Kenai de Cáncer abrió los ojos
lentamente. Permaneció tendido en el suelo, contemplando el cielo blanco frente
él. Sintiéndose aletargado, no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado
allí, en el valle blanco de la muerte.
El santo no parecía interesado en
ponerse de pie o en tener pensamientos coherentes, estaba hechizado por el ambiente. Por primera vez sentía esa calidez y
cobijo que sólo las almas de los muertos sienten al caminar por el lugar…
Antes, cuando entraba allí por entera
voluntad, sólo sentía frío y un cosquilleo incómodo que lo apresuraba a querer
marchar, quizás como un mecanismo de defensa de ese sitio sagrado; pero ahora su
estadía resultaba tan placentera que por su cabeza no podía cruzar la idea de marcharse.
Cerró los ojos, deseando conciliar el
sueño nuevamente. Pero en el intervalo que a uno le toma caer bajo el hechizo
de las deidades del sueño, escuchó una voz lejana que dijo su nombre. Abrió los
ojos con asombro al creer reconocer dicha voz. Kenai pensó haberlo imaginado,
mas cuando el fenómeno se repitió el gozo hinchó su corazón. Sus recuerdos lo
hicieron remontarse a un pasado distante, cuando era un niño dormilón y su
padre lo llamaba con insistencia desde afuera de casa para ir de pesca.
Se levantó del suelo con la misma prisa,
expresión atolondrada y cabello despeinado.
— ¿Padre?... —Kenai intentó razonar, su
padre había muerto hacía ya tanto tiempo, pero no pudo, no esta vez—. Ya voy
padre… ¡ya voy! —dijo, atrapado por el recuerdo, impulsado por la fuerza de sus
sentimientos sin poder recordar que así era como trabajaba ese limbo para que
las almas avanzaran dichosas hacia el otro mundo.
El alma de Kenai pasó de sólo caminar a
trotar en dirección al remolino de luz que a lo lejos se alzaba. Sin embargo,
tropezó cuando algo golpeó sus piernas. El santo cayó al suelo, resintiendo el
impacto en la barbilla y un fuerte pisotón en la parte media de la espalda.
— Ah,
con que aquí estabas—escuchó otra voz que se le dificultó reconocer por las
fuerzas que tenían sometido su ser—. Detesto
cuando las ovejas se descarrían del
camino, pero ya te encontré.
Kenai miró sobre su hombro,
encontrándose con un joven de pálida piel, largo cabello negro y fieros ojos
dorados. Enseguida comprendió que fue él quien lo hizo caer, lo golpeó en la
espalda y ahora lo retenía en el suelo con su pie descalzo.
El santo pestañeó repetidas veces, como
si el influjo del mundo espiritual lo estuviera abandonando para volver a ser
dueño de sí mismo. El contacto con ese pie resultaba tan helado que lo despojó
de todo calor y confort con la misma crudeza con la que un cazador arranca la
piel de una presa muerta.
Los ojos de Kenai recuperaron un brillo
de conciencia, pero aun así se estremeció al ser todavía capaz de escuchar el
llamado de su padre. De manera involuntaria
volvió a lanzar sus ojos hacia el remolino de luz, esperando verlo allí.
— ¿Hmm?
¿Qué sucede? ¿De verdad tienes tantos deseos de ir hacia allá? —cuestionó
el amo de la muerte y regidor de la
antesala al más allá—. Si es así entonces
puedo complacerte —dijo con evidente malicia, disminuyendo la presión con
la que retenía el alma del santo dorado.
Kenai bajó la cabeza al suelo, tapándose
el rostro en un intento por reacomodar sus pensamientos y memorias.
— ¿Qué sucedió? —cuestionó él—. Yo… recuerdo
que… Parece que el plan no salió del todo bien… sobre todo en la parte en la
que no debía morir —se mofó de sí mismo, lanzando una mirada por encima de su
hombro y mirar a la muerte con la misma osadía de siempre.
— ¿Morir?
—La joven deidad se cruzó de brazos, resaltando en su faz un semblante de
disgusto y poca paciencia—. Eso quisiera,
así dejarías de molestarme, pero no, no tengo esa suerte —anunció, para
sorpresa de Kenai.
— Entonces… ¿Cómo es que yo puedo
escuchar a….?
— Tu
cuerpo físico se encuentra aún con vida, lo único que debes hacer es regresar a
él —dijo el ente de ojos dorados—. Sí
que eres un humano con mucha suerte.
— ¿Es eso cierto? —Kenai cuestionó,
incrédulo.
— ¡¿Acaso
estás sordo?! Ya me escuchaste, aunque no es de mi agrado. Mereces un castigo,
tú y ese idiota de Nihil, pero en vez de eso tengo que dejarte volver. —La Muerte
pisoteó una vez más al santo, ocasionándole un terrible dolor, como el de una
plancha ardiente sobre su piel—. Que les
haya permitido tener comunicación conmigo todos estos años no significa que me
agraden, mucho menos que sean mis amigos
—aclaró, con el rostro ensombrecido por energía oscura, liberando su
auténtica voz dentro de la que se escuchaba un eco con diferentes e
innumerables timbres—. Te lo he repetido
hasta el cansancio, la única razón por la que soy permisivo con ustedes es
porque me lo pidió el señor Asakura, pero no por ello van a abusar de mi buena
voluntad.
Kenai ya había enfrentado el mal
carácter del espíritu de la muerte, pero era la primera vez que sentía una amenaza real.
La Muerte lo alzó por el cuello, pegando
su frente a la del santo para intimidarlo.—
Sé por qué lo hicieron, pero eso no quita que haya sido indebido. Que sea la
última vez que traen a tantos espíritus de tal manera… ¿Te quedó claro? No eres
el único que tiene un lado malo que
se esfuerza por ocultar... No te gustaría ver mí peor cara.
El santo intentó hablar, pero la Muerte
se lo impedía con un fuerte apretón que lo estaba haciendo desfallecer.
La Muerte vislumbró algo que descendía
del cielo de su reino, sabiendo exactamente cuál era su objetivo allí.
— Pero
sí hay alguien a quien deseo mostrársela… y sigue siendo tu tarea que se logre
ese encuentro, Kenai. ¿Acaso lo olvidaste? —cuestionó la Muerte, quien
estiró la mano y sujetó la punta del listón blanco que llegó hasta ellos desde
el infinito—. Estuvieron muy cerca, pero
no lo suficiente… Ya se ha vuelto una cuestión personal y muy peligrosa
—explicó, enredando ese listón blanco en el brazo de Kenai —… Demasiado.
La Muerte soltó el cuello de Kenai, pero
siguió reteniendo su brazo vendado.
— La
única razón por la que te dejo ir es para enviar un mensaje: destruyan el Cetro
de Anubis, de lo contrario el caos que está por desatar en tu mundo será mucho
más devastador del que ocurrió el día del nacimiento de esta nueva era. —La
Muerte abandonó su forma humana, incendiándose en llamas negras que se
ampliaron hasta formar un tenebroso titán de sombras que sostenía al diminuto
mortal entre su dedo pulgar e índice. Hazlo
y te juro que yo mismo sentenciaré a tus enemigos; falla y jamás permitiré que
tu alma alcance su lugar dentro de los Grandes Espíritus —amenazó, soltando
la pequeña alma.
Sofocado por las llamas de la muerte,
Kenai sintió que fue jalado por el brazo. El listón blanco se tensó en su
extremidad antes de jalarlo hacia el infinito, con una fuerza que bien pudo
haberle dislocado el hombro de encontrarse en su cuerpo de carne. Subió y subió
a gran velocidad, sujetando el lazo al temer que fuera a romperse.
Su ser ardía, quizá por la velocidad o
tal vez por acercarse al límite del velo que separa los mundos. Sintió
atravesar un umbral, pues el blanco que nublaba su visión se tornó en un
remolino de colores que le revolvió el estómago.
Tosió escandalosamente al sentir que sus
pulmones se quemaban y cenizas inundaban su garganta.
— ¡Lo hizo, se movió! —escuchó a un
chiquillo gritar.
El santo dorado se golpeó el pecho
repetidas veces, notando que sólo aire salía de su ahogamiento pese a la
sensación infernal que le quemaba por dentro. Con los ojos llorosos miró el
rostro del niño asustado que sujetaba fuertemente el otro extremo del lazo
blanco.
— … ¿Dónde…? —Kenai logró pronunciar al
contemplar al niño, quien permaneció estirando esa venda como si fuera una caña
de pescar.
— Oh, pudiste volver, comenzaba a
preocuparme —escuchó de la voz de una anciana que le transmitió un horrible
escalofrío.
Kenai se precipitó a alzarse de la cama,
pero terminó cayendo sobre la blanda superficie con claro malestar.
— No estás en condiciones para eso,
muchacho —se burló la mujer, quien apartó al chico para tomar su lugar y
sostener ella misma el listón blanco —. Tómalo con calma, puede que tu alma aún
no esté bien adherida a tu cuerpo. Fueron simples días para ti, pero en el más
allá sabes que el tiempo corre de diferentes maneras.
Kenai miró fijamente a la anciana de
cabello rojo, aturdido en parte por el poder espiritual que la envolvía.
— ¿Quién es usted…? —deseó saber,
tendido en la cama de la que no podía levantarse.
— Señora Althea, mire, mire —dijo el
niño, señalando el pecho del santo.
— Althea… la hechicera. —Kenai recordó
haber escuchado su nombre entre los habitantes de Villa Rodorio.
— Hmmm supongo que estaba de muy mal humor
—musitó la anciana al ver lo que el chiquillo señalaba con tanta insistencia.
—. Llamar tu regreso un “éxito” podría ser prematuro.
De manera inconsciente Kenai bajó la
vista, notando una severa quemadura negra en su pecho que simulaba el trazo de
cinco garras que iniciaba desde su cuello y recorría hasta su costado izquierdo
en forma diagonal.
El santo contempló la marca carbonizada,
pero no le dolía en lo absoluto.
— Sin temor a equivocarme —dijo la mujer
al acomodarse las gafas rojas—, diría que ahora estás comprometido a hacer algo
en su nombre, de lo contrario...
Créeme niño, no querrás saberlo.
Kenai se acordó de la amenaza del
espíritu de la muerte, imaginando que esta era su forma de recordársela.
— Mailu, ve por algo de comida, la
necesitará —ordenó la anciana, a lo que el niño renegó un poco pero terminó
marchándose.
— Yo no necesito… —Kenai intentó volver
a levantarse.
— Claro que la necesitas, estás débil
como un bebé —rio la hechicera al empujarle la frente con la punta del dedo y
el santo perdiera el equilibrio, cayendo al colchón de nuevo—. Tu cuerpo físico
necesita de los nutrientes básicos y tu alma un tiempo para asimilar lo que
pasó, muchachito tonto. Para ser un “shaman” eres bastante descuidado, pero así
son los jóvenes, viviendo siempre tan a prisa.
Kenai la miró con cierto reproche.
— Si fuera por mí te dejaría ir, pero le
prometí al Patriarca que te repondrías y eso vas a hacer. Será mejor que seas
un buen paciente, prometo que tu recuperación será rápida, a diferencia de este
otro jovencito —sentenció, señalando al durmiente Sugita.
— ¿El Patriarca? Debió estar desesperado
si decidió aceptar su ayuda —recalcó
Kenai, intrigado por la vieja bruja.
— Es un buen hombre.
— ¿Qué es lo que le pidió a cambio? —el
santo deseó saber.
— Nada que no pueda pagar…
Capítulo
50
Lágrimas y sacrificios. Parte II.
El Santuario se había vuelto su nuevo
hogar. Poco a poco lo ha ido asimilando, pero no por ello la pérdida de su
familia era menos dolorosa.
Adaptarse había sido algo difícil, pero
su amistad con Víctor y Ayaka lo hizo más llevadero; la amabilidad del
Patriarca y su esposa le hacían sentir confianza; y que un santo dorado le
hubiera jurado que sería su guardián lo hacía sentir seguro.
Hubo un momento de confusión, pensó que
quizá el hombre que lo salvó se refería a convertirlo en su “escudero” así como Víctor lo era del
santo de Acuario. Mas Asis de Sagitario le explicó que él había hecho una
promesa y que por ese juramento es que hasta el día de su muerte velaría por su
bienestar. En honor al guerrero que él conoció como Giovanni, Asis tomaría su
lugar como su protector.
— ¡Arun!
¡Arun! —escuchó que lo llamaban con insistencia, siendo su nombre las
únicas palabras que entendía de la lengua del enérgico niño que ahora jugaba
bajo el sol.
A diferencia de él, quien prefería
vestir una capa y capuchón para protegerse del incandescente rayo del sol, el
príncipe Syd de Asgard gozaba de la ropa delgada y corta que debía vestir en
tierras griegas, hasta se había quitado las sandalias para juguetear entre la
tierra.
Quizás era su juventud lo que le impedía
sentir desagrado por el clima cálido y el ambiente terroso. El pequeño príncipe
parecía encantado; extrañaba la nieve, sí, pero eso no le impedía disfrutar de
su estadía allí pese a todas las circunstancias.
Arun era el mayor del grupo de niños que
ahora moraban en el Santuario — sólo por meses, renegaba Víctor—, por lo que él
y Ayaka lo dejaron a cargo de Syd como una especie de hermano mayor. No pudo
negarse pues sus amigos habían sido convocados a cumplir sus respectivos
deberes.
— ¡Arun!
¡Arun! ¡Ven! —insistió Syd,
alegre y sonriente, sujetando el cordoncito del extraordinario juguete que Víctor le prestó.
Volar un cometa no era algo que Arun
considerara divertido, por lo que se resistía a exponerse al potente brillo del
sol y sólo permanecía sentado bajo la sombra de su capa y de un viejo pilar.
También prefería mantener la distancia, pues todo este tiempo era Víctor quien
les servía de traductor y Syd no hablaba ninguno de los idiomas que él dominaba.
Le incomodaba no entenderlo... aunque más bien le apenaba, sobre todo cuando el
pequeño se esforzaba por aprender palabras claves,
las cuales dejaba escapar con un acento que resultaba “encantador” —según
palabras de la niña lemuriana.
Eran dos pequeños en cuyos cuerpos
residían las almas de dos inmortales, por lo que pese a sentirse solos y libres
en aquel campo desértico que eligieron para jugar, no lo estaban. Había
guardias y un par de santos de Plata que los custodiaban por órdenes del
Patriarca. Algunos sabían la verdadera razón, otros sólo podían imaginar que
era por la presencia del príncipe de Asgard.
Seiya de Pegaso era quien los observaba
más de cerca. Para algunos resultaba extraño verlo relegado a ese puesto de
“niñera”. Aunque si fue por órdenes del Patriarca era entendible, o inclusive
por propia voluntad al considerar a tales invitados una amenaza latente… pero
todos se equivocaban.
Se permitió ser voluntario, sí, pero en
un intento por alejarse de aquellos que pudieran darse cuenta de sus dolencias,
las cuales en los últimos días habían aumentado su intensidad y duración… tanto
que en ocasiones el dolor lo había hecho desmayarse por prolongados minutos.
Para su suerte, o infortunio, nadie había estado cerca cuando ocurrieron dichos
desvanecimientos, pero sabía que ya no podía ser normal.
El dolor lacerante en el interior de su
pecho —el corazón tal vez—se volvió su primordial preocupación. Por supuesto
que buscó ayuda, no era tan necio como muchos aseguraban, mas no encontraron
ningún mal, cuando menos no físico. Tenía una buena salud y condición, no por
nada era un extraordinario guerrero de Atena.
Se atrevió a confiar en una de las
amazonas del Templo de Curación, a quien le hizo jurar no discutiría de su visita con nadie. Ella tampoco encontró
nada fuera de lugar, pero le hizo ver que su malestar probablemente era
producto de sus antiguas heridas de guerra. ¿Quién no sabía en el Santuario que
él había recibido los numerosos ataques de guerreros divinos y hasta de los
mismos dioses en defensa de la humanidad y de la Tierra? ¿Podría ser que al fin
el castigo divino estaba llegando a él? ¿Su cuerpo estaba consumiéndose por tal
ofensa a los dioses?
De ser así, ¿cuánto tiempo más de vida
le quedaría? ¿Cuánto más resistiría? No deseaba que otros se preocuparan o
sufrieran por su causa, mucho menos Shaina...
Le sugirieron que en esas circunstancias
podría, si él quería, consultar a alguien como Kenai de Cáncer, pero la sola
idea… el simple pensamiento viajando por su subconsciente lo hacían decir “No”,
en un rechazo automático que no alcanzaba a comprender… ¿Por qué temía exponer
su mal a otros? Sobre todo al shaman de la Casa de Cáncer…
— ¿Perdido en tus pensamientos, Pegaso?
—escuchó decir de una voz femenina, aquella que distrajo su mente y lo llevó a
olvidar todo cuestionamiento—. No me dirás que tanto tiempo observando a esos
niños te hace pensar seriamente en tener los propios —dijo en broma la amazona
plateada de Ofiuco.
En su distracción, Seiya de Pegaso no
percibió su arribo hasta que ya se encontraba justamente a su lado. De tratarse
de una asesina contratada para tomar su vida, habría sido degollado sin
siquiera ver quién lo golpeó.
— Sabes bien que la proposición te la he
hecho. —Seiya se mantuvo sentado en la bardita de rocas blancas sobre la que
había decidido llevar a cabo su vigilia. Con una seña invitó a la amazona a
sentarse a su lado, donde discretamente entrelazaron sus manos—. Y he respetado
tu decisión y sentir.
— No era un reproche, y lo sabes —se
apresuró a decir la mujer—. ¿Te sientes bien? Luces fatigado.
— Estoy bien —mintió, como se había
acostumbrado a hacer—.Sólo que es algo aburrido vigilar a dos niños tan bien
portados —se obligó a sonreír y bromear.
Ambos los miraron en silencio por unos
segundos. —Es increíble pensar que dos dioses extranjeros se encuentran aquí,
refugiados en el Santuario —comentó Shaina.
— Dímelo a mí… Odín, de quien alguna vez recibí ayuda, ahora necesita la mía.
— De no ser porque sabemos dónde está
Poseidón y que Hades fue eliminado, estoy segura de que las Moiras, en su
extraño sentido del humor, habrían puesto a uno de ellos aquí mismo —comentó la
amazona.
— Tenerlos aquí es una invitación
abierta a nuestros enemigos de venir a buscarlos —dijo el santo de Pegaso—. Y
es algo que espero que hagan, esta persecución debe de terminar de una vez por
todas.
— Escuché sobre la aparición de Ángeles
del Olimpo, pero más como enemigos que como aliados. ¿Qué razones tendrán para
ello? ¿No se supone que ahora es Atena quien rige en el Olimpo?
El rostro de Seiya se ensombreció por la
preocupación que aún le despertaba el recuerdo de Saori Kido.
— Es lo mismo que quisiera saber… Ni
siquiera Shiryu lo puede explicar, no ha habido más comunicación entre ellos.
Shaina quedó unos instantes cabizbaja
antes de decir —: Ella debe de estar bien. Llegaremos al fondo de esto, ya
verás. —intentó tranquilizarlo posando su mano sobre su hombro, sabiendo el
gran espacio que Saori Kido aún ocupa en su corazón.
* / * / *
Templo de Aries.
Ayaka miró fijamente a aquel hombre de
inquietante presencia. De no ser porque estaba respaldado por la señora Shunrei
se habría negado a su petición.
En esta Era sólo ella y su maestro Kiki
tenían los conocimientos sobre la reparación de las cloths de los santos, que
el sujeto enmascarado se atreviera a asegurar lo contrario la hirió, pero
cuando escuchó que él era un shaman
logró entender lo que planeaba… cuando menos un poco.
El shaman le pidió que reuniera las
cloths heridas y muertas en el salón de batallas del Templo de Aries, le
prometió que él las repararía y que necesitaría de una asistente hábil a su
lado. La pequeña lemuriana encontraba al shaman un tanto intimidante, pero la
presencia de la señora Shunrei le permitía armarse de valor.
Ayaka obedeció y en poco tiempo reunió
las cajas de Pandora de todas las cloths que necesitaban ser atendidas.
Los minutos que le tomó hacerlo,
empleando su telequinesis para desplazarlas, fueron utilizados por el shaman
para realizar sus propios preparativos.
Le habría encantado estar más atenta,
pero sólo la señora del Patriarca estuvo presente durante todo el ritual por el
cual el enmascarado abrió las puertas del más allá y solicitó permiso para que
determinada alma pudiera volver al mundo de los vivos.
La invocación fue exitosa y la luminosa
alma encontró cobijo en el interior del cuerpo del shaman, a quien por un
instante creyeron herido por el leve quejido que se escuchó detrás de su
máscara.
Ayaka fue quien sujetó a Shunrei por el
brazo, pues la mujer intentó ir hasta él. La pequeña le advirtió por
experiencia —gracias a Kenai—, que había que ser precavidas en esos asuntos de
shamanes y no entrometerse, por más que uno los viera sufrir.
La posesión
resultó bien, lo supieron cuando las cajas de Pandora se alzaron en el aire por
disposición del shaman, colocándose en círculo a su alrededor.
— Qué poderoso cosmos… —musitó Ayaka,
sensible a la energía tan diferente que ahora desprendía el hombre enmascarado.
— Pequeña
—la llamó el alma de quien ahora
residía dentro del cuerpo del shaman—, ¿podrías
asistirme? —preguntó extendiendo la mano como el cirujano que espera el
escalpelo de su enfermera.
Ayaka abrazó la mochila que colgaba de
su hombro, con tal énfasis que cualquiera pensaría que estaba por escapar,
llevándose con ella las preciadas herramientas de su maestro. Pero al ver todas
las armaduras que necesitaban de su ayuda entendió que, en ausencia de Kiki,
ella debía responsabilizarse de su reparación.
La desaparición de su maestro la tenía
muy mortificada y triste. Le apenaba no poder tomar su lugar apropiadamente,
sus conocimientos aún no eran tan bastos como para llevar una tarea como esa
sola. Sentía humillación al tener que confiar en un completo extraño, pero si
el Patriarca lo ordenaba ella tenía que actuar con propiedad.
La lemuriana se adentró a aquel círculo
de cajas, abriendo la bolsa ante el shaman. El hombre enmascarado bajó una de
sus rodillas al suelo, admirando las relucientes herramientas que han pasado de
generación en generación entre los hijos del continente perdido que sirven a
Atena desde su alianza con Atlas, antiguo rey de la Atlántida.
— ¿De verdad podrás hacerlo? —cuestionó
ella, con una actitud más fuerte y decidida—. Yo misma puedo hacer un esfuerzo
por reparar las cloths dañadas pero… sólo el maestro Kiki puede revivir
armaduras muertas —explicó, avergonzada.
— Resultará,
confía en mí —el enmascarado le pidió, volviendo a extenderle la mano, con
la esperanza de que la niña depositara su fe en ella—. Sé que estás preocupada por tu maestro, pero te aseguro que estará
bien. Él tenía más o menos tu edad cuando comenzó a seguir a los santos y
servir a la diosa Atena en batalla; conoce los riesgos que eso conlleva y los
ha afrontado con valentía; ha logrado sobrevivir a todos esos peligros y ésta
no será la excepción.
— ¿Conoces al maestro?—preguntó,
curiosa.
— Podría
decirse, en otra vida —respondió con clara nostalgia.
Ayaka meditó unos segundos. Había una familiaridad en ese hombre que no
alcanzaba a comprender, pero de alguna forma le hizo olvidar sus miedos y
prejuicios.— Un amigo del maestro es también mi amigo, por lo que confiaré en
ti… Además, sé que los shamanes pueden ser personas de confiar, Kenai es la
prueba de ello.
La niña tomó dos de las herramientas y
las colocó en las manos del shaman—. Pero aun así te estaré vigilando.
El shaman asintió y agradeció la
confianza. Sujetó los dos extraños martillos de metal dorado con una seguridad
que Ayaka sólo había visto en su maestro.
— Comencemos
entonces. Me alegra que hayan venido —el hombre dijo, para extrañeza de la
niña quien no había percibido a las personas que poco a poco se reunieron en el
Templo del Carnero Dorado.
— El Patriarca nos avisó de lo que aquí
estaba por suceder. Pidió voluntarios, por lo que aquí estoy—dijo la primera en
dejarse ver: Calíope de Tauro. Su armadura sufrió graves daños por su encuentro
con Avanish, pero a diferencia de las de sus hermanos de oro, la suya aún
vivía.
— Ya que nuestros compañeros han luchado
tan valientemente contra los Patronos, siento que es justo honrar y
corresponder sus esfuerzos. Tienes mi colaboración —comentó el santo de Leo,
Jack.
— A riesgo de resultarles algo impropio,
también ofrezco mi ayuda —se adelantó a decir Freya, diosa guerrera de Asgard—.
El Santuario fue mi hogar durante un largo tiempo y ha sido un gran aliado para
Asgard. En nombre de esa amistad, por favor, permítanme unirme a ustedes.
— No espero que nadie más se haga
responsable de mis actos —pronunció una voz poco conocida entre los santos
dorados, uno de los más recientes miembros del Santuario: Asis de Sagitario—.
Yo pagaré el precio que se necesita para devolverle la vida a mi armadura.
— Si
están aquí es porque entienden lo que deben ofrecer —dijo el shaman, al
mismo tiempo que las cajas de Pandora de Acuario, Capricornio, Escorpión y
Sagitario se abrieron, mostrando los trozos sin vida de las cloths, las cuales
habían perdido su forma y brillo.
— El Patriarca fue claro —dijo Calíope,
encaminándose hacia donde se encontraban los restos de la armadura de Escorpión
y sin vacilación se hirió la muñeca izquierda para comenzar a sangrar.
Freya la imitó, vertiendo su sangre
sobre la destrozada armadura de Capricornio. Jack ofrendó la suya a la de
Acuario, mientras Asis hizo lo propio con la de su constelación.
— ¡Espere! —clamó Ayaka al ver a este
último cortarse la muñeca—. Usted se acaba de recuperar, no debería exponerse
de esta manera.
El santo de Sagitario ni siquiera miró a
la niña para responder —: Agradezco tu preocupación, pero no puedo esperar a
que otros hagan esto por mí. No me conocen lo suficiente como para pedirles que
finjan simpatía.
— Esa clase de actitud no ayudará a
acelerar el proceso—comentó Calíope con cierta sorna—, te lo aseguro.
— Déjalo —intervino Jack con buena actitud—,
en el fondo los hombres como él suelen ser buenas personas. Cierto, ¿Nauj?
El santo de Libra permanecía callado y
atento, recargado en una de las columnas del templo. Habría preferido dar media
vuelta al ver que no necesitaría rebanarse la muñeca pues los voluntarios
fueron más de lo esperado. Pero aun así, decidió quedarse y ser testigo de tal ritual.
— Sabes que no me gusta que hagas esas
comparaciones —aclaró Nauj, fingiendo desinterés con un gesto de fastidio—. La
verdad es que son unos insensatos. Dar la mitad de su sangre para reparar
armaduras de santos que posiblemente no se recuperen para las próximas batallas
es absurdo. Esta acción los debilitará, ¿se imaginan lo que sucedería si el
enemigo decidiera atacar justo ahora?
— Hasta donde tengo entendido, las
fuerzas del enemigo también fueron mermadas durante los últimos combates. De
poder atacarnos ya lo habrían hecho, aprovechando nuestra aparente debilidad —comentó el santo de Sagitario.
— O están planeando alguna artimaña
—añadió el santo de Libra.
— Puedan
o no sus compañeros luchar, las cloths deben estar listas para enfrentar a los
enemigos del Santuario —dijo el enmascarado, atento al incremento del
cosmos de los guerreros que ofrendaban su sangre—. Ese es el deseo del Patriarca y el de las almas de las armaduras. Se
han perdido las cloths de la Copa y de Aries, no podemos permitirnos más
privaciones.
El shaman avanzó en dirección a Calíope
de Tauro, tocando su muñeca sangrante con la punta de los dedos—. Es suficiente, el resto pueden dejarlo en
nuestras manos —explicó.
La amazona de oro se sorprendió al notar
que ya no sangraba más, ni siquiera había quedado una cicatriz.
El shaman repitió ese mismo toque
curativo para el resto de los guerreros que lucían agotados por la sangre
pérdida, aunque algunos sabían cómo mantener una firme apariencia pese a que
les temblaran las rodillas.
* / * / *
Templo
de Acuario
Terario abrió los ojos después de veinte
horas desde su último momento de conciencia. No tardó en saberse a salvo, en el
Santuario, sin entender cómo es que había sobrevivido al ataque del misterioso
arpista. Cuando se lo explicaron no pudo creerlo, aun ahora le parecía
demasiado improbable.
Se sentía tan cansado como la última vez
que despertó, parecía que el reposo no era suficiente para curar su fatiga,
pero la cama resultaba ya incómoda para su propia espalda. Con el cuerpo
seriamente lastimado, permaneció tendido en el lecho de su habitación,
sumergido en ese silencio al que a
partir de ahora debía acostumbrarse, pues por el resto de sus días sus oídos
permanecerían sordos, y sólo el sonido de sus pensamientos le acompañaría en
tan atronador vacío.
¿Lamentaba su pérdida? Un poco, pero las
consecuencias de la batalla podrían haber sido mortales. Debía sentirse
afortunado de poder estar vivo a diferencias de otros.
El camino de un santo era de dolor y
sacrificio, no emprendió su andar como guerrero de Atena engañado. Perdió uno
de sus cinco sentidos pero eso jamás limitará a un santo de Atena, encontraría
la manera de lidiar con su nuevo problema, eso lo juraba.
De pronto, en su campo de visión se
asomó el rostro alegre de Víctor, quien se inclinó sobre él al verlo despierto.
Terario lo vio mover la boca sin parar, no teniendo prisa por recordarle que
aquella ya no sería la forma en la que podrían llegar a entenderse.
Usó sus manos para apartarlo e intentar
sentarse, tensándose un poco al sentir severas punzadas de dolor atravesando
sus costados y dificultándole el respirar. Su escudero —como solía llamarse Víctor con orgullo— lo sujetó por el
brazo y lo ayudó con mucho cuidado a sentarse correctamente.
Terario se sujetó al borde de la cama en
cuanto sus pies tocaron el suelo. Se palpó un poco las vendas de su cuerpo,
detectando un aroma que le permitió saber quién ha sido la encargada de sus
curaciones. Reconocería el olor de ese
ungüento donde sea.
Víctor buscó de nuevo su atención, sus
labios continuaban moviéndose con énfasis hasta que finalmente Terario suspiró
para decir —: ¿Acaso no te lo dijeron Víctor?... No puedo escucharte.
El niño abrió los ojos sorprendido, un
gesto de “lo olvidé completamente” se
marcó en su cara. Inesperadamente el pequeño salió corriendo de la habitación,
volviendo a los pocos minutos con una charola llena de comida.
Para entonces Terario ya se había puesto
de pie pese a que su cuerpo lo castigó con dolores molestos y continuos. Dio
una vuelta dentro de la recámara carente de ventanas, asimilando las actuales
restricciones de sus movimientos.
Al ver que Víctor dejó la charola en el
escritorio de caoba negra, sintió hambre, mucha. El chiquillo le acercó la
silla, animándolo a comer, sabiendo que el apetito era un buen síntoma para
alguien que yacía enfermo como su maestro.
Impulsado por el exquisito aroma de la
comida es por lo que Terario aceptó ese asiento y comenzó a comer.
Víctor volvió a desaparecer, regresando
ahora con un montón de hojas de papel y un carboncillo en manos. Se sentó a los
pies del santo de Acuario, quien sentía como algo de fuerza le regresaba al
cuerpo con cada probada que daba al pan dulce y al jugo.
Terario miró hacia abajo cuando Víctor
le tocara la pierna, mostrándole un papel en el que leyó “Qué bueno que ya se sienta mejor. Me tenía preocupado.”
La fría mirada de Terario se suavizó un
poco ante el intento de ese pequeño por comunicarse.
“Pero
la señorita Natasha se mantuvo optimista. Entre los dos lo hemos cuidado bien.”
— Escribió en otra hoja.
— Natasha. —El nombre escapó de sus
labios, como si haberla visto junto a su cama las últimas veces hubiera sido
sólo un sueño.
“Ella
es linda” —leyó en otra hoja, notando la sonrisita pícara en cara de
Víctor—. “Y cocina muy bien ¿verdad?”
— ¿Ha estado aquí todo este tiempo?
—preguntó, a lo que Víctor asintió—. ¿Dónde está ahora? — El chico señaló
rápidamente por encima del hombro de Terario.
El santo giró la cabeza para ver a la
joven de bucles dorados, quien cargaba un cuenco de madera repleto de suministros
medicinales.
Natasha le sonrió, sin un aire de
reproche o dolor, sólo infinita alegría por verlo mejorado. Ella intercambió
unas palabras con Víctor, una petición que Terario no podría saber, pero la
necesaria para que el pequeño abandonara la habitación.
— Natasha —Terario la llamó cuando esta
se acercara y acuclillara.
La mujer depositó en el suelo las
medicinas y sin mover sus labios sujetó el brazo del santo con delicadeza.
Terario entendió que quería cambiarle el
vendaje, pero él le sujetó la mano en un intento de detenerla. Tenía mucho que
decirle, pero al verla allí frente a él descubrió la desdicha que sentiría a
partir de ahora porque nunca volvería a escuchar su voz.
Se miraron a los ojos por un largo rato
en que Natasha, más consciente que nadie de la sordera del santo de Acuario,
ocultó la compasión que sentía por su eterno amor.
— Es posible que nunca vuelva a
recuperar mi oído —comenzó Terario—, pero no he perdido el habla y hay mucho
que sé debo decirte. —La chica lo escuchó atentamente—. Sé que en parte es por
ti que sigo con vida y debo agradecértelo… pero tal acto de insensatez no es
algo que vaya a elogiarte nunca —aclaró, con un deje de disgusto. Imaginarla
exponiéndose de esa forma ante un enemigo le causaba una gran congoja.
La mujer hizo un gesto de clara
molestia, pero sólo se sonrojaron sus cachetes al contener una respuesta que
sabía sería inútil soltar.
— Si algo te hubiera pasado, jamás me lo
hubiera podido perdonar —musitó el santo de Acuario con total honestidad,
borrando el enfado del rostro de la joven—. Por lo que te suplico que no
vuelvas a cometer un acto como ese, jamás. Además, piensa en el maestro, ¿qué
sería de tu padre?
— Mi
padre… — entendió al ver el movimiento de los labios de Natasha en tan
corta y común palabra.
El santo percibió una desgracia al ver
cómo es que el rostro de la chica se ensombreció de forma repentina; sus ojos
se cristalizaron sin poder evitarlo y sus manos apretaron con fuerza las suyas.
— … Natasha ¿qué es lo que pasa? ¿Qué le
sucedió al maestro? —cuestionó, intuyendo la noticia que poco a poco comenzaba
a oprimir su propio corazón.
La joven buscó rehuirle la mirada, no
deseaba darle esa carga ahora que apenas estaba recuperándose, pero nunca ha
sido capaz de ocultarle nada a Terario desde que eran unos niños.
Sin opciones o escape, Natasha cedió.
Alzó la vista y articuló una sola palabra, sílaba por sílaba.
— Mu-rió.
—Las lágrimas lo hicieron aún más claro de leer.
La joven recargó su frente contra las
rodillas del santo de Acuario, aún dolida por la muerte de su padre. La carga
de tal evento la había tenido que llevar sola, sin poder hablar con nadie sobre
ello pues en el Santuario no tenía amigos de tal confianza y Singa y Velder
permanecieron en Asgard. Hubiera querido explicarle a Terario cómo sucedió,
pero sería difícil aun escribiéndolo.
No se trató de un presentimiento a causa
de los lazos sanguíneos, sino de una manifestación. Vladimir, su padre, vino a
despedirse antes de emprender la marcha que todos los mortales están destinados
a efectuar algún día. Le partió el corazón no haber podido estrechar su
traslúcida imagen y verlo desvanecerse en la eternidad.
Recordar su rostro lleno de paz al decir
adiós la ahogó de nuevo en un mar de lágrimas. Terario sintió esas gotas
incoloras sobre sus vendas, quedando sumido en su propia pena. Él jamás
exteriorizaría su sentir en llanto, pero no era un hombre sin corazón… Vladimir
también fue su padre, el hombre que
salvó su vida y le mostró un camino al que podría aspirar para solventar la
deuda que él sentía por el sacrificio de sus padres naturales.
Fue estricto cuando debió serlo, pero
también comprensivo y a su modo afectuoso hacia cuatro niños con los que no
tenía ningún compromiso u obligación de serlo. Él era el santo que era gracias
a sus enseñanzas y entrenamiento…
La joven retuvo la respiración y
sollozos ante el repentino acto de Terario, cuando este bajara las rodillas al
suelo y alargara los brazos para estrecharla contra su pecho.
Natasha quedó estática en medio de los
brazos de Terario, sintiendo como él comenzó a pasar su mano por encima de su
cabello rubio en un intento de confortarla.
Terario tardó en decir algo, hubiera
preferido sólo mantenerse así y que su cuerpo transmitiera su sentir, pero al final
terminó diciéndole al oído :— De verdad lo siento Natasha. Tu padre era un buen
hombre y siempre nos hará falta.
La chica cerró los ojos, temblando por
sus esfuerzos de dejar de llorar, pero las lágrimas no se detenían.
— Te prometo que no estarás sola
—agregó—. Si me lo permites, me gustaría ser yo quien vele por ti a partir de
ahora. Eres bienvenida a quedarte aquí, conmigo, todo el tiempo que necesites.
Natasha sonrió un poco, cautivada por la
promesa de su amado. — ¿Y si dijera que quiero quedarme para siempre? ¿Cómo
responderías a eso, eh? —se le escapó decir, confiando en que él no la oiría.
La joven lo abrazó con fuerza,
respondiendo así a su gentileza con un claro —: Gracias.
* / * / *
Reino submarino de Poseidón, la
Atlántida.
Todo rastro material de las pasadas
batallas fue borrado de la Atlántida y sus gloriosos templos submarinos. El
cosmos divino de Poseidón actuó como una fuerza arrolladora que retrocedió el
tiempo sobre todo lo que tocaba, devolviéndole su honor y belleza, negando las ofensivas acciones de los mortales
que dañaron su reino; pero no podía hacer lo mismo por las vidas perdidas, ni
las heridas de sus vasallos.
Su corazón humano resistió la tragedia,
y la sabiduría de su espíritu inmortal le permitió mantenerse al frente de
todos los suyos como el honorable rey que era.
Hubo mucho que tratar y dictaminar, pero
Poseidón vio con beneplácito que el pueblo que había protegido bajo su manto
reaccionó con auténtica lealtad.
Una vez que trajo tranquilidad a sus
dominios tenía que asegurarse de que perdurara. Las batallas cesaron, sí, pero
considerando que el verdadero enemigo continuaba con vida y evitó una
confrontación que pudo concluir el conflicto, era cuestión de tiempo para que
todo reiniciara.
Poseidón jamás imaginó que tendría que
enfrentarse con ese antiguo fantasma. Antes de ser llamado “Avanish”, fue un mortal en el que
despertaron habilidades que no estaban en el plan de la creación, uno de los muchos que se opusieron al exterminio impuesto
por los Olímpicos.
Poseidón fue de aquellos dioses que
apoyaron la erradicación de tales aberraciones, junto a otros que sintieron era
la decisión más justa. Pero en el infierno que desató Apolo en la Tierra,
Avanish resurgió de las cenizas y accedió a un nuevo nivel de existencia sin
haber tenido sangre olímpica en su cuerpo, ni la ayuda de alguno de los dioses
conocidos. Él alcanzó por sí mismo a la Gran Voluntad y esta le concedió la inmortalidad.
Tal hecho no frenó la guerra de
inmediato, pero sí fue la pauta que permitió llegar a la paz. Diosas como Atena y Deméter defendieron a la humanidad,
declarando que no era de sorprender que los hombres fueran capaces de
manifestar tales dones. Después de todo ¿no los habían creado soplando sobre
ellos su aliento divino? ¿Algo de éter pudo traspasarse a su ser? ¿Los hijos no pueden parecerse a los padres?
En el pasado vaya que detestó tales
sentencias… pero ahora, tras siglos de batallas en los que siempre fue
derrotado por Atena y sus mortales,
comenzaba a entender la veracidad de esas palabras.
Avanish estaba manipulando un juego
peligroso. No temía que sus fuerzas tuvieran que colisionar en combate pero,
¿realmente la motivación de Avanish era la que pregona? ¿Ese miedo irracional a
la repetición de la historia? Aunque
dijera que actuaba como un salvador, sus acciones reflejaban lo contrario,
¿pero quién era para juzgar? ¿No actuó con la misma convicción en el pasado al
invocar el diluvio?
Meditar en ello lo contrariaba, sin
embargo, la visita de ese fantasma la tomó como el último mensaje que el
destino intentaba darle sobre su propia historia
y la repetición de la misma.
El rencor milenario por la traición
sufrida a manos de Atlas ha llevado a los últimos miembros de una raza a vivir
en la oscuridad y la miseria. El odio sólo genera más odio, y por ello es que
al tener la oportunidad de escapar los descendientes de Atlas no dudaron en
participar en el intento por destruirlo. ¿Qué hacer con aquellos que aún
moraban en la prisión que fortificó su cosmos iracundo?
Poseidón creía haber cambiado, mas tomar cualquier decisión respecto a los
atlantes supervivientes sería su prueba final y personal. Continuar con su
resentimiento o intentar romper uno de los círculos de odio que giran a su
alrededor.
Un vestigio de soberbia le dificultó tomar
la decisión piadosa rápidamente, pero las recientes acciones de Atlas, quien en
vez de dejarlo morir le salvó la vida, impidieron una precipitada y despiadada
sentencia.
Los
dejó libres.
Treinta y nueve ancianos, treinta y seis infantes y catorce mujeres obtuvieron
el perdón por el pecado cometido por
sus antepasados y su rey; también a aquellos dos únicos guerreros que
sobrevivieron a la traición de los Patronos y fueron salvados por la
intervención de la marine shogun de Chrysaor.
El actual pueblo de la Atlántida fue
acomedido. Aun desconociendo los detalles se mostraron gustosos de poder ayudar
a la reintegración y adaptación de esas personas en el reino submarino.
Decidieron hacerlo paso a paso, tratándolos con paciencia y comprensión.
Había mucho miedo e inseguridad en los
corazones de los atlantes, eso no sólo Nihil podía saberlo con certeza, pero
algunos confiaban en que el corazón humano sería capaz de sanar a esas almas
asustadas.
Algunos de sus hombres de más confianza
intentaron advertirle de que no era posible saber si este acto de bondad será
tomado con genuinidad, o si en el futuro algunos de ellos podrían buscar
alzarse en su contra como consecuencias del pasado. Mas Poseidón se atrevió a
confiar en que con el tiempo, tal vez, pudiera ganarse también el perdón de su
antiguo pueblo.
Y al tratarse de “perdón”, un asunto igual de complicado rodeó al marine shogun de
Kraken, Alexer.
Enterado sobre la situación que
aconteció en Bluegrad y entendiendo las razones por las cuales actuó de manera
desleal hacia la Atlántida, el dios del mar intentó ser comprensivo, pues la
traición es un acto que desaprobaba, y vaya que él ha sufrido estragos por ese
mal que tanto los corazones de los mortales e inmortales pueden efectuar.
Algunos marines shoguns esperaban que se
le diera la pena máxima, mientras que el resto de ellos intentó aminorarla,
aunque al final fue algo que el dios del mar trató a puertas cerradas con el
regente de Bluegrad.
Su última batalla dejó marcas
imborrables en el cuerpo de Alexer, sobre todo en su rostro. Las quemaduras le
hicieron perder un ojo y quedar con la piel carcomida por ellas, mas esto no
parecía afectarle. Sentía más vergüenza por sus actos que por su desfigurado
aspecto, el cual tomaba como un merecido castigo y señalamiento de su
deliberada traición.
Alexer no buscó excusarse, ni pedir
clemencia para él, pero sí para su pueblo en Bluegrad.
Oh, las Moiras… definitivamente se
habían ensañado con el dios del mar. ¿Por qué lo ponían de nuevo en esa
situación? ¿Qué esperaban de él? ¿Comprobar su transformación? ¿Acabar con su paciencia?
Como Rey era importante mostrar justicia
al pueblo, pero también saber ejercerla para dar un ejemplo. De nuevo, buscando
evitar cometer los mismos horrores de antaño, le concedió a Alexer vivir, sí,
pero con una sentencia que consideró adecuada.
Entendía los sentimientos de su
subordinado y los motivos por los cuales actuó en favor del enemigo, para bien
o para mal es lo que un hombre bueno haría ante el mal acechando a los
que ama… pero Alexer no era un simple mortal, era un marine shogun y había
consagrado su vida a servirle y protegerle aun a costa de su propia vida.
En vista de que por encima de su deber
primordial como guerrero de la Atlántida eligió proteger sus intereses
personales, Poseidón lo privó del derecho de gobernar Bluegrad, siendo así que
el resto de sus días los vivirá sólo y únicamente como el marine shogun del
océano Ártico, y nada más.
Alexer lo aceptó sin objeciones,
sabiendo que el tiempo de vida que le quedaba era un obsequio misericordioso
del dios del mar y no lo desperdiciaría. Si esa es la pena que debía pagar para
asegurar el bienestar de su pueblo y de su hermana, lo haría gustoso.
Sólo hasta que tales situaciones
quedaron zanjadas es que Poseidón se permitió centrarse en la que era una
autentica amenaza, no sólo para su reino sino para el mundo entero, y por eso
había convocado a sus guerreros más poderosos.
Los siete marine shoguns debieron
presentar sus escamas sagradas en el Templo Principal tal cual fue la orden
transmitida por su dios. Las situaron en línea horizontal ante el trono, como si
se tratara de una ofrenda al señor de los mares, y cada guerrero se mantuvo detrás
de la scale que ha portado con orgullo.
Desde su trono, Poseidón contempló los
ropajes con serenidad, viendo los daños en cada una de ellas. Las scales de
Hipocampo, Kraken, Scylla y Chrysaor estaban deshechas por los agravios de las
batallas sostenidas; mientras que la de Siren, Dragón Marino y Lymnades se
mantenían en condiciones intactas pese a las adversidades.
Una mezcla de vergüenza e impotencia inundó
el pecho de los marinos, pues sentían que el estado de sus ropajes reflejaba su
pobre habilidad para defender la
Atlántida y a su dios. Pero no había desilusión en los ojos de Poseidón, ni
tampoco disgusto.
— Henos aquí Emperador, tal cual lo ha
solicitado —habló Enoc, quien se situaba en medio de la formación de los
marinos. Todos ellos permanecían con una rodilla en el suelo y la cabeza gacha.
Los marines shoguns compartían un mismo sentimiento
de humillación, pues gozar de la presencia de su dios no fue por causa de su desempeño. De no ser por la
intervención del santo dorado de Aries, toda la Atlántida habría sucumbido
junto con la vida de su soberano.
En la mente de algunos transitó la idea
de que serían removidos de sus puestos, en la de otros que los ejecutaría por sus
fallos. Pero cualquiera que fuera la decisión del Emperador era algo que
aceptarían en silencio y con dignidad.
Sin decir palabra, Poseidón se alzó de
su trono y bajó con lentitud los peldaños que lo conducirían a donde se
postraban sus marinos. Llevaba consigo su tridente, el símbolo de su divinidad
y regencia sobre el océano. Su sombra engulló completamente a Dragón Marino,
quien al resentir el peso de tal penumbra se atrevió a alzar la mirada y
contemplar a su señor.
Poseidón antepuso su tridente divino, efectuando
un rápido corte que desató hilos de sangre dentro del Templo Principal.
— M-mi señor… ¿Por qué…? — Enoc musitó
perplejo, contemplando el afilado y ensangrentado tridente que reflejaba su
imagen.
Los marines shogun quedaron atónitos e
incrédulos ante el acto, pues la sangre expuesta emergía de la muñeca izquierda
del Emperador del Océano.
Poseidón procuró que su sangre divina
cayera sobre la scale de Dragón Marino. De las gargantas de los guerreros no
podían salir palabras, cuando mucho un atragantamiento o sonidos guturales de
desconcierto total.
— Mis guerreros —comenzó el Emperador
tras avanzar hacia la scale de Scylla y con la misma solemnidad repetir el
sacrificio de sangre—, lo que aconteció en mi reino me ha abierto los ojos a
una gran verdad.
— Por milenios me he servido de hombres
y mujeres como ustedes para ver cumplidos mis objetivos y anhelos. Confieso que
todas esas vidas me resultaban insignificantes —dijo sin aflicción—. Miles
podían perecer en mi nombre y no existía remordimiento, pues en las guerras santas
el desenlace y cause de la victoria o la derrota era definido por la fuerza de
los inmortales. Pero entonces llegó
Atena —prosiguió, dejando atrás las scales de Kraken y Chrysaor—, y todos
quienes la enfrentamos en el paso de los milenios la vimos sufrir por las bajas
de su ejército; contemplamos con repulsión la forma en la que se adentraba al
campo de batalla junto a sus santos. Luchando
al lado de ellos, sacrificándose por
ellos… Y tal vez fue eso lo que desató lo impensable, pues fueron los hombres
quienes comenzaron a decidir el destino de las guerras santas, superando incluso
las acciones de los dioses —le costó admitir aun ahora.
Los marinos permanecieron mudos, atentos
y expectantes a las palabras de su Emperador. Pero incluso ellos comenzaron a
sentir preocupación por él y la alarmante cantidad de sangre que perdía. Sin
importar la divinidad de su ser, su cuerpo seguía siendo el de un humano.
— ¿Por qué siempre me vi enfrascado en
la derrota mientras Atena resultaba victoriosa? ¿Dónde estaba mi error para que
ella triunfara? Eso me atormentó siglos enteros durante el confinamiento de mi
alma. La devoción que algunos de ustedes me profesan no es tan diferente a la
que los santos claman hacia Atena, y sin embargo creo haber encontrado la
respuesta…. Y es mi deseo ponerlo a prueba… —Unas últimas gotas carmesí cayeron
en el casco de la scale de Siren.
El cosmos de Poseidón creció dentro del
salón del trono, cerrando la profunda herida de su cuerpo y proyectándose hacia
las siete scales que comenzaron a destellar con un cegador fulgor aguamarina.
— Confianza
absoluta hacia ustedes, esa es mi respuesta —musitó, viendo a sus marinos
levantarse, obligados a retroceder por la energía dentro de los que sus ropajes
se fundían—. Mi continuo error fue el subestimar el coraje de los mortales en
cada una de mis batallas, pero es un descuido que no pienso cometer de nuevo.
Romperé con el ciclo histórico que ha encadenado mi existencia y a partir de hoy yo, al igual que lo hizo Atena,
espero que luchen a mi lado. Ya no serán más peones sacrificables, desde este
día se convertirán en mis armas más poderosas.
Ante la voz del soberano del océano, las
scales comenzaron a restaurarse y al mismo tiempo deformarse de su molde
original
* - * - * - * - /
— No puedo —dijo Tara, mientras en su
rostro se marcaba un sobreesfuerzo—. Todo permanece en penumbras… el futuro se
esconde de mí —explicó, confundida.
Tras lo ocurrido en Asgard y el
despertar de la armadura de Odín, había resultado difícil poder obtener
visiones claras sobre el futuro, pero ahora un muro oscuro se tragaba toda
imagen y sonido en un vacío espeluznante.
¿Acaso era porque el futuro se volvió
imposible de determinar o era tan sombrío que era la forma más perfecta de
representarlo?
Dentro de esa cueva, bajo la luz que se
filtraba del techo y por la que las flores pueden germinar en tan lúgubre
caverna, Tara intentaba conectarse con sus visiones, pero todo resultaba
inútil.
A su lado, tumbada sobre la suave hierba
y cubierta por una delgada manta, su hermana gemela dormía plácidamente y se
recuperaba de sus heridas.
Desde que su padre se marchó, no había
vuelto a saber de él. Su madre le pidió velar por la seguridad de su melliza,
pero la intranquilidad no le permitió ser la mejor de las compañeras. Se sentía
muy angustiada, pensando en el futuro de ella y su familia.
Tenía un mal presentimiento que la
agobiaba de manera constante desde que habló con el dios guerrero de Merak.
Pero ¿por qué sentía miedo de lo que Sennefer y Ehrimanes pudieran hacer?
¿Acaso no eran aliados de su padre? ¿El señor Avanish correría peligro?
Buscando respuestas a tales preguntas es que luchó por recobrar sus poderes,
pero no funcionaba.
Hécate, su madre, había sido testigo de
sus intentos y frustraciones, por lo que entristecida por su condición es que
decidió confesarle la verdad, algo que ella no entendió en el instante en que
el señor Avanish se marchó.
— Hija mía, por favor, desiste —pidió la
mujer que apareció en el campo de flores.
— ¿Madre? —Tara alzó el rostro por
reflejo al ubicar la posición de la Patrono.
— Lamento ser yo quien lo diga, pero por
más que te exijas no podrás obtener respuestas del futuro. Ya no más —confesó,
con un tono firme y poco severo.
— Ten fe en mí, yo podré…
— El señor Avanish te ha retirado ese
don, por lo que es mejor que lo aceptes y lo agradezcas— mintió, pues algo como
eso no puede ser removido, sólo obstruirse.
— ¡¿Él qué?! —Tara se sobresaltó—. ¿Pero
por qué? ¿Cómo?... ¿Por qué justamente ahora? —reclamó.
— Me es claro que no pusiste atención a
sus palabras, eso me entristece. Ya eres libre de las pesadillas y de todo
deber. Tú y Danhiri deberán permanecer aquí hasta que todo esto termine.
— Madre, yo no quiero eso —Tara dijo,
para sorpresa de la Patrono—. Agradezco a mi pa —se corrigió antes de terminar
la palabra—… al señor Avanish su preocupación pero… pero ¿por qué no abandonas
tú también? En el fondo sé que eres una mujer amable que no desea hacerle daño
a nadie… Eres tú quien más ha sufrido al vernos marchar a la batalla y resultar
lastimadas… ¿Es que tanto lo amas que no deseas dejarlo solo? ¿O es que tú
también temes que todo termine en una tragedia? —cuestionó la oráculo.
Hécate miró con seriedad a su hija para
poder elegir con prudencias sus palabras. — No hay guerra que termine sin
desdicha, hija mía… Y la cruzada del señor Avanish no será la excepción. Pero
es como dices Tara, no puedo abandonarle —confesó con amargura—, aunque eso
signifique tener que ir al infierno detrás de él. Sé que lo entiendes, ese
sentimiento de mujer —se apresuró a decir antes de que Tara soltara su réplica—
al que deseas serle fiel hasta el final. Te pido de nuevo que no juzgues mal al
señor Avanish, no es que no me haya concedido la salida de esta desventura, soy
yo quien me he negado… Y aunque sé que su intención es radical e inverosímil,
no tengo corazón para apartarme, no de nuevo…
— Sennefer… él y ese otro monstruo son
peligrosos… ¿Qué clase de mundo espera el señor Avanish emerja de las acciones
de esos dos? Necesito saber qué sucederá… Vi tanto miedo en los ojos de ese
chico que yo… yo dudo que sea algo de lo que nos podamos sentir orgullosos
—sollozó la chica, evitando derramar cualquier lágrima de frustración—… Me
niego a que las muertes de Caesar, Leviatán, Engai, Nergal y Dahak hayan sido
para llevarlos a ellos al punto en el que decidirán todo… No puedo creer que mi
padre lo permita… ¡Me niego a creerlo!
— El futuro parecía prometedor ¿no es
cierto, hija? —mencionó Hécate con voz ensoñadora—. Hasta yo me permití creer
en ello… pero la lucha de voluntades ha generado un futuro distinto… de eso ya
no hay duda. Sin embargo te aseguro que tenemos algo preparado… ven conmigo,
quizá saberlo te tranquilice.
Tara percibió la mano de su madre frente
a su rostro, la cual tomó llena de dudas e incertidumbre.
Al sujetarla, la silueta de su madre se
dibujó en la negrura de su visión, la cual la guió por los túneles de la
caverna en la que se han resguardado del mundo exterior los últimos años. La
condujo por veredas que jamás había transitado y que incluso desconocía de su
existencia.
—Desafiar a los dioses no es una
elección sencilla de tomar, pero el señor Avanish lo hizo esperando romper con
el ciclo interminable de guerras santas —explicó Hécate conforme avanzaba en la
oscuridad—. Pero eso ya lo sabes… lo que desconoces es que incluso él entiende
la gravedad de sus acciones y las consecuencias que éstas pueden traer para la
humanidad y la Tierra, es por ello que retó a Yoh Asakura a un duelo de reyes
al que no se pudo negar. Mientras el señor Avanish ponía a prueba ese pacto con los reinos celestiales por el
cual el actual Shaman King se sentía tan orgulloso y confiado, Yoh Asakura
debía luchar por mantenerlo… Desde entonces él se marchó y no se ha vuelto a
saber de él gracias a este duelo personal con nuestro señor. Sin embargo,
pensando en la casualidad de que sobrestimáramos la efectividad de Yoh Asakura
para mantener al margen a los dioses y sus fuerzas, optamos por reservar un
plan sólo por si acaso.
Tara sintió bajo sus pies que el suelo
volvió a ser de césped fresco. Percibió la fragancia que sólo las flores de su
madre poseían, permitiendo que su mente dibujara sobre el lienzo negro una
gruta cubierta de flores de distintos colores, resaltando las de colores
cálidos y amarillos.
Pero en esa visión de su mente se
dibujaron tres elementos más. Había personas allí: inmóviles, durmientes entre
las lianas y enredaderas de los lirios amarillos que brotaban de las sedosas
paredes forradas de hojas.
Hécate soltó la mano de Tara. Caminó
hacia sus prisioneros, pensando en el que se le escapó en Asgard. Palpó la
mejilla del hombre de cabello esmeralda y sonrió al verlo aún bajo su conjuro.
— Si del cielo se desata el infierno en
la Tierra… ¿Qué mejor armas contra los dioses que los mismos campeones que han
salvado a la humanidad en el pasado?
FIN DEL CAPITULO 50