya ejercido su juicio sobre ti —le recordó—. Pero tarde o temprano harán preguntas más insistentes sobre ese rosal que el santo de Leo y la amazona de Perseo vieron en tu antiguo hogar. ¿Qué planeas hacer entonces?
— ¡Lo merecían! —repitió, como solía hacer cuando las pesadillas la embargaban y su propia conciencia la atacaba.
— ¿Las mujeres y los niños también? Vaya que eres cruel. ¿Y qué me dices de Hilda de Polaris? ¿Merece que le mientas sobre el tratamiento de su esposo? —Albert rio—. Te aseguro que nada de eso te será perdonado.  Mas insisto en que no estoy aquí para juzgarte, me importa poco tu pasado mientras decidas concederme tu futuro.
Un chasquido de dedos bastó para que la oscuridad se desvaneciera y de nueva cuenta el entorno se transformara.

Adonisia percibió que el cosmos del santo de Géminis dejó de ejercer presión sobre su psique. Todo lo anterior había ocurrido sólo en su mente, lo supo al encontrarse a sí misma frente al espejo y aun sosteniendo el cepillo contra su largo cabello. La máscara jamás fue removida de su rostro, lucía intacta y resplandeciente.
Albert se encontraba de pie en medio de la habitación, aguardando una respuesta.

De nuevo los guerreros de Atena se miraron a través del reflejo del inmenso espejo.

Adonisia enlistó sus opciones y organizó bien sus ideas. Albert de Géminis era un total canalla y ahora lo comprobaba. Iniciar un enfrentamiento con él llamaría la atención en el Santuario y enseguida vendrían los curiosos que terminarían por ayudarla… Aunque desvelar la futura traición de Géminis dejaría al descubierto sus propias acciones y ello tendría consecuencias.
— En eso tienes razón, ambos perderíamos mucho —musitó Albert para desagrado de Adonisia, quien había olvidado por breves instantes que su mente no tiene defensa contra él—. Sin embargo, ¿a quién terminarían ayudando? ¿Al respetable alumno del Patriarca o a la forastera de dudosos principios?
— ¿Aceptarías el riesgo? —la mujer preguntó desafiante.
— Si no estuviera convencido de ello no me habría atrevido a venir hasta aquí y revelarte mis intenciones tan cerca de la morada de nuestro Pontífice— aseguró, irreverente.

La Amazona guardó silencio, intentando cerrar su mente y tomar la decisión correcta. Fue un largo silencio que terminó cuando ella dejó su cepillo sobre el fino tocador.
— Sí que eres un hombre osado —dijo—…  Dispuesto a todo con tal de vencer y de imponer su voluntad por encima de la de los demás. Tienes poder y sabes cómo usarlo contra las personas. —Dejó escapar una ligera risita—. ¿Pero seré yo una buena colaboradora? Creo que te precipitaste al venir aquí, seguro que hay alguien que informará de este encuentro tan íntimo— dijo, avanzando hacia el santo de Géminis con un seductor caminar.
La Amazona pegó su cuerpo contra el de Albert, fingiendo abrazarlo como lo haría con un amante para susurrarle de cerca—. Hay alguien que me vigila desde que llegué al Santuario, no sé si por órdenes superiores o por deseo propio.
— ¿Es eso cierto? —Albert cuestionó con indiferencia y sin rechazar el acercamiento.
— Temo que sí. Pretendo que no me doy cuenta de su presencia para no incomodar a nadie ni atraer más la atención sobre mí… ¿No crees que pudo haber escuchado tu discurso?
— ¿Te refieres a esta espía? — Albert preguntó, dando una señal con sus dedos para que alguien más entrara a la habitación.
— Impresionante —dijo Adonisia al ver a la amazona de Perseo hacer una ligera inclinación de cabeza para demostrar su sumisión.
— No debes preocuparte por ella, está de nuestra parte —dijo Albert, sosteniendo la barbilla de Adonisia con su mano—. Como ves tengo todo bajo control.
— Parece que sí… Impresionante en verdad —volvió a repetir con cierta admiración.
— Esto no es nada comparado con lo que está por venir —Géminis aseguró—. Pero aún hay muchos cabos sueltos con los que deberemos lidiar. ¿Estarás conmigo? —insistió, por última vez.

Adonisia retrocedió sólo para sentarse en el cómodo sillón de su estancia, invitando a Albert a que tomara el asiento vacío. — Cuéntamelo todo, y ya veremos si termino por darte el “sí”.

* / * / * /

Ciudad de Meskhenet, Egipto.

Tomará años de trabajo para que la ciudad de Meskhenet recobre su anterior gloria. Eso lo sabía el pueblo del desierto y trabajarían arduamente sin dejarse llevar por la desesperación o la apatía.
Todos dedicaban sus días a devolverle la vida al sueño de su anterior Faraona y preservar el legado que les dejó. El Chaty* que gobernaba había actuado bien, y con el apoyo incondicional de los Apóstoles todo permaneció en armonía.

Ni Assiut ni otro de los Apóstoles bajaban la guardia ante las posibles amenazas. Sabían que Sennefer era un mal que permanecía en el mundo y que tarde o temprano volvería con la intención de terminar lo que empezó, esa fue su advertencia. El Apóstol Sagrado de Horus era el más consciente de ello, y el más deseoso de volver a enfrentarlo.
Esa bestia había asesinado a su padre hacía tantos años, pero era una pesadilla que constantemente resaltaba en sus sueños; con mayor frecuencia desde que reapareció en la capital y acabó con la vida de la Faraona.
En varias ocasiones estuvo por marcharse, esperando encontrar su rastro, mas el Chaty le ordenó permanecer en Meskhenet y proteger al Príncipe, una orden que no se atrevía a desobedecer.

Aprovechó el tiempo para sanar su cuerpo y fortalecer su ka. Hasta que su alba sagrada fue reparada es que recibió una inesperada noticia de su propia madre: el príncipe Atem deseaba verlo. Después de tanto tiempo al fin el legítimo heredero al trono le permitiría unas palabras.
Desde la invasión de Sennefer, el Príncipe se había recluido en sus aposentos, donde era visitado sólo por poca servidumbre y el mismo Chaty. Assiut intentó verlo muchas veces, pero su solicitud siempre fue negada por boca de terceros.

El Apóstol Sagrado de Horus acudió a toda prisa, avanzando por los reconstruidos muros del palacio, saliendo a los jardines reales y andando hasta topar con la orilla del Nilo.
La presencia de los guardias reales en la zona lo alertaron de que estaba cerca, hasta Osahar, Apóstol Sagrado de Anubis, estaba allí.
Intercambiaron un breve saludo antes de permitirle el paso hacia la barcaza real que se encontraba atada al muelle. El príncipe aguardaba en la proa, mirando cómo desaparecía el sol en el horizonte anaranjado.

Al verlo de espaldas sintió que no se trataba del mismo niño entusiasta y alegre que una vez fue. Pese a que su exterior era el mismo, lo ocurrido le había dado un nuevo porte y actitud hacia el mundo, pero… ¿será para bien?

Assiut ahora sabía que el Príncipe era el avatar del dios Horus en la Tierra. ¿Podría ser que ya era consciente de su propia reencarnación? ¿Cómo debía dirigirse a él ahora? ¿Estará resentido con la humanidad por la tragedia suscitada? Supuso que lo averiguaría pronto.

— Majestad — dijo Assiut al bajar la rodilla al suelo de madera. El Apóstol esperó algún saludo o instrucción antes de proseguir, mas el Príncipe no le dirigió ni siquiera la mirada.
— Me alegra que se encuentre bien de salud y agradezco que me permita estar ante su presencia —intentó quebrar el silencio, pero éste prosiguió.
Assiut se dispuso a hablar tanto como pudiera, por lo menos para obligar al Príncipe a decir algo, aunque fuera una orden para que callara.
— Deseo que sepa... que en verdad lamento mucho lo que sucedió con sus venerables padres —expresó la mayor de sus congojas—. Si yo fuera más fuerte.... si yo hubiera actuado con mayor rapidez, usted nunca habría tenido que sufrir esta tragedia —añadió, avergonzado—. Dedicaré toda mi vida a servirle, como ha sido desde el principio... Mi vida es suya a partir de hoy. No importa qué necesite de mí, yo obedeceré sin ninguna vacilación y derrotaré a todos sus enemigos, nadie nunca volverá a hacerle daño —juró.
Assiut no se percató, pero el príncipe Atem movió un poco la cabeza para aguzar el oído.
— Quizá sea una osadía de mi parte decirlo pero, yo sé cómo debe sentirse —se animó a seguir—... También perdí a mi padre a manos de ese espectro y verlo así me destroza el corazón... Es como ver un reflejo de mi pasado… usted no recuerda esa lastimosa versión de mí, era tan pequeño… Por lo que se lo suplico, no permita que su luz se apague, no se deje vencer por la tristeza como yo lo hice... usted y la Faraona me salvaron cuando me vi sumido en esa oscuridad y no sé si yo podré regresarle el favor, pero déjeme intentarlo... Se lo pido por lo más sagrado, permítame estar a su lado como antes. Como debe ser siempre —dijo, cerrando los ojos e inclinarse más en nombre de su petición.

Assiut no pudo hablar más, sentía que estaba ofendiendo al dios de sus antepasados y que su lengua ya había sido lo suficientemente insolente.
Escuchó pasos del Príncipe aproximándose. Quedó a la expectativa, sin poder alzar el mentón. Un temor indescriptible se apoderó de él, desvaneciéndose cuando notó que el Príncipe  se acuclilló delante suyo para hablar.
— Assiut, es la primera vez que me hablas de esta manera tan formal—el Príncipe Atem dijo con voz cálida—. ¿Es porque voy a ser Faraón? No lo hagas, se siente extraño, no me gusta.
El Apóstol alzó la vista de inmediato, sosteniendo la mirada apacible de Atem.
— Y tampoco tenías que decir todas esas cosas… yo… No estoy enojado contigo si eso es lo que crees —Atem aseguró, afligido—. Lo siento, lamento si te hice que te preocuparas, de verdad.
Las expresiones y reacciones del Príncipe no eran las de  un desconocido, se trataba del mismo chico al que ha visto crecer y al que ha acompañado toda su vida. ¿Acaso sus pensamientos estaban errados? ¿El dios Horus regresó a su sueño milenario?
— No tenías por qué decir todas esas cosas —Atem pidió, con ojos vidriosos—… Jamás podría culparte de lo que le sucedió a padre y madre… Sé que todos hicieron su mayor esfuerzo… Todos… excepto yo.
Assiut notó cómo el Príncipe cerró las manos con fuerza sobre su rodillas. —Es culpa mía, lo sé… ese hombre vino por mí —musitó al borde del llanto, pero sin permitirse derramar ni una lágrima más—. Yo soy la razón por la que todo esto sucedió… y no pude hacer nada… Ojalá fuera tan fuerte como tú… pero no lo soy, y por ello no podía enfrentar al pueblo… no así… sentía tanta vergüenza… yo… No quiero defraudarlos, ni a mis padres… ni al Chaty, mucho menos a ti…
— Atem… ¿Acaso no recuerdas que… tú…? —Pero el Apóstol calló en cuanto descubrió que el Príncipe no recordaba nada de lo que hizo cuando Meskhenet estuvo a punto de ser destruida.
Si el Chaty y los sacerdotes no se lo habían revelado entonces él tampoco; existía una razón y él respetaría eso. Supuso que informarle que era la reencarnación de un dios sería una carga pesada e insoportable de llevar en estos momentos… por lo que decidió guardar el secreto también, por lo menos hasta cuando Atem estuviera listo.

Assiut soltó un respiro de alivio, tras el cual sonrió un poco. —De verdad me tenías muy preocupado, pero parece que sigues siendo tú mismo —se le escapó decir.
— ¿Qué dices? —el Príncipe preguntó, sin entender el verdadero alivio del Apóstol.
— Atem, debes apartar esa clase de pensamientos de tu mente —Assiut le pidió—. Nadie en Egipto te culpa ni te guarda resentimiento, es más, todo el pueblo está desconcertado por tu ausencia y preguntan constantemente por ti —explicó—. Extrañan ver al chico que le gustaba navegar por el Nilo y comprar dátiles en el bazar. Ellos esperan verlo de nuevo y tener la seguridad de que la semilla que dejó nuestra Reina aún vive y hará que todo florezca de nuevo. Quizás no lo entiendas pero eres la esperanza de estas personas, por lo que no debes ocultarte más, no estarás solo, nunca lo has estado.
El Príncipe desvió la mirada, un poco abochornado al pensar que tantas personas se preocupaban por su bienestar.
— Quiero ser un buen Faraón… la gente de Meskhenet lo merece. Confío en que el Chaty me ayudará a ser un gobernante digno y que tomará tiempo pero, hay algo que yo necesito pedirte Assiut… —confesó con algo de inseguridad.
— Hace un momento te juré que haría cualquier cosa que necesitaras de mí —le recordó, intrigado por escuchar su petición—. Puedes decirlo.
El joven Faraón asintió, irguiéndose y dejando al lado muchos de sus miedos para que un tono firme cubriera su voz. De nuevo su ser envestía una madurez prematura con la que daría su primer orden no-oficial como gobernante de Meskhenet.
— Assiut, Apóstol Sagrado de Horus —dijo con solemnidad al sirviente quien mantuvo la rodilla en el suelo todo el tiempo—, te pido que vayas en busca de Sennefer y lo detengas.
El joven Apóstol se mostró asombrado ante la inesperada situación.
— Es un fantasma del pasado de nuestro pueblo, por lo que es nuestra responsabilidad darle un final — el joven gobernante prosiguió, girándose hacia el horizonte y vislumbrando algo que sólo él era capaz de ver—, pero sobre todo debemos liberar a todas esas almas que están cautivas bajo su poder. Lo que te pido Assiut es que… ¡vayas y liberes las almas de mis padres! ¡Deseo que puedan descansar en paz!



FIN DEL CAPITULO 51