miércoles, 18 de noviembre de 2015

EL LEGADO DE ATENA - Capitulo 52. Oscura rebelión, Parte II

Grecia. El Santuario de Atena. Gran Biblioteca.

Elphaba, amazona plateada de Perseo, se adentró sola a aquel sitio donde se encontraban almacenados tomos históricos y papiros antiquísimos. La Gran Biblioteca no era un lugar que ella frecuentara, es más, esforzándose por recordar el número de veces que estuvo en ella podría decir que sólo fueron una o dos y en ambos casos fue para entregar un mensaje al custodio oficial del lugar: Giles, santo de plata de la constelación del Reloj.

A diferencia de sus otros compañeros plateados, el santo del Reloj permanecía la mayor parte del día dentro de la Gran Biblioteca, sumergido en la historia antigua, restaurando o traduciendo tomos, preservando y cuidando cada una de las reliquias históricas que allí se resguardaban; asesorando a quienes visitaban el recinto buscando determinada información en libros, e incluso impartiendo clases de idioma a quienes lo necesitaran. “Giles el bibliotecario” lo apodaban, pero en vez de molestarse lo tomaba con agrado y aceptación.

Pero Elphaba no estaba allí para algo que tuviera ver con el santo del Reloj, sino que recibió la instrucción de presentarse ante el santo dorado de Géminis.
Cuando la amazona cuestionó la razón de aquel encuentro, el mensajero dijo desconocerla. Intrigada es que dejó su puesto y viajó hasta allí.

Pese a que el Tercer Templo del Zodiaco estaba por ser completamente restaurado, Albert de Géminis decidió permanecer en la Gran Biblioteca, donde hacía tiempo mandó a construir un aula privada que serviría como su lugar de estudio.
Los santos de Géminis y Reloj compartían el mismo gusto por el saber y la Historia, por lo existía una respetuosa amistad, algo que asombraba a muchos al conocer el carácter del santo dorado.

La Gran Biblioteca era un edificio modesto pero enorme. Al entrar hay una doble puerta que todos deben asegurarse de cerrar. La amplia sala está repleta de estantes, unos detrás de otros que dan la impresión de formar un laberinto, mas en el centro de ella se mantiene un espacio abierto que divide el recinto en dos mitades. Este camino cruza de norte a sur la estancia, marcándola con una alfombra roja de bordes dorados y en el centro se halla un mueble de madera con su respectivo asiento en el que el bibliotecario suele estar para trabajar en cualquiera de sus proyectos y atender a los visitantes.
Elphaba avanzó hacia allá, alzando la vista para contemplar una parte del segundo piso en el que se encontraban algunos de los ejemplares más antiguos del Santuario, así como aulas especiales en las que se resguardaban algunos documentos históricos invaluables que sólo las grandes autoridades del Santuario podían solicitar ver.
Había mucha iluminación por las grandes ventanas que se ubicaban muy arriba en los muros y por los tragaluces en el techo.

Elphaba buscó a Giles, encontrándolo entre aparadores en los que acomodaba algunos libros. El santo del Reloj era un hombre joven de estatura media y delgada complexión, cabello corto oscuro pero con largas patillas cubriendo sus mejillas. Lo que más resaltaba a la vista, omitiendo que no vestía su cloth pese a que se encontraban en tiempos peligrosos, era el monóculo que cubría su ojo izquierdo.

— Elphaba, qué sorpresa verte aquí —dijo él, sin voltear a verla—. Supongo que no es por aprendizaje o lectura. ¿Traes algún mensaje?
— No estoy aquí por eso —respondió ella—. El señor Albert pidió verme, ¿podrías mostrarme el camino? El lugar es enorme y no deseo andar por allí perdida o entrar por accidente a zonas restringidas.
— ¿Albert? —preguntó, guardando silencio un instante—. Ya veo. Últimamente ha recibido a varios santos aquí.
— ¿Sabes con qué motivo? —la amazona inquirió.
— Él es reservado —respondió, caminando por los pasillos con la intención de llevar a la amazona a su destino—. Pese a que nos encontramos con frecuencia aquí y charlamos de cosas triviales, no soy su confidente.
— Es sólo que me pone nerviosa —explicó la joven que portaba la máscara de Medusa—. No somos cercanos y he cruzado pocas palabras con él.
— En el fondo es un buen sujeto —intentó tranquilizarla.
Giles la condujo por la primera planta, llegando hasta el fondo del recinto y deteniéndose frente a una puerta de madera.
— Es aquí— el santo dijo, llamando a la puerta con los dedos.
Un lejano —“Adelante”— fue escuchado por ambos, a lo que fue la señal de Giles para marcharse y seguir con sus deberes.
Elphaba le agradeció y giró el pomo de la puerta. En cuanto se asomó a la habitación escuchó una bienvenida.
— Elphaba, gracias por venir —dijo el Santo de Géminis, quien se encontraba sentado en su silla de terciopelo azul, detrás de un escritorio de caoba oscura en la que había libros ordenados y otros utensilios como plumas, hojas de papel, sellos y un tintero.
— Por favor pasa y toma asiento— le pidió al dejar de leer un documento que seguramente había terminado de escribir minutos antes de su llegada.
Las ventanas estaban cubiertas con cortinas de color tinto, por lo que los candelabros de los muros se encontraban encendidos. Había un alto biombo de madera que separaba con elegancia el espacio de estudio del de descanso.
Elphaba inspeccionó discretamente el lugar, sentándose en la silla en la que se le indicó.
— Sé que tienes tus obligaciones, por lo que prometo ser breve —prosiguió el santo de oro, entregándole toda su atención—. Te preguntarás por qué te llamé.
— Admito que me siento intrigada —Elphaba respondió con honestidad, pues aunque Albert era quien mejor organizaba las defensas del Santuario jamás le había transmitido una orden directa—. Pero dígame, ¿qué es lo que puedo hacer por usted?
— Supongo que estás enterada de la verdadera situación que rodea al Santuario. Hay poderosos enemigos que nos acechan desde el exterior y que en cualquier momento podrían reiniciar la guerra.
— El Santuario se encuentra en alerta máxima y esperando responder cualquier nuevo altercado —dijo la amazona, defendiendo el esfuerzo de sus compañeros.
— Lo sé —Albert aclaró, sonriendo débilmente—. El problema es que no importa cuántos sean los guerreros o la voluntad de los mismos, el Santuario caerá.
— ¿Qué? —la amazona se contrarió—. ¿Cómo puede decir algo como eso? —reprochó, ocultando su sobresalto.
— Porque no sólo tenemos que lidiar con el peligro del exterior, sino también del que se encuentra en el interior. Aquí dentro hay muchos peligros de los que no están enterados. —. Albert la miró fijamente a la cara, donde suponía se encontraban sus ojos, detrás de los parpados sellados de Medusa.
— ¿Se refiere a esos dos niños? —La amazona sabía el secreto, Seiya de Pegaso se lo confió así como a otros dentro de la Orden de Plata—. Sin importar su origen, son seres indefensos que merecen protección. No creo que usted se haya acercado a ellos, de lo contrario sabría que son chicos incapaces de herir a alguien. Me sorprende que un hombre como usted juzgue de esta manera.
— Ja. Esas dos entidades es el menor de los problemas, Elphaba —explicó hilarante antes de continuar—. La verdad es que el enemigo está por hacer un movimiento con el que podrá poner el mundo a sus pies en cuestión de un día, tal vez menos. Y no está en mis planes que el Santuario se desmorone ante mis ojos.
La situación sonaba grave, pero había algo en la forma en la que el santo de oro se expresaba que parecía ocultar algo. Elphaba comenzó a desconfiar.
— ¿El Patriarca está informado de esto? —ella preguntó.
— Sólo pocas personas de mi entera confianza lo saben —el santo respondió con tranquilidad—. Y temo que el Patriarca no se encuentra entre ellas.
Elphaba tragó saliva, sabiéndose en una situación delicada y comprometida.
— ¿Por qué…? —La mujer iba a hacer una pregunta, mas Albert la interrumpió.
— No me malentiendas. Admiro al Patriarca Shiryu, hizo una excelente labor alzando el Santuario en esta nueva era y lo aprecio por haberme entrenado durante años —Albert musitó con calma—. Pero cierto es que no es el más capacitado de los hombres como para continuar a la cabeza.
— Señor Albert esto… — La amazona de Perseo se mantuvo en la silla sólo por prudencia, no porque le gustara escuchar tales sacrilegios—… Sus palabras podrían malinterpretarse.
— ¿Crees que me equivoco? —Albert la cuestionó, divertido —. El  Patriarca ha sido descuidado, tal vez fue el mejor en épocas de paz pero no es bajo su dirección que el Santuario podrá sobrevivir a lo que viene.
— ¿Y quién lo está entonces? ¿Tú? —Elphaba olvidó la formalidad en sus palabras. El hombre frente a ella no hacía más que blasfemar, pero no sabía qué hacer.
¿Por qué es que el santo de Géminis estaba exponiendo su rebelión contra el Patriarca? ¿Acaso creyó que ella aceptaría seguirlo? ¡Qué ridículo!
Sin embargo ¿qué podía hacer ella? Si él se lo decía tan abiertamente es que no temía una negativa de su parte. Tal vez esperaba que por presión aceptara estar de su lado o asesinarla en cuanto fuera evidente su rechazo.
Su vida peligraba, ahora estaba convencida de ello. —Tengo que hacer algo… ¿pero qué? —pensó, y en cuanto ese pensamiento cruzó por su mente un borbotón de sangre comenzó a chorrear por su cuello.
Fue confuso pues primero vio las chispas rojas escapar de su cuerpo y manchar los papeles del escritorio, después la sensación de un líquido tibio corriendo por su cuello y empapando su pecho, e inmediatamente vino la asfixia que la hizo llevarse las manos al cuello donde un largo y profundo corte se hallaba.
En pánico y conmocionada, Elphaba se levantó, tumbando la silla tras de sí, sintiéndose desfallecer. Miró al santo de Géminis quien continuaba apacible, viéndola morir.
La amazona chocó su espalda contra la puerta, siendo allí donde se derrumbó. Todo se oscurecía a su alrededor, hasta que la muerte cerró sus ojos…

¿Crees que me equivoco? —escuchó de la voz de Albert—. El  Patriarca ha sido descuidado, tal vez fue el mejor en épocas de paz pero no es bajo su dirección que el Santuario podrá sobrevivir a lo que viene.
De un gran sobresalto sus ojos se abrieron una vez más, llenándose de luz y color para encontrarse a sí misma sentada en la silla del estudio justo como segundos antes lo estuvo. No había sangre en el suelo ni herida en su cuerpo.
Albert sonrió con cierta malignidad al verla pasar las manos por su cuello.
— ¿Qué fue eso? — ella pensó alterada y respirando con fuerza por aquella pesadilla… ¿o acaso fue una advertencia? ¿Una premonición de su inminente muerte?
Y como si Albert hubiera leído sus pensamientos, respondió—: Yo creo que es más una segundad oportunidad, Elphaba.
— ¿Qué dices?... —la amazona preguntó un poco temerosa.
— Es mejor que lo tomes con calma —le pidió, sabiendo de la conmoción de sus pensamientos—. No tengo interés en herirte, si decidí hablarte de todo esto es porque confío en tus capacidades para lograr mi meta. Necesito de tus habilidades para proteger al Santuario de lo que está por venir, ¿acaso no te preocupan tus compañeros o las personas en Villa Rodorio?
— Dudo que en verdad te importe la vida de los demás —dijo la amazona con rencor, dispuesta a actuar—. ¿Qué te ha pasado? ¿Acaso lo que los demás decían terminó siendo cierto? ¿Planeas seguir los pasos de tu antecesor? ¡No llevarás al Santuario a otra era de oscuridad! ¡Nadie lo permitirá!
Los ojos de la máscara de Medusa se abrieron rápidamente, mas la velocidad de un santo dorado supera eso y más.
La amazona ni siquiera gritó cuando fue decapitada como la misma medusa de la antigüedad. Su cuerpo cayó a los pies del santo de oro mientras su cabeza rodaba por el suelo.

Las tinieblas volvieron a nublar su visión, mas como la última vez la luz y los colores regresaron a sus ojos para verse sentada en su silla.
¿Crees que me equivoco? —escuchó de la voz de Albert—. El  Patriarca ha sido descuidado, tal vez fue el mejor en épocas de paz pero no es bajo su dirección que el Santuario podrá sobrevivir a lo que viene.
— No —musitó perpleja, atrapada en aquel deja vu—. ¡¿Qué es lo que estás haciéndome?! —preguntó furiosa —. ¡Basta! —exigió.
En esta ocasión la amazona no esperó dialogar. Convencida de encontrarse atrapada en las ilusiones del santo de Géminis, decidió huir de allí, esperando que Giles se percatara de lo que sucedía.
Pudo salir, derribando la puerta; avanzando por la biblioteca distinguió al santo del Reloj justo en el centro del lugar. Giles la miró,  pero en vez de preguntarse por su angustiosa huida, sólo movió una mano y, tras un parpadeo, Elphaba volvió a encontrarse frente a Albert de Géminis.

¿Crees que me equivoco? —escuchó de la voz de Albert una vez más—. El  Patriarca ha sido descuidado, tal vez fue el mejor en épocas de paz pero no es bajo su dirección que el Santuario podrá sobrevivir a lo que viene.
Elphaba quedó en shock tras haber comprendido al fin—: No eres tú… no es tu cosmos lo que provoca esto… Giles… él está contigo, está de tu parte —dijo, casi sin aliento.
— Sus habilidades lo vuelven un aliado muy valioso junto a los demás que ahora están de mi lado. Espero que ya lo hayas entendido Elphaba, ¿o cuantas veces más necesito  matarte para que comprendas que no tienes salida? —Albert cuestionó con sorna.
Elphaba sabía que Giles tenía el extraordinario poder de regresar el tiempo un máximo de cuarenta segundos pese a ser sólo un santo de plata. Aun cuando pudiera luchar contra él para buscar una salida, el verdadero peligro era el santo de Géminis.
¿Pero qué podía hacer? ¿En verdad estaba obligada a aceptar? ¿Cómo era posible que Giles decidiera ayudar a Albert en su rebelión? ¿Cuántos más de sus compañeros han tenido que pasar por esto?
— Para tu tranquilidad te diré un secreto, Elphaba—dijo Albert tras escuchar cada palabra de esa mente confundida y aterrada.
El santo se levantó, provocando que la amazona lo imitara con movimientos nerviosos.
— Nadie ha cedido por entera voluntad. Todos y cada uno se han resistido así como tú lo haces —comentó, caminando por el estudio, alejándose unos metros más de la amazona—. Es una lástima, creí que serías la primera. La opción más practica sería matarte pero no me gusta que un potencial como el tuyo se desperdicie… no mentí cuando dije que requiero de tus poderes y dominio sobre la Máscara de Medusa.
— ¡Jamás te serviría! ¡Estás demente si crees que lucharía por alguien como tú! —la amazona espetó, regresando a su cuerpo la convicción de no rendirse—. ¡Por lo que no importa cuánto me tortures, jamás inclinaré la cabeza ante ti, tendrás que matarme!
— Me suplicas por la muerte pero no deseo dártela. —Albert sonrió sarcástico—. Hay cosas peores en la vida, Elphaba de Perseo.
La velocidad de la luz ocultó para los ojos de la amazona el movimiento que Albert realizó con su puño derecho, concentrando su cosmos en su mano y liberándolo en un fino rayo de luz que golpeó la frente de la mujer, atravesando su cabeza, golpeando su cerebro en el que la energía cósmica comenzó a actuar sobre sus pensamientos.
La amazona quedó inmóvil, su cuerpo temblaba de manera inconsistente, como un reflejo de resistencia ante las nuevas señales que estaban sometiendo su ser. Con la quijada trabada no pudo hablar, sólo un quejido leve emergía de vez en cuando.

Elphaba cayó al suelo, interponiendo las manos para no derrumbarse por completo, permaneciendo de rodillas y aún con espasmos recorriendo su cuerpo.
— El malestar es pasajero, pronto todo quedará  más claro para ti —dijo Albert al volver a su asiento, esperando el resultado que se ha repetido dentro de esa habitación—. Por lo que volveré a preguntarte Elphaba ¿pelearás por mí y me ayudarás a llevar al Santuario a la auténtica nueva era?
La amazona tardó en responder, mucho más que cualquiera de los anteriores a ella. Resistiéndose a vomitar esas palabras que para lo que quedaba de su mente libre resultaban nauseabundas.

— Sí, señor Albert… —logró decir, levantándose lentamente hasta adaptar una respetuosa pose en la que cruzó el brazo derecho sobre el pecho—, será un honor seguir su mandato.




Capitulo 52
Oscura rebelión, Parte II.

Grecia, el Santuario de Atena.

Nauj, santo dorado de Libra, dejó atrás las doce casas en total clandestinidad. Avanzó por los páramos desérticos durante la noche hacia un destino en particular.
Nada ni nadie se interpuso en el camino que lo llevó directamente a la zona retirada en donde se hallaba el cementerio del Santuario.
Conocía su ubicación no porque lo frecuentara o tuviera un interés particular en él, fue simple trabajo de campo en el que se vio atareado desde que llegó a Grecia. Su intención fue conocer cada rincón de la fortaleza que ha albergado a los santos desde la época del mito, y lo logró.

Había mucho viento esa noche, por lo que la luz de la luna iba y venía con el paso de las nubes en el cielo.
Al adentrarse al lugar todo podía verse a simple vista: las lápidas enfiladas, la estatua de la diosa que se erigía en medio de todas ellas y una silueta resplandeciente que se encontraba junto a una de las losas.
Nauj frunció el entrecejo al verlo allí, decidiendo avanzar hasta él sin titubeos. Se detuvo tras pesados pasos para resaltar su presencia y distancia. Había un gesto de reproche en su rostro pero logró mantenerse pasivo.

Ambas vestimentas doradas brillaron con el paso de los rayos lunares, resaltando la presencia de los santos en el gris cementerio.
— ¿Recibiste mi mensaje? —cuestionó el santo dorado de Géminis, quien miraba con detenimiento la lápida frente a él.
En respuesta, el santo de Libra arrojó al suelo un objeto que estrujó una última vez en su mano.
A sus pies Albert vio una pieza maltrecha que alguna vez fue parte de la tiara del ropaje sagrado de Pavo Real.
— Si vas a decir algo, dilo de una vez —respondió el santo de Libra—. Esta clase de artimañas me son insoportables, por lo que habla, ¿qué pretendes con eso?
— Entiendo tu hostilidad —dijo Albert al girarse un poco hacia él. Su sombra cubría las más recientes lápidas fúnebres en las que se marcaban los símbolos del Escorpión, Loto y Pavo Real consecutivamente.
— No percibo guardias o algún otro santo —señaló Nauj—. Ni tampoco veo aquí al Patriarca, por lo que supongo que tienes otra clase de planes. ¿Me equivoco?
— Eres perspicaz.

Nauj no perdería tiempo en inventar excusas u ocultar lo evidente. Se supo descubierto en el momento en que aquel insignificante soldado arribó a su templo con un mensaje del santo de Géminis. —El señor Albert desea verlo, dice que es importante… qué usted entenderá— dijo un poco nervioso al entregarle un paquete envuelto por un trapo blanco. Siendo cuidadoso y sin que el contenido quedara a la vista del soldado, Nauj se encontró con aquella insignia fisurada.
— Tal vez no hemos cruzado más de dos palabras tú y yo, pero te he estado observando Albert de Géminis, entiendo cómo funciona tu manipulación.
Albert suprimió la risa, pero sus labios se curvearon:— Es cierto, me percaté de que evitabas cualquier tipo de acercamiento a mi persona, y también a Kenai de Cáncer —comentó Albert—. Entendía por qué tu posible repulsión hacia mí, pero no a la de él… Hasta ahora.
Albert abrió la mano y la deteriorada insignia levitó desde el suelo hasta su palma.
— Antes no me atrevía a sondear las mentes de los demás… Más bien no podía, reprimía mi propio poder, ahora lo sé. Necesitaba estar así de cerca como estamos ahora, e incluso tener que tocar al individuo en cuestión —explicó, contemplando la pieza en sus dedos—. No indagué demasiado cuando llegaste a Grecia. Confiaba en que si existía algo impío en ti Atena nos lo revelaría durante el rito de nombramiento, por lo que imagina cuál fue mi desconcierto al descubrir que ella le permitió a un asesino de sangre fría como tú permanecer impune y ser uno de los guardianes de las Doce Casas.
Nauj permaneció tranquilo, sin negar la acusación.
El santo de Géminis guardó silencio los segundos que le tomó dirigir la vista hacia la estatua de Atena en ese cementerio y después volverla hacia el santo de Libra.
— Pero no puedo juzgar a mi diosa, sus razones tendrá… Soy un hombre razonable, y donde el Patriarca y otros verían escándalo y deshonor yo encuentro “oportunidad” —aclaró con complicidad.
Nauj intentó mantener sus pensamientos ocultos, una habilidad que se obligó a ejercitar al enterarse de las habilidades mentales de Géminis.
— No tienes por qué esforzarte de esa manera, he visto lo necesario, desde hace días —añadió al percatarse del alzamiento de barreras psíquicas de un nivel amateur que fácilmente podría quebrantar—. Fuiste tú quien asesinó al santo de Loto y Pavo Real… Temías que lo averiguara y que Kenai de alguna manera viera los fantasmas de tu pasado al creer que un shaman sería capaz de olfatear tu pecado.
El santo de Libra frunció más el entrecejo, persistiendo en no hablar.
— Desconozco si Kenai sería capaz de ver algo así en una persona, pero ya no hay de qué preocuparse. Ahora que sé la verdad eres libre de ese secreto.
— ¿”Libre”, dices? Al contrario —dijo el santo de Libra, sintiendo como si un grillete se hubiera cerrado sobre su cuello—. Lo que me inquieta es que no pareces molesto por el descubrimiento. ¿No piensas acusarme, buscar justicia?
— En estos tiempos sería imprudente desviar la atención con algo tan insignificante. Tenías un motivo, la venganza es demasiado trillado pero entendible. Esa experiencia de tu niñez no sólo dejó cicatrices en tu cuerpo sino marcas imborrables en tu vida que formaron al santo que eres ahora —narró Albert como si él mismo hubiera vivido aquello—. Pese a que no se trataba de los mismos desdichados, en el instante en que los viste los transformaste en ellos y actuaste no como el hombre que eres sino como el niño resentido al que pisotearon sin piedad. Puedo entender eso.
— ¿Planeas chantajearme, no es cierto? —Nauj cuestionó, sin equivocarse.
— Te ofrezco una sociedad. En estos momentos necesito de aliados que estén dispuestos a hacer lo necesario para regresarle al Santuario su auténtica gloria. Algo que no será alcanzado por los patéticos mandamases que tiene ahora.
— A mi ver, el actual Patriarca hace un buen trabajo. ¿Acaso crees que tú lo harías mejor? —Nauj de Libra cuestionó con ironía.
— Es mi destino —respondió, convencido de ello.
— ¿Y crees que por tan sólo conocer mi secreto aceptaría? —Nauj rio con tono sarcástico—. Vaya, pese a haber sido capaz de leer mi mente y visto mi pasado, tienes una impresión errónea de mí.
— ¿No me permitirás convencerte? —Albert preguntó con aire tranquilo. Se percató de que no sería tan sencillo añadir al santo de Libra a su causa, pero una negativa de su parte era algo que había previsto.
— Si hubieras hecho mejor tu investigación habrías entendido que jamás me prestaría a una maquinación así —Nauj respondió—. Es cierto, asesiné a esos dos santos con alevosía y ventaja —confesó sin remordimiento—. El destino los colocó frente a mí tal vez como una prueba o como una compensación por lo sufrido, pero en cualquier caso decidí vengarme pese a que no fueron ellos quienes victimizaron a mi gente.
Nauj movió los pies, en una clara intención de comenzar un combate—. Me convertí en santo impulsado por la venganza, sí, pero las acciones de un sólo hombre me hicieron ver que así como todas las personas en el mundo pueden albergar el bien o el mal en sus corazones, los santos no son perfectos y también pueden ser consumidos por la maldad. Y como testigo de ello, del mal que pueden ejercer en este mundo, es que decidí convertirme en el ejecutor de aquellos que vayan en contra de los principios de la justicia.
— ¿La justicia ejercida por la mano de un asesino?— se mofó Albert.
— Mis acciones pasadas quizá contradigan mi convicción del presente, pero así es la raza humana: complicada —dijo con hilaridad—. Vine al Santuario para comprobar si en verdad era un lugar santo o sólo una fachada que ocultaba corrupción como décadas atrás. En todo este tiempo descubrí, a mi pesar, que sus miembros en verdad son hombres y mujeres de corazones justos que buscan proteger este mundo. Y ahora, en momentos de gran necesidad tú, Albert de Géminis, buscas traicionar a tus compañeros, a tu maestro, a Atena sólo por ambiciones personales. En verdad eres malvado… y debes ser exterminado.
— ¿De verdad crees eso? —preguntó Albert, para nada temeroso.
— Al revelarme tus intenciones sabías que sólo habría dos respuestas y resoluciones. Ya te he dado mi respuesta y supongo que no me permitirás decírselo al Patriarca ni a nadie más. Intentarás asesinarme así como yo he decidido hacerlo contigo.
— Entre todos los candidatos esperaba otra cosa de ti. Pero si esa es tu respuesta entonces es como dices —Albert se giró hacia un costado, como si mirara a alguien más a su lado—. Pero no podemos combatir aquí ¿verdad? No sin esperar llamar la atención del resto, tendrás que ayudarme.

El santo de Libra entendió que hablaba con una tercera entidad en el lugar, alguien que escapaba a sus sentidos.
Una sensación helada recorrió su ser en cuanto el ambiente se osciló a su alrededor. Los tintes de la realidad se degradaron hasta volverse grises, borrosos, casi velos trasparentes sobre muros blancos. Sólo su imagen y la de Albert parecían ajenas al fenómeno, pero lo que más le contrarió fue ver con claridad a un tercer individuo en el lugar, se trataba de un hombre pálido, de feroces ojos verdes y cabellera oscura que vestía una armadura ligera de color azul.

— ¿Qué es lo que acaba de suceder? ¿Qué han hecho? —Nauj exigió saber.
— Se dice que cuando la fuerza de dos santos dorados colisionan es una batalla que puede durar hasta mil días. Para ocultar este enfrentamiento lo mejor será que peleemos aquí, en el plano astral— Albert dijo.
— ¿Plano astral? —Nauj repitió, asombrado de que hubiera podido ser llevado allí sin la oportunidad de resistirse.
— No hay por qué asustarse —habló el aliado del santo de Géminis—. Sus cuerpos permanecen sanos y salvos en el otro plano, lo que ven ahora es sólo la proyección de sus mentes y almas que yo he trasportado a este lugar donde podrán matarse con total libertad y sin interrupciones.
— ¿Y tú quién demonios eres?
— Si deseas saberlo te complaceré, mi nombre es Iblis, Patrono de la Stella de Nereo.
— ¿Te has aliado con el bando enemigo, Albert? —Nauj recriminó al santo de Géminis, quien se abstuvo de responder.
Iblis se rio. — Más que “aliado” él trabaja para mí —corrigió, burlón—. Y ahora que mi plan está por concluir, sólo resta deshacerse de los estorbos de manera silenciosa. Ha sido muy divertido convertir a la mayoría de los santos en nuestras marionetas, y aunque insistí en que hiciéramos lo mismo con ustedes, la élite de Atena, Albert persistió en decir que eso sería demasiado complicado y más con el reloj en nuestra contra.
— ¿Estás diciendo que han obligado a otros a aliarse con ustedes? —Nauj cuestionó, preocupado.
— Asaltar desde el exterior la fortaleza de la diosa Atena es demasiado cliché —Iblis comentó con ironía—, preferí algo más sutil e inesperado: conquistar desde el interior. Albert fue el peón perfecto para llevar a cabo ese fin.
— Ya veo. —Nauj les dedicó una mirada hostil a ambos—. Si para salir de aquí debo matarlos entonces no demoremos más esto.
Iblis levitó, elevándose para tener una vista panorámica del enfrentamiento y a la vez mantenerse a salvo. Aplaudió como un espectador en las gradas de un coliseo.
— La sola idea de ensuciarme las manos me provoca una jaqueca. Me mantendré al margen ya que esto fue idea de Albert, no mía.
Nauj no se fiaría de las palabras de un enemigo, por lo que decidió mantenerse enfocado en sus dos oponentes.
— Y ya que es la primera vez de ambos en este plano, es mi deber decirles que no se confíen, si mueren aquí también lo hará su cuerpo allá afuera. En otras palabras, el resultado será tan válido aquí como allá —Iblis sonrió con sadismo.
— Es bueno saberlo —musitó Nauj, esperando una reacción del silencioso santo de Géminis.
Pero la única respuesta de Albert fue el brillo de su cosmos envolviéndolo.

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Santuario. Templo de Curación.

Althea, la llamada hechicera, bruja y/o ermitaña por los pobladores de Villa Rodorio, abrió los ojos dentro de la oscura habitación. Acostumbrada  a descansar en posiciones o lugares que nadie consideraría cómodos, se había quedado dormida en la silla de madera que colocó junto a la ventana.
No fue coincidencia que su despertar se anticipara al peligro que caminaba por las afueras del recinto.
La anciana permaneció con la vista en el suelo, percatándose de cómo las sombras comenzaron a devorar el resplandor de la luna que se filtraba por el ventanal, empañando los cristales para impedir cualquier vestigio de luz.

Completamente cegada por las tinieblas, la mujer se alzó segura de su asiento y avanzó hacia donde recordaba estaba una mesa. Sólo sus pasos hicieron ruido en la habitación, después hubo una chispa que encendió una vela de cera roja. La mujer sopló sobre la cerilla al confiar sólo en el cirio que dejó sobre el mueble.
La vela iluminó muy poco el entorno, pero en ningún momento fue invadida por el miedo, ni siquiera cuando una siniestra figura fue revelada por la luz de su cirio.
La anciana le dedicó una mirada gélida al recién aparecido. Entre ellos solo la burda mesa rectangular los separaba.
No está nada mal, anciana —dijo el joven de cabello oscuro y mirada electrizante—. Nada mal —repitió con evidente sarcasmo—. No creí que encontraría resistencia en este lugar.
— Debería admirarte pues no cualquiera puede pasar a través de mis defensas —respondió la mujer de cabello rojo.
Lo cierto es que había optado por colocar hechizos de protección alrededor del Templo de Curación que repelerían a cualquier ser que albergara malas intenciones o un alma podrida. Lo hizo no sólo por hábito sino por el peligro que afrenta ahora el Santuario, pero jamás imaginó que recibiría un visitante de tal naturaleza.
Cuando sintió que una de esas líneas de protección fue rota, se alegró de que el pequeño Mailu le insistiera tanto en querer pasar esa noche en compañía de sus amigos, lejos de este templo.
—El joven movió el cuello de un lado a otro, resintiendo una sensación molesta pero inofensiva—. La verdad, no esperaba este tipo de barreras en el Santuario. Por fortuna este cuerpo posee  una fortaleza innata a la magia que ni siquiera una vieja bruja como tú puede detener —sonrió malicioso.
— Creí que estaba en un error, pero acabas de confirmármelo… Tu hedor podrá ser inadvertido por muchos, pero no para mí. —Se cubrió parcialmente la nariz—. Un ser del Abismo, jamás creí que viviría lo suficiente para ver a uno.
¿Has sabido tanto de mí con tan sólo “olerme”? —rio un poco, admirado.
— Sin embargo, no eres como dicen las leyendas —añadió al recordar los mitos e ilustraciones vistas en un viejo libro—. Y te ves obligado a usar un cuerpo humano como huésped, de lo contrario no podrías sobrevivir en este mundo ¿o me equivoco?
El joven le permitió continuar, sintiendo mucha curiosidad por saber qué tanto más podría adivinar de él.
— Al ser expulsados por nuestros ancestros, ellos se aseguraron de cambiar nuestro mundo para que aunque ustedes encontraran una forma de volver no pudieran vagar libremente por la Tierra como lo hicieron por miles de años.
Qué lista resultaste —musitó Ehrimanes, quien puso las manos sobre la mesa que servía como escudo entre él y la hechicera—. Los magos siempre tan sabiondos… los odio, vaya que los detesto —comentó, recordando que fue un puñado de ellos los que lo sometieron durante centurias—. Los eliminaría a todos si pudiera pero… hay planes mejores…
— ¿Y esa es tu respuesta? ¿Plagiar cuerpos humanos? —rio la mujer—. Debe ser humillante tener que depender ahora de quienes dices odiar tanto.
¡Cierto! —gruñó para sorprender a la anciana, mas esta permaneció como estatua ante el peligro—. Al principio es nauseabundo y repulsivo. Tantas debilidades, tantas carencias y necesidades, pero una vez que te acostumbras comienzas a adaptarlo como tu segunda piel —explicó con hilaridad—. Era escéptico a que esta forzada unión fuera el futurocomo proclamaba Sennefer—, pero conforme más tiempo he pasado unido a él nos hemos transformado en algo diferente —volvió a reír de forma siniestra.
La mujer contempló cómo es que el cuerpo del muchacho, pese a que estaba vestido sólo con unas ceñidas prendas negras, comenzó a cambiar. De la piel de sus brazos emergieron gruesas escamas oscuras, cuya unión tan sólida formó un brazal y guantelete afilado que simulaba la zarpa de un demonio con cinco cuchillas.
Lo mismo ocurrió en su torso, cintura y piernas. El muchacho se envolvió con una tétrica coraza  que exteriorizaba el endemoniado ser que era por dentro, aumentando su masa corporal y estatura, sólo su cabeza seguía siendo la de un humano
¿Crees que no iba a percatarme de lo que estás intentando? —cuestionó sarcástico, soltando un bufido que generó un descarga eléctrica a su alrededor. Los rayos iluminaron las cadenas invisibles con los que la bruja intentó estrujarlo y exprimirle la vida —. Pero te advertí que tu magia es ineficaz contra mí.
Al sólo estirar su cuerpo, los hechizos quedaron inservibles. En el rostro de la anciana se trazó una mueca de dolor que la llevó a sujetarse el brazo izquierdo con fuerza.
Ja,ja. ¿Qué pasa? ¿Acaso el esfuerzo es demasiado para tus viejos huesos? —cuestionó, sabiendo lo que pasaba con el corazón de la hechicera al alcanzar a escuchar su ritmo irregular—. Qué lamentable, y eso que ni siquiera comenzamos una verdadera contienda —se mofó, dándole la espalda para dirigirse hacia su verdadero objetivo.
— ¡Detente allí, bestia! — clamó al intuir sus intenciones. Althea sujetó la vela roja para manipular la llama y desatar una llamarada que envolvió a Ehrimanes en una bola de fuego ardiente.
La esfera debió aplastar y destruir a su prisionero, mas las llamas se extinguieron casi al instante y sin esparcir ningún daño a la construcción ni a quienes se encontraban en la habitación.
Mujer necia y ruidosa —habló con total desagrado—. Deseaba ser lo más discreto posible, pero no haces más que causar alboroto… Pero qué más da, si me informaron bien, en el Santuario sólo quedan ahora zombis que responden a un nuevo “Patriarca”, por lo que no importa lo que hagas, nadie vendrá a ayudarte.
La hechicera no tuvo defensa contra lo que sucedió, sus ojos no lo percibieron pues con un rápido movimiento el demonio arrojó un objeto que se desprendió de su guante, tan grande y afilado como una espada que golpeó a la bruja en el pecho, arrastrándola hacia la pared más próxima donde quedó clavada.
Te habría dejado vivir, pero pensándolo mejor no creo que tu decrepito cuerpo sirva a  nuestro propósito —aclaró, contemplando el rostro incrédulo de la mujer, quien había recibido una herida mortal en el corazón.
La criatura se permitió un par de segundos para admirar el cadáver como quien mira un cuadro colgado en la pared.
La coraza infernal que cubrió su cuerpo volvió a introducirse por debajo de la piel sin dejar marcas o sangre en un proceso visiblemente doloroso para cualquiera. Sin embargo, ningún gesto de dolor cruzó por su faz.
Él se acercó a donde su verdadera presa aguardaba totalmente indefensa y se alegró de que ese chiquillo hubiera sobrevivido hasta ahora.

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Plano astral

Nauj de Libra arremetió con ferocidad a su enemigo, Albert de Géminis. Para ambos la fuerza del otro era desconocida, por lo que los primero ataques fueron apenas un vestigio de su poder que tenía como objetivo medir sus posibilidades de victoria.

Tal y como el Patrono Iblis explicó, sus cuerpos astrales contaban con la misma capacidad que sus cuerpos físicos, por lo que el lugar del combate no presentó una desventaja para ninguno.

Como era de esperarse de una batalla librada entre santos dorados, la fuerza y velocidad de ambos contendientes rayaban en la igualdad, siendo el santo de Libra el que se centró en la ofensiva, mientras que Albert de Géminis se limitó a defenderse.
Nauj lanzó un fulminante rayo de luz hacia Albert, éste con temeridad desplegó su cosmos en un torrente vertical que consumió el ataque enemigo tras un estruendoso resplandor.
El estallido sólo meció la capa y los cabellos azules del santo de Géminis, pero entre los haces de luz distinguió uno amenazante, aquel que intentó pasar desapercibido entre tantos elementos distractores. Albert logró impulsarse hacia atrás, evitando una estocada que habría golpeado el peto de su armadura.
Dio tres saltos para evadir tres golpes consecutivos que buscaron atravesarle el cuello, pero en un repentino movimiento en el que cambió su defensa en ataque, con una patada y estallido de cosmos Albert invirtió el cauce de la batalla y obligó a Nauj a retroceder.

La pelea cesó un instante cuando el santo de Géminis vio a Nauj empuñar uno de los tridentes de Libra.
— Es bien sabido que Atena desaprueba el uso de las armas en un combate, sin embargo le asignó al santo de la constelación de Libra la misión de custodiar doce armas sagradas que serán utilizada sólo si su juicio lo amerita —Albert dijo con gesto ofendido—. Pero tú has utilizado esas armas sin el mayor respeto ni dignidad, no entiendo por qué es que la cloth de Libra le sirve a alguien como tú.
— No me hables de dignidad, Albert —Nauj giró el tridente dorado con gran destreza—, tú has vendido el Santuario por caprichos personales, por lo que es debatible quién es la peor escoria aquí presente.
El cosmos del santo de Libra iluminó los parajes nebulosos y grisáceos de aquella dimensión.
— Pero si tanto te ofendo, prometo que me someteré a cualquier castigo que el Patriarca decida para mí… ¡después de que corte tu cabeza!
A la velocidad de la luz Nauj se abalanzó sobre el santo de Géminis.
Albert preparó su propia técnica, moviendo los brazos a los costados y a su paso se crearon miles de minúsculas partículas de luz, inofensivas a la vista; verlas era como mirar las estrellas en el firmamento, pero tras deseo de su ejecutante desatan la fuerza de cientos de soles—. ¡Detonación Galáctica!
Nauj entendió la peligrosidad del ataque, por lo que de inmediato se cubrió con los escudos de Libra.
Los numerosos rayos luminosos que emergieron de las estrellas impactaron ambos escudos, casi derribando al santo de Libra, sin embargo Nauj terminó resistiendo tal embestida pese a que el cosmos de Albert continuara dándole fuerza a tal ataque.
— ¿Dices que te someterás a las palabras del Patriarca? —Albert se mofó, sabiendo que era cuestión de tiempo sobrepasar la resistencia del manto dorado de Libra—. Bien, cómo su próximo sucesor no hay razón para demorar tu juicio, mi condena para ti es la muerte. Acéptala con gusto.

Aunque Albert de Géminis confió en la fortaleza de su cosmos, se sorprendió al ser alcanzado por una onda de poder que lo obligó a interrumpir su técnica.
Ante él, los escudos de Libra se encontraban desbordando energía dorada, como si estos hubieran absorbido la fuerza enemiga que contuvo todo este tiempo.
— Aún es muy pronto para coronarte con tal título, Albert— Nauj sentenció—. Además jamás inclinaría la cabeza ante alguien como tú. ¡Escudo Aplastante!
El santo de Libra se lanzó contra Albert con el escudo de su brazo izquierdo al frente. El bólido avanzó como un muro sólido que desencadenaba centellas a su paso, desintegrando todo aquello que se encontrara a su paso.
Albert esquivó la técnica a duras penas; los residuos de cosmos desintegraron su capa atada a sus hombros. Se preparó para contraatacar, teniendo al santo de Libra completamente de espaldas, sin embargo éste superó su velocidad en el último momento y arrojó con todas sus fuerzas el escudo de su brazo derecho.
Géminis fue alcanzado por el destellante escudo de Libra. El impacto lo tomó desprevenido, se le dificultó creer lo que había pasado aun cuando el escudo lo empujó sin dejar de girar como una sierra contra el peto de su armadura dorada.
El dolor le sacó un corto grito, resintiendo el calor del cosmos que hacia girar al escudo de Libra. Luchó contra la fuerza que deseaba partirlo por la mitad y sólo su armadura lo salvaba de tal destino.
Al sentir la sangre correr por su rostro y pecho, se obligó a realizar un esfuerzo sobrehumano para quitar su cuerpo de la trayectoria de aquella sierra de luz, cayendo de espaldas al suelo.

Nauj no había terminado de recuperar el escudo lanzado cuando arrojó el que ya tenía en mano contra el único espectador del combate.
Iblis se percató de ello pese a su aparente embobamiento, bastándole desvanecerse en el aire para evadir la fugaz agresión.
— Oye, oye, oye, creí que había sido claro sobre que yo no participaría en esta contienda —dijo el Patrono al reaparecer en un diferente lugar del cielo—. Y sigo sin cambiar de parecer. Además, creo que es demasiado presuntuoso de tu parte creer que con esa pequeña demostración de poder ya le has ganado a tu oponente, ¿no crees lo mismo, Albert?

Nauj se giró rápidamente sólo para recibir un brutal puñetazo en el rostro, el cual separó sus pies del suelo. Sólo con una voltereta fue capaz de caer de pie, trastabillando por la fuerza del impacto.

Albert de Géminis permaneció de pie, con el brazo extendido y una mirada hostil.
Para enojo de Nauj de Libra, los daños en el santo Géminis eran ligeros. No entendía cómo es que su técnica no surtió un mayor efecto pese a que empleó no sólo su fuerza sino la del cosmos que el escudo de Libra absorbió en el anterior ataque.

Con hilos de sangre en su rostro y una  grieta vertical en el peto de su ropaje dorado, Albert habló—: Parece que la brutalidad es la manera más efectiva de lidiar con una bestia como tú. Ahora entiendo que necesito golpes más certeros para someterte.
— Eres un guerrero muy diestro Albert de Géminis —Nauj dijo al salir de su estupor—. Aunque la armadura de oro es resistente terminó cediendo ante el paso de mi escudo, sin embargo fuiste lo suficientemente hábil como para escapar de su trayectoria y evitar un daño irreparable.
— Es cierto que las armas de Libra poseen un poder que debe ser respetado, pero continúan siendo sólo eso, objetos que en manos incapaces no pueden hacer nada. —Albert inclinó ligeramente el cuerpo, acomodando brazos y piernas en una posición marcial.
— No subestimes mi habilidad —Nauj musitó, ofendido.
— Te lo mostraré… Comprenderás que tu nivel y el mío están lejos de ser el mismo —aclaró totalmente confiado—. Vamos, elige el arma que más te acomode, el resultado no cambiará.
Nauj de Libra frunció el entrecejo, dudando por un instante de su propia seguridad. Estaba consciente de que el santo de Géminis tenía una reputación por la cual era considerado el santo dorado más fuerte de esta época.
— Si así lo prefieres, está bien… todo se decidirá en el próxima ataque. —Nauj abandonó los escudos para sostener entre sus manos la empuñadura de la espada de Libra—. Te prometí que te cortaría la cabeza, por lo que fue una fácil elección.
Albert sonrió con malicia, elevando su cosmos al mismo tiempo que Nauj manifestaba el suyo.

Sus cosmos destellaron con una belleza aterradora que Iblis admiró en silencio. Confiaba a plenitud en que Albert vencería, conocía bien su poderío, no por nada lo eligió como colaborador.

Nauj blandió la espada de Libra, siendo cuando unió ambas en la empuñadura que dio un desplazamiento sideral hacia su rival.
Sus brazos subieron por encima de su cabeza, atestando un golpe vertical con la espada, esperando ver reventada la sien del santo de Géminis al siguiente instante… mas no sucedió.
Las resplandecientes manos de Albert atraparon la hoja de la espada entre sus palmas.
El desconcierto del santo de Libra fue evidente en su faz y en su voz —: E-esto… ¡no puede ser! ¡¿La espada de Libra detenida sólo con las manos desnudas?! ¡Es imposible!
Nauj luchó por retomar el control de su arma, pero las manos de Albert no se separaron ni la dejaron avanzar ni retroceder.
— ¿Por qué tan sorprendido? ¿Acaso has olvidado quién fue mi maestro? —Albert preguntó, sin que el esfuerzo por mantener prisionera la espada de Libra se notara en su cuerpo—. El hombre que empuña Excalibur y está por encima de las ochenta y ocho constelaciones rigiendo sobre el Santuario. Desde muy joven lo idealicé como la meta a superar, aprendí todo lo que él me enseñó incluyendo las artes marciales de Oriente… y me especialicé en todas aquellas que me serían de utilidad para enfrentarlo en el futuro —confesó, con su cosmos engrandeciéndose a cada instante.
Nauj empleó toda su fuerza física y cósmica, deseando ver las manos de Albert cercenadas por su arma, mas su deseo no se vería realizado.
De un repentino movimiento, superando la fuerza del santo de Libra, Albert le arrebató la espada de sus manos, arrematando con una combinación de veloces patadas que le impidieron a Nauj luchar por recuperarla.
Nauj retrocedió, adolorido y alerta al imaginar que su oponente usaría su arma perdida para atacarlo. Con prontitud buscó defenderse con alguna de sus otras once armas, pero a base de veloces y certeros puñetazos Albert se lo impedía. El santo de Géminis arrojó la espada al suelo, dejando en claro que no la necesitaba para ganar la pelea.
Nauj decidió combatir con sus puños y piernas, intercambiando golpes con el santo de Géminis que estaba lejos de darle tregua.
Libra atrapó entre sus manos los puños de Albert, apretándolos tan fuerte como si deseara pulverizarlos. Nauj invocó la fuerza de su cosmos para emplearlo en un ataque a corta distancia. Soltó las manos de su enemigo, dando un ligero salto hacia atrás sólo para liberar una infinidad de rayos de luz de su puño: —¡Estallido relámpago!
¡Detonación galáctica! —respondió Albert, dejando que su cosmos se disparara contra aquella fuente de luz.
Cuando ambas técnicas colisionaron generaron una abrumadora explosión que lanzó a ambos contendientes en direcciones opuestas.

Entre  los residuos cósmicos flotando en el aire Nauj resintió la detonación. Sentía sangre correr por su cara y el sabor de ella en sus labios. Todo pareció alentarse a su alrededor, incluso su caída al suelo se prolongó más de lo imaginado, pero entonces sus sentidos volvieron a su lugar y le alertaron de un extraño fenómeno, su cuerpo no caía, sino que flotaba.

Cuando la bruma se disipó  por completo, el panorama había cambiado, abandonando los colores grises para encontrarse a si mismo suspendido en el espacio exterior.
Su cuerpo no respondía a sus deseos, estaba atrapado por una fuerza que lo jalaba hacia el infinito.
— ¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué es lo que estás haciendo?! —Nauj bramó, intentando volver al suelo, mas la extraña gravedad lo alejaba cada vez más y más.
Allá en tierra distinguió a Albert de Géminis, quien se mantenía de pie y exento de aquel fenómeno.
— Tenía mis dudas sobre si mi técnica sería capaz de funcionar en este lugar… Ahora me intriga saber a donde podrá ir a parar un alma que es atrapada por la Otra Dimensión dentro del Plano Astral—dijo Albert.
— ¡Maldito! —gritó, resintiendo un dolor desconcertante en todo su ser.
— Hasta nunca, Nauj de Libra. En la oscuridad lamenta las decisiones que tomaste.

La abertura a otra dimensión se cerró sin más.

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Grecia, Santuario de Atena.

Freya aún no entendía cómo se dejó convencer para aceptar esa invitación a cenar. Al regresar al Santuario esperó recibir reproches o insultos de sus compañeros y amigos por su engaño, pero aunque le hicieron saber su disgusto no había rencores, sólo perdón y entendimiento, incluso algunas bromas. Admitieron sentirse unos tontos por no haberse percatado de que debajo de toda la tierra y fango siempre hubo una linda chica, y se disculparon por las numerosas veces en las que se portaron como una panda de patanes.

Fue sólo una hora lo que se permitió distraerse de sus obligaciones, y en ese breve tiempo revivió la típica cena que tomaban todos juntos alrededor del fuego afuera de las barracas. Aunque lo disfrutó mucho, la culpa la golpeó como una flecha, sobre todo en el instante en que su mente suplantó las imágenes de los presentes por las de sus compañeros en Asgard.

Se despidió amablemente y agradeció el alimento, alejándose del lugar sin mirar atrás. No tenía razones por las cuales delegar sus obligaciones como dios guerrero, ni aunque la señora Hilda se lo permitiera o incluso se lo propusiera.

Apretó el paso por el camino terroso que la regresaría a los aposentes de su señora. Creyó que alguien más venía caminando por el otro extremo, pero no fue más que una estatua situada al lado del sendero, ni siquiera se detuvo a admirarla.
Volvió a ocurrir lo mismo, dejó atrás una segunda estatua y sólo hasta toparse con una tercera es que le extrañó. Por curiosidad se detuvo ante ella.
Se trataba de una mujer de ropas holgadas. Fue esculpida en piedra y el realismo era sorprendente. Aun en la oscuridad de la noche, se podían apreciar las líneas de la edad en las mejillas y ojos de la estatua, que tenía una expresión de incógnita.
Al moverse un poco, Freya pisó unos trozos pertenecientes a un jarrón de cerámica roto. Se agachó a mirar las piezas, descubriendo que algo en él se derramó, posiblemente vino por el aroma a vid fermentado. Sólo en ese ángulo, al volver a admirar la escultura, notó la forma en la que estaban situados sus brazos, como si hubiera dejado caer el ánfora antes de ser perpetuada en piedra…
Un pensamiento fugaz cruzó por la mente de Freya, y por un instante se sintió encarnar a la mujer de la estatua, caminando por el sendero y detenerse al ver algo, o alguien, que la dejó confundida y asustada, tanto como para haber soltado el jarrón que cargaba con tanto cuidado.
Freya retuvo la respiración al recordar cierto evento del que fue testigo en el Santuario, cuando Elphaba de Perseo luchó contra sus compañeros asgardianos; ¿podría ser qué esto fuera obra del mismo embrujo? Se preguntó consternada, mirando fijamente la estatua como si esperara que ésta pudiera responderle.
¿Pero por qué? Qué motivos tendría la amazona de Perseo para hacerle esto, no sólo a esta mujer sino a las demás que vio en el camino.
Miró hacia atrás, pensando en que tenía que regresar y comprobarlo por sí misma, sin embargo, sus sentidos percibieron algo más.
Primero fue una punzada en la cicatriz de la herida que Clyde de Megrez dejó en su corazón, como si de nuevo hubiera sido apuñalada. La fría sensación se dispersó por todo su sistema nervioso, formando una borrosa visión al mismo tiempo en que reconoció un cosmos particular en la distancia.
— ¿Aifor? —preguntó en un susurro, oprimiéndose el pecho en un intento de aminorar la incómoda sensación —. Es… el cosmos de Aifor… —musitó; la presencia que sentía era apenas un hilo en el infinito, pero estaba segura de que se encontraba allí, en el Santuario.

Freya estaba consciente de lo que sucedió con el dios guerrero de Merak, sabía lo peligroso que era, sin embargo no podía sólo ignorarlo.
Tomó la decisión de hacerse cargo, es lo menos que podía hacer por su antiguo compañero de armas. Usando la agilidad que su entrenamiento le permitía, se alejó del sendero que conducía hacia las Doce Casas.
En el trayecto su armadura restaurada la cubrió sin frenar su andar. Freya palideció al descubrir que la presencia de Aifor provenía del interior del Templo de Curación.

Fue casi por instinto que avanzó por los pasillos a la habitación correcta. Vio a pocos residentes tirados en el suelo, vivos e inconscientes a causa de contusiones que no acabarían con sus vidas.
Freya empujó la puerta con la mano sin imaginar que una ventisca detendría su avance. Fue como abrir las puertas del Helheim*, pues llamas negras cubrieron su visión. Interpuso los brazos hasta que el desagradable vendaval aminoró su intensidad.
A través de sus brazos entrecruzados distinguió una figura que cargaba un cuerpo desvalido. Ambas siluetas estaban cerca de un umbral naciente de la pared, creado por sombras y brumas violetas por las que tenían la intención de desaparecer.
— ¡Aifor! —la guerrera lo llamó, pudiendo entrar al recinto contaminado por fuerzas impías.

Fue por mera curiosidad que Ehrimanes giró el rostro hacia quien pronunció aquel nombre. Grande fue su sorpresa, y a la vez preocupación, al ver allí a la guerrera Dubhe de Alfa. Ocultó su sobresalto para que una sonrisa torcida cruzara por sus labios.
Freya reconoció con facilidad a su antiguo camarada pese a que ahora lucía el cabello grisáceo; sus ojos brillaban por las centellas que emergían constantemente de sus cuencos oculares.
Era tal y como fue informada, pero aun así la embargó el pesar al ver el destino del guerrero de Merak. Hubo un gesto de lástima en su mirada, el cual pasó a uno de desconcierto al ver cómo la criatura sujetaba a Sugita de Capricornio por las vendas de su cuello.
El santo hacia muecas de inquietud, deseando poder abrir los ojos y despertar, mas no le era posible. Ya sea por influencia de Ehrimanes o por los brebajes que la bruja le hizo beber durante su recuperación, no podía resistirse.
— ¡Aifor, para ya! ¡Tienes que entrar en razón! —gritó la joven, meditando la mejor forma en la que pudiera ayudar al santo de Capricornio.
Aún estás viva —dijo Ehrimanes, alzando más el cuerpo del santo para cubrirse de cualquier agresión—. Eso sí que es una sorpresa… y un infortunio.
Aunque se trataba de la voz de Aifor, había un tono en ella que delataba su posesión.
— Maldito monstruo, debí haberte eliminado cuando tuve la oportunidad —Freya dijo, reconociendo al oponente que la hirió de muerte aunque ahora luciera un rostro diferente.
La tuviste, pero estaba lejos de tu alcance —Ehrimanes le recordó con burla.
— No sé cómo es que pudiste entrar en el Santuario ¿Qué es lo que planeas? —La mujer se preparó para combatir—. ¡Suéltalo! Esto es entre tú y yo.
Temo que eso está lejos de ser verdad —se mofó el demonio—. Esto es entre él y yo —enfatizó al sujetar al santo de Capricornio por los cabellos, alzándolo con brusquedad.

Ehrimanes tuvo que reprimir sus instintos de batalla, pues sabía bien que si alzaba una sola mano contra la guerrera de Alfa sería una violación a su contrato.
Esa cláusula era la más peligrosa de todas, pero creyó que podría eludir cualquier enfrentamiento con los dioses guerreros al contar con las habilidades de Aifor. La presencia de Freya Dubhe de Alfa no estaba dentro de las visiones del futuro. ¿Qué otra fuerza estaba cambiando el flujo del futuro?

Ehrimanes intentó entrar dentro del portal con la esperanza de dejar tal amenaza atrás, pero un segundo de resistencia que Sugita logró imponer de manera milagrosa le permitió a Freya avanzar hacia ellos.
La criatura del Abismo jaló al santo dorado y ambos desaparecieron dentro de las llamas púrpuras. Sin vacilación, la guerrera terminó impulsándose hacia el portal antes de que se disipara por completo.

La Umbra era un espacio por el que seres como Ehrimanes son capaces de desplazarse de un sitio dentro del mundo humano a otro. Durante milenios nadie había tenido acceso a ella, pues fue sellada al mismo tiempo en que su especie fue lanzada al exilio. Pero recientemente Sennefer logró reabrir tales caminos para su beneficio.
Dentro de la Umbra las criaturas como Ehrimanes no pueden esconder su verdadera forma, por lo que al transitar por aquella dimensión su recipiente humano se volvió totalmente oscuro como el alquitrán, despidiendo centellas y cenizas a su paso por el lúgubre túnel.
En la Umbra los seres humanos no tienen cabida, y si por accidente alguno llegar a entrar moriría en el acto. Al sentir un corazón latente en el santo de Capricornio era la prueba final que necesitaba para que Sennefer creyera en sus profecías.
En contraste con su propia imagen, el cuerpo de Sugita era una silueta totalmente blanca y brillante en ese mundo de oscuridad.
Ambos eran conducidos por las fuerzas del lugar hacia su destino. Ehrimanes pensaba en lo cerca que estaba de ver cumplido su deseo. Repasaba las visiones que estaban por cumplirse, añorando verlas realizadas, cuando se llevó un tremendo susto: alguien le sujetó la pierna con fuerza.
Ehrimanes giró incrédulo, siendo infinita su sorpresa al ver que no fue otra más que la guerrera de Alfa.
¡¿Cómo?! ¡Esto es inaudito, es imposible! —el demonio bramó como una fiera.
Pero la guerrera estaba lejos de ser una amenaza, parecía que toda la fuerza que le quedaba en el cuerpo estaba enfocada en sujetar a Ehrimanes por el tobillo.
Freya respiraba de manera angustiosa, como si el aire le resultara venenoso y poco a poco consumiera sus pulmones. No podía mantener los ojos abiertos, incluso de sus lagrimales, nariz y boca comenzaron a salir hilos de sangre.
Al percatarse de ello, Ehrimanes dejó de temer y rio con locura.
¡Estúpida, no puedo decir que aplauda tu valentía, pero es la primera vez que veo a un ser humano resistir dentro de este espacio por tanto tiempo! —pausó, regocijándose por el visible dolor que convulsionaba el cuerpo de la mujer—. Deberías estar muerta… ¿por qué no has muerto? Tú no eres como él, ¿qué te hace vivir? —se preguntó en voz baja, intentando encontrar la respuesta de aquel espectáculo.
— … ¡Yo —la mujer alcanzó a decir, reprimiendo gemidos que luchaban por salir de su pecho—… no voy a morir!
Su armadura sagrada se encontraba intacta, los agravios a su persona provenían de una fuerza maligna que ignoraba su protección y se colaba por su cuerpo, castigándolo como si estuviera siendo devorada por cientas de hormigas carnívoras y una presión monstruosa licuara sus intestinos.
Hasta que un diminuto destello resaltó ante sus ojos, Ehrimanes encontró su respuesta en el medallón de oro que colgaba del cuello de la joven pelirroja.
¡¿Qué conspiración es esta?! ¡Ese maldito artilugio…! ¡¿Hasta cuándo dejará de atormentarme! —rugió, recordando todas esas veces que se ha interpuesto en su camino, protegiendo a Aifor y ahora a Freya—. ¡Pero todo terminará aquí! ¡Desaparezcan los dos! —En cuanto el pensamiento de soltarse de la mano de Freya pasó por su mente, una angustiante sensación recorrió su ser, un temblor involuntario que puso rígida sus extremidades.
Esa sensación… no era la primera vez que la experimentaba, la conocía bien. Era una advertencia disparada por su cuerpo hacia mente: el contrato peligraba.
— ¡Maldición! ¿Tendré que esperar a que sus fuerzas colapsen y me termine soltando? —pensó, mortificado—. ¡No! ¡Ni eso me liberará de la responsabilidad! —descubrió con ayuda de sus instintos y saber—.  ¡Maldita, con tan sólo tocarme ha complicado todo! ¡Es por mi causa que su vida está por terminar, dejarla morir aquí sería el equivalente a sacarle el corazón con mis propias manos!

Ehrimanes sujetó a Freya por la muñeca instantes antes de que ella se soltara al perder el conocimiento. Enfurecido por la situación él la envolvió en un capullo de su propia esencia en un intento de protegerla de la Umbra.
Maldiciendo su mala suerte, no le tomó mucho tiempo llevar a ambos humanos al final del recorrido.

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Sennefer descansaba echado en un pedestal de piedra pulida. Abandonó la cámara principal de su fortaleza esperando recuperar las fuerzas pérdidas durante la meditación.
Pese a que parecía encontrarse indefenso, en ese estado es cuando más despiertos y conectados se hallaban sus sentidos a su entorno. Podía escuchar hasta al escarabajo más lejano dentro de su dominio, así como los sonidos de los prisioneros que sollozaban en la oscuridad de las mazmorras, por lo que anticipó el regreso de Ehrimanes mucho antes de que las llamas violetas brotaran del suelo a un par de metros de su lecho.
Dentro de la cámara subterránea aquel borboteo de flamas y neblina se extendió del suelo hasta el techo, extinguiéndose rápidamente para dejar a la vista a tres entidades. Dos de ellas cayeron pesadamente al suelo mientras que sólo una permaneció de pie.
Sennefer se sentó y miró fijamente al recién llegado, alzando una ceja con desconcierto.
— El número de invitados resultó más que el previsto —comentó con sorna—. ¿Problemas? —cuestionó con curiosidad.
— No tiene la menor importancia —Ehrimanes respondió con enfado—. Puedes hacer lo que te plazca con ella —aclaró al alejarse de Freya, sintiéndose aliviado de que su cuerpo recuperó ligereza y estaba bajo su completo dominio.
— Veo que pese a los contratiempos tuviste éxito.
Albert de Géminis facilitó mi intrusión al Santuario, tal y como dijiste —explicó la criatura, cruzándose de brazos—. Tal parece que esta noche pondrá en marcha sus planes… Seguro estará muy decepcionado al amanecer.
— Él es sólo una marioneta que Iblis ha moldeado para una burda causa, pero no es de nuestra incumbencia.
Sennefer chasqueó los dedos y al instante emergieron de entre las sombras dos sirvientes cadavéricos que en silencio alzaron a los prisioneros para trasladarlos a otro lugar.
— Dejemos que terminen sus pequeños juegos, nosotros tenemos mucho por hacer —sentenció con una macabra sonrisa.



FIN DEL CAPITULO 52


Helheim*: infierno de la mitología nórdica.