No sabían cuánto tiempo llevaban allí,
pero recordaban muy bien cómo es que fueron trasladados a esa prisión bajo tierra: arreados como
ganado, cargando con los guerreros tullidos o desmembrados que intentaron luchar
por defender su hogar. La orden fue no dejar atrás a nadie que aún respirara, abandonando
sólo los cadáveres pues estos se levantarían para unirse a la horda infernal
que sitió su comunidad.
La libertad para ellos terminó en cuanto
su líder, Shun de Andrómeda, cayó preso del embrujo de los enemigos que
aparecieron en la isla. Nadie de allí lo ha vuelto a ver.
Les colocaron grilletes, los metieron en
celdas grandes y revestidas de roca de las que se desprendía arena con
frecuencia. Les daban agua y pan, lo mínimo para sobrevivir sin contemplaciones
hacia mujeres, ancianos o niños.
No sabían con certeza por qué estaban
allí. Los guardias que custodiaban las celdas eran entes pudriéndose o con la
piel pegada a los huesos que no respondían a nada, sólo a la voluntad de un amo
al que jamás habían visto.
Al principio los espectros se llevaban
sólo a los moribundos, dejando pasar un tiempo para después acudir por los
heridos, siempre en pequeñas cantidades hasta terminar con determinados grupos.
Ninguno de ellos fue devuelto a sus celdas, por lo que el pánico se apoderó de
los que aún sobrevivían amontonados en la prisión. La luz era escasa; los pocos
jarrones de fuego para alumbrar a los vivos provenían del corredor de puertas
fuertemente selladas.
Cuando los enfermos y moribundos se
terminaban, comenzaban a vaciar celda por celda. Los más afortunados escuchaban las quejas y resistencia de ciertos
individuos a ser llevados por los infernales guardias, quienes pese a su
esquelética apariencia eran capaces de quebrar brazos o piernas con la misma
facilidad con la que se dobla una hoja de papel.
Algunos vivieron lo suficiente para ver
a nuevos grupos de humanos arribar para llenar las celdas recientemente vacías,
repitiéndose el ciclo.
No importaba si gritaban o gemían, nadie
del exterior los callaba, los guardias parecían reaccionar sólo a las
agresiones cuando la fuerza que los comandaba desde la distancia les enviaba la
orden de llevarle a más prisioneros.
Mientras más tiempo duraba alguien allí,
significaba que estaba cada vez más próximo el momento de ser elegido, y así lo
fue para seis individuos, a quienes se les
acabó la suerte. Su turno llegó después de haber permanecido solos en esa
amplia celda, viviendo aterrados al saber que la próxima vez que las puertas se
abrieran todo llegaría a su fin.
Para entonces sus voluntades ya habían
perdido toda esperanza y estaban resignados a caminar por ese pasillo hacia un
destino incierto. Algunos cuya curiosidad se mantenía despierta, caminaban expectantes
hacia lo desconocido; otros sabían que al llegar allí no habría retorno y que
la muerte los estaría aguardando en alguna de sus formas.
Caminaron sin oponer resistencia por el
largo y estrecho camino que los obligaba a andar en una fila, haciéndolos
sentir todavía más como animales en un matadero.
Tras subir por una ruta ligeramente
inclinada, arribaron a una inmensa cámara de piedra, cuyas paredes y techo se
ocultaban en la oscuridad del ambiente. La atmósfera era pesada, el aire
escaseaba y por él viajaban olores terribles y nauseabundos.
Fueron conducidos por entre el manto
oscuro hacia la luz que circulaba sólo en el centro de aquella inmensidad.
Los seis cayeron al suelo al sentir que
algo invisible jaló las cadenas de sus muñecas, para después ser arrastrados
varios metros hasta situarlos en determinados lugares. Como si los grilletes hubieran
cambiado su peso, ninguno de ellos pudo alzarlos del suelo, por lo que quedaron
sumisos y de rodillas, sólo con el terror distorsionando sus caras y la
angustia bombeando en sus corazones.
Estaban aterrados al ver que sus manos quedaron
a las orillas de un profundo agujero. De poder contemplarlo desde otro ángulo sabrían
la verdadera amplitud del gigantesco y profundo hueco que ahí yacía, el cual
parecía no tener fondo y que sería capaz de devorar cualquier cosa.
Enigmáticos sonidos provenían de él,
apenas perceptibles, daban la aterradora sensación de que era la garganta de
algún tipo de criatura.
Aunque la mayoría de los prisioneros que
han estado en ese lugar no quitaban la vista de tal abismo, algunos eran
capaces de escapar de su influencia y lograban distinguir algo extraño a lo
lejos, en el centro de la mismísima fosa infernal.
Débiles de vista por el trato inhumano que
han recibido, ninguno ha sido capaz de darle una forma cuando algo repentino
sucede: una mano se cierra rápidamente sobre los cabellos de sus cabezas para exponer
sus cuellos, seguido de una punzada que
pasa casi desapercibida que hierbe como un hormiguero. Un líquido tibio
comienza a resbalar por sus cuerpos conforme el aire no llega más a sus
pulmones, pero no morirán por asfixia, ni tendrán que vivir una lenta agonía
pues son empujados a ese vacío sin que gritos o llantos hagan eco dentro de él.
Ehrimanes siempre elegía primero a los
que se atrevían a mirar fuera del abismo, los que quedan atrapados por el
terror de la fosa oscura ni siquiera se percataban de lo que sucede a sus
compañeros.
Cortar sus cuellos era un trabajo que
cualquiera de los espectros podría hacer, pero él insistió en llevarlo a cabo.
Era un placer que sólo la vileza de su alma disfrutaba y de la que no parecía
hastiarse.
Cada que terminaba por lanzar al último
de los humanos, su mano derecha siempre quedaba cubierta por sangre, la cual
probaba sólo por instinto, ya no por necesidad. Tras el trato que hizo con el
dios guerrero de Merak se había adaptado bien a su actual cuerpo, mas algunas
costumbres se encontraban demasiado arraigas en su ser como para abandonarlas.
— De no ser porque necesitamos a cada
uno de estos humanos yo mismo habría devorado a un par de ellos —admitió en voz
alta, siendo sólo una persona capaz de escucharlo.
Sennefer, Patrono del Zohar de Esteropes,
permaneció en estado de meditación, levitando sobre el extenso abismo. Frente a
él, el Cetro de Anubis irradiaba un aura maligna al servir de intermediario
entre las fuerzas que circulaban dentro de la fosa y su propio ser.
El cuerpo del Patrono presentaba severas
heridas en el pecho y espalda, las cuales cicatrizaron en forma de duras
escamas negras. La batalla que libró contra el santo de Cáncer dejó mella en él
y aún no había podido recuperarse por completo. Tenía el poder para hacerlo
pero estaba escaso de suministros, y
vaya que necesitaba de todos ellos si deseaba poner en marcha su plan. Sanarse
era un lujo al cual se negaba.
Su actual condición no le dejó más
remedio que confiarle a Ehrimanes ciertas tareas.
Pese a buscar una misma meta, siempre ha esperado una traición de su parte, por
lo que se encontraba demasiado extrañado de que él le hubiera salvado la vida cuando bien pudo dejarlo
desaparecer.
Eso no hizo que confiara más en él, por
el contrario, se preguntaba qué buscaba realmente, ¿por qué no aprovechó la
oportunidad para poder reclamar todo lo que poseía y apropiarse de ello?
— Quizás puedas ahorrarte el ayuno y
terminar con todas las vidas que hemos recolectado. Ya no hay diferencia… —
musitó Sennefer sosegado.
— ¿Qué quieres decir? —cuestionó Ehrimanes,
permaneciendo a la orilla de la fosa oscura.
— Me es claro que —respondió el Patrono,
mirando fijamente el Cetro de Anubis—, ni aun cuando pudiéramos disponer de la
vida de todos los seres humanos que quedan en el planeta seríamos capaces de
completar el ritual.
— ¡Es imposible! ¡Yo lo he visto!
¡Sucederá! —Ehrimanes insistió, alterado por las palabras de Sennefer—. El
futuro no ha cambiado —aseguró.
— Ustedes los videntes no tienen remedio
—Sennefer dijo con desenfado—. Fuiste capaz de predecir todas las muertes de la
última batalla, mas no que el santo de Cáncer presentaría un problema —le
recordó con cierto reproche—. Su participación fue inesperada, y su acción toda
una sorpresa — añadió, palpándose un instante las cicatrices en su pecho—, por
ello el Cetro de Anubis perdió una gran cantidad de su energía almacenada. Sin
ella no seremos capaces de invocar la Corona
Oscura de Sokaris.
Ehrimanes reprimió un gruñido. Aun con
las habilidades del dios guerrero de Merak, no era capaz de ver todas las rutas
del tiempo como creyó que lo haría. La lectura del futuro era cada vez más
inestable, pero sin importar qué voluntades estuvieran trabajando ahora sobre
el destino, todavía era capaz de verlo: la Corona Oscura en el cielo cumpliendo
su fin.
Aunque la observación de Sennefer marcaba
en los planes una grieta tan amplia como aquella a la que habían alimentado con
vidas humanas los últimos días, debían encontrar una solución. Estaba seguro de
que el señor Avanish se negaría a volver a brindarles tal cantidad de poder,
además ya había hecho mucho por ellos al abrir una puerta hacia el Abismo, la cual se habían encargado
de engrandecer. Faltaba una pieza para ver cumplido su proyecto especial, ¿pero
cuál?
En ello pensaba Ehrimanes con una clara
frustración en su rostro hasta que escuchó a Sennefer reír quedamente.
— ¿Qué es lo que te resulta tan
gracioso? —cuestionó el demonio usurpador de cuerpos.
El Patrono habló sólo hasta que se
saciaron sus ganas de reír—. Trataba de pensar en dónde encontrar una fuente de
vida que pudiera ser capaz de abastecer el ritual, y entonces vino a mí un
rostro… un chico que hace tiempo llamó mi atención —explicó con tranquilidad—.
“Mucha vida” dijo mi antiguo
sirviente durante la agonía que le provocó probar su sangre en aquella ocasión.
Esa esencia habría terminado matándolo de no haber intervenido, pero me es
claro que ese muchacho cuenta con una fuerza vital tan pura como para destruir
a alguien de nuestra estirpe. Me pregunto si será un caso único o todos los Santos
poseerán dicha cualidad.
— ¿Un Santo? —Ehrimanes repitió,
sumergiéndose en un corto trance, como si tal palabra hubiera servido como pista hacia una visión, una llave que
desveló un camino hacia la respuesta correcta.
Sennefer vio cómo su colaborador, sin
dar explicaciones, se dejó caer al suelo, sentándose para cerrar los ojos,
obligándose a dormir para viajar por
los sueños, no a uno futuro sino pasado.
Dejó que sus sentidos fluyeran a través
del reino de Morfeo, buscando en el tiempo aquellas visiones que involucraron a
los Santos de Atena hasta encontrar la
clave. Jamás imaginó que sería Engai, Patrono de la Stella de Fortis, quien
le concediera una solución.
Ese
secreto
que el finado Patrono guardó por tanto tiempo y por el que murió, era la pieza
que necesitaba para ver cumplido su deseo. Aquello que uniría el ahora con el mañana que anhelaba.
Fue menos de un minuto para Sennefer en
que Ehrimanes se ausentó de este mundo y volvió, abriendo los ojos con una
clara hilaridad.
— Es único —musitó Ehrimanes,
levantándose y mirando a Sennefer con complicidad pese a que éste desconocía su
descubrimiento.
— Y Engai lo sabía… No puede ser una
coincidencia, sino destino. Ese Santo
del que hablas nació para esto, ahora lo sé —prosiguió con una sonrisa
siniestra.
— Me mostraría igual de entusiasmado si
compartieras conmigo tu descubrimiento. ¿Pero qué podría venir de alguien como
ese mago trastornado? —Sennefer desconfió.
— La pieza faltante para invocar la
Corona Oscura de Sokaris —el demonio explicó, pensando en su siguiente
movimiento—. Estoy seguro, la vida de ese Santo equivale la de millares,
incluso sobrepasa la cantidad que requieres para tu magia, Sennefer.
— ¿Qué dices? —el Patrono cuestionó,
incrédulo—. ¿Cómo puede existir alguien así en este mundo?
— Son cosas de shamanes que seguramente
entenderás mejor que yo, pero el por qué no es lo importante, sino lo
beneficioso que resulta para nosotros. —Ehrimanes señaló la fosa oscura.
— Tendrás que tomarte el tiempo para
explicármelo —dijo Sennefer, aún sospechando de las palabras de Ehrimanes—. Sin
embargo, aunque estés muy seguro de tu hallazgo temo que deberás aguardar hasta
que el santo de Géminis haga su movimiento en el Santuario. Una decisión
abrupta de tu parte y podrías arruinar el ritual entero, por lo que no
permitiré que vayas allá antes de tiempo. Además, esa fue la orden del señor
Avanish.
— Ja, ¿hasta cuándo vas a fingir lealtad
a ese hombre? —se mofó Ehrimanes.
— A diferencia de ti, bestia irracional,
no tengo la necesidad de fingir pues mi convicción es auténtica —Sennefer
aclaró con el ceño fruncido—. Soy leal a Avanish, lo respeto por quién es y por
lo que hizo por mí. Es cierto que sólo soy una pieza para lograr sus fines,
pero gracias a ello es que he podido desplazarme por el tablero de juegos
buscando mi propia meta… una en la que él no piensa intervenir, ese fue nuestro
convenio.
— Me es difícil de creer, ya que sin
importar quién es ahora alguna vez fue un
shaman, uno de nuestros enemigos más férreos— Ehrimanes agregó con cizaña—.
Tal vez esperaba que murieras antes de llegar a tanto… quizá aún lo espere.
— No intentes utilizar tu lengua de
serpiente contra mí —Sennefer advirtió con rostro serio—. Admito que en un
tiempo me cuestioné lo mismo, pero estoy convencido de que dejará que esto
suceda. Aunque yo he sido el arquitecto, él ha beneficiado el ritual desde el
principio—explicó, mirando el cetro del que se desbordaba la oscuridad que
llenaba el vacío bajo sus pies—. Je, pero aunque llegara a arrepentirse será
demasiado tarde —aclaró con una cínica sonrisa cruzando por sus labios—. Este
mundo ya es nuestro.
Capítulo
51
Oscura
rebelión. Parte I
Grecia.
El Santuario de Atena. Templo Principal.
Leonardo de Sagita permaneció con una
rodilla en el suelo y el rostro agachado tras haberle informado al Patriarca la
primera de dos noticias nada favorables para el Santuario.
El Patriarca, alejado del trono y
manteniéndose de espaldas al joven que aguardaba al pie de las escalinatas,
rompió el silencio al volverlo a cuestionar.
— ¿Ninguna persona? ¿Ningún rastro?
— Ninguno —el santo respondió
cabizbajo—. La Isla Neo Andrómeda se encuentra totalmente desierta. Encontramos
indicios de lucha y resistencia, pero ningún sobreviviente, ni siquiera cuerpos
—explicó, recordando con frustración las viviendas abandonadas y las manchas de
sangre en algunas paredes y pisos.
Días atrás Leonardo partió junto al
santo de Cerbero a la Isla Neo Andrómeda por petición del Patriarca. Allí
esperaban hacer contacto con el santo de Andrómeda, pero cuando arribaron a la
pequeña comunidad no encontraron nada más que animales e insectos habitando las
moradas de personas que claramente fueron desalojadas por la fuerza.
Tras el primer enfrentamiento entre los
Patronos y los Santos en Egipto, Shiryu puso al tanto de la situación a Shun de
Andrómeda, decidiendo que éste mantendría su posición hasta esclarecer las
intenciones de los nuevos enemigos.
Justo antes del altercado suscitado en la Atlántida,
Shiryu perdió toda comunicación con él, por lo que decidió enviar a dos santos
a sus dominios y averiguar la razón, imaginando lo peor. Sin embargo, el
reporte que ahora recibía era mucho más extraño.
Él mejor que nadie sabía que el santo de
Andrómeda era un guerrero de notable poder y que estaría dispuesto a morir en
batalla en vez de rendirse. No dudaba que si los Patronos fueron los autores de
su desaparición habría muerto con tal de defender a la gente que protegía en
aquella isla, pero ahora todos ellos habían desaparecido…
Primero Hyoga, después Kiki y ahora Shun…
¿Estaban muertos? No. Algo en su ser le decía que estaban vivos, pero le
aterraba pensar en qué predicamento podrían encontrarse.
— Y hay algo más, Patriarca —se aventuró
a decir Leonardo, aún ante el silencio del Pontífice—. Usted ordenó que todos
los Santos activos se reunieran en el Santuario, sin embargo, dos de ellos no
volvieron sobre sus propios pies.
Shiryu se giró un poco, temiendo por los
nombres que debería mandar a poner en una lápida en el cementerio.
— Los Santos de Plata Ekaveer de Loto y Sameer
de Pavo, fueron encontrados sin vida. Sus cuerpos ya están siendo preparados
para su debido entierro.
— Ekaveer y Sameer, hermanos no sólo de
entrenamiento sino también de sangre —recordó Shiryu a ese inseparable par.
— Es imposible precisar quién los
ejecutó, pero los restos se encontraban en un estado de descomposición que
coincide con las fechas de su último reporte —añadió el Santo de Plata.
— Hace tres años me solicitaron permiso
para partir y entrenar por su cuenta. —En su mente Shiryu recreó el instante en
que Ekaveer, el hermano mayor, pidió tal favor pues su anciana madre estaba
pasando por sus últimos días—. Recuerdo que regresaron a su pueblo de origen,
en la India. Poco tiempo después pidieron quedarse allá y ayudar a su comunidad
pues pasaban por momentos de gran necesidad.
El santo de la Flecha afirmó al asentir
con la cabeza. — Los mismos aldeanos nos dijeron que todo estaba en paz gracias
a ambos, y por largos meses se mantuvo así. Pero cierto día abandonaron la
aldea para perseguir a un asesino que otras comunidades reportaron que
merodeaba por el bosque, siendo esa la última vez que los vieron con vida.
— Hay pocas personas en este mundo que
podrían eliminar a dos santos de plata —analizó el Patriarca—, la mayoría está
aquí o son nuestros aliados, el resto… —se
abstuvo de terminar la frase.
— Desconocíamos la existencia de los
Patronos hasta hace poco, pero tengo entendido que han estado años moviéndose
en las sombras, quizá nuestros hermanos tuvieron la desgracia de toparse con
ellos— Leonardo supuso—. Los pueblerinos no reportaron su ausencia pues
entienden la importancia de los Santos en el mundo y creyeron que simplemente
habían regresado al Santuario o se marcharon a cumplir otra misión. Fueron
nuestros hombres quienes encontraron sus restos varios kilómetros hacia el
noreste de la aldea.
Shiryu calló unos largos segundos antes
de decir—: Sólo estamos dando pasos en la oscuridad, siendo el telón que
nuestros enemigos han utilizado para mantenerse ocultos todo este tiempo… pero
ya no más. Buscaré en la luz de las estrellas las respuestas que se necesitan.
Leonardo alzó la vista con preocupación.—
Pero Patriarca, ¿no es usted quien ha dicho que Atena no ha respondido a su
llamado?
— Es verdad. Desde aquí mi voz no ha
alcanzado los oídos de nuestra diosa, pero desde Star Hill todo podría ser
posible —explicó, dudando un poco de su propia idea.
Aunque Star Hill era el lugar más
apropiado para desvelar los misterios que traerá el futuro de la Tierra y conectar
un alma a planos de existencia superiores, nunca se puede saber con exactitud
el tiempo que se demorará en ello. Podría ser una noche, un día, dos semanas o
incluso más.
Entrar en meditación en este tiempo de crisis
no era sensato, pero al mismo tiempo podría ofrecerle una solución.
— ¿De verdad está considerando subir a
Star Hill? —se aventuró a preguntar el joven Santo de Plata, sintiendo por
adelantada la ansiedad que le provocará la ausencia del Patriarca.
— Hasta ahora mi estancia en el Santuario
no ha beneficiado a nadie —dijo con cierta ironía—. Pero será mejor que lo
mantengamos en secreto. ¿Puedo contar contigo, Leonardo?
— ¡Po-por supuesto, Patriarca! —se
apresuró a decir.
— Mientras menos personas sepan de ello
será mejor —ordenó—. Necesito que hagas algo más por mí. Busca al santo de
Pegaso, él deberá tomar mi lugar durante mi ausencia.
El
Santuario de Atena. Octava casa del Zodiaco.
Calíope de Tauro prendió una a una las
velas dentro del Templo de Escorpión que, parece, el viento apagó desde su
última visita.
Valiéndose de simples cerillas llevó a
cabo la tarea con suma tranquilidad y concentración, tanta que ni siquiera
percibió el paso del tiempo. Para cuando terminó, el ocaso pintaba ya de
colores anaranjados y rosados el cielo sobre el Santuario.
La amazona se puso de pie, mirando el
camino de velas encendidas por el que retrocedió hasta encontrar cobijo en una apartada
esquina del Salón de Batallas. Su espalda se deslizó por el muro hasta que sus
posaderas tocaron el suelo y allí permaneció sentada.
Bajo su máscara de oro ella cerró los
ojos, sólo para que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas. Al
sentirlas en su rostro se molestó consigo misma. Creía que ya había llorado lo
suficiente, ni siquiera en el servicio funerario permitió que pasara, pero en
cuanto se encontraba sola sus sentimientos salían de su cuerpo en esa forma.
¿Lloraba por su ausencia o por lo que
sus decisiones en el pasado le privaron? Es lo que su conciencia le cuestionaba
con dureza.
Los dos tuvieron un pasado en el que se animaron
a tener una relación, una elección
libre en el Santuario, cierto, pero aún no muy bien vista por todos. La Amazona
temió el perjuicio de los demás, por lo que jamás se permitió vivir tal amor con
plenitud.
Nunca tuvo el valor de mostrarle su
rostro y por un tiempo estuvo bien. Fue ella quien decidió frenar lo que había
ocurrido y pretender que no sucedió, después de todo no pasó nada imperdonable.
Souva intentó convencerla de lo
contrario, pero Calíope fue inflexible al respecto y le prohibió siquiera
volver a mencionarlo. Ella rompió el corazón del santo de Escorpión aquel día, y
en pago él se llevó consigo el corazón de la amazona de Tauro al otro mundo.
— Dicen que las lágrimas limpian el
alma, por lo que no deberías avergonzarte de las tuyas, Calíope —escuchó
inesperadamente de alguien.
Esa voz la tomó desprevenida, pero logró
ocultar su sobresalto y mantenerse en su sitio. El santo de Cáncer estaba allí
y la miraba fijamente.
— Kenai —la mujer pronunció su nombre,
algo desconcertada—. Veo que al fin despertaste. Ya era hora, tenías
preocupados a todos.
El santo de Cáncer llevaba encima su
cloth de oro; ni un rastro de cansancio o enfermedad acompañaban sus pasos. Caminó
por el lugar, contemplando los cirios a su paso hasta que se situó junto a Calíope,
e imitándola se sentó a su lado para conversar.
— Habría venido antes pero esa anciana
fue muy insistente y no me permitió abandonar la enfermería hasta que me comí
todas las verduras del plato —dijo con sarcasmo, deseando que fuera sólo una
broma, pero en verdad así pasó.
Aun tras el comentario que intentó ser
gracioso, se produjo un prolongado silencio que Calíope terminó con una simple
pregunta—: ¿Estás enterado?— mantuvo la vista al frente, justo como Kenai.
— Sí —respondió con cierta solemnidad—. No
es malo llorar por un amigo —volvió a insistir, percibiendo la congoja que la Amazona
se empecinaba en reprimir—. Si yo pudiera lo haría pero soy un shaman, mi vida
está tan ligada a la muerte que sé que no es el final y que algún día volveré a
ver a todos aquellos que han cruzado el umbral. Tal vez no sea el mejor de los
consuelos, pero es lo que me permite sobrellevar estas cosas.
— ¿Acaso tú lo sabes…? —intuyó Calíope
tras unos segundos en que lo meditó—. ¿De él y yo…?
— Antes de que incrustes tu puño en mi
rostro, déjame defenderme —el shaman dijo, un tanto nervioso—. No puedes
culparme a mí sino al alcohol, una de las más siniestras invenciones de los dioses
si me permites decirlo. Y Souva era demasiado hablador cuando bebía, he dicho.
— Ya veo… creo que era mucho pedir que
pudiera mantener la boca cerrada —Calíope musitó un poco divertida.
— Cuando se dio cuenta de que había
hablado de más intentó corregirse y comenzó a idear excusas tontas, demasiado
disparatadas —Kenai sonrió, recordando el bochorno del santo de Escorpión—, que
yo fingí creerle y de ahí no pasó. Pero, debo admitir que parar cualquiera que
los haya visto juntos, ya sea riñendo o cooperando, era obvio que existía algo
entre ustedes… Aunque nadie se atrevía a insinuarlo por mera salud —se atrevió
a bromear.
— A estas alturas ya no importa quién lo
sepa —admitió Calíope tras un corto suspiro—. En ese entonces yo sentía que
debía demostrar que las Amazonas podíamos llegar tan lejos como cualquier Santo,
y tras lograr algo como obtener una de las doce armaduras doradas creí que era
mi deber ser lo más correcta posible, ser alguien ejemplar… dedicada… y por
ello… sentí que Souva no tenía espacio con la clase de persona que yo quería
ser para el mundo… “El Santo de Escorpión
y la Amazona de Tauro”, cuantas habladurías habría por allí… —pausó un
instante en que sintió el peso de todas esas situaciones oprimiendo su ser—. Por
eso rechacé su amor y reprimí lo que sentía por él —confesó con evidente
arrepentimiento—. Discutimos… no recuerdo mucho de lo que le dije ese día pero
sí sé que le pedí que siguiera su vida como si no hubiera sucedido nada entre
nosotros. Y él lo hizo, volvió a ser el de antes… Je, aunque no sé si para
provocarme celos o sólo molestarme— comentó, sonriendo débilmente bajo su máscara—.
Que chiquilla egoísta fui... ahora lo sé. Siempre pensé en mí pero jamás me
detuve a pensar en lo que él pudiera sentir… Me habría sentido bien si cuando
menos me hubiera odiado tras eso pero…aunque los años pasaron, nunca me guardó
rencor y respetó mi súplica…
Calíope pausó brevemente por el
atragantamiento que le obstruyó el aire—. Tuvo que morir en mis brazos para
entender lo mucho que lo extrañaría a él y la vida que pudimos haber tenido
juntos si no… —calló, chascando sus dientes con frustración—. Los guerreros de
Atena no deberíamos tener permitido albergar esta clase de sentimientos ¿o sí?
—cuestionó, deseando una respuesta que tranquilizara el torbellino de emociones
que la atormentaban.
Giró el rostro hacia Kenai, mas este
mantuvo el mentón hacia el frente y permaneció en completa serenidad.
— ¿Está mal desear venganza hacia el
hombre que lo mató?— cuestionó la Amazona, oprimiendo los puños—. En estos
momentos siento tanto enojo, tanto odio… hacia mí, hacia él… que no sé qué
hacer con este enfado que me hace temblar… sé que no debo sucumbir a estos
sentimientos pero yo…
Calíope calló abruptamente cuando Kenai
alzó el brazo derecho y lo pasó por encima de sus hombros para estrecharla con
hermandad.
— Si Atena hubiera querido guerreros
inclementes o sin corazón jamás habría elegido a los seres humanos para otorgarles
todas sus bendiciones —dijo el santo de Cáncer, sin dejar de observar el ocaso
que enmarcaban los muros del Templo de Escorpión—. La venganza es un fuego que
consume todo lo que toca, no cometas imprudencias, pero tampoco te pido que
perdones al enemigo. Si en el futuro llegaras a ver al asesino de Souva, que no
sea la venganza lo que fortalezca tus puños, sino el deseo por terminar con la
labor que nuestro camarada dejó inconclusa. No soy capaz de entender el corazón
de una mujer, pero entiendo lo que es
perder a alguien a quien aprecias. —Al sentir que la Amazona no lo castigaría
por su atrevimiento es lo que le dio la confianza para no apartar su brazo y
proseguir.
— Souva fue de mis primeros amigos aquí—
sonrió, recordando gratas memorias—. Cuando llegué al Santuario, sólo dominaba
la lengua de mis ancestros, un poco de italiano y un mal aprendido griego—
confesó, mofándose de sí mismo—, pero eso no fue impedimento para que Souva
quisiera comunicarse conmigo, hacía dibujos y mímicas muy graciosas con tal de
hacerse entender.— Pensó en que en su Templo tenía varios guardados por ahí, se
prometió buscarlos por mera nostalgia—. Él volvió muy amenos mis primeros días en
Grecia y me ayudó con el idioma. Me dio su amistad sin importar las múltiples
barreras que nos separaban y por eso siempre le estaré agradecido.
Calíope escuchó con atención,
enterneciéndose al imaginar esas escenas como si fueran parte de sus propios
recuerdos. —Esa era su cualidad ¿cierto? Derrumbar cualquier barrera con tal de
hacer lo que creía correcto… o en su defecto su terca voluntad. —Ella suspiró.
Kenai sonrió todavía más al percibir el
cambio en el alma de su compañera. —Él era el rostro amable del Santuario ¿no
lo crees? Mientras que Albert se encargaba de
intimidar a los aspirantes para que éstos dieran media vuelta, en su
camino colina abajo aparecía Souva, convirtiéndose en el primero en toda Grecia
que creía en esos chicos y los hacía regresar. Dime, ¿te gustaría continuar esa
labor tan importante?— preguntó a la Amazona, quien giró el rostro enmascarado
hacia el santo una vez más.
— Sí —continuó Kenai con cierto
entusiasmo—, no podemos dejar que en el futuro Albert ahuyente a todos los
chicos nuevos o se lleven una impresión equivocada. Pensaba en tomar bajo mi
responsabilidad esa tarea, pero necesitaré ayuda ¿Qué me dices? Cuando todo
esto termine, ¿me ayudarás?
— Vaya que sabes decir muchos disparates
—Calíope apenas y aguantó las ganas de reír.
— Oye, lo digo en serio. —El santo de Cáncer
fingió disgusto, más de inmediato le regresó la alegría a su rostro.
Kenai de Cáncer se levantó y dio unos
pasos lejos de Calíope, girándose esta vez con una expresión más centrada y
seria. —Aunque antes de eso hay deudas que tenemos que saldar.
— ¿Qué es lo que planeas, Kenai?
—inquirió Calíope.
— Creí prudente parar por un momento en
este Templo para rendir mis respetos a Souva, ya que lo he hecho debo seguir mi
camino. Me dirijo a ver al Patriarca, le pediré permiso para salir del
Santuario.
— ¿Qué estás diciendo? —La amazona de
Tauro se puso de pie—. Kenai, no hace falta que te recuerde los momentos que
estamos viviendo, dudo que el Patriarca te autorice a dejarnos ahora.
— Mi solicitud es por mera formalidad
—dijo con gran determinación—, pues mi partida es inminente y él deberá
entenderlo —se atrevió a decir—. Tengo el deber de encontrar al Patrono
Sennefer y derrotarlo. Me han advertido que él es ahora la mayor amenaza para
este mundo… Además, es probable que si doy con su ubicación también
encontraremos a su líder.
— Avanish —musitó Calíope con claro
rencor.
— Pensaba que querrías venir conmigo.
— Ya sabías cuál sería mi respuesta, ¿o
no? —la mujer se apresuró a decir—. Pudiste haberte ahorrado todo lo anterior.
— Tengo mi lado caballeroso, ¿sabes? —el
Santo comentó alzando los hombros—. Creí que necesitabas un hombro en el cual
descansar la cabeza aunque fuera por un instante. Pero lo que te dije sobre la
venganza es cierto. Mi meta no es vengarlo, pero sí continuar con la lucha que
él dejó inconclusa y creo que eres tú la persona que más interesada puede estar
en ayudarme.
— Confía en ello.
/*/*/*/*
El
Santuario de Atena. Casa de Piscis.
La Amazona de la Doceava Casa se retiró
temprano a sus aposentos. Ella no parecía compartir la preocupación por los
enemigos que acechaban al Santuario, ni el estrés por el estado de alerta en el
que actualmente allí se vivía. Quizá se sentía exenta de cualquier mal o
confiaba demasiado en sus habilidades como para saber que, sin importar lo que
sucediera en el futuro, saldría airosa y con bien.
Aun con la cloth de Piscis cubriendo su
cuerpo y la máscara dorada sobre su rostro, Adonisia disfrutaba de encontrarse
frente al gran espejo rectangular que colocó dentro de su recámara.
La habitación no era para nada austera
pese a la aspereza de las paredes y el piso de piedra. Había una gran alfombra
roja que cubría gran parte del suelo, cuadros de marcos dorados colgando de los
muros, una estantería de cedro repleta de libros, una pequeña sala con dos
sillones individuales y una mesa circular en la que cualquier visita podría
degustar una taza de té, una cama con sábanas púrpuras y un par de burós. Sobre
cada estante, repisa y mesa había jarrones con adornos de flores naturales que
irradiaban un rocío de frescura perpetua.
Ese era su recinto de confort, donde
podía expresar sus pensamientos con libertad sin herir la susceptibilidad de otros.
Había vivido tantos años en soledad,
hablando sólo con las corrientes de aire y las rosas que cultivaba que le era
difícil contener su voz. Los seres
humanos eran complicados, por eso prefería a las plantas, ellas jamás la
juzgarían, ni la señalarían a diferencia de sus congéneres, y en ocasiones hasta
decían cosas mucho más sabías que el mismo hombre.
Vino al Santuario por consejo de ellas.
Le aseguraron que aquí estaba su lugar, pero tras su corta estancia comenzaba a
creer que fue una mentira.
Mientras pasaba un cepillo de cerdas
negras sobre su cabello azulado, la Amazona se percató de una presencia que no
intentó esconderse. Le permitió avanzar y bajar hacia su recinto privado,
manteniéndose frente al espejo que reflejaba su imagen de cuerpo entero
— Mientras la mayoría de los Santos y
sirvientes pasan a través del Templo de Piscis sin detenerse, eres el primero
que decide bajar hasta aquí —Adonisia dijo en voz alta, sin detener el paso de
sus manos sobre su cabello—. Me pregunto qué es lo que el renombrado Albert de
Géminis tiene qué decirme como para tener que venir en persona y sin
anunciarse.
La Amazona observó el reflejo del santo
de Géminis, quien permaneció justo en la entrada del recinto.
El Santo peliazul sonrió con cinismo al
mostrar cierta caballerosidad y esperar a que se le otorgara debidamente el
pase.
— Lamento la inesperada intrusión, no
intentaba ofenderte.
— No hay razón para sentirme ofendida.
Eres la primera visita que recibo desde que me asenté en este Templo —ella dijo
con tono melodioso, mostrando menos etiqueta que su visitante al no dejar su
tarea frente al cristal—, por lo que eres bienvenido a entrar en mi morada. Puedes pasar.
El Santo sólo dio un par de pasos en el
interior de la recámara, mirando con detenimiento uno de los floreros de rosas
rojas, sabiendo que aun detrás de su inofensiva apariencia eran aliadas
poderosas de la amazona de Piscis.
— Sí, me he percatado de que no eres
demasiado popular entre los habitantes del Santuario… Pero quién soy para
hablar así cuando mi persona es catalogada de la misma forma —Albert sonrió con
arrogancia.
— Lo he notado —añadió la mujer, quien
pese a su despreocupada actitud sabía cada movimiento que el santo realizaba a
su espalda—. Aunque parece no molestarte.
— ¿Por qué habría de tomarle
importancia? —Albert cuestionó—. Sobre todo cuando existen situaciones mucho
más importantes por las cuales preocuparse o sentirse molesto.
— Percibo resentimiento en tu voz —notó
la amazona —. ¿Acaso no eres feliz aquí?
— ¿Tú lo eres?
— Mi estancia ha sido corta comparándola
con la tuya, he escuchado —ella respondió.
— No arribaste en el mejor momento, me
temo —Albert agregó—. El Santuario nació por los designios de Atena para
asegurar el orden y la paz en el mundo, siendo de él de donde surgirían los
guerreros que defenderían la justicia cuando el mal despertara en cualquiera de
sus formas —relató, solemne—… Lamentablemente tan glorioso origen fue perdiendo
su esplendor a causa de las interminables guerras santas en las que las almas
de los guerreros estaban obligadas a reencarnar sólo para volver a luchar y
morir, un proceso que dicen ha jugado a desventaja del Santuario. Pero cuando
todo parecía perdido y el Santuario se desmoronaba, se logró el cambio cuando nuestra diosa clavó su
lanza en el corazón de Hades y este mundo fue obligado a decidir entre cambiar
o perecer —explicó, observando una de las pinturas del lugar que mostraba un
lago rodeado por un escenario de fantasía y pureza durante un amanecer—. Los que
presenciaron ese acontecimiento afirman que éste es sin duda el principio de la nueva era, el legado de Atena que
debemos proteger, un tesoro que es mi deseo preservar… Aunque tristemente
aquellos que deben hacerlo no se encuentran a la altura —siseó, en espera de
una reacción.
Adonisia tardó en darle una al soltar
una risita. —Me agradan las personas que dicen lo que realmente piensan y no
temen las represalias. ¿Pero acaso no temes que esto llegue a oídos del
Pontífice?
— Existen peores cosas por las cuales
debo inquietarme y el Patriarca no es una de ellas.
— ¿Entonces qué es lo que sí te inquieta?
¿A qué has venido realmente aquí, Albert de Géminis? —cuestionó, intrigada.
— Adonisia, tú eres una recién llegada
por lo que aún no has sido contaminada
por el régimen actual. Tú que todavía conservas una opinión imparcial dime si
crees que el Santuario podrá sobrevivir a lo que se aproxima.
— ¿Acaso ves el futuro, Albert? La
seguridad en tus palabras me hacen pensar que sí, mas sería injusto responder a
ello. Desconozco la fuerza del enemigo que no he enfrentado, así como la de los
Santos que han intentado derrotarlos… ¿Crees que el Santuario sería mejor si
otras personas estuvieran a cargo?
— Posiblemente — el hombre respondió sin
dudarlo.
— ¿Alguien como tú?— la mujer preguntó
de manera inmediata.
— ¿Quién mejor que yo?
— ¿Vienes a mí tentándome con la
traición? Ni siquiera te conozco como para poder dar una respuesta acertada.
— ¿Qué le debes al Santuario, Adonisia?
—Albert deseó saber.
— Lo mismo que a ti, santo de Géminis: nada.
— ¿Entonces por qué no me das la
oportunidad de demostrártelo? No sólo con palabras sino con hechos —Albert
pidió, conservando su temple.
— ¿Por qué confías tus aspiraciones a
mis oídos? ¿Crees que no te delataré?
El Santo avanzó hacia la mujer,
deteniéndose hasta quedar justo detrás de ella. —Porque aunque no lo creas tú y
yo nos parecemos. Sé que eres una mujer que está dispuesta a hacer lo que sea con tal de ver cumplidos sus
deseos y no sentir remordimiento por ello… ni siquiera por un segundo —le
susurró de un oído hacia el otro antes de alargar el brazo y que su mano pasara
por encima del espejo, apartando una cortina invisible que lo cubría.
La Amazona contempló cómo el reflejo
original del cristal cambió, transformándose en la ventana hacia otro espacio y
tiempo, donde reconoció a una joven doncella que cocinaba frente a un fogón de barro. Su sencillez se delataba
en lo descocido de su vestido verde y la falta de calzado que sus pies no
resentían al pisar el suave césped.
— ¿Acaso tú…? —Adonisia musitó,
atragantada por la impresión de aquella imagen—. ¿Cómo puedes…? —Ver fragmentos
de su pasado siendo exteriorizados a la vista de cualquiera la dejó inmóvil y
demasiado abrumada.
— No hay nada que puedas esconderme
Adonisia, ni tú ni nadie dentro del Santuario. Afirmo nuestra afinidad por lo
que sé de ti… lo que ocultas y atesoras.
— De-detente —Adonisia alcanzó a musitar
con cierto temor, justo cuando se ve que la chica del espejo fue acorralada por
un grupo de campesinos—… No tienes ningún derecho… Basta… No lo veas. —Sus
manos temblaron con descontrol hasta que cerró los puños con fuerza. Una parte
de sí sabía que se trataba de un truco, una ilusión, ésa era una de las
fortalezas del Santo de la casa de Géminis, pero el ultraje de recuerdos tan
privados la dejaron indefensa. No era capaz de dejar de mirar, ni de moverse.
De pronto su propia imagen volvió a aparecer en el espejo interponiéndose sobre
los recuerdos, pero no lo suficientemente nítida como para cubrir en su totalidad
los sucesos de aquel nefasto día.
— No te… atrevas a mirar —advirtió,
intentando conservar la calma, pero poco a poco la ira rechinaba en sus dientes
—. No me mires… ¡No!
Aspiró aire con brusquedad al ver que en
su propio reflejo la máscara de oro comenzó a quebrarse. Aunque pegó sus manos
sobre la careta ésta no dejó de cuartearse y desmoronarse entre sus dedos.
— Esa no soy yo… ¡No soy yo…! ¡Soy
hermosa! ¡Hermosa! —gritó, exasperada.
Trozo por trozo gimió, como si fuera su
propia piel la que se le cayera del rostro, mientras el espejo mostraba el
movimiento de innumerables lianas espinosas que envolvían a personas de caras
ensombrecidas, atrapándolas como pulpos a sus presas.
La sangre brotaba del espacio en que las
espinas se hundían en la carne, envolviendo a todos en ataúdes de raíces de las
que florecían hermosas flores blancas. La pureza de sus pétalos duraba poco,
pues entre los lamentos y forcejeos de las víctimas comenzaban a teñirse de
rojo.
Desenmascarada, ni sus manos, cabello o
las mismas sombras del entorno evitaron que Adonisia contemplara el rostro que
la perseguía en sus peores pesadillas.
La Amazona dejó escapar un grito de
frustración y cólera tan sonoro que el cristal delante de ella se hizo añicos,
así como la habitación misma.
El alarido se prolongó hasta que se
quedó sin aire, inclinando el cuerpo hacia el frente, respirando de manera
agitada y rabiosa.
Ignoró el espacio oscuro en el que se
encontraba, pero sabía que no estaba sola en aquella dimensión.
— ¡Tú! —Adonisia habló con gran
resentimiento — ¡Has visto mi rostro y por ello…! ¡¿Sabes lo que significa,
cierto?! —añadió, permaneciendo de espaldas a la silueta del santo de Géminis.
— Sé que lo intentarías aun cuando no
existiera esa ley entre las Amazonas, pero mi intención sigue siendo que no nos
convirtamos en enemigos —explicó el santo de Géminis, hilarante—. Ya que yo
compartí un secreto contigo era justo que me permitieras conocer uno tuyo.
— Mordaz y cínico… podríamos haber sido
buenos amigos —susurró, aún molesta—. Pero esto ha sido imperdonable…
La amazona se volvió hacia el santo
dorado, sin molestarse en cubrir su rostro de él.
Albert flotaba en la distancia,
mirándola fijamente sin que alguna expresión de repulsión o fascinación fuera
clara en su ceño. —Disculpa el mal que te he causado, pero antes de que hagas
algo de lo que te puedas arrepentir, permíteme intentar convencerte de lo
contrario.
— ¡¿Crees que me interesa lo que tiene
qué decir alguien que va a morir?! —dijo, elevando su cosmos con hostilidad.
— Necesito aliados, Adonisia. El mundo
está por sufrir una calamidad y la única manera de que el Santuario sobreviva
será a través de mí. Ayúdame y yo sabré compensarte.
— ¡No tienes nada que me interese!
— ¿Eso crees? Las Amazonas son mujeres
que viven reprimiendo su propia naturaleza, es la ofrenda dada a Atena para que
les permita formar parte de su reino. Así son educadas, pero tú que te
desarrollaste como guerrera lejos de este ambiente aún posees cierta vanidad
hacia tu persona —comentó Albert, sin temor —. Es por ello que sé qué ofrecerte
a cambio de mi vida y de tu lealtad.
Es cierto que no me debes nada, ni al Santuario, así que para ganar tu favor
hay algo que puedo hacer por ti. —Con un movimiento de su mano, los trozos de
la máscara dorada de Piscis emergieron de la oscuridad, reuniéndose por encima
de los dedos del santo de Géminis para armarse una vez más. Su estructura
metálica comenzó a suavizarse hasta transformarse en un pequeño espejo que sólo
enmarcó el rostro de la amazona.
Adonisia lo sintió como una burla y
estuvo a punto de atacarlo, pero se detuvo al ver que en él se reflejaba su
mayor anhelo. Fue un momento de duda que en batalla cualquiera habría
aprovechado para herirla, de ello se percató al salir del embrujo que entró por
sus ojos.
— Me advirtieron que eres un maestro en
espejismos, ¡¿crees que me rebajaría a hacer un lado mi honor sólo por una
máscara de ilusiones?! —cuestionó.
— Eres tú quien ha vivido todo estos
años atrapada detrás de una mentira.
Te ofrezco una realidad —prometió—. Cuando tome posesión del Santuario tendré
acceso a todos sus tesoros, y entre ellos se encuentran maravillas que bien
podrían serte de utilidad.
— ¿”Maravillas”, dices? ¿Qué le
impediría al actual Patriarca compensarme con una de ellas si le entrego la
cabeza de un traidor como tú?
— Ja, ¿crees que el Patriarca premiaría
a una asesina sin escrúpulos? No Adonisia, pese a que el Patriarca es un hombre
de corazón blando jamás perdonará el asesinato de inocentes, sobre todo de
niños…
Adonisia permaneció callada, tocándose
la frente como si así pudiera defenderse de la intrusión a sus pensamientos.
— ¡¡Sal de mi cabeza!! —exigió.
— Es cuestión de tiempo que se entere de
la verdad, todos sospechan de ti… Has tenido suerte de que por la situación
actual estén ocupados en situaciones más importantes, incluso que la misma
diosa Atena no haya ejercido su juicio sobre ti —le recordó—. Pero tarde o
temprano harán preguntas más insistentes sobre ese rosal que el santo de Leo y la amazona de Perseo vieron en tu
antiguo hogar. ¿Qué planeas hacer entonces?
— ¡Lo merecían! —repitió, como solía
hacer cuando las pesadillas la embargaban y su propia conciencia la atacaba.
— ¿Las mujeres y los niños también? Vaya
que eres cruel. ¿Y qué me dices de Hilda de Polaris? ¿Merece que le mientas
sobre el tratamiento de su esposo? —Albert
rio—. Te aseguro que nada de eso te será perdonado. Mas insisto en que no estoy aquí para
juzgarte, me importa poco tu pasado mientras decidas concederme tu futuro.
Un chasquido de dedos bastó para que la
oscuridad se desvaneciera y de nueva cuenta el entorno se transformara.
Adonisia percibió que el cosmos del
santo de Géminis dejó de ejercer presión sobre su psique. Todo lo anterior
había ocurrido sólo en su mente, lo supo al encontrarse a sí misma frente al
espejo y aun sosteniendo el cepillo contra su largo cabello. La máscara jamás
fue removida de su rostro, lucía intacta y resplandeciente.
Albert se encontraba de pie en medio de
la habitación, aguardando una respuesta.
De nuevo los guerreros de Atena se
miraron a través del reflejo del inmenso espejo.
Adonisia enlistó sus opciones y organizó
bien sus ideas. Albert de Géminis era un total canalla y ahora lo comprobaba.
Iniciar un enfrentamiento con él llamaría la atención en el Santuario y enseguida
vendrían los curiosos que terminarían por ayudarla… Aunque desvelar la futura
traición de Géminis dejaría al descubierto sus propias acciones y ello tendría
consecuencias.
— En eso tienes razón, ambos perderíamos
mucho —musitó Albert para desagrado de Adonisia, quien había olvidado por
breves instantes que su mente no tiene defensa contra él—. Sin embargo, ¿a
quién terminarían ayudando? ¿Al respetable
alumno del Patriarca o a la forastera de dudosos principios?
— ¿Aceptarías el riesgo? —la mujer
preguntó desafiante.
— Si no estuviera convencido de ello no
me habría atrevido a venir hasta aquí y revelarte mis intenciones tan cerca de
la morada de nuestro Pontífice—
aseguró, irreverente.
La Amazona guardó silencio, intentando
cerrar su mente y tomar la decisión correcta.
Fue un largo silencio que terminó cuando ella dejó su cepillo sobre el fino
tocador.
— Sí que eres un hombre osado
—dijo—… Dispuesto a todo con tal de
vencer y de imponer su voluntad por encima de la de los demás. Tienes poder y
sabes cómo usarlo contra las personas. —Dejó escapar una ligera risita—. ¿Pero
seré yo una buena colaboradora? Creo que te precipitaste al venir aquí, seguro
que hay alguien que informará de este encuentro tan íntimo— dijo, avanzando hacia el santo de Géminis con un seductor
caminar.
La Amazona pegó su cuerpo contra el de
Albert, fingiendo abrazarlo como lo haría con un amante para susurrarle de
cerca—. Hay alguien que me vigila desde que llegué al Santuario, no sé si por
órdenes superiores o por deseo propio.
— ¿Es eso cierto? —Albert cuestionó con
indiferencia y sin rechazar el acercamiento.
— Temo que sí. Pretendo que no me doy
cuenta de su presencia para no incomodar a nadie ni atraer más la atención
sobre mí… ¿No crees que pudo haber escuchado tu discurso?
— ¿Te refieres a esta espía? — Albert
preguntó, dando una señal con sus dedos para que alguien más entrara a la
habitación.
— Impresionante —dijo Adonisia al ver a
la amazona de Perseo hacer una ligera inclinación de cabeza para demostrar su
sumisión.
— No debes preocuparte por ella, está de
nuestra parte —dijo Albert, sosteniendo la barbilla de Adonisia con su mano—.
Como ves tengo todo bajo control.
— Parece que sí… Impresionante en verdad —volvió a repetir con cierta admiración.
— Esto no es nada comparado con lo que
está por venir —Géminis aseguró—. Pero aún hay muchos cabos sueltos con los que
deberemos lidiar. ¿Estarás conmigo? —insistió, por última vez.
Adonisia retrocedió sólo para sentarse
en el cómodo sillón de su estancia, invitando a Albert a que tomara el asiento
vacío. — Cuéntamelo todo, y ya veremos si termino por darte el “sí”.
* / * / * /
Ciudad
de Meskhenet, Egipto.
Tomará años de trabajo para que la
ciudad de Meskhenet recobre su anterior gloria. Eso lo sabía el pueblo del
desierto y trabajarían arduamente sin dejarse llevar por la desesperación o la
apatía.
Todos dedicaban sus días a devolverle la
vida al sueño de su anterior Faraona y preservar el legado que les dejó. El Chaty* que gobernaba había actuado bien,
y con el apoyo incondicional de los Apóstoles todo permaneció en armonía.
Ni Assiut ni otro de los Apóstoles
bajaban la guardia ante las posibles amenazas. Sabían que Sennefer era un mal
que permanecía en el mundo y que tarde o temprano volvería con la intención de
terminar lo que empezó, esa fue su advertencia. El Apóstol Sagrado de Horus era
el más consciente de ello, y el más deseoso de volver a enfrentarlo.
Esa bestia había asesinado a su padre
hacía tantos años, pero era una pesadilla que constantemente resaltaba en sus
sueños; con mayor frecuencia desde que reapareció en la capital y acabó con la
vida de la Faraona.
En varias ocasiones estuvo por
marcharse, esperando encontrar su rastro, mas el Chaty le ordenó permanecer en Meskhenet
y proteger al Príncipe, una orden que no se atrevía a desobedecer.
Aprovechó el tiempo para sanar su cuerpo
y fortalecer su ka. Hasta que su alba sagrada fue reparada es que recibió una
inesperada noticia de su propia madre: el príncipe Atem deseaba verlo. Después
de tanto tiempo al fin el legítimo heredero al trono le permitiría unas
palabras.
Desde la invasión de Sennefer, el
Príncipe se había recluido en sus aposentos, donde era visitado sólo por poca
servidumbre y el mismo Chaty. Assiut intentó verlo muchas veces, pero su solicitud
siempre fue negada por boca de terceros.
El Apóstol Sagrado de Horus acudió a
toda prisa, avanzando por los reconstruidos muros del palacio, saliendo a los
jardines reales y andando hasta topar con la orilla del Nilo.
La presencia de los guardias reales en
la zona lo alertaron de que estaba cerca, hasta Osahar, Apóstol Sagrado de
Anubis, estaba allí.
Intercambiaron un breve saludo antes de permitirle
el paso hacia la barcaza real que se encontraba atada al muelle. El príncipe aguardaba
en la proa, mirando cómo desaparecía el sol en el horizonte anaranjado.
Al verlo de espaldas sintió que no se
trataba del mismo niño entusiasta y alegre que una vez fue. Pese a que su
exterior era el mismo, lo ocurrido le había dado un nuevo porte y actitud hacia
el mundo, pero… ¿será para bien?
Assiut ahora sabía que el Príncipe era
el avatar del dios Horus en la Tierra. ¿Podría ser que ya era consciente de su
propia reencarnación? ¿Cómo debía dirigirse a él ahora? ¿Estará resentido con
la humanidad por la tragedia suscitada? Supuso que lo averiguaría pronto.
— Majestad — dijo Assiut al bajar la
rodilla al suelo de madera. El Apóstol esperó algún saludo o instrucción antes
de proseguir, mas el Príncipe no le dirigió ni siquiera la mirada.
— Me alegra que se encuentre bien de
salud y agradezco que me permita estar ante su presencia —intentó quebrar el
silencio, pero éste prosiguió.
Assiut se dispuso a hablar tanto como
pudiera, por lo menos para obligar al Príncipe a decir algo, aunque fuera una
orden para que callara.
— Deseo que sepa... que en verdad
lamento mucho lo que sucedió con sus venerables padres —expresó la mayor de sus
congojas—. Si yo fuera más fuerte.... si yo hubiera actuado con mayor rapidez,
usted nunca habría tenido que sufrir esta tragedia —añadió, avergonzado—. Dedicaré
toda mi vida a servirle, como ha sido desde el principio... Mi vida es suya a
partir de hoy. No importa qué necesite de mí, yo obedeceré sin ninguna vacilación
y derrotaré a todos sus enemigos, nadie nunca volverá a hacerle daño —juró.
Assiut no se percató, pero el príncipe
Atem movió un poco la cabeza para aguzar el oído.
— Quizá sea una osadía de mi parte
decirlo pero, yo sé cómo debe sentirse —se animó a seguir—... También perdí a
mi padre a manos de ese espectro y verlo así me destroza el corazón... Es como
ver un reflejo de mi pasado… usted no recuerda esa lastimosa versión de mí, era
tan pequeño… Por lo que se lo suplico, no permita que su luz se apague, no se
deje vencer por la tristeza como yo lo hice... usted y la Faraona me salvaron
cuando me vi sumido en esa oscuridad y no sé si yo podré regresarle el favor,
pero déjeme intentarlo... Se lo pido por lo más sagrado, permítame estar a su
lado como antes. Como debe ser siempre —dijo, cerrando los ojos e inclinarse
más en nombre de su petición.
Assiut no pudo hablar más, sentía que
estaba ofendiendo al dios de sus antepasados y que su lengua ya había sido lo
suficientemente insolente.
Escuchó pasos del Príncipe aproximándose.
Quedó a la expectativa, sin poder alzar el mentón. Un temor indescriptible se
apoderó de él, desvaneciéndose cuando notó que el Príncipe se acuclilló delante suyo para hablar.
— Assiut, es la primera vez que me
hablas de esta manera tan formal—el Príncipe Atem dijo con voz cálida—. ¿Es porque
voy a ser Faraón? No lo hagas, se siente extraño, no me gusta.
El Apóstol alzó la vista de inmediato,
sosteniendo la mirada apacible de Atem.
— Y tampoco tenías que decir todas esas
cosas… yo… No estoy enojado contigo si eso es lo que crees —Atem aseguró,
afligido—. Lo siento, lamento si te hice que te preocuparas, de verdad.
Las expresiones y reacciones del
Príncipe no eran las de un desconocido,
se trataba del mismo chico al que ha visto crecer y al que ha acompañado toda
su vida. ¿Acaso sus pensamientos estaban errados? ¿El dios Horus regresó a su
sueño milenario?
— No tenías por qué decir todas esas
cosas —Atem pidió, con ojos vidriosos—… Jamás podría culparte de lo que le
sucedió a padre y madre… Sé que todos hicieron su mayor esfuerzo… Todos…
excepto yo.
Assiut notó cómo el Príncipe cerró las
manos con fuerza sobre su rodillas. —Es culpa mía, lo sé… ese hombre vino por
mí —musitó al borde del llanto, pero sin permitirse derramar ni una lágrima
más—. Yo soy la razón por la que todo esto sucedió… y no pude hacer nada… Ojalá
fuera tan fuerte como tú… pero no lo soy, y por ello no podía enfrentar al
pueblo… no así… sentía tanta vergüenza… yo… No quiero defraudarlos, ni a mis
padres… ni al Chaty, mucho menos a ti…
— Atem… ¿Acaso no recuerdas que… tú…? —Pero
el Apóstol calló en cuanto descubrió que el Príncipe no recordaba nada de lo
que hizo cuando Meskhenet estuvo a punto de ser destruida.
Si el Chaty y los sacerdotes no se lo habían
revelado entonces él tampoco; existía una razón y él respetaría eso. Supuso que
informarle que era la reencarnación de un dios sería una carga pesada e
insoportable de llevar en estos momentos… por lo que decidió guardar el secreto
también, por lo menos hasta cuando Atem estuviera listo.
Assiut soltó un respiro de alivio, tras
el cual sonrió un poco. —De verdad me tenías muy preocupado, pero parece que
sigues siendo tú mismo —se le escapó decir.
— ¿Qué dices? —el Príncipe preguntó, sin
entender el verdadero alivio del Apóstol.
— Atem, debes apartar esa clase de
pensamientos de tu mente —Assiut le pidió—. Nadie en Egipto te culpa ni te
guarda resentimiento, es más, todo el pueblo está desconcertado por tu ausencia
y preguntan constantemente por ti —explicó—. Extrañan ver al chico que le
gustaba navegar por el Nilo y comprar dátiles en el bazar. Ellos esperan verlo
de nuevo y tener la seguridad de que la semilla que dejó nuestra Reina aún vive
y hará que todo florezca de nuevo. Quizás no lo entiendas pero eres la
esperanza de estas personas, por lo que no debes ocultarte más, no estarás
solo, nunca lo has estado.
El Príncipe desvió la mirada, un poco
abochornado al pensar que tantas personas se preocupaban por su bienestar.
— Quiero ser un buen Faraón… la gente de
Meskhenet lo merece. Confío en que el Chaty me ayudará a ser un gobernante
digno y que tomará tiempo pero, hay algo que yo necesito pedirte Assiut…
—confesó con algo de inseguridad.
— Hace un momento te juré que haría
cualquier cosa que necesitaras de mí —le recordó, intrigado por escuchar su
petición—. Puedes decirlo.
El joven Faraón asintió, irguiéndose y
dejando al lado muchos de sus miedos para que un tono firme cubriera su voz. De
nuevo su ser envestía una madurez prematura con la que daría su primer orden
no-oficial como gobernante de Meskhenet.
— Assiut, Apóstol Sagrado de Horus —dijo
con solemnidad al sirviente quien mantuvo la rodilla en el suelo todo el tiempo—,
te pido que vayas en busca de Sennefer y lo detengas.
El joven Apóstol se mostró asombrado
ante la inesperada situación.
— Es un fantasma del pasado de nuestro
pueblo, por lo que es nuestra responsabilidad darle un final — el joven
gobernante prosiguió, girándose hacia el horizonte y vislumbrando algo que sólo
él era capaz de ver—, pero sobre todo debemos liberar a todas esas almas que
están cautivas bajo su poder. Lo que te pido Assiut es que… ¡vayas y liberes
las almas de mis padres! ¡Deseo que puedan descansar en paz!
FIN DEL CAPITULO 51