Capítulo 67.
Epílogo.
Grecia,
Santuario de Atena.
Como cada día tal cual lo ha venido
haciendo los últimos años, Jack de Leo bajó a la prisión subterránea donde hombres
y mujeres que agraviaban al Santuario moraban hasta cumplir su condena.
Vistiendo el uniforme formal del
Santuario, sólo el emblema dorado incrustado en su cinturón permitía a otros
reconocer su rango dentro de la orden ateniense.
En la entrada sólo un soldado era el
encargado de vigilar la mazmorra. Era un trabajo aburrido y sin demasiado que
hacer considerando que sólo había un prisionero al cual vigilar, mismo que no
daba ninguna clase de problemas salvo uno que otro comentario hiriente cuando
buscaban socializar con él de alguna forma.
El joven soldado se levantó de un
taburete para saludar con propiedad a su superior. Jack siempre lo trataba con
amabilidad, por lo que tras intercambiar un par de saludos se dirigió hacia el
pasillo de celdas el cual se iluminaba por fogosas antorchas.
El santo de Leo caminó hasta la última
celda de la izquierda, la más recóndita que el mismo prisionero eligió.
Jack se anunció con pequeños golpes
sobre los barrotes negros, pudiendo sostener con una sola mano la charola con
comida. Como era costumbre no recibió un educado saludo.
— Buenos días. Quizá aún no tengas
apetito pero tuve que traerte esto un poco más temprano, hay mucho que hacer el
día de hoy, espero no te moleste —Jack dijo al prisionero al deslizar la comida
por la pequeña abertura existente a los pies de los barrotes, recogiendo de
paso una charola vacía correspondiente a la de la cena.
El prisionero de cabello tinto
permaneció sentado sobre la tabla de madera que fungía de cama y mesa
dependiendo de sus necesidades. No miró inmediatamente al santo de Leo, mantuvo
la vista en el trozo de madera que ya había comenzado a tallar con una pequeña
y rudimentaria navaja.
— ¿Por qué debería molestarme? Ésta es
una prisión, no una posada —respondió el lacónico hombre de ojos amarillentos,
Nauj, santo dorado de Libra—. ¿Hasta cuándo vas a dejar esta tonta rutina? Es
vergonzoso que un santo de oro se rebaje a estas tareas tan simples pudiendo
hacer un mejor uso de su tiempo—reprochó como muchas otras veces lo había
hecho.
Jack mantuvo buena cara pese al amargo
recibimiento. Miró con infinita paciencia al hombre que durante su estancia
allí se había dejado crecer el cabello y sólo hasta que le molestaba la barba y
el bigote se los rasuraba. Vestía un pantalón y camisa marrón que había
remendado un par de veces con hilo negro; prefería estar descalzo y pese al
confinamiento su condición física y cosmos no se habían deteriorado para nada…
su mal temperamento tampoco.
— ¿Y hasta cuándo tú vas a dejar de
decir lo mismo una y otra vez? —respondió Jack sin intimidarse—. Lo hago con
gusto, eres mi amigo. —Nauj de Libra continuó tallando la madera unos segundos
más antes de levantarse y caminar hacia la reja.
La celda era pequeña, sólo el tablón
colgando de la pared y la letrina abarcaban casi todo el espacio, pero aun así
el hombre se las ingeniaba para utilizar el resto del lugar para ejercitar su
cuerpo y meditar. Había aprendido a matar el tiempo leyendo algún que otro
libro que Jack le traía, así como a tallar figuras de madera, algo que no hacía
desde que era un niño y que su abuelo le enseñó.
— Además, ¿olvidas que el Patriarca me
dio la tarea de mantener este sitio en orden?
— No necesitas vigilarme, no voy a
escapar, ¿acaso lo dudas? —cuestionó Nauj al comer de un sólo mordisco el trozo
de pan que tomó de la bandeja.
Cuando la amenaza de Avanish y los
Patronos cesó y volvió a respirarse la paz, Nauj de Libra le solicitó al
Patriarca que lo enjuiciara por el asesinato de los santos de Loto y Pavo Real,
crímenes que cometió fuera de cualquier orden o deber, sino por causa de sus
propios demonios. Cuando Albert de Géminis descubrió el secreto, prometió que
en su momento confesaría y aceptaría las consecuencias de tal pecado.
El Pontífice le concedió la redención a
base de una condena, siendo veinte años que le pesó decretar pues en los
tiempos futuros habría querido contar con todos los santos posibles; sin
embargo, la ley era la ley y si el santo que representaba la balanza de la
justicia se lo pedía no había más opción. Nauj alegó que veinte años eran poca
cosa, mas el Patriarca tomó en cuenta su ayuda y participación en las pasadas
batallas para determinar la sentencia.
— Lo sé —respondió Jack sonriente,
aceptando que así serían las cosas durante los quince años que le restaban de
condena—. Sabes que también tengo una pena la cual debo cumplir y no pienso
huir de ella. Ahora te dejo, tengo que ayudar con ciertos preparativos en el
Coliseo —dijo, girando hacia un lado.
— Cierto, ¿acaso hoy es el día de las
asignaciones? —Nauj le dio la espalda, fingiendo desinterés.
— Sí —Jack se detuvo un momento—, son
pocos pero están listos, y al resto de mis pupilos les servirá como un
incentivo. Te contaré con detalle mañana si gustas—añadió.
Nauj sólo movió el brazo hacia los lados sin especificar si estaba
despidiéndose de él o lo estaba corriendo del lugar con hastío.
El santo de Libra miró hacia la pared rocosa,
como si en ella hubiera un ventanal por el que miraba fuera de la prisión.
Sonrió un segundo al admitir sentir curiosidad por la clase de jóvenes ingenuos
que terminarán volviéndose santos el día de hoy.
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Una vez que el gran portón del Santuario
se abrió, entraron tres personas que fueron bien recibidas por los guardias. El
respeto que Terario de Acuario despertaba sobre los soldados, sirvientes y
aprendices era una mezcla de admiración y nerviosismo que los obligaba a dar lo
mejor de sí en su presencia. Difícil para sus allegados el comprender en qué
momento comenzó tal situación.
Vistiendo el uniforme negro que llevaba
la insignia dorada de Acuario en el cinturón, Terario avanzó seguido muy de
cerca por Natasha y Víctor, su recién nombrado aprendiz.
Ellos que estuvieron casi más de dos
años ausentes, pudieron notar que finalmente las reparaciones y mejoras al
Santuario habían finalizado.
— Bienvenido, Acuario —lo saludó una
mujer que también vestía un uniforme negro y que se plantó en su camino—. Al
Patriarca le alegrará saber que pudiste venir. — La máscara de oro en su cara
brilló así como la insignia de Tauro en su vestimenta.
— Calíope —saludó Terario. Tras el
milagro ocurrido en la batalla contra Hades
su cuerpo moribundo fue sanado en su totalidad, incluyendo sus destrozados
tímpanos.
— Y veo que trajiste a tu linda esposa e hijo contigo, qué bueno —bromeó la esbelta y fuerte amazona, quien se
había cortado el cabello a la altura de los hombros con un estilo en el que su
nuca quedaba al descubierto.
Natasha sólo sonrió con complicidad y
saludó con un gentil cabeceo. Aunque aún no ha habido una propuesta de
matrimonio formal, la verdad es que se había vuelto la pareja del santo de
Acuario desde hacía tres años, pero ese era un secreto que ni Víctor se atrevería a revelar o confirmar.
— Víctor, has crecido —lo saludó Calíope
con especial interés, palpándole la cabeza para comprobar su nueva estatura. El
chico vestía la armadura de cuero café que todos los aprendices debían usar
dentro del Santuario, con su respectivo casco que le cubría hasta las orejas.
Apenado y molesto por seguir siendo
tratado como un niño, Víctor sólo pudo guardar silencio. ¡Tenía doce años ya!
Además, después de mucha insistencia y esfuerzo, había logrado que el señor
Terario aceptara entrenarlo en las artes de los santos.
— De seguro Mailu estará feliz de verte.
Deberías ir a verlo, el tonto está de lo más nervioso por lo de las pruebas de
esta tarde —Calíope sugirió—. ¿Sería demasiado pedir que le permitieras a tu
pupilo buscar al mío? —le preguntó a Terario, quien sólo terminó asintiendo con
la cabeza.
Víctor se volvió hacia su maestro y
agradeció, encantado de poder volver a ver a sus amigos después de dos largos
años.
— Y no olvides ir a saludar a tu hermano
después, ¿de acuerdo? —le recordó Natasha antes de que el chico se alejara del
lugar.
— Hay mucho movimiento —comentó el santo
de Acuario al ver a la mayoría de los transeúntes yendo de un lugar a otro.
— A pesar de las circunstancias debe ser
considerado un día de fiesta, no todos los días los aprendices se gradúan
—respondió Calíope con un tono entusiasta—. El Patriarca dijo que las estrellas
señalaron este día para la consagración de nuevos santos.
— Según entiendo un par de tus pupilos
realizarán los desafíos —comentó Natasha.
Calíope asintió—. Así como la discípula
de Kiki y los de otros santos de plata.
Tras los infortunados eventos y pérdidas
ocurridas hace cinco años, la amazona de Tauro decidió cumplir la promesa hecha
a Kenai de Cáncer, que a su vez fue inspirada por la antigua labor de Souva de
Escorpión: volverse la cara amable del Santuario, aquella persona que alentaría
a los jóvenes soñadores a iniciar, desarrollar y finalizar su camino como
santos. Encaminándolos y animándolos hasta donde fuera posible.
La amazona de Tauro cedió su labor en el
Templo de Curación a otra amazona para volverse una instructora de tiempo
completo, una que por muy buenas que fueran sus intenciones no daría
entrenamientos banales, sino los más estrictos y necesarios para preparar a sus
discípulos. Detrás de su nobleza había una experta guerrera que educaría a todo
aquel que esté bajo sus alas con gran disciplina y consejos sinceros.
— El viaje desde Siberia debió ser
cansado —señaló la amazona—. ¿Por qué no me acompañan a ver al Sumo Pontífice?
De seguro querrá saludarlos apropiadamente, síganme —les pidió, convirtiéndose
en su guía.
Natasha caminó al lado de Calíope,
hablando con la familiaridad que les permitía la buena amistad que formaron durante
todo este tiempo.
Terario tardó unos segundos en
seguirlas, pues miró en una dirección lejana a la de las mujeres, un punto
perdido entre la montaña sagrada. Al sentirse víctima de una mirada tan
punzante como la punta de una flecha presionando su frente, Terario supo que
Asis de Sagitario continuaba con su labor de centinela del Santuario, un puesto
que aceptó con gusto y el cual llevaba a cabo día a día de manera sublime sin
importar el prolongado tiempo de paz que se vivía.
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Víctor corrió a toda prisa buscando
indicios de su amigo. Entre pregunta y pregunta logró dar con él, estaba a las
sombras de la Gran Biblioteca, como acostumbraba cuando deseaba tener unos
momentos de ocio y holgazanería, pues nunca nadie imaginaría que estaría
rondando por ese edificio dedicado al estudio.
Mailu no estaba solo, por lo que apretó
el paso al reconocer a Ayaka aun de espaldas.
— ¡Mailu, Ayaka! —los llamó, anticipando
su llegada.
Lentamente aminoró el paso, percatándose
de que pese a los años continuaba siendo más bajo que ellos dos. En cuanto
Mailu se puso de pie Ayaka se giró para recibir a su querido amigo.
— Mira Mailu, te dije que Víctor vendría
—dijo la chica de ahora quince años. Ayaka había dejado su apariencia de niña muy
atrás y ahora, gracias a su edad y entrenamiento, se había convertido en una
joven de esbelto y fuerte cuerpo. Se dejó crecer el cabello para sujetárselo en
una coleta alta; vestía la armadura de entrenamiento blanca que las amazonas
debían de portar sobre una malla negra que cubría piernas, vientre y pecho.
Pese a que ambos chicos conocieron su rostro de niña, el primer día en que se
apareció ante ellos portando esa máscara blanca con dos puntos rojos marcados
en la frente, comenzaron a olvidarlo de una manera inexplicable hasta el punto
en que fue borrado de sus recuerdos.
— Vaya, supongo que perdí la apuesta
—comentó Mailu, quien no hace mucho había cumplido los catorce años, y aun así
era más alto que Ayaka. Su cabello blanco se mantenía corto, mas en su rostro
unas delgadas cicatrices le decoraban el mentón, insignias de un entrenamiento
riguroso decía él—. Tanto tiempo Víctor, me alegra verte. —Estrecharon las
manos mientras Ayaska le dio un amistoso abrazo de bienvenida.
— No me lo habría perdido por nada.
Temía que el señor Terario fuera a negarse pero recibió un mensaje directamente
del Patriarca para asistir, así que no pudo decir que no —explicó Víctor de
manera alegre.
— Me pregunto si el Patriarca no se
habrá visto influenciado por cierta personita —comentó Ayaka, pensativa.
— Seguro debe ser muy duro entrenar en
Siberia, y más con tu maestro —dijo Mailu.
— Fue bueno volver a ver mi patria, pero
la verdad extrañaba este lugar —admitió Víctor, mirando hacia todas direcciones
como si buscara a alguien más—. El señor Terario es estricto pero no creo que
más que la señora Calíope.
— No tienes idea —murmuró él, con un tic
nervioso en el ojo de sólo recordar las veces en las que su vida estuvo a punto
de terminar durante los entrenamientos.
— Pero debes agradecerle, es por ella
que estás a poco de convertirte en un santo —añadió Ayaka.
— Debo de hacerlo, temo las represalias que
recibiré si fallo —tembló un instante de sólo imaginarlo—. La señora Calíope no
me lo perdonaría.
— En algunos años Víctor comprenderá tus
nervios, pero creo que exageras —dijo la lemuriana riendo un poco—. No me ves a
mí mordiéndome las uñas.
— Es porque usas máscara —Mailu señaló
en su defensa.
— Oigan, ¿y dónde está Arun? —preguntó
finalmente Víctor antes de que se pusieran a discutir, como era habitual.
— Yo también acabo de llegar —explicó
Ayaka—, pero encontré primero a este patético chico hecho un ovillo de miedo.
— ¡Que no estoy asustado! —alegó, sobresaltado—.
¿Arun? Debe de estar por allí. Ayer me dijo que el señor Asis le daría el día
libre y así poder estar junto al Patriarca durante la ceremonia.
— Aún falta tiempo para que eso dé
inicio ¿no? ¿Qué tal si vamos a buscarlo? —sugirió Víctor entusiasmado de
volver a estar los cuatro reunidos.
— Si fuera tan fácil encontrarlo… —Mailu
se rascó la cabeza.
— Ya lo encontré —advirtió Ayaka tras
haber usado sus habilidades—. Vamos.
Antes de que cualquiera de los dos
varones pudiera reaccionar, la lemuriana ya los había sujetado de las manos
para transportarlos a un lugar retirado del que se encontraban.
— ¡Cielos! ¡Wow! —clamó Víctor, pues
sólo tras un parpadeo ya estaban en otra zona.
— ¡Argh! ¡Maldición Ayaka! ¡¿Cuántas
veces te he dicho que avises si vas a hacer eso?! —se quejó Mailu, quien se tapó
la boca como si deseara evitar el vómito.
— Exageras, como siempre —dijo ella sin
intenciones de disculparse.
Los tres aparecieron a las afueras del cementerio
del Santuario y callaron en cuanto fueron conscientes de que una canción se
escuchaba por el lugar. El camposanto, antes un sitio árido y sombrío, se había
transformado completamente después de que se anexaron las últimas lápidas en
conmemoración a los santos que perdieron la vida hace cinco años, y no por obra
del hombre.
Había pasto dentro y fuera del perímetro
del cementerio, volviéndose un lugar fresco y agradable donde árboles y plantas
crecían en abundancia, el sonido de pájaros reinaba en el recinto que era
recorrido por conejos y otros animales silvestres. Pero ahora ningún sonido excepto
el de aquella música se escuchaba, como si la naturaleza misma sintiera que
sería un gran agravio interrumpir tan bella melodía.
Era una canción tranquila, solemne y
nostálgica que calmaría hasta a la bestia más iracunda y al corazón más alterado.
El trío sabía quién llevaba a cabo ese
recital para los difuntos, por lo que caminaron a prisa hasta toparse con el
joven de largo cabello rubio que tocaba con gentileza una harpa de madera.
Arun, con quince años de edad, había
ganado un aspecto varonil pese a su largo cabello dorado y un gusto musical
refinado que no iba acorde a la dura vida dentro del Santuario. A diferencia de
sus tres amigos, él no siguió el camino de convertirse en un santo pese a que
se le presentó la oportunidad, mucho menos quiso escudarse de ser un dios
reencarnado para vivir con privilegios en el templo del Patriarca. Él había
decidido pretender que era un joven
normal que trabajaría a la par de sus amigos para mantener el Santuario tal y
como era.
Un deseo que lo llevó a aprender del
cosmos sólo para conocer los poderes con los que había nacido, mas no
emplearlos para cualquier banalidad, sólo para el uso del bien común.
Arun era feliz siendo el escudero del
señor Asis, discípulo del Pontífice y llevando a cabo otras tareas dentro de la
comunidad de Rodorio que lo habían vuelto una persona muy querida y apreciada
por muchos.
Sentado sobre una solitaria banca de
piedra, tocando el harpa de manera tan magistral y vestido con aquella toga
roja tan formal es cuando un poco de su esencia divina se vislumbraba para los
ojos humanos. Sin darse cuenta, el trío de aprendices terminó sentándose para
escuchar el resto de la canción que de algún modo sobrecogía sus corazones y espíritus,
permaneciendo en una ensoñación incluso cuando Arun terminó de tocar.
— Eso fue… hermoso —murmuró la amazona
con las piernas dobladas sobre el césped.
— Es una canción que mi madre tocaba para
mí. Decía que las mismas musas se la enseñaron en sus sueños cuando estaba esperándome
—explicó con nostalgia, mirando a su inesperado público con alegría—. Ayaka,
Víctor, qué gusto verlos de nuevo.
Ayaka fue la primera en alzarse y
abrazar efusivamente a Arun. Víctor se acercó a esperar su turno, pero en vez
de eso Arun volvió aquello un abrazo grupal para bochorno del más pequeño.
Mailu sólo observó con los brazos
cruzados, no estando dispuesto a ser parte de ese cursi momento. Además, él
nunca ha sido tan efusivo.
— Siguen siendo taaan ridículos —musitó el moreno con hastío—. Ya no son niños
pequeños para que se estén abrazando así.
— ¿Acaso estás celoso? —inquirió Ayaka
sin soltarse de Arun, mientras que Víctor sólo se apartó.
— ¡No digas tonterías! —rezongó Mailu,
abochornado—. ¡Si quisiera una novia serías la última en mi lista!
Los demás rieron al unísono, dispuestos
a emplear las horas previas a las competencias para hablar de sus vivencias
lejos del Santuario y ponerse al día.
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Egipto.
Cerca de un oasis a varios kilómetros de
la ciudad de Meskeneth, una tormenta de arena se desataba con suma violencia,
no siendo el desierto el que soplara tales ventiscas sino que éstas eran
producto de la colisión entre dos ka.
Sin que nadie pudiera ver la batalla,
un joven y su maestro tenían el último
combate, aquel en el que el aprendiz debía emplear todo lo aprendido para
vencer a quien le dedicó años de su tiempo.
Dos sombras se movían a velocidades desmedidas
entre la tormenta hasta que el sonido de la carne siendo cortada ensordeció a
los combatientes, siendo ese el final de la pelea.
El desierto comenzó a tornarse tranquilo
y la arena poco a poco regresó a las dunas brillantes. En medio de todo eso
permanecieron en pie dos siluetas masculinas.
— Eso fue todo —dijo el hombre ungido
por una armadura dorada alada—, a la primera sangre —recordó, siendo su brazo y
mano derecha la que presentaba un profundo corte. El ataque destruyó el brazal
de su alba y abrió una larga herida en su extremidad que lo obligó a soltar el
sable de Horus con el que estuvo armado todo el tiempo.
— Aún no es tarde para cambiar las
reglas— dijo desafiante el joven que todavía era oculto por la arena, uno que
tenía en su poder la espada gemela de Horus.
Assiut, Apóstol Sagrado de Horus, dejó
escapar una sonrisa, sabiendo que en otras circunstancias esa herida bien
podría haber ocurrido en su cuello o en su pecho, acabando así con su vida.—
Con lo que demostró me es suficiente para saber que he cumplido mi misión,
aquella que me hizo jurar haría por usted, mi Faraón.
El viento se llevó lo que restaba de la
espesa arena, dejando ver a un joven de dieciocho años vistiendo sólo un faldellín*
de lino blanco, sandalias y un collar de oro y joyas posándose sobre sus hombros
y pecho. Su corto cabello castaño y ojo oscuro sobresalían en su piel
bronceada, la cual tenía tatuajes dorados que simulaban ser ornamentos en sus brazos
y piernas, así como dos alas grabadas en los omoplatos de su espalda. Él era
Atem, el legítimo Faraón de Egipto.
— Enséñame
a ser tan fuerte como tú, incluso más —Atem le dijo hace cinco años, el día
en que recobró la conciencia después de la última batalla contra Sennefer. Fue
entonces cuando Assiut descubrió que uno de sus ojos dañados podía ver de nuevo
— Deseo
ser un buen Faraón, no sólo en sabiduría y corazón, sino también fuerte para
proteger a mi pueblo de cualquier calamidad —insistió Atem, en cuyo ojo derecho
había un parche dorado sobre el que se encontraba grabado el símbolo del ojo de
Horus, el Udyat.
— No
quiero volver a ser sólo un espectador inútil… ¡Quiero poder protegerlos a todos ustedes con mis propias manos! —
Assiut no pudo negarse al darse cuenta de que él mismo tenía un parche negro y
liso en el ojo opuesto al del faraón, descubriendo que Atem le había dado uno
de sus propios ojos para que no perdiera por completo la vista.
— Por
favor Assiut, ayúdame, sé mi maestro —le suplicó, incluso se arrodilló y
pegó la frente en el suelo.
De ese jovencito llorón ya no quedaba
mucho, excepto su buen corazón y genuina vocación hacia su pueblo. Aunque el Apóstol
dudó, el Chaty aconsejó que lo mejor era encaminar al joven Faraón por la senda
que deseaba seguir, acompañándolo y guiándolo en el trayecto, pues ya la
historia de otro joven con esa misma aspiración terminó convirtiéndose en el
más grande mal que Egipto ha tenido que enfrentar alguna vez.
Atem era poderoso, aunque todavía parecía
ignorar su propia divinidad (o pretendía hacerlo) era dueño de un ka asombroso
que fácilmente podría someterlo en una batalla real. Incluso ahora que se
enfrentaron, el joven guerrero decidió no utilizar ningún tipo de protección,
sólo pidió prestado el sable de Horus para el duelo y nada más.
Assiut se sentía muy orgulloso de él,
aunque el mérito no era sólo suyo, fueron muchos los maestros que educaron al
Faraón y hoy era el día en que finalmente accedería al trono como tal.
— Presiento que me dejaste ganar —dijo
el joven Rey.
— ¿Por qué haría tal cosa? Sabe que no
me gusta perder — Assiut añadió con complicidad—. Está listo, majestad, no hay
nada más que yo pueda enseñarle. El resto deberá descubrirlo por cuenta propia.
— En verdad te lo agradezco, Assiut.
— Y ahora que he cumplido mi misión
—dijo el Apóstol al acercarse al Rey de Egipto y arrodillarse con humildad—, es
momento de devolverle lo que es suyo — concluyó, poniendo la mano sobre la
mejilla derecha, muy cerca del ojo que le fue prestado. Si Assiut pudiera
devolver lo que le fue dado lo haría con sus propias manos, pero la magia era
un concepto desconocido para él.
Atem lo miró con tristeza. — Assiut, ¿de
verdad piensas que sólo te di ese ojo para que pudieras entrenarme? —le
preguntó, a lo que el Apóstol permaneció en silencio al ver la desilusión en el
semblante de su señor.
— No dudo que serías un guerrero
eficiente aun siendo ciego, pero es un obsequio que te di de corazón —explicó,
poniéndole la mano sobre la hombrera dorada—. Siempre has sido mi valiente hermano mayor, no de sangre claro —se
apresuró a decir, sabiendo que el Apóstol de Horus nunca se ha sentido digno de
que lo llame de esa manera—, pero hay cosas en este mundo que aún necesitas ver,
y será tuyo hasta el final de tus días.
— Pero…
— Es una orden, Assiut —se anticipó el
joven sonriente, sabiendo que esa sería la única manera en la que el Apóstol diera
el tema por finalizado—. Ahora ponte de pie, sabes que no me gusta verte
arrodillado ante nadie, ni siquiera ante mí.
— Como comande, mi Faraón. — El Apóstol
se alzó justo a tiempo para que Atem le devolviera la espada que le prestó—. Sin
embargo, aunque me considere un desagradecido, me atreveré a pedirle algo a
cambio —añadió, para curiosidad de su aprendiz—. Que el día en que yo muera
usted lo tomará de vuelta —insistió.
— ¿Y por qué estás tan seguro de que
morirás primero? —bromeó el Faraón.
— Una petición que le hecho a los dioses
—respondió con una seriedad ante la que Atem no pudo oponerse.
— Está bien, si llegara a suceder
prometo cumplir tu demanda —juró el joven Rey—. Pero basta de hablar de
muertes, hoy debemos celebrar la vida, mi
vida —sonrió, pues era su cumpleaños y un gran festejo les aguardaba en la
ciudad.
— Ya que hablamos de obsequios —dijo
Assiut, antes de que Atem emprendiera el camino de regreso a Meskhenet con un simple
impulso de sus pies—, hay uno que me pidieron le entregara personalmente —. El Apóstol
silbó sonoramente poniendo sus dedos en los labios.
El silbido fue respondido por un relinchido
cercano que anticipó la llegada de un implacable corcel que galopó hasta ellos,
frenando briosamente, alzando arena y polvo que terminó ahogando al
cumpleañero.
Assiut tomó la rienda suelta del animal
blanco, de una crin tan brillante y pulcra que al reflejarse los rayos del sol
en ella parecía estar hecha de luz blanca.
Atem sabía algo sobre caballos, y el
ejemplar ante él era, quizá, el más bello que alguna vez haya visto en Egipto.
— Los campesinos lo encontraron por los
campos de cultivo cuando era un potrillo salvaje hace algunos años—explicó
Assiut al acariciar la cara del caballo en un intento por tranquilizarlo—. En
cuanto lo vieron supieron que era digno de usted, llegaron a creer que era hijo
de la misma Astarté*. Lo criaron y adiestraron lo mejor que pudieron, pero es
de un carácter bastante inquieto, seguro será un buen compañero.
Atem tomó las riendas que Assiut le
ofreció, sobando ahora él la crin del corcel que lo olfateaba animosamente.
— Sé que significaría mucho para su
pueblo verlo llegar con él a la ciudad y a su coronación, alteza —sugirió
— Será un honor para mí aceptarlo —dijo
el Faraón, sobrecogido por el que las gentes de Meskhenet le tengan tales
atenciones—. Creo que lo llamaré… Dakarai, sí —lo nombró, alistándose para
subir a la montura azulada que el animal llevaba en el lomo.
— Es un buen nombre… me recuerda a la
yegua que solía montar su madre.
— Alba,
sí —remembró el joven Rey con ligera nostalgia una vez que montó el corcel.
— Por cierto, ¿se ha puesto a pensar que
una vez que sea coronado tendrá que preocuparse por conseguir una esposa?
Atem lo miró de soslayo.— Assiut, eres
mi hermano mayor, no mi padre, ese trabajo es del Chaty —aclaró con apatía ante
el tema.
— Él mismo me pidió que se lo recordara
—confesó Assiut, divertido—. Quizá debería considerar a la princesa de Asgard
como candidata.
— ¡¿Qué?! ¡Si es apenas un bebé! —se
alarmó.
— Hablo de la princesa Lynae. ¿La
recuerda? —el Apóstol inquirió de manera traviesa.
— Oh, te refieres a la prima del Syd.— Un
ligero rubor coloreó sus mejillas al recordar el breve encuentro con la hermosa
princesa asgardiana esa única vez que visitó las tierras de Odín como parte de
su viaje de entrenamiento.
— ¡N-no digas tonterías! ¡Es muy pronto
para eso y ella aún es muy joven! —Atem se apresuró a decir—. Además, dudo que
alguien como ella pudiera vivir cómodamente en un clima tan cálido como
este—meditó de manera inconsciente
— Para cuando se sienta listo para
sentar cabeza, quizá ella ya habrá alcanzado la mayoría de edad— indicó Assiut
para malestar del Faraón, después de todo en cinco años más cualquier cosa
podría suceder.
— ¡Cuando los dioses quieran verme
casado moverán cielo, mar y tierra para enviarme una esposa, así que no hablemos
más del asunto! —decretó, molesto y abochornado—. Y ya vámonos, antes de que
comiences a decirme cuántos hijos es que debo tener con quien sea que ella vaya
a ser. ¡Kyaa! —gritó, agitando las
riendas de su nuevo corcel para que éste lo ayudara a escapar a todo galope de
tal situación.
Assiut sólo sonrió divertido, sabiendo
que el futuro traería aún muchas más alegrías para el Faraón y la gente de Meskeneth.
En Egipto hoy también era un día bendito
por las estrellas, pues hace dieciocho años el príncipe Atem nació y justamente
sería el día en que tomaría su puesto como Faraón del reino.
En cinco años, desde la derrota de
Sennefer, los supervivientes lograron dejar atrás el dolor, reconstruyendo y
albergando a otros que buscaban un sitio en el cual refugiarse y prosperar, por
lo que la coronación del príncipe Atem era un evento muy significativo para
todos, y la celebración duraría hasta el anochecer.
A lo largo de la calle principal de la
ciudad y en los muelles del río Nilo se extendieron banquetes, danzas y juegos.
Muchos fueron los que acudieron a los templos de los dioses para dejar ofrendas
y oraciones en favor del joven Faraón, rogando a los espíritus benignos del
reino que lo protegieran y le permitieran la felicidad.
En el palacio, justo en el cenit del
día, la corona de Egipto se posó por primera vez sobre la cabeza del Faraón
Atem y todos los invitados vitorearon al instante.
Mientras el Faraón y su corte se dirigieron
al balcón real para hacer la presentación pública, otros invitados
permanecieron en el recinto para disfrutar del goce de la comida, bebida y
música, siendo uno de estos Ikki de Fénix.
El santo del Fénix era un invitado de
honor que muchos se alegraron de ver allí después de que partió hace tres años.
No les sorprendió que volviera de la
mano de Nicte, pero lo que los llenó de alegría es que la férrea mujer
apareciera con un vientre de siete meses de embarazo.
— Hoy estás de un muy buen humor y muy
sociable —señaló Nicte, usando un vestido de lino azul que resaltaba el tono de
su piel. Estaba sentada al lado de su esposo, quien no vestía ropas típicas de
Meskeneth, pero sí un pantalón y camisa formal de color gris—. ¿Tiene que ver
con la carta que recibiste de tu hermano? —indagó.
Ikki la miró un instante y después el estómago
abultado de ella.— Tengo muchas razones para celebrar este día, mujer —dijo sin
cambiar su expresión cordial—. Parece que Shun ha encontrado finalmente un
sitio en el cual podrá sanar sus heridas.
Nicte se mostró interesada. Estaba al
tanto de que el santo de Andrómeda había perdido a la mujer que amaba y a
muchos seres queridos cuando Sennefer destruyó la comunidad de la isla Neo
Andrómeda para sus malvados propósitos.
— Se asentó en un pequeño poblado cerca
del antiguo Japón, donde decidió practicar la medicina que conoce.
— Ikki, eso es maravilloso, me alegra
mucho— le dijo, sujetando su mano, sabiendo lo mucho que su amado se preocupaba
por su hermano menor.
El santo besó la mano de su mujer, sintiéndose
el hombre más afortunado del mundo no sólo por haber sobrevivido al
enfrentamiento contra Avanish, sino porque todo en su vida estaba en orden y en
paz. Podía ver su futuro en los ojos de Nicte y saber que será uno muy dichoso.
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Asgard
En la gran y vieja mansión de los
Alberich, Aifor de Merak recibía a prestigiosos visitantes.
— Bienvenidos —dijo el guerrero de ahora
diecinueve años, quien había dejado su aspecto infantil para volverse un joven
gallardo que vestía una larga túnica tinta—. Príncipe Syd, me honra con su
visita. — Hincó una rodilla en el suelo y agachó la cabeza con humildad.
El príncipe de ya diez años se privó del
grueso abrigo blanco una vez que entró a la tibia morada del guerrero de Merak.
— Te saludo Aifor de Merak, muchas
gracias por recibirnos.
Aifor se puso de pie y saludó a sus
camaradas Alwar de Benetnasch y Sergei de Épsilon, quienes acompañaban al
príncipe en tal visita.
— Lamento si mi petición puede causar
molestias en tu casa —prosiguió el príncipe, mirando al alto guerrero a los
ojos. El tímido e inseguro Syd se había convertido en un pequeño más
desenvuelto y vivaz.
— Para nada, príncipe. Es un honor para
esta casa recibirlo y acogerlo el tiempo que lo disponga. Supongo que está
ansioso por empezar su investigación por lo que mi mayordomo podrá guiarlo
hacia la biblioteca. —En cuanto Aifor mencionó a su sirviente, un tétrico pero
bien vestido anciano apareció de entre las sombras de la recepción, tomando
desprevenidos a los viajeros, quienes no estaban seguros de si siempre estuvo
allí o se transportó entre las sombras de alguna manera—. No hay nadie en esta
casa que conozca mejor esos anaqueles viejos que él —aseguró—. Fassolt, por
favor, acompaña y sirve al príncipe con propiedad.
El anciano de rostro afilado y arrugado
asintió, realizando una reverencia silenciosa ante Syd, quien no tuvo miedo de
su aspecto y siguió el camino que le indicó.
— Ya que el príncipe estará ocupado un
rato, ¿por qué no pasamos a la sala y platicamos un poco? Me gustaría saber las
novedades —sugirió Aifor con atentos modales.
Alwar y Sergei aceptaron, yendo a la
estancia principal de la residencia, donde muebles elegantes y estatuas
lúgubres adornaban la sala alumbrada por las llamas de la chimenea.
— Hacía mucho tiempo que no entraba a
este lugar —comentó Alwar tomando asiento en un sillón, mientras que Sergei
permaneció merodeando la estancia con desconfianza al ser la primera vez que
visitaba la mansión de los Alberich, la cual le despertaba una extraña sensación.
— Cuando la heredaste creí que el
ambiente cambiaría un poco, pero veo que sigue tal cual —Alwar apreció—. Aunque
ya no es tan fría y oscura, debo admitir —aseguró por el confort que sentía y
que las cortinas se encontraban abiertas, permitiendo una mejor iluminación y una
preciosa vista de los alrededores nevados.
— Decidí conservarla así, en honor a mi padre—respondió Aifor, heredero
indiscutible de Clyde Van Alberich.
Para él también fue una sorpresa que tras
el funeral del dios guerrero de Megrez, Fassolt (el mayordomo) y Brunilda (la
mucama) le entregaran el testamento de su maestro, en el que claramente se
estipulaba que reconocía a Aifor de Merak como su hijo y único heredero de todos sus bienes y posesiones. Cuando vio
la firma de Clyde al final del acta, Aifor lloró como no lo había hecho desde
que su maestro falleció; ante aquel último obsequio, no pudo contenerse más.
— ¿Incluyendo la servidumbre? —preguntó
el guerrero de Benetnasch, anticipando la llegada de la anciana Brunilda, cuyo
vestido negro se arrastraba en el suelo alfombrado, llevando consigo una
charola con tres vasos y una botella de vino. La mucama de cabello recogido y
espalda encorvada se retiró una vez dejara aquello en la mesa del centro.
— Sí, vienen con la casa y el título—respondió
tras una inconsciente pausa.
— Aifor
Van Alberich, aún es gracioso de decir —sonrió Alwar, interesado en lo que
Aifor tendría que hacer con la botella y los vasos frente a él.
Hasta Sergei miró discretamente cómo Afor
sacó los brazos de entre sus ropas, mostrando las manos artificiales de las que
ahora se valía para las actividades cotidianas.
Esas prótesis rojas fueron un obsequio,
diseñadas por el maestro herrero del Santuario en coordinación con el señor de
la Dinastía Li. Estaban hechas con una aleación de oricalco y gammanium que por ciertas artes místicas
permitían que tuvieran una funcionalidad y movilidad muy flexible, tal cual
fueran los miembros originales.
El problema fueron los primeros meses,
cuando Aifor no perfeccionaba su uso, por lo que por un tiempo algunos se las
ingeniaban para no saludarlo de mano o pedirle que sujetara algo pues terminaba
triturado en sus dedos aun con el más leve apretón.
Por ello, que pudiera tomar el vaso y la
botella de cristal sin romperlos era todo un logro.
Cuando el dios guerrero de Merak ya se
había hecho a la idea de continuar su vida careciendo de brazos, apareció un
día a las puertas de su hogar Syaoran Li, jefe de la renombrada Dinastía Li,
con tal regalo.
Al principio dudó pues no le debía nada
que él supiera, sin embargo aceptó no sólo por la insistencia, sino por la
posibilidad de volver a sentirse un hombre útil. No fue fácil acostumbrarse a
ellas, y ni hablar del dolor que sufrió cuando se las implantaron en los
muñones, pero ahora las había dominado después de mucho practicar. Eran muy
especiales ya que además de ser tan resistentes como una armadura sagrada, si
llegaran a sufrir alguna descompostura o daño por cualquier causa externa, éstas
sanarían con el tiempo, incluso
crecerían junto con el resto de su cuerpo con el paso de los años sin necesidad
de alguna intervención a menos que llegaran a despedazarse.
Alwar olfateó el vino antes de beberlo
al ser dueño de refinados gustos, mientras que Sergei bebió el contenido de un
solo sorbo como si fuera simple cerveza de raíz.
— Sin duda naciste con suerte, siendo
acogido por dos grandes hechiceros —comentó Alwar—. ¿Aún no sabes a qué se debe
tal acercamiento? —preguntó, viendo con desaprobación cómo Sergei se empinaba
un segundo vaso de vino.
—
Se lo pregunté la primera vez que vino aquí —respondió Aifor, sentándose
en el sillón de más alto respaldo—. Me dijo que no sería el único beneficiado
de esta invención —apuntó, alzando un poco el brazo artificial con el que sostenía
su vaso de cristal—, el Patriarca del Santuario y otro santo de oro también
obtuvieron uno según sé. Es una retribución a todo lo que sucedió, pues no
pudieron hacer gran cosa en los infortunados eventos… Además de que parece que
le recuerdo a su hijo fallecido o algo así. —Aifor bebió.
— Eso lo explica. Pero parece que se han
vuelto cercanos, ¿no es verdad?
— Me hace una visita cada tres meses
para ver mi progreso, no puedo negarme después de su generosidad. Pero sí, es
un buen hombre al que puedo llamar amigo, incluso me ha enseñado a canalizar
mis poderes mágicos, cosa que ni siquiera el maestro Clyde pudo hacer—explicó
con clara nostalgia—. Dijo que la próxima vez traería a su esposa e hijas con
él.
— ¿Sus hijas? —inquirió Alwar con una
sonrisa sarcástica—. Hmm, cualquiera podría pensar que quiere emparentar
contigo, ¿no lo crees?
— Cállate, no metas ideas en mi cabeza
—rezongó, imaginando que por esa insinuación actuaría todo nervioso ante las
mujeres de la familia Li al verlas.
Sergei no pudo evitar sonreír ante la
burla.
— No hay nada de malo en pensar en
buscar una compañera, incluso Sergei aquí presente no deja de merodear a una en
especial —comentó Alwar con cizaña.
Sergei respingó, avanzando como un rayo
hasta aparecer de pie ante el guerrero de Benetnasch en un claro gesto de
amenaza.
— ¿Quién diría que el cortejo de los
lobos fuera tan cariñoso?
— ¡Cierra la boca, Alwar!— Sergei le
advirtió, alzando el puño con desafío.
— Hablando de romance —intervino Aifor
antes de que su sala de estar se convirtiera en un cuadrilátero—, ¿qué hay de
nuestra Comandante? ¿Dónde está ahora?
— De viaje —respondió Alwar con
tranquilidad.
— No me digan que al fin accedió a
mudarse al Santuario —presintió Aifor con cierto sobresalto.
— No, Sugita aún intenta convencerla, y
Freya aún busca convencerlo a él de mudarse y vivir con ella —explicó,
sintiendo simpatía por la joven pareja. Sabía que tarde o temprano alguien
tendría que ceder si querían que su relación avanzara—. Tras el nacimiento de
la princesa Elda, el señor Bud se encarga totalmente de los asuntos del reino, por
lo que las actividades de los dioses guerreros han disminuido bastante. Así
pues la Comandante pudo darse el lujo de salir unos días pese a su propia
apretada agenda familiar.
— Vamos, si tu quisieras también podrías
tomar vacaciones —anunció Aifor al sentir un poco de envidia.
— ¿Y alejarse de la señora Flare?
—inquirió Sergei en venganza tardía—. Primero se corta un brazo.
Alwar decidió no dejarse llevar por el
comentario, por lo que su silencio prevaleció pese a que era un secreto a voces que el dios guerrero de Benetnasch
siempre ha sentido un amor platónico por la princesa, uno que jamás sería
correspondido, pues tras la muerte de su esposo e hija menor, era evidente que el
pesar de Flare nunca disminuiría, sólo aprendería a vivir con él.
Ante la tensión en el ambiente Aifor carraspeó
y buscó cambiar de tema una vez más.
El reino de Asgard también sufrió pérdidas
terribles, mas el pueblo de Odín siempre ha logrado alzarse y seguir adelante
pese a las adversidades, y lo seguirá haciendo, sobre todo con el majestuoso
porvenir que está aguardándoles.
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Japón.
En cuanto vio el paraje verde con la
montaña de punta nevada en el horizonte, Sugita de Capricornio se sintió de
algún modo en casa. Contempló la
única vivienda que a lo lejos se veía y podía jurar que era la misma en la que
vivió en su niñez con su padre… ¿Acaso la había trasladado hasta este lugar?
Mientras pensaba en ello, alguien tomó
su mano. — Parece que es por allá —le dijo la mujer de larga y rizada melena
pelirroja—. Vamos. —Lo jaló un poco para obligarlo a reanudar la marcha.
Sugita y Freya llegaron rápidamente
hasta la sombra de un frondoso árbol, en donde encontraron una lápida de piedra
sobresaliendo del suelo.
El santo de coleta pelirroja sonrió con
tristeza al ver el nombre de sus padres en ella, avergonzándose de lo mucho que
tardó en ir a visitarlos.
— No me dijiste que tu madre estaría
aquí también —dijo Freya, quien llevaba un vestido corto color uva por el
cálido clima de esas tierras.
— Y no lo está, es sólo simbólica
—explicó con tranquilidad—. Nunca recuperaron sus restos, así que papá colocó
cerca de nuestra casa una lápida con su nombre… Supongo que creyó que sería
importante para mí, a tan corta edad, entender el que ella se había marchado.
Con su armadura reluciendo por el sol,
Sugita se inclinó ante la lápida y tocó con su mano la tierra frente a ella
para brindar sus respetos.
En cinco años no había acudido a visitar
la tumba de su padre, pues sabía que al verla la culpa lo azotaría con todo su
peso.
Su padre, Eriol Hiragizawa, había sacrificado
su vida para que él conservara la suya. Muchas veces se recriminó el que si
hubiera sido más precavido y mucho más consciente de sus acciones quizá él no
hubiera muerto en su lugar…
Freya aguardó solemne a su lado, orando
en silencio por el eterno descanso del padre de Sugita, a quien le debía todos
los momentos dichosos que han vivido ambos desde que las batallas terminaron.
De aquellos tiempos difíciles, sólo la
cicatriz en el cuello del santo de Capricornio quedaba como un recordatorio de
lo acontecido en Egipto. Freya prefería no verla demasiado, por lo que se
concentraba en mirarlo siempre a los ojos, recibiendo sólo miradas de gran amor.
Aun ahora le parecía increíble que el atolondrado Sugita se convirtiera en un
hombre tan apuesto y al que amaba con tal intensidad.
— Te lo dije mamá —escucharon de
repente, sobresaltándose un poco—. Es él —dijo una pequeña niña de seis años de
edad que vestía un kimono azul con estampados dorados de soles y lunas—. ¿Verdad
que sí? —preguntó insistente, jaloneando el kimono de su madre.
Sugita no alcanzó a ponerse de pie
cuando ya la niña de corto cabello negro se había abalanzado a su encuentro
para decirle dulcemente —: ¡Bienvenido a casa, hermano mayor!
Sugita quedó mudo por unos segundos, en
los que vio en el rostro de la niña los mismos ojos que también heredó de su
padre.
Presionado por el momento, el santo
llegó a tartamudear —: Gra-gracias…
— Parece que sí recibiste mi carta después
de todo —dijo la mujer, que vestía un fino kimono negro, estampado con flores
rojas del infierno*, sobre el que resaltaba el rosario de cuentas azules que
colgaba de su cuello.
— Sí, lamento no haber respondido o
anunciado mi llegada —comentó, poniéndose de pie, dejando a la pequeña niña
maravillada al ver a tan alto caballero de armadura dorada, justo como el de
los cuentos que su madre le leía.
— Jum,
yo creo que sólo te decidiste una mañana al despertar y antes de perder el
valor te lanzaste en este viaje —dijo Anna Hiragizawa con cierta hilaridad.
Freya sólo carraspeó, sabiendo que era
exactamente cómo había sucedido. Varios meses atrás Sugita recibió una carta de
parte de la viuda, en la que lo invitaba a visitarla pues debía entregarle
algunos objetos de valor que su difunto esposo dejó a su nombre, pero no lo
haría hasta que formalmente viniera a rendirle el respeto a la memoria de su
padre ante su tumba.
Aunque Sugita no tenía interés en
ninguna posesión material, la posdata final del mensaje es lo que lo hizo dudar
demasiado: Tu hermana quiere conocerte.
Una hermana tan pequeña que le daba la
más tierna de sus sonrisas. En sus ojos claramente se veía el gusto que le daba
conocerlo por primera vez. ¿Pero por qué le dedicaba tan amplia sonrisa? Un día
seguro ella entendería la razón por la que no tiene un padre y lo culparía por
ello.
— No fue tu culpa —dijo inesperadamente
la sacerdotisa Anna—. Ni Eira, ni mucho menos yo te culparemos jamás.
El santo la miró sorprendido, ¿acaso
podía leer la mente?
— Algo mejor —respondió la sacerdotisa,
anticipando el pensamiento con un misticismo similar con el que Nihil de
Lymnades alguna vez le respondió la misma pregunta.
— Yo… —se atragantó, sosteniendo su
casco nerviosamente.
— Tu pena es entendible, pero no la
engrandezcas pensando erróneamente. No te culpo —volvió a insistir la mujer,
logrando que el santo sintiera un alivio en el alma que le permitió relajar los
hombros y la mente—. El único culpable es Eriol —explicó con una estricta y
peligrosa mirada—.Ya me encargaré de reprenderlo cuando sea mi turno de ir al
más allá —aclaró, despertando mucho desconcierto en los visitantes.
La pequeña Eira asintió, pese a su edad
ella entendía que su querido padre se fue al cielo por una buena razón.
— Pero no te equivoques, como madre
comprendo el sacrificio de Eriol —dijo Anna, posando la mano sobre la cabeza de
su pequeña—. Es algo que yo misma estaría dispuesta a hacer por el bienestar de
mi hija.
— Sus palabras me conmueven, señora
Anna.
— Mamá
—corrigió ella.
— ¿Q-qué? —Sugita preguntó tras un
titubeo.
— Puedes llamarme mamá —dijo seriamente— o madre,
lo que te sea más fácil.
Sugita se enrojeció, bastante apenado.
Incluso Freya no supo si reír o escandalizarse por la propuesta.
— ¡E-eso no creo que sea ne-prudente…! —el
santo logró decir, bastante abochornado por la petición.
— Fui la esposa de tu padre —cortó sus
quejas—, eso te convierte en mi hijo también y mi deber a partir de hoy será
cuidarte como tal —decretó con una severa mirada por la que todo hijo no
tendría más remedio que obedecer.
— Sí, Eira también cuidará de ti,
hermano mayor —aseguró la niña, quien entusiasmada le sujetó la mano con sumo
cariño.
— Tu padre tuvo sus razones para
alejarte y que siguieras el camino que te convertiría en un santo de Atena,
pero te aseguro que en el fondo su deseo era estar ahí para ti cuando más lo
necesitaras —confesó Anna, conociendo el conflicto interno de Eriol—. Eira y yo
seremos tu familia ahora.
Sugita quedó totalmente enmudecido,
lanzando miradas entre Anna y Eira Hiragizawa sin saber qué decir.
Por suerte, Freya estaba ahí para él.—
Dele unos minutos, creo que todo esto lo dejó bastante impactado. Pero le
aseguro que está muy feliz por sus palabras, señora Anna.
Anna miró a la guerrera a los ojos, y
por Odín que Freya sintió que debía respetar a esa mujer igual o tal vez más
que a la misma señora Hilda.
— ¿Así que tú serás la madre de los dos
niños pelirrojos?—Anna pensó en voz alta, recordando la última predicción de su
esposo al ver su cabello rojizo.
— ¡¿Perdón?! —la asgardiana se
sobresaltó, ¿había escuchado bien?
— Eso aún está por verse —añadió Anna
con una sonrisa confiada.
— ¡¿Qué quiere decir?! —Freya replicó
con cierta indignación, ¿acaso esa mujer estaba insinuando que no era sería una
buena esposa para Sugita?
Anna dio media vuelta sin responder, con
la intención de regresar a su casa.
— Vengan, hay mucho de lo que debemos
hablar y no lo haré aquí de pie— indicó, liderando el camino—. Tomaremos té.
Eira jaló a su hermano mayor, logrando
que éste la siguiera un poco encorvado por la diferencia de estaturas.
— Yo preparé tu té. Dos cucharadas de
azúcar y unas gotas de limón, ¿no? —preguntó la pequeña quien caminaba al revés
por no querer apartar la vista de su hermano mayor.
— ¿Cómo lo sabes? —Sugita parpadeó
incrédulo, a lo que la niña sonrió con complicidad.
Poniendo un dedo sobre sus labios,
esperando que sea un secreto entre ambos, Eira murmuró —: Papá me lo dijo.
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Grecia, Santuario de Atena.
En el Coliseo, el día pasó de manera
lenta y estresante por las pruebas que allí se suscitaron.
Los veintidós aspirantes se dividieron
en tres grupos de acuerdo a su habilidad, quedando quince en el grado bronce,
seis en el plata y sólo uno en el oro. La mayoría de participantes y espectadores
esperaban los habituales combates uno contra uno para medir las capacidades de
los jóvenes guerreros, mas cuando los quince aspirantes a armaduras de bronce
se situaron en el área de combate entendieron que tendrían que combatir todos a
la vez entre ellos. La destreza que demostraron fue asombrosa, mas uno a uno quedaron
fuera de combate hasta que sólo cinco se mantuvieron en pie. Entonces se marcó
una pausa en la que se anunció el ingreso de un nuevo contrincante al que todos
ellos deberían combatir, siendo a través de Jabu de Unicornio que demostrarían
si realmente alguno merecía el lugar que aspiraban ganar. El experimentado
Jabu, llevando su armadura de bronce, presionó a los aspirantes hasta el punto
en que sólo dos quedaron en buenas condiciones, logrando éstos romper partes de
su cloth y herirlo significativamente. Sólo hasta que el Patriarca dio por
terminada la prueba es que el combate cesó sin la necesidad de que Jabu tuviera
que haber sido vencido.
El turno de los plateados fue mucho más
feroz, quedando dos lo suficientemente sanos como para enfrentar a Shaina de
Ofiuco. La poderosa amazona no tuvo contemplaciones contra los dos aspirantes,
entre ellos Mailu, quien con ferocidad combatió a la amazona más letal, y que a
su vez era la instructora más estricta que se conocerá en el Santuario. A duras
penas los aspirantes lograron sostener la batalla contra la fuerte guerrera a
quien sólo lograron rasguñarle los brazos antes de que el combate se diera por
terminado.
Por último, la única aspirante a
armadura de oro no contó con compañeros en esa cruzada, por lo que pasó
inmediatamente al combate contra un santo de oro, Jack de Leo.
A diferencia de lo que muchos esperaron,
el santo de Leo actuó con fuerza desde el principio, sorprendiendo más de una
vez a Ayaka, aprendiz de Kiki.
La ahora amazona utilizó de manera
sublime su habilidad de teletransporte para salvarse de los rugientes
relámpagos de Leo, así como el uso del Cristal Wall. Todo terminó cuando
Jack tomó por sorpresa a Ayaka y le presionó la espalda sólo con la punta del
dedo, dejando a la guerrera inmóvil al saber marcada su derrota; de tratarse de
un combate de vida o muerte su contrincante le habría atravesado el corazón.
Aunque muchos se desilusionaron por tal final, una última sorpresa sacudió el Coliseo
cuando el casco y el peto de la cloth dorada de Leo estallaron sin causarle
daño a su portador, en un efecto tardío de los golpes precisos que Ayaka dio en
ella.
Sus amigos cercanos estallaron en vítores,
pues sabían que esa era una habilidad que Ayaka había aprendido muy bien
gracias a su maestro Kiki.
Al atardecer de aquel día, sólo cinco de
los veintidós aspirantes se enfilaron ante el Patriarca quien, desde lo alto
del podio que le correspondía, dio su aprobación a los resultados. A su lado,
Shunrei y Arun miraban con una sonrisa de enhorabuena a los nuevos santos.
— El día de hoy hemos sido testigos del
gran poder que su valentía y determinación les ha permitido labrar los últimos
años —habló el Patriarca, que vestía su toga blanca ceremonial y el casco de
oro en su cabeza. Al alzar las manos hacia el cielo, los rayos del sol se
reflejaron en su brazo derecho, ahora de metal dorado—. Nos han mostrado los dones con los que serán
capaces de servir a los ideales de Atena como protectores de este mundo y de la
humanidad. Desde el día de hoy ustedes serán reconocidos como santos y la
bendición de Atena estará siempre con ustedes. Que la voluntad de la diosa se
cumpla —sentenció.
Su orden llegó más allá del Coliseo,
pues desde el Templo de Atena cinco estelas resplandecientes emergieron cual
estrellas fugaces hacia el cielo para terminar descendiendo a tierra en un
espectáculo en que traslúcidas figuras mitológicas danzaban por el colorido
manto rosado y violeta del atardecer.
Al mirar los jóvenes hacia arriba,
descubrieron que esos cometas estaban por caerles encima. Envalentonados porque
Ayaka no se movió de su sitio, todos permanecieron firmes, uno que otro cerró
los ojos pensando en que aquello los aplastaría, mas tras un pesado estruendo,
cinco piezas aterrizaron a los pies de los nuevos santos.
Allí, frente a ellos, estaban las Cajas
de Pandora de las cloths que los consideraron dignos de pertenecerles.
Mailu esbozó una amplia sonrisa al ver
el emblema de su cloth plateada, sin sentirse eclipsado por la caja dorada que
Ayaka palpó con humildad.
— Éste es el símbolo de que Atena los ha
reconocido como guerreros de la justicia, hónrenla y respétenla hasta el final
de sus vidas.
Con solemnidad los nuevos santos Cora de
Paloma, Zander de Lince, Karsten de Ballena, Mailu de Can Mayor y Ayaka de
Virgo reverenciaron al Patriarca y a su familia, jurando lealtad al Santuario y
a los decretos de la diosa de la sabiduría. Ellos eran la primera generación de
nuevos santos que verían florecer una era llena de paz, prosperidad y gran porvenir
en el mundo.
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En un pequeño puerto de América.
— ¿Cuántas veces tengo que decirte que este no es un barco de
pasajeros? —inquirió frustrado un hombre con sobrepeso, cuya tarea era
encargarse de que el inventario se suba y baje correctamente de la embarcación
de la que era miembro.
En aquel puerto tan pequeño, el único
día de entero bullicio era cuando el
Dragón Azul arribaba a dejar embarques y abastecerse para continuar con su
largo viaje por los siete mares.
Usualmente el robusto marinero
disfrutaba del medio día que pasaban en ese sitio, pero no en esa ocasión, pues
desde que atracaron una joven mujer no había dejado de atosigarlo. Ojalá fuera
por motivos románticos, pero no, la terca muchacha demandaba algo que le era
imposible concederle.
— Eso ya lo sé —repuso la mujer de corto
cabello azul. Vestía pantalones ajustados, botas cortas y un blusón gris de
mangas largas ideal para viajar.
— ¿Entonces por qué sigues de necia? ¿A
dónde quieres ir que ningún otro barco pueda llevarte? —inquirió el malhumorado
marino, escribiendo en una hoja aquello que revisaba de las cajas por las que
pasaba—. Somos un barco de carga y por más dinero que pudieras pagarme no
cambiarás las cosas.
— No busco ir a ningún otro puerto en
particular —explicó la mujer de ojos rojizos y fuerte carácter—. He escuchado
que el Dragón Azul es el único barco
que transita por todo el ancho y largo del océano, quiero enlistarme, trabajar
en él.
— Temo que eso no será posible, el
Capitán no está reclutando más gente por ahora —respondió, mirando de soslayo
al silencioso acompañante de la mujer que supo mantener la distancia; un hombre
de cabello largo y oscuro que le cubría el ojo izquierdo, vestía ropaje holgado
cuyo alto cubrecuello le escondía la parte inferior de su rostro.
— ¡¿Es porque soy mujer?! ¡¿Es eso?!—
exclamó la joven con indignación—. Te aseguro que tengo una fuerza y destreza
mucho mejor que la de cualquiera en esta embarcación y puedo probártelo
—apostó, señalando la ancha cintura del marinero—. Incluso creo que vi a un
hombre manco la última vez en su tripulación, ¿acaso él podría ser de más
utilidad que alguien que tiene dos manos? —enfatizó, alzando la guardia como
quien quiere empezar una pelea.
— Escucha, pequeña bocona —se impacientó
el hombre, girándose hacia ella sin que ésta retrocediera siquiera un
centímetro—. No sé qué clase de hombres misóginos crees que somos, pero déjame decirte
que nuestro Primer Oficial es una mujer, así como lo es la médico que nos acompaña—explicó,
inclinándose hacia la joven—. Y el hombre al que llamaste manco es el Segundo Oficial, te sorprendería lo diestro que puede
ser con una sola mano. Sin mencionar que no he conocido jamás a un hombre que
conozca las rutas del mar como él, creo que hasta puede controlar el clima el
muy bastardo—rió, recordando los comentarios de sus atolondrados compañeros,
infundados por todas esas indicaciones ilógicas que los habían salvado de
terminar en el fondo del mar.
— ¿Entonces? ¿La razón es…? —preguntó la
chica con gesto malhumorado.
— Que de seguro no sabes nada sobre los
trabajos en un barco y —con fuerza sujetó la muñeca de la joven, extendiendo su
mano clara y libre de impurezas—, que desconoces el trabajo duro.
En ese momento el silencioso acompañante
de la mujer frunció el ceño, listo para intervenir si era necesario.
La mujer exhaló una larga respiración
sin dejar de mirar a los ojos al regordete marinero. Antes de que ella lo
obligara a quitarle las manos de encima, alguien apareció para interceder por
el pobre marino quien de seguro habría terminado sin dientes o algo peor.
— Lucas, ¿podéis decirme qué pasa aquí?
—pregunto el recién llegado que caminó lentamente por entre las cajas
descargadas.
— Nada, señor. Sólo una pueblerina terca
que no sabe aceptar un no como
respuesta. —El hombre la soltó y pretendió volver a la revisión de la
mercancía, alejándose un poco.
La mujer iba a protestar, pero al ver de
cerca al hombre de largo cabello azul quedó impresionada por sus ojos, uno
dorado como el sol y el otro plateado como la luna.
— No hace falta que me lo expliquéis, vuestra
voz retumbó con tanta fuerza que todo el puerto pudo escucharos —indicó con
gentileza el Segundo Oficial del Dragón
Azul, quien también fungía como Contramaestre—. Disculpad a Lucas, es un
poco hosco con las mujeres pero en el fondo es porque lo ponen nervioso.
— ¡Embustes
y mentiras, señor! —alegó el marinero desde la distancia.
— Señorita Danhiri —la llamó su
acompañante, quien se había situado a tres pasos de aquel hombre alto y
misterioso.
El Contramaestre ni siquiera volteó
hacia el aparente guardián de la mujer, pero percibió la advertencia marcada en
su silencio.
— Calma, Ábbadon —pidió la chica,
sabiendo que su custodio podría actuar de manera abrupta ante cualquiera que
considerara una amenaza para ella.
— Danhiri y Ábbadon, ¿no? —repitió el
hombre alto de vestimenta gris y blanca, cuyo brazo derecho brillaba por una prótesis
de metal dorado—. Según entiendo os interesa formar parte de esta tripulación.
— S-sí, exacto —Danhiri dijo, sin saber por
qué de repente comenzó a sentirse tan nerviosa.
— ¿Existe alguna razón en especial?
— Como ya lo dije, deseo recorrer lo
ancho y largo de este mundo y sólo el
Dragón Azul puede facilitármelo —repitió la chica, sin saber por qué ahora también
se sentía abochornada por sus propias palabras.
— ¿Qué es lo que estáis buscando?
— ¿Buscando? —repitió la mujer.
— Alguien que desea viajar tanto es
porque busca algo… ¿o es porque deseáis dejar algo atrás? —indagó.
— Busco —dudó de sí misma, mas
rápidamente admitió que—, un lugar al cual pertenecer. He recorrido todo este
continente buscando un sitio en el cual sentirme útil, pero no he podido… Es
por eso que decidí emprender un viaje aún más largo, con la esperanza de poder encontrarlo.
Admito que ese hombre tiene razón —refiriéndose a Lucas—, no sabemos nada sobre
labores en un barco pero le juro que aprenderemos rápido.
Danhiri se miró las palmas de las manos
y se las enseñó al Contramaestre —. Le prometo que en poco tiempo estarán tan ásperas
y callosas como las de cualquiera de su tripulación, trabajaré duro.
Para sorpresa de la pareja, el Contramaestre
llevó su mano metálica hacia el rostro de Danhiri, y con las puntas de sus
dedos le apartó un poco el flequillo de cabello que le cubría la frente,
descubriendo la horrible y antigua cicatriz que allí se escondía.
— Lo que no muestran vuestras manos se
refleja en otro sitio por lo que veo —murmuró, dubitativo. Aquello era una
marca que sólo un fiero combate podía conceder, contaba una historia y un currículum
desconocidos por la misma mujer.
Ábbadon pudo haber actuado de muchas
formas, mas se quedó estático al escuchar las palabras de Danhiri, viniendo a él
la última predicción de Tara.
Cuando ella y el señor Avanish murieron,
Ábbadon aguardó el tiempo prudente para llevar a Danhiri al exterior, siendo
hasta que la joven recuperó poco a poco el habla y el entendimiento, algo que
la llevó a querer salir al mundo y al mismo tiempo a hacer preguntas.
Como era de esperarse, la hija de
Avanish no recordaba absolutamente nada de su vida pasada, ni a las personas
que hubo en ella, pero pese a que su mente olvidó, su cuerpo no. Su fuerza y destreza
física se mantenían intactas, mas no la habilidad de conectarlas con el poder cósmico
innato con el que nació... y agradecía aquello.
Danhiri había vivido como una chica
ingenua y normal que debía redescubrirse por su cuenta, y cuando llegó el
tiempo de Ábbadon de responder sus preguntas él decidió lo que creyó mejor para
ella.
No mintió al decirle que sus padres y
hermana murieron como muchas otras personas víctimas de los grandes desastres
que ocurrieron en el mundo cinco años atrás, mas en Danhiri no vio tristeza,
¿cómo extrañar a personas que no recuerdas?
Tras eso viajaron por mucho tiempo,
siempre siguiendo la curiosidad de Danhiri por otros lugares, quien se negaba a
asentarse en un sitio de manera definitiva dando sólo vanas razones como que era
un sitio aburrido, demasiado ruidoso, tenía mal clima, etcétera, sólo
continuaban andando... Buscando, tal cual ahora confesaba a
un total extraño.
¿Sería acaso el hombre frente a él el
que pronosticó la señorita Tara? ¿Ese que les mostraría la vereda correcta?
Cuando Danhiri comenzó con la idea de
viajar en barco, creyó que realmente la predicción de Tara podría verse
cumplida, pero ahora estaba seguro de su veracidad... ¿Cómo interferir?
Ése no era un hombre ordinario, podía
sentirlo... ¿Acaso él también se había dado cuenta de lo mismo sobre la
señorita Danhiri? ¿Qué era lo que debía hacer? Como su guardián había velado
por ella como una hermana, pero ahora tenía que dejar que el destino actuara.
La sonrojada Danhiri logró salir de su
estupor, carraspeando la garganta y apartando esa mano con su muñeca.
— Fue un accidente del que ya me he
recuperado, y le aseguro que no me impedirá trabajar y dar lo mejor de mí
—aseguró, reacomodándose el fleco. No mentía, esa fue la verdad que Ábbadon le
proporcionó.
— En verdad que estáis empecinada
—comentó el hombre sonriendo un poco, mas la mujer continuó mirándolo con
determinación.
— Lucas —el Contramaestre llamó al
marino, sabiendo que éste lo escucharía donde quiera que estuviese—, creo que
escuché que Carim bajará en el puerto de Meskeneth para pasar una temporada con
su esposa, y Rigel en Santa Catalina para estar con su hermana enferma, ¿no es
así?
— En
efecto, ese par bajarán allí, permiso especial del Capitán— respondió el
marinero, perdido entre varias cajas grandes.
— Lo que quiere decir que habrá dos
puestos libres ¿Qué decís? ¿Os interesa? —les preguntó el Contramaestre.
—
Pero señor Atlas, al capitán sólo busca marineros con experiencia.
— Habrá tiempo suficiente de aquí a los
puertos de Meskeneth y Santa Catalina para que ellos aprendan lo necesario y
tomen esos lugares. Se ven una pareja muy capaz.
—
Yo no soy el Capitán, si esa es su decisión vaya y dígaselo a él.
— ¿Lo dices en serio? —preguntó Danhiri,
asombrada de tal generosidad.
Atlas asintió. — Estaríais un poco
apretados, pero algo podremos hacer. Es vuestra decisión. El trabajo en el mar
es duro, pero os aseguro que la paga es buena. Aunque los próximos meses iréis
como aprendices por lo que deberéis
conformaros con alojamiento y comida.
— Con eso basta —dijo Danhiri con un
semblante de felicidad y respeto hacia aquel hombre que había decidido confiar
en ella—. ¿Verdad que sí, Ábbadon?
Ábbadon miró a la mujer y después al Contramaestre
antes de asentir con aprobación. Asistiría a la señorita Danhiri aunque ella
quisiera embarcarse hacia el infierno mismo, es lo que prometió haría, y en su
lealtad se encontraba su mayor virtud.
— Entonces venid a bordo, os presentaré
al Capitán. Es un hombre algo excéntrico pero de buen carácter —los ánimo a
seguirlo.
Danhiri rápido tomó la valija que Ábbadon
estaba cuidando hasta entonces, siguiendo a Atlas con un semblante esperanzador
y alegre que su guardián jamás había visto en ella.
La mujer contempló ese gran barco cuyo
casco fue pintado con un azul zafiro intenso, lo que hacía que las velas se
vieran aún más blancas. La cabeza de un fiero dragón con las fauces abiertas
adornaba la proa.
Danhiri estaba segura de que en ese
barco encontraría aquello que buscaba con tanto fervor… y quizá algo más.
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A
las orillas del Mar Mediterráneo.
En cuanto el pequeño Tyrone tocó la
suave arena de la playa, inmediatamente quiso gatear hacia el mar para salpicar
alegremente a su madre, quien lo sujetó con cuidado. Sin adentrarse demasiado
al océano, la hermosa mujer rubia se sentó para que el agua le cubriera hasta la
cintura. Su vestido blanco se transparentó en cuanto fue empapado por el mar y
los alegres jugueteos del pequeño de un año que luchaba por nadar por su cuenta.
Para distraerlo de sus arrebatos, la madre jugueteó con él un rato.
— Él puede nadar solo —indicó una
segunda doncella de cabello rosado que vestía (inusualmente en ella) un vestido
blanco y corto muy acorde a su estancia en la playa, junto con un gran sombrero
que la protegía del sol—. Los niños atlantes lo hacen incluso antes de caminar,
pero eso ya es algo que debería saber, señora Tetis.
El pequeño de ojos verdes miró a quien
habló y rápido le sonrió para decir —: ¡Caridis
juga! —invitándola a su aventura
mientras intentaba salpicarla pese a que ella se encontraba de pie y el mar sólo
cubría sus pies.
— Lo sé Caribdis, pero no sólo debe
conocer la belleza del océano, sino también apreciar la belleza de la tierra y
el cielo azul, para eso será nuestra estancia en el exterior a partir de hoy—
respondió Tetis, sonriendo a quien ha sido una eficiente cuidadora de su bebé,
pues respetaba horarios y métodos repetitivos que para cualquier otra persona
serían tediosos o cansados. Pero en cuanto el bebé se ponía a llorar era cuando
su atrofiada empatía le impedía solucionarlo. Aun así, no existía otra persona
dentro y fuera de la Atlántida a quien le confiaría el cuidado de Tyrone.
— ¿Y en verdad tengo que vestir así?
—preguntó la atlante al tomar los extremos de su falda para alzarla un poco —. Es más cómoda mi
scale.
— Temo que tendrás que acostumbrarte
—rió un poco Tetis, acostumbrada a la inexpresiva guerrera que logró sobrevivir
a la cruenta batalla contra Avanish—. Relájate un poco, ¿quieres? Disfruta con
nosotros.
— Enterada —respondió, mirando el
horizonte e intentando obedecer aquella orden.
— Es evidente que Caribdis desconoce lo
que son vacaciones, pero es bueno que
se mantenga siempre en alerta para su protección, señora Tetis —dijo una
tercera persona que arribó a la playa, mas permaneciendo alejado del oleaje por
no querer arruinar sus zapatos y el pantalón blanco de su traje.
— ¡Solento
cación! —aplaudió el bebé al reconocer al hombre que tocaba para él alegres
melodías.
— Eso sonó a que me lo está demandando
—dijo Sorrento, quien esbozó una sonrisa.
— Es porque lo tienen muy consentido —explicó
Tetis, besando la frente de su hijo.
— Tiene razones para ser tan amado y
querido por todos nosotros —repuso Sorrento—. No por nada es el primer hijo del
Emperador nacido en esta Nueva Era, el primero de otros que vendrán, esperemos
—añadió para la mujer a la que ahora debía llamar señora e inclinar la cabeza, pues la sirena Tetis había sido
elegida por el Emperador para ser su esposa y madre de su futura descendencia.
— Y los habrá —respondió Tetis,
agradecida con el destino por tal honor. Aunque ella siempre tuvo sentimientos
por el joven Emperador Julián, entendía y aceptaba su posición como una súbdita
más dentro de su vasto ejército, uno en el que ni siquiera era la más poderosa,
pero sí una de las más leales.
Ese día en que el Emperador regresó victorioso
de su batalla contra el dios del sol, sorprendió a todos no sólo por volver con
su sagrada kamui, sino porque lo primero que hizo fue besarla delante de los
marines shoguns.
— Tenía
que verte una vez más para comprender
por qué estuviste en mis pensamientos en esos momentos, y por qué fue tu voz la
que llegó a mí para levantarme cuando estaba por darme por vencido… Y ahora lo
sé, Tetis —fue su declaración de amor después de aquel beso con el que
selló su destino a su lado, un momento que cada que lo recordaba hacía que se
le colorearan las mejillas.
— Por ahora puedo comunicarle que los
últimos arreglos han terminado y ya puede pasar a instalarse apropiadamente en
la mansión. Su majestad aguarda en la terraza principal por si desea verle
—explicó Sorrento, como todo buen mayordomo.
Tetis se alzó, cargando al príncipe de
la Atlántida en sus brazos.— Vamos… pero Sorrento, no tienes que ser tan formal
conmigo —pidió Tetis por enésima vez desde que fue desposada.
— Le reitero que es algo que me será
imposible. Así como he servido y cuidado al señor Julián, es ahora mi deber
también velar por usted y el joven príncipe hasta el final de mis días.
Arriba, sobre el despeñadero a orillas
de la playa, la mansión de la familia Solo se mantenía en pie y tan majestuosa
como siempre lo ha sido pese a los cambios y catástrofes sufridos en el mundo
las últimas décadas.
En su interior, una nueva servidumbre se
había instalado para servir a la noble familia que la habitará por un tiempo,
pues el rey de la Atlántida no podía permitirse el ausentarse demasiado.
Aun así, el que pudiera estar sentado en
ese balcón con vista panorámica al océano, degustando una taza de café en la
tranquilidad de la tarde, era porque confiaba plenamente en Enoc de Dragón
Marino para mantener el orden en el reino y tomar decisiones importantes. Además,
desde que Nihil de Lymnades pasó a ser el asistente
de Enoc y Alexer de Kraken el administrador del reino, los tres habían sabido
coordinar sus esfuerzos para mantener a la Atlántida en constante balance y
continuo desarrollo.
Allí, en ese momento en que volvía a
vestir cual acaudalado hombre de negocios, Poseidón se permitió dejarse llevar
por la nostalgia y admitir que, después del paso de tantas eras, se sentía realmente
feliz, como no lo había sido en mucho
tiempo.
Remembranzas vinieron a él de su vida
como el magnate Julián Solo, sobre todo al encontrarse en el mismo balcón en
donde años atrás le propuso matrimonio a Saori Kido, siendo desde entonces que
su vida sufrió grandes cambios.
— ¡Papá!
—escuchó, girando la cabeza para ver a Caribdis de Scylla cargando a un
cambiado y presentable Tyrone.
Caribdis realizó una ligera inclinación
antes de acercarse a la mesa donde se encontraba el Emperador.
— La señora Tetis me pidió entregárselo.
— Cierto —sonrió Julián al mirar el
reloj de oro oculto bajo la manga blanca de su saco—. Ella siempre tan puntual
—dijo, alargando los brazos para tomar a su pequeño hijo, vestido ahora con un
traje azul marino de saco y short muy similar a los que él utilizaba cuando era
un infante.
El Emperador sentó al niño en su regazo
y le alcanzó el biberón que Caribdis le extendió lleno de jugo de manzana.
Tyrone comenzó a chupar la mamila rápidamente, quedándose muy cómodo en los
brazos de su padre.
Cuando Tyrone nació, Tetis le hizo
prometer algo. Pese a que ella entendía las obligaciones de un Rey, le pidió
que sin importar lo ocupado que estuviera, siempre debía dedicarle a su hijo una
hora mínimamente del día. Por todas sus experiencias como padre, dios, rey y
empresario, Poseidón no lo consideró un problema.
— Puedes dejarnos, Caribdis —él le
pidió, a lo que la mujer asintió y volvió al interior de la mansión.
Pasaron largos minutos en los que padre
e hijo compartieron el atardecer y el gentil viento. Para cuando Poseidón dio
el último sorbo a la taza de café, su hijo miró hacia un lado y al despegar su
boca del biberón dijo —: Dende rojo
—señalando con una mano un punto invisible en el balcón.
Poseidón miró con tranquilidad en dicha
dirección y, donde todos los demás no verían a nadie, él y el bebé se
encontraron con alguien que los saludó con una amigable sonrisa.
— Dende
rojo, hola— saludó el niño, feliz, como quien veía a un gracioso amigo
imaginario. Pero ese hombre no era parte de su inocente imaginación.
— ¿Duende rojo? Vaya apodo el que me ha
puesto tu hijo —dijo la aparición, quien vestía un elegante kimono rojo que
sólo podría ser visto en antiguos emperadores de Japón—, pero si no soy tan enano como para ser considerando un duende—meditó,
mirando sus pies que estaban flotando a diez centímetros del suelo—. ¿No te sorprende que siendo tan pequeño sea
capaz de verme? —preguntó con camaradería.
Por supuesto que no le sorprendía, era su hijo del que estaban hablando.— Más
bien, lo que me inquieta es que te trate con tanta familiaridad —indicó
Poseidón, mirando acusadoramente al atolondrado Shaman King—. Has estado
merodeándolo de nuevo, ¿verdad?
— ¿Yo?
—Asakura se señaló— No, no, para nada…
—quiso mentir, pero al ver el ceño del Emperador a un centímetro de fruncirse
decidió confesar—. No es mi culpa que
siendo tan bebé ya sea capaz de verme, yo sólo paso por allí para ver cómo van
las cosas —se excusó, girando el rostro pues era un mal mentiroso.
Yoh Asakura mantenía la apariencia joven
con la que murió hace cinco años, mas
por su título ahora debía vestir de manera más adecuada y presentable.
— ¿Desconfías de mí? —preguntó el dios.
— Sabes
que no —respondió Yoh con honestidad—. Pero
ya que tu reino es el más bullicioso, me gusta ver un poco y conocer a todas
las nuevas personitas que llegan a nacer en este mundo. Incluyendo al pequeño príncipe.
— Yoh acercó la mano al infante, quien le sujetó un dedo con alegría,
siendo en ese único acto en que el Shaman King comprobó una vez más el gran
poder que ese niño tendría en un futuro.
— Conoceré
muchas personas en los próximos cuatrocientos ochenta años que me restan de
vigilia, por lo que tendrás que seguir tolerándome —dijo de manera
simpática.
— No creo que este cuerpo vaya a vivir
tanto —Poseidón comentó con resignación.
— No
importa, te prometo que vendré a saludarte sin importar tu encarnación. ¿O es
que acaso una vez termine tu tiempo aquí no piensas volver? —inquirió con
cierta curiosidad.
Poseidón miró a Tyrone un momento, justo
en el que el pequeño se había quedado tan quieto y placido con los ojos
cerrados, a pocos segundos de quedarse totalmente dormido.
— El tiempo lo dirá —fue su única
respuesta al respecto—. Por ahora me concentro en esta vida y las personas que
le dan sentido.
—
Es una buena vida la que has elegido, Poseidón.
— Lo sé. En cuanto a ti, ¿si estás en la
Tierra es porque los cielos están tranquilos? —preguntó con interés.
— Lo
están, no hay nada de qué preocuparse. Mientras tú cuides de la Tierra yo los
protegeré del cielo —señaló hacia arriba, siendo el pacto personal acordado
entre ambos.
Poseidón asintió con aprobación para
volver a quedar en silencio, contemplando el horizonte. Yoh Asakura permaneció
a su lado, compartiendo aquel paraje de aguas tranquilas y un sol brillante a
poco de irse a descansar.
El Shaman King sonrió levemente,
sabiendo que todos los seres vivos de ese mundo podrán dormir tranquilos, pues
entre ellos vivían cuatro grandes dioses que los protegerían de cualquier mal
que intentara poner en peligro la paz añorada y alcanzada en ese pequeño
planeta azul.
Y como si en las nubes del ocaso pudiera
ver imágenes alentadoras es que murmuró—: El
futuro es prometedor.
FIN
Faldellín*: un tipo de
falda que utilizaban los varones en el antiguo Egipto. Llegaba por encima de
las rodillas, con dos extremos cruzados y anudados a la altura de la cadera.
Astarté*: Señora de los
caballos y los carruajes.
Lycoris radiata* es una flor
roja brillante nativa de Asia que es vulgarmente llamada flor del infierno.