sábado, 21 de marzo de 2015

EL LEGADO DE ATENA - Capitulo 49. Despertares y Sacrificios Parte I

Una mujer rubia dormía bajo suaves sábanas de satín, las cuales se amoldaban sobre su cuerpo remarcando sus atributos más exquisitos. Sin duda era una imagen que invitaba a cualquier aventurero a buscar placeres esa noche.
Despertó, incómoda por el frío que resintieron sus hombros descubiertos por la falta de calor de otro cuerpo en el lecho matrimonial.
Mantuvo su mirada en el espacio vacío que había a su diestra, el cual palpó con dulzura y entendimiento. No era un secreto para ella el que su compañero, con recurrencia, sufría de prolongados insomnios. Sabía la causa: esa preocupación paternal que no podía ignorar pese a la distancia.

Tomó su bata de dormir y, olvidando su calzado, salió de la habitación a oscuras. Caminó por el corredor de la casa, haciendo una parada en la recámara continua, donde un cunero fue el centro de su atención y de su alegría. Acarició los cabellos oscuros del bebé que allí dormía para proseguir con su búsqueda.

Llegó hasta la puerta del estudio, tocando con propiedad. Al no recibir una respuesta, entró.
La habitación permanecía en penumbras, sólo la luz de la luna llena que entraba por los ventanales le permitió distinguir la silueta de los muebles y la de su pareja, quien estaba de pie junto a la ventana más alejada del sillón de alto respaldo rojo, una de sus posesiones más preciadas y en las que solía refugiarse en cada desvelo.
— ¿De nuevo una noche larga, querido? — ella preguntó, sin abandonar el marco de la entrada sobre el que se recargó unos momentos.
La cabellera blanca del hechicero brillaba con intensidad gracias a los rayos de luna que lo alumbraban. — Ya me conoces — él respondió, permaneciendo de espaldas, contemplando la hermosa cara del astro nocturno—... Pero ¿sabes? Ésta será la última noche que voy a pasar en vigilia.
La mujer se extrañó ante tales palabras, adentrándose al estudio, donde sus oídos comenzaron a captar un leve goteo. — ¿Qué ronda por tu mente, Eriol? —preguntó, mirando hacia el techo, esperando encontrar alguna gotera, mas ni siquiera llovía.
— Anna… mi bella Anna, permanecimos juntos por la necesidad de nuestros corazones que añoraban al ser amado que nos fue arrebatado por el destino— sonrió—. Y aunque los dos conocíamos la tristeza del otro, decidimos compartirla, buscando consuelo mutuo a tal pena. A pesar de que tu corazón nunca fue completamente mío, quiero que sepas que fui muy feliz a tu lado, esposa mía.
Hasta ese momento, los sentidos de la mujer le permitieron percibir algo en la atmósfera que luchó por permanecer oculto, una sensación que ella conocía muy bien, y por la cual entró en ansiedad; sobre todo por la insistencia de ese goteo que segundo a segundo se volvía cada vez más retumbante para sus oídos.
Ella comenzó a descifrar lo sucedido, mirando con más detenimiento la espalda de su esposo, cuyo cuerpo no generaba ninguna sombra en el lugar.
La mujer caminó hacia el sillón de alto respaldo que se encontraba sumido en la oscuridad. Sus ojos poco a poco se acostumbraron a las tinieblas. A pocos pasos de él se detuvo, cuando sus pies pisaron una sustancia líquida en el suelo de madera.
Anna cerró los ojos, una oleada de tristeza le apuñaló el corazón. Avanzó hasta acuclillarse junto a ese sillón al que se animó a mirar.
— ¿Sabías que esto iba a pasar? —ella preguntó, pero inmediatamente soltó un suspiro al saber lo obvio de la respuesta—… Debiste habérmelo dicho —dijo ella con voz serena—. Me habría gustado acompañarte… No tenías que pasar por esto solo.
— Le aseguré a Sugita que viviría lo suficiente para llegar a ser el padre de dos hermosos niños, serán pelirrojos— explicó el hechicero con tono risueño—. Pero para que ese futuro se cumpla, tuve que hacer un pequeño sacrificio… Y aun así, falta una última decisión que se interpone en su camino… de verdad espero que lo logre. Lo lamento, querida —pidió la voz de su esposo—. A pesar de los años, los dos conservamos ese mal hábito de escondernos estas cosas.
— Siempre fuiste testarudo, al igual que yo —se lamentó, sosteniendo la mano de quien reposaba frente a ella—. Pero sé por qué lo hiciste… Ahora lo sé —aclaró—; yo haría lo mismo por nuestra hija.
— No estuve para Sugita cuando más me necesitó, y ahora tampoco podré estar para Eira —el hechicero se lamentó, pero había resignación en su voz—. Cuida muy bien de ella.
La mujer luchó por retener el llanto en sus ojos. Con cuidado, tomó la mano del cuerpo lastimado frente a ella, inclinando la cabeza hacia el suelo donde contempló el charco negro, producto de la sangre que no pudo ser absorbida por la tela del mueble.
Las lágrimas comenzaron a caer en esa laguna carmesí, sus gotas se unieron a las que continuaban cayendo del sillón.
— Tendrás una larga vida, cariño— escuchó de él, su última predicción—. Te amo.
— Yo también —Anna respondió con un hilo de voz, abrumada al ya no poder leer el corazón de su esposo, siempre tan cálido y fuerte, pero a la vez triste y melancólico—. ¿Algún mensaje para tu hijo?
El silencio se prolongó por más de un minuto, hasta que dentro del susurro de la muerte el hechicero dijo—: “Hijo mío, seguramente hay numerosas dudas en tu corazón… Pero créeme cuando te digo que tú eres mi más preciado legado, aquel que dejo en el mundo, para su bienestar. Eres, y siempre serás, quien tú desees ser, no hay nada en ti que deba ser temido. Tu madre y yo te amamos desde el primer instante en que supimos de tu existencia, y eso jamás cambiará. Perdóname por haberte alejado de tu familia siendo tan pequeño… pero era la única manera de mantenerte a salvo de aquellos que pudieran señalarte dentro de sus maquinaciones… Ahora que el destino que tu madre vio para ti se ha cumplido, sé que estarás bien… mi trabajo terminó, pero el tuyo comienza.”

Eriol sonrió una última vez, estirando las manos, con las que sujetó un par de hombros frente a él.
Te amo, hijo. Espero que algún día seas capaz de perdonarme. Adiós.





Capítulo 49
Despertares y sacrificios. Parte 1.

Pa… pá —murmuró, tan débilmente que ninguna de las personas a su alrededor lo entendieron con claridad.
Freya, diosa guerrera de Asgard, lo miró con preocupación al notar que un par de lágrimas resbalaron por las mejillas del aún inconsciente santo de Capricornio. Se arrodilló junto a la cama donde reposaba, sujetando su mano, anticipando, quizá, su pronto despertar.
— Habló… —ella dijo a la anciana que se mantenía tras la cabecera de aquel lecho, masajeando con sus dos manos la cabeza del santo durmiente.
— Es un avance —dijo la vieja mujer de corto cabello rojizo y rostro arrugado—. Admito que han hecho un gran trabajando atendiendo sus lesiones físicas, pero este chico, y aquel otro que duerme allá, sufren de lesiones que requieren atenciones mucho más especializadas— explicó la anciana, quien vestía un largo abrigo blanco, guantes rojos y grandes gafas de armazón escarlata.
— Entonces, ¿se recuperará?— Freya preguntó.
— Mis remedios son eficientes. “Costosos” opinan los que jamás han tenido el valor de acercarse, sí, pero eficaces. Nunca nadie ha pedido una devolución —añadió, orgullosa—. El Patriarca estuvo dispuesto a pagar el precio por primera vez durante su reinado —rio un poco—. No pienso desperdiciar la oportunidad, ya que espero se repita.
La guerrera de Asgard no entendía muy bien sus palabras, pero si en el Santuario confiaban en los métodos de esa mujer para devolverles la salud a los santos, entonces debía confiar.

Un leve quejido salió de la boca de Sugita de Capricornio, acompañado de un gesto de claro dolor y lucha por despertar.
Sus ojos se abrieron lentamente. Con la vista nublada, miró el techo blanco, distinguiendo segundo a segundo un rostro que le sorprendió ver a su lado—. ¿Fre… ya?
La joven le dedicó una sonrisa de alivio—. Sí, soy yo.
—. Pero… ¿qué…? —En un acto inconsciente, Sugita intentó abandonar la cama, pero la sola idea le acalambró el cuerpo, impidiéndole cualquier movimiento.
— Debes descansar joven santo de Atena —le pidió la anciana, quien mantenía sus manos sobre su cabellera pelirroja—. Aún es pronto.
Sugita se quedó inmóvil, se sentía muy abrumado, cansado y confundido.
— Tranquilo, el adormecimiento es temporal. Sólo así evito que sufras innecesariamente —explicó la anciana.
— … Yo… ¿Cómo es que… estoy vivo? ¿Qué pasó?—cuestionó con voz débil. Trataba de recordar lo sucedido, pero incluso su mente le negó los recuerdos de su última batalla—. ¿Dónde… estamos?
Freya le apretó la mano, esperando confortarlo de alguna manera. — Todo está bien, estás a salvo, en el Santuario, tu hogar.
— ¿… Santuario? —repitió, llenando su cabeza de preguntas—. Yo… creí que moriría.
— Y quizá era tu destino morir, niño —dijo la mujer mayor, presionando con sus pulgares el punto medio de la frente del santo dorado—, pero estás aquí. La buena noticia es que te recuperarás, la mala es que llevará su tiempo.
El pelirrojo apenas y sentía los miembros de su cuerpo, el cual se encontraba en su mayoría vendado.
— Mi cuerpo… se siente como si… no fuera a poder… moverse jamás —explicó, aterrado por la idea de quedarse así el resto de su vida.
— No digas disparates— se mofó la anciana, continuando con su labor—. De un humano ordinario sí, lo esperaría, pero tú eres un santo de Atena, y con mi ayuda, todo esto no será más que un mal recuerdo. Pero no mentiré, tu estado es delicado. No estuve allí para ver cómo terminaste así, pero me es claro que llevaste tu ser al límite de sus fuerzas.
Sugita le dio la razón, en la pelea su cuerpo estaba despedazándose, y aun así logró sobrevivir.
— Dentro de cada ser viviente hay ciertos conductos por el que fluye la energía interna sin importar cómo la llames: ka, espíritu, cosmos; todo eso se genera en el centro de todos nosotros— explicó la mujer—. Y tú, niño, bueno, es evidente que tu poder verdadero sobrepasa la resistencia de tu cuerpo mortal, y al emplearlo estropeaste cada uno de ellos, quedaron inservibles. Sin embargo— la anciana prosiguió al anticipar réplicas de parte de ambos jóvenes guerreros—, en tu caso no sólo se repararán sino que también florecieron nuevas conexiones y cauces, lo que significa que tu cuerpo se fortalecerá, y la próxima vez que hagas algo tan inconsciente los resultados no serán tan desastrosos para ti.
— ¿De… verdad…? —el joven preguntó, más adormecido que antes.
— Yo no miento. Además, Santo o no, aún eres un chiquillo… Me atrevo a imaginarte cuando alcances la madurez, y veo a un santo dorado sublime y poderoso —le aseguró, con el tono amable que una madre puede tener para con su hijo—. Pero ya basta, ha sido mucha charla, necesito concentrarme y tú descansar, por lo que despídete de tu novia.
Freya se tensó y avergonzó por tal sentencia, por lo que nerviosamente recriminó—: ¡Usted no debería…! —. Calló al saberse en la mira de los ojos del santo de Capricornio.
— Me alegro que estés aquí… No creí… que volvería a verte —él le dijo, con un intento de sonrisa que su somnolencia dificultó—. ¿Te llegó… mi carta?
— Sí, ¿por qué lo preguntas?
— ¿La leíste? Qué bueno… llegué a creer que no, pues nunca… escribiste de regreso…
— Claro que la leí —se apresuró a decir, algo abochornada al ocultar que incluso la llevaba consigo—, es solo que… nunca me di tiempo para… ¿Sugita? —lo llamó, en cuanto lo vio cerrar los ojos para volver a quedarse dormido—. ¿Él estará bien?
— Sí, pero necesitará cuidados. Lo que él dijo es cierto, debería estar muerto… Su supervivencia no fue producto de un milagro, sino de un acto desinteresado.
— ¿Qué quiere decir? —Freya se interesó.
— Ya escuchaste a la amazona de Tauro. Pese a sus numerosas heridas, ninguno de sus órganos vitales sufrió lesión alguna. Uno lo llamaría ‘suerte’, pero yo sé que no lo fue —explicó, señalando con sus dedos un punto en el cuello de Sugita—. Todo fue gracias a esto—una pequeña quemadura que cicatrizó hace tiempo.
El silencio de Freya delató su falta de entendimiento, por lo que la anciana prosiguió.
Era un hechizo, uno muy bueno debo decir. Sólo quedan residuos de lo que fue, pero su función me es clara: sacrificio. Esta marca transfirió el daño que este chico recibió físicamente a otra persona… El hechizo no fue capaz de librarlo de todas las lesiones por la magnitud de la batalla, pero sí lo privó de aquellas heridas que pudieron acabar con su vida.
Los ojos de la guerrera asgardiana se abrieron de par en par. — ¡¿Qué?! Entonces… significa que esa otra persona… está…
La anciana asintió. — Si él terminó así, al borde de la muerte, no hay dudas…

— ¡Señora Althea! ¿Hasta cuándo deberé vigilarle el sueño a este señor? ¡Es muy aburrido! —de pronto se quejó una voz infantil—. ¿Segura que no está muerto? Dígame que lo está para poder descansar. ¡Me duelen los brazos!
A una cama vacía de distancia, un niño de piel oscura y cabellos blancos se encorvó en el taburete en el cual estaba sentado. Su gesto hastiado reflejaba la aburrición y cansancio que le producía su tarea: sostenía en sus manos un listón blanco, cuya punta colgaba justo encima del rostro durmiente de otro santo dorado, Kenai de Cáncer.
— Lo estará si bajas esos brazos —le reprendió la anciana.
El chiquillo se sobresaltó, nervioso y preocupado por la sentencia; si la bruja lo decía debía ser en serio. — ¡¿Y hasta cuando debo de permanecer así?! —chilló.
— Hasta que él estire la mano y sujete el extremo —explicó, produciendo que el niño suspirara resignado y angustiado—. No seas llorón, fuiste tú quien insistió en ayudarme en primer lugar.

Ante los diferentes cuadros clínicos que sus santos y aliados trajeron consigo al Santuario después de las despiadadas batallas, sumada la destrucción de la armadura de la Copa, el Patriarca decidió solicitar la ayuda de un agente exterior, un personaje bien conocido por el Santuario desde lo ocurrido con Aristeo de Lyra. La bruja Althea era una anciana ermitaña que vivía lejos de villa Rodorio, junto a la costa. Se asentó allí hace años, teniendo un oficio de curandera ya que facilitaba remedios milagrosos a quienes lo solicitaban, pero no sólo médicos; entre los más conocidos estaban sus amuletos para acrecentar la fortuna y elixires para el amor…
Entre la población se rumoreaba que era una bruja, y no estaban errados. Se dice que puede curar cualquier mal, pero entre más complicado sea el trabajo, más alto era el precio a pagar. Diferente para cada uno de sus casos, para alguien podría ser sólo un par de pollos, dinero… pero para casos más especiales, hasta un ojo de la cara.

Freya fue testigo de aquella disputa, la cual parecía ser entre una abuela y su nieto, pero la situación era más extraña que eso… de hecho, todo lo que ha sucedido desde que despertó lo ha sido.
Viajar al Santuario, donde la señora Hilda y el príncipe Syd permanecen como refugiados, no le fue lo más sorprendente, sino estar viva. Solía palparse el pecho con frecuencia, como si aún sintiera la espada de fuego que Clyde de Megrez clavó en su corazón. Pero cada que lo hacía, se topaba con el amuleto que, dicen, Aifor de Merak colgó en su cuello.
Al verlo, la anciana le aseguró que no era un medallón ordinario, por el contrario, fue forjado con una energía protectora; incluso al tocarlo dijo sentir los fuertes sentimientos maternales que su creadora depositó en él.
— Entonces, ¿este medallón es… fue de la madre de Aifor? —preguntó en esa ocasión, mas los poderes de la vieja hechicera no le permitían saberlo.
Freya pensaba mucho en sus compañeros cada que sujetaba el medallón entre sus manos: la muerte de Elke, el sacrificio de Aifor, la partida de Clyde y la condición del señor Bud, fueron situaciones que Alwar y Sergei le explicaron antes de abandonar Asgard.

Le avergonzaba el haber estado convaleciente mientras su reino fue atacado, nuevamente, por los Patronos. Tenía que compensar sus fallas e ineficiencia, por lo que estuvo de acuerdo en dejar a Alwar y a Sergei como protectores del reino de Odín mientras ella, a petición de Hilda de Polaris, viajaba Grecia.

Era una pena que su regreso al Santuario fuera en momentos de peligro e incertidumbre. Se sorprendió al escuchar los relatos y resultados de las batallas que se suscitaron en el reino de Poseidón.
No se encontraría en el templo de curación ahora de no ser por la señora Hilda, quien una vez al día le exige que tome un descanso, como si ella supiera de su creciente necesidad por saber del joven santo de Capricornio.

— Tengo que irme —dijo la guerrera asgardiana al ponerse de pie, frenando la discusión entre la vieja y el pequeño—. Por favor, no dude en ir en mi búsqueda si algo se complica —pidió a la hechicera.
— Él estará bien —le volvió asegurar, recobrando esa actitud centrada y misteriosa—. Vete sin pendiente, Mailu y yo cuidaremos bien de tu novio.
— ¡Que él no es mi…! —desistió de terminar la frase, sabiendo que sólo estaba siendo provocada para que reaccionara tal cual lo hizo—. Gracias.

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Hilda de Polaris se apartó de la cama donde yacía su esposo, permitiendo que la amazona de oro lo examinara.
La guerrera del Santuario posó sus manos por encima de las flores que brotaban del pecho de Bud de Mizar Zeta. Desde su encuentro con la Patrono Hécate, ha permanecido en un sueño profundo del que nadie ha sido capaz de despertarlo.
Al principio, era evidente que la causante era esa extraña flor amarilla que echó raíces en el cuerpo del dios guerrero.
Hilda intentó utilizar sus dones, tratando de purificar el cuerpo de Bud que había sido corrompido por la influencia de esa planta, pero la flor se resistía a cualquier intento de agresión, incluso lastimando al hombre del que intentaban separarla.

La bruja Althea sugirió no intentar nada agresivo en su contra, pero dio el visto bueno para que la amazona dorada de Piscis se encargara, creyéndola más capacitada en el campo. De todos modos, la anciana consideró más crítica la condición de los santos de Cáncer y Capricornio, por lo que tendría las manos llenas.

Adonisia de Piscis se mostró muy interesada en esa flor. En su excentricidad, se dirigía a ella como si fuera un ser pensante y oyente; había cariño y admiración en su tono, deseaba volverse su amiga.

Desde su llegada al Santuario, su personalidad ha causado desconfianza entre algunos de los santos, pero el Patriarca la aceptó y nombró como la legitima guardiana de la doceava casa del zodiaco.

Permitirle atender a Bud de Mizar era, tal vez, su oportunidad para ganar simpatías entre aquellos que la recelaban… pero a ella estaba lejos de importarle lo que  la gente opine sobre su persona; esto no lo hacía por nadie más que para ella misma, deseaba descubrir los secretos de esa flor, aprenderlos y… quizá mejorarlos.

Adonisia pasaba sus manos alrededor de la flor amarilla, como si fuera una adivina y la planta su bola de cristal. Días atrás colocó una de sus propias rosas aguamarinas a su lado, iniciando una batalla sobre ese cuerpo que preocupó a muchos al comienzo, pero conforme la amazona fue desvelando los misterios del hechizo que tenía sometido al señor de Asgard, la tensión disminuyó.

Esta flor fue cultivada con gran dedicación, utilizaron una energía muy pura y poderosa… No debemos retirarla con violencia, su tallo está alojado en el corazón de este hombre, y todas las raíces que lo cubren germinaron de su centro. Si la flor muere, también lo hará el corazón del recipiente —fue su primera advertencia en aquel entonces.
Las lianas que rodeaban el cuerpo de Bud no sólo emergían de su pecho, sino también por su espalda, manteniendo dos heridas abiertas que sangraron sólo al inicio.
Está unida a él, es… una simbiosis de vida… ella se alimenta de su cuerpo y a cambio lo sumerge en este trance… lo recompensa con sueños… felices… un mundo ideal del que jamás querrá despertar.
Cuando le preguntaron si existía manera de curarlo, ella respondió—: Las toxinas que inyecta en su cuerpo lo mantendrán así, pero no se preocupen, al mismo tiempo se asegura de su supervivencia, no es su deseo eliminarlo… Aunque no debemos intentar despertar su conciencia. Esta pequeña cumple una orden precisa, y sólo escucha la voz de su ama…  está más dispuesta a matar al recipiente que permitirle despertar —Adonisia mintió, sólo hasta ver terminado su estudio de tan magnifico ejemplar.
— Pero no teman, yo me encargaré de separarlos. A través de mi rosa lucho contra su influencia y gano terreno. Confío que dentro de poco podré someterla y liberarlo.

— ¿Algún cambio? —preguntó Hilda, ante el largo silencio.
— El progreso es lento, pero efectivo —aseguró Adonisia tras retener unos momentos más su respuesta—. Usted misma puede notarlo ¿no?
Hilda asintió al ver que la flor amarilla, antes radiante y de enormes pétalos, había disminuido su tamaño, siendo la rosa de Adonisia la que ahora lucía más hermosa y grande. Incluso, las puntas de los pétalos aguamarina comenzaban a teñirse del mismo color amarillento de su rival, como si estuviera absorbiendo poco a poco su esencia, debilitándola.
— ¿Cuánto tiempo más? —la sacerdotisa de Odín deseó saber, andando por la habitación privada que le fue asignada a ella y su familia en el templo principal.
— Aún no lo puedo precisar —volvió a mentir, con una naturalidad impecable—. No desespere, a diferencia de otros, su esposo está sano y fuera de peligro.
— Gracias, por tus esfuerzos, Adonisia —Hilda dijo con auténtica sinceridad, y aun así, en el interior de la amazona no se removió ni una fibra de remordimiento.
— Al contrario señora Hilda, gracias a usted por permitirme estar aquí —musitó ella, mirando con fascinación lo hermosa que estaba volviéndose su flor aguamarina.

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— ¿Un Ángel? —repitió el Patriarca, carente de asombro—. ¿Estás seguro?
— No puedo equivocarme, vi sus alas —respondió Albert, santo dorado de Géminis.
En la explanada donde se alzaba la estatua de la diosa Atena, Shiryu escuchó la historia de Albert y su intervención para salvar a Terario de Acuario.
— Pero no parece sorprendido—continuó el santo—. ¿Acaso es algo que había anticipado?
Shiryu mantenía la cabeza inclinada hacia el cielo azul, como si sus ojos ciegos se perdieran en la tranquilidad de las nubes blancas.
— La intervención de heraldos del Olimpo era algo inevitable —dijo—. Nos lo alertó el santo dorado de Sagitario.
— ¿Lo hizo? —Albert preguntó, interesado.
Shiryu asintió. — En tu ausencia recobró el sentido y me relató su historia —explicó, dispuesto a compartirla—. Asis es su nombre. Dijo provenir de un monasterio en China, hogar de una casta de monjes que preservan costumbres y enseñanzas heredadas por sus antepasados. Mi antiguo maestro me habló de ellos alguna vez —admitió, remontándose unos instantes a su niñez en las cascadas de Rozan—. Ellos lo acogieron al encontrarlo vagando en las espesuras del bosque, sin recuerdos, ni profesión. Le dieron una nueva vida y un propósito, fue entrenado y reconocido como uno de ellos. La armadura de oro apareció ante él un día sin saber la razón. Sólo su Gran Maestro parecía entender el significado, por lo que le pidió tomarla y abandonar el templo para partir hacia el Santuario.
El Patriarca prosiguió con libertad al saber que Albert se abstendría de interrumpir sólo hasta que algo lo inquietara.
— Me confesó que no era su deseo abandonar el lugar que le devolvió la vida, pero al ser una petición de su maestro terminó accediendo. Durante su viaje hasta aquí, el destino lo llevó a involucrarse en cierta situación: Se topó con la batalla encarnizada entre varios hombres que vestían armaduras. A su poco entender, parecían disputarse la vida de un niño aterrado que tres de ellos se empecinaban en proteger, mientras que el resto, en los que vio alas en sus espaldas, deseaban lo contrario.
— La pelea parecía equilibrada. Sólo hasta que un nuevo individuo apareció, una mujer en armadura carmesí. Ella luchó contra todos, originando un caos que permitió que dos de los protectores de ese niño murieran a manos de sus rivales, mientras que el tercero, mortalmente herido, logró tomar al pequeño y alejarse. Fue entonces que el santo de Sagitario decidió intervenir, impulsado por algo que no alcanza aún a comprender, un ‘llamado’ dice él. Por lo que en cuanto la armadura de oro lo cubrió por primera vez, fue en defensa del afligido par.
— Luchó contra los hostigadores, pero eran demasiados para él, sobrevivió únicamente por la presencia de la extraña mujer que atacaba a todos sin hacer distinción. Él aprovechó la oportunidad para ir detrás del niño y su protector; el guerrero herido sabía que su final estaba próximo, por lo que le pidió a Asis que protegiera al infante pues era un dios encarnado en el cuerpo de un mortal. Le suplicó que lo llevara hasta el Santuario, que allí comprenderían.
— Asis aceptó, tomó a ese niño y huyó, empleando todas sus fuerzas, siendo perseguido aún por los hostiles. Protegió al niño con su cuerpo, sin importar las heridas ni el dolor… pero fue demasiado y terminó perdiendo el sentido… es lo último que recuerda hasta que despertó en el templo de curación.

Albert recordó ese incidente en que el santo de Sagitario arribó al Santuario sólo guiado por su espíritu de lucha. — Cualquiera pensaría que la intervención de los Ángeles sería para luchar contra los Patronos, quienes abiertamente han agredido a los reinos celestiales… pero la situación del relato, y lo ocurrido en Asgard, hacen pensar que disputan por un mismo objetivo —comentó tras analizar los hechos.
Shiryu asintió. — Su interés por estos niños me es intrigante… Algo debe estar pasando en el Olimpo si incluso la misma Atena ha permanecido en silencio.
— ¿Es eso cierto?. — Albert sabía que el único enlace de Atena con la Tierra se efectuaba a través del Patriarca.
Shiryu volvió a asentir. — El nombramiento del santo de Sagitario y la amazona de Piscis debió prescindir de su aprobación y bendición… Pero en estos tiempos de guerra, me atreví a obviar las formalidades, necesitamos a todos los santos dorados posibles de nuestro lado. —Un suspiro escapó de sus labios antes de proseguir—. Con la muerte de Souva y con la condición delicada de Kenai, Terario y Sugita, contamos sólo con dos terceras partes del verdadero poder del Santuario. Sin mencionar que la desaparición de Kiki nos ha privado de un importante aliado —aclaró, pensando en todos los mantos dañados que no podrán volver a la vida.
— ¿Qué hay de Poseidón? —Albert deseó saber—. ¿Acaso no se nos unirá en lo que está por venir?
— Aristeo fue claro en exponer el deseo de la Atlántida por justicia hacia los Patronos, mas no se mencionó ningún término para llevar a cabo una alianza. Pero, por primera vez contamos con carta abierta para formalizar un pacto duradero.

— Aunque el número de Patronos ha disminuido —Albert prosiguió tras un breve silencio en el que repasó los sucesos—, la aparición de los Ángeles vuelve a colocarnos en la misma situación de antes. Vendrán por ellos— señaló Albert, refiriéndose a los niños.
— Serán protegidos.
— ¿Aun cuando en el futuro podrían volverse una amenaza para el mundo? —Albert se atrevió a cuestionar, despertando en el Patriarca una ligera incomodidad.
— Hilda me confió la verdad detrás de la fundación de esta nueva era… Admito que no me es fácil de aceptar, pero me es claro que hay un propósito noble detrás del advenimiento de estos niños.
— Quizá tenga razón. —Albert ocultó sus verdaderos pensamientos—. Doblaré la protección de los infantes al ser su seguridad una prioridad. Si eso es todo Patriarca, entonces me retiro.
— Aguarda —pidió Shiryu, un segundo antes de que los pies de Albert le permitieran la media vuelta—. Hay algo que aún no me explicas de todo esto y que deseo saber. Tengo entendido que tu intervención en Asgard salvó la vida de Terario de Acuario, sin embargo, me enteré de que abandonaste el Santuario mucho antes de que ese conflicto diera inicio. No es propio de ti hacer algo como eso —enfatizó, al saber que el santo de Géminis era muy apegado a las formas—. ¿Qué situación requirió una partida como esa? —El Patriarca lo encaró, volviéndose a él como si  sus ojos no estuvieran ciegos y le sostuvieran la mirada—. Incluso requeriste la asistencia de dos santos de plata. ¿Qué sucedió, Albert?
Con gran tranquilidad, Albert de Géminis cerró los ojos y se tomó un instante para proporcionar una respuesta. — Le pido la más humilde de las disculpas, Patriarca. Me atreví a abandonar el Santuario sin autorización, sí, lo admito —el santo de oro inclinó la cabeza en señal de rendición—, pero mi decisión de guardar silencio fue para evitarme la vergüenza de que mi misión fuera sólo una pérdida de tiempo.
— Explícate.
— Sí. —posó una rodilla en el suelo antes de hablar, siendo su manera de entregarse al juicio de su maestro—. En ese entonces, recibí información de nuestros agentes que bien podría llevarme al lugar donde se ubicaba el enemigo, los Patronos. Pero fue falsa— se apresuró a decir, antes de que los labios del Pontífice replicaran—. Con la posibilidad de ser un acierto o un fallo, opté por acudir personalmente, pero tomando la precaución de que si la pista fuera atinada, los santos de plata podrían volver al Santuario, avisar del descubrimiento y guiar a otros hasta dicha ubicación.
Shiryu mantuvo silencio, intentando ser comprensivo con su antiguo discípulo, del que no tendría por qué dudar jamás.
—Decidí continuar con mi investigación, esperanzado de encontrar algo que nos llevara hasta ellos. Fue entonces que percibí a través del cosmos las encarnizadas luchas que ocurrieron en la Atlántida y en Asgard, tal y como seguro lo hizo el Ángel —Albert explicó. — Me percaté de su presencia y decidí seguirlo, el resto usted ya lo sabe.
Han sido muchas las veces en que Albert tomaba decisiones precipitadas al perseguir un objetivo. Shiryu sabía que era demasiado orgulloso como para creer que su vergüenza sería muy grande si esa información de la que habló resultaba una falsedad, por lo que no pudo siquiera pensar que le mentía… O tal vez, no quería hacerlo.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando un soldado apareció, corriendo presuroso hacia su persona, postrándose de rodillas en cuanto se supo notado por el Pontífice y el santo dorado.
— Excelencia, perdone mi interrupción —se atragantó el hombre, prosiguiendo sólo hasta que el Patriarca se lo indicó con una seña—. La señora Shunrei me ha pedido que me adelante para anunciarle la llegada de un visitante. Dijo que era alguien a quien necesitaba ver.
— ¿Ella está bien? —fue la primera preocupación de Shiryu—. ¿De quién se trata?
— Sí, Patriarca —respondió—. Parece tratarse de un enviado de la aldea de los shamanes, quien ha venido a hablar con usted.
— ¿Justo ahora? —Albert cuestionó, molesto al sentir aquello como una insolencia. Después de que los shamanes habían rechazado sus intentos por hablar con su líder, que ahora se presentaran en el Santuario lo hizo enfurecer.
— Lo recibiré —decidió Shiryu, notando el sobresalto del santo dorado—. Albert, terminaremos nuestra plática después, puedes retirarte.
— ¿Está seguro de querer ver a este hombre, solo? Tal vez debería quedarme…
— Shunrei estará conmigo— intentó sonar comprensivo—. Entiendo tu sentir, pero después de tanto silencio de su parte, el que un enviado del Shaman King toque nuestras puertas es augurio de un gran cambio… uno que deseo saber.
Albert abrió la boca para volver a hablar, pero cambió de opinión y decidió ceder.
— Como usted diga, Patriarca. — El santo de Géminis se levantó, despidiéndose con propiedad y dar media vuelta hacia la salida del gran templo de Atena.


Han pasado años desde la última vez que un Oficial de la Aldea Apache entraba al Santuario. Esto ocurría cuando el Shaman King se encontraba en tierras griegas, siempre rastreando a su líder que tenía el mal hábito de emprender viajes espontáneos aun cuando había asuntos que resolver en la aldea; todo un dolor de cabeza para ellos.
La gente sabe que así como el Patriarca tiene a su élite de guerreros de armadura dorada, el Shaman King cuenta con sus propios guerreros sagrados, son llamados comúnmente “Oficiales” y son diez de ellos, los más fuertes y leales a su reinado.
Todos vestían el mismo uniforme: llevaban cintas rojas que cubrían sus frentes, de las cuales se sostenían dos largas plumas blancas con extremos oscuros; ocultaban sus caras detrás de una máscaras metálica que simulaba el rostro de un águila, por la que sus voces se distorsionaban de manera lúgubre y poco amigable; vestían una túnica blanca con el diseño de los nativos de América del Norte, pero la tela brillaba de tal forma que parecía estar hecha por la clara luz del sol; sus piernas estaban revestidas por botas de metal que tenían la forma de pezuñas de alguna bestia sobrenatural; en el pecho llevaban una placa de plata personalizada, dependiendo de sus dones o espíritus de lucha.
La placa del Oficial que arribó al Santuario tenía sobresaltada la extraña mezcla de un escorpión con elementos pertenecientes a una serpiente.
Guiado por la gentil esposa del Patriarca, el Oficial fue llevado hasta el Templo Principal, pero antes de entrar por la gran puerta blanca de la estancia, se detuvo.
Shunrei lo imitó, desconcertada por el repentino acto. Decidió esperarlo y articular la pregunta obligada. — ¿Está todo bien?
El shaman no respondió en el acto, permaneció tan tieso como una estatua hasta que su cabeza se volvió un poco hacia el pasillo de su derecha, donde las columnas y cortinas creaban sombras amplias y densas pese a la hora del día.
Hasta los dos custodios de la puerta comenzaron a sentirse nerviosos por el mutismo del visitante.
No es nada —respondió después de unos segundos en que volvió la vista al frente para proseguir  su andar.
La puerta del Gran Salón fue cerrada, permitiendo que el Patriarca atendiera al enviado de Norteamérica en total privacidad.

A los soldados no les extrañó que el santo dorado de Géminis emergiera por el flanco del pasillo derecho. Lo saludaron con propiedad mientras él marchaba fuera del complejo. En su lento descenso hacia el templo de Piscis, escuchó una voz incómoda en su oído.
Eso fue peligroso… —pronunció con preocupación la voz que antes creía pertenecer a un trastorno mental o la del mismo dios de la guerra.
Eres tú quien lo vuelve peligroso, pero eres demasiado necio como para apartarte y dejarme actuar solo —Albert recriminó a través de sus pensamientos a la entidad que lo acompañaba.
No, Albert, no he empleado tanto esfuerzo en esto como para permitir que tú te lleves el crédito —espetó la voz de Iblis, Patrono de la Stella de Nereo, verdadero dueño de esa voz espectral que lo engañó por tantos años.
Esto va más allá de tus deseos ahora—replicó el santo—. Si la situación se prolonga, deberás ser más precavido que antes. Puede que hayas logrado escapar estos años de la percepción de Kenai, pero ese Oficial parecía ser capaz de olfatear la peste de tu desagradable alma.
Puede que tengas un poco de razón, pero también pudo haberse dado cuenta de tu alma rancia, Albert—agregó Iblis, con sorna—. Sí, mira que eres un excelente mentiroso, por un momento me preocupé, de verdad creí que el Patriarca descubriría tu “cambio”.
Y espero que así continúe hasta que todos los preparativos estén listos.
Aún me sorprende escucharte hablar así, con tanta —Iblis pausó, buscando cierta palabra—… “libertad”. ¿Es agradable no? Ahora que no necesitas engañarte a ti mismo y puedes abrazar tus verdaderos deseos, tus auténticos pensamientos salen a flote. Me debes eso a mí, Albert, recuérdalo.
A quien se lo debo es al señor Avanish, no a ti —dijo, molesto por el que esa paria se creyera su amo—. Tú sólo fuiste un medio, así como buscas que yo sea el tuyo.
Cuidado “caballerito”. Que ahora cuentes con la aprobación del señor Avanish, no te vuelve superior a ninguno de nosotros… Pese a que deseamos vernos muertos, tendremos que cooperar, cuando menos hasta que logremos nuestro objetivo.
Albert no replicó, podía ocultarle sus pensamientos a Iblis pues no es que el Patrono tuviera una conexión directa con su mente, ahora sabe que utiliza una forma astral para seguir sus movimientos y comunicarse, por lo que podía planear con libertad sus siguientes pasos.

El santo de Géminis continuó descendiendo por las Doce Casas hasta que arribó al Templo de Escorpión, donde se detuvo ante las velas que algunos habitantes del Santuario consideraron apropiado colocar, como una ofrenda al finado santo, quien murió cumpliendo su deber.
Para traspasar el octavo templo del zodiaco podía seguirse ese camino de velas cuidadosamente colocadas. La señora Shunrei lo permitió al recibir peticiones personales de personas del Santuario, e incluso de Rodorio, que desearon presentar sus respetos en tan humilde forma. El número de ellas  era el total de individuos que en mayor o menor medida estimaron a Souva de Escorpión.

El santo de Géminis permaneció meditabundo, contemplando el fulgor de las llamas. En un instante cerró los ojos, cuando una chispa de dolor brotó de su frente. Albert tocó su cabeza, invadido por un efímero malestar que lo llevó a soltar un suspiro.
¿Acaso percibo una ligera “aflicción” en tu interior? —Iblis se mofó, negándose a privarlo de su vigía—. ¿Será posible? ¿No deberías festejarlo? Tu rival ha dejado de existir…
Albert permaneció en silencio unos momentos más antes de responder—: Mas que triste, estoy molesto— musitó con indignación—, porque no fue mi mano la que le quitó la vida —aclaró, cerrando el puño a la altura del pecho—. Souva de Escorpión siempre se entrometió en mis asuntos, era alguien a quien no podía controlar por más que lo intentara. Era impredecible. —Pausó con leve rencor—… Y lo fue incluso hasta el final, nunca imaginé que moriría a manos del señor Avanish. Llegado el momento habría querido matarlo yo mismo.
Sus emociones liberaron una brisa de poder que extinguió cada una de las luces dentro del Templo de Escorpión, quedando sumergido en oscuridad.
Sus ojos verdes resaltaron en la negrura con una frustración genuina e intimidante.
Ya podrás desquitarte —dijo Iblis con complicidad—. Después de todo, aún hay muchos otros Santos de los que quieres encargarte tú mismo, ¿o me equivoco?

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Las despedidas siempre son difíciles, sobre todo cuando la persona que se marcha es la que más espacio tiene en tu corazón.

Toda su vida ha estado rodeada de enigmas y suposiciones que, junto a su hermana, sólo se atrevía a ensoñar, pero al crecer sus dones le permitieron respuestas que decidió callar. En el limbo en que cayó tras saborear ese primer y último beso, junto con sus lágrimas imparables, su mente repasó como en un sueño cada momento decisivo en su andar.

Desde el principio, todo fue dolor. Nació por un acto indebido de su madre; una mujer cuya vida estaba consagrada a la vigilia de la santa madre Tierra y de las almas que habitan en ella.
Aún tras su pecado, fue perdonada por el resto de sus semejantes. ¿La condición? —porque siempre hay una—: Que ese fruto viviera sólo para servir a la Orden. Después de todo, no sería un niño ordinario lo que fecundó dicha unión. Cuál fue la sorpresa, cuando en vez de uno fueron dos niñas las concebidas, gemelas idénticas con un esperanzador potencial.
Vislumbraron en ellas un gran porvenir, siendo la más pequeña quien nació para ser un oráculo, y eso fue una gran dicha.
Pasaron su infancia en una dimensión subterránea, donde no existía el Sol, pero sí las luces de la madre Tierra. No tardaron en comprender que vivían un enclaustramiento, pese a que su madre se esforzaba por ocultárselos y volverlo divertido hasta que finalmente lo entendieran y lo aceptaran. Tenían un deber y debían cumplirlo.
Desconocían cómo es que un niño se creaba, por lo que nunca tuvieron el concepto de la palabra “padre” como para añorar su presencia o preguntar por su ser. “Madre” era lo único que necesitaban comprender en esa sociedad de únicamente mujeres en las que se movían y educaban.
Al tiempo, cuando la palabra “ritual” comenzó a sonar mucho entre su madre y hermanas, sintieron la tensión crecer, inundando su hogar y convivencia con miedo y tristeza.
Su gemela, idéntica a ella  en aspecto, mas no en espíritu, le advirtió que algo malo estaba por pasar, y así fue. Lo había soñado con anterioridad, mas su madre la confortó con la mentira de que —: Sólo fue un mal sueño.
Jamás olvidaría ese lugar al que ella, su madre y gemela fueron casi obligadas a ir. La forma en la que la colocaron en el centro de un círculo rodeado por las hermanas de la Orden. Todas citaban un cántico que se alzaba por encima de las réplicas de su madre, quien gemía en la distancia.
Estaba asustada, el cántico la había adormecido, por lo que no opuso resistencia a que la recostaran en el suelo, justo sobre un charco de agua que despedía olores que la sedaron aún más. Su vista, adormecida, captó la última imagen que sus ojos físicos podrían registrar: una mujer sosteniendo una daga, la cual precipitó hacia su rostro.

Todo esto no lo recordaba por sus propios medios, tuvo que buscar la verdad a través de sus dones para estar consciente de ello y comprender…

El dolor la había hecho llorar, pero sería una angustia pasajera; aquello era un sacrificio necesario, pues sus ojos físicos bloqueaban su verdadera visión, aquella que le permitiría escudriñar los enigmas del pasado, presente y del futuro con más claridad.

El llanto desolador de la madre y de las hijas, gimiendo al unísono a través del cosmos, fue lo que pudo haberlo atraído, nadie lo sabe con certeza, pero en cuanto tal infamia se cometió, el lugar se estremeció por su presencia. Él apareció, su héroe, el hombre que las sacó de ese lugar y de esa vida, llevándolas lejos, a una dimensión de ensueño en donde vivieron felices por muchos años.

Tan pequeña y privada de la vista, fue una experiencia desgarradora que nadie pudo curar. El ritual efectuado lo impedía. Desde entonces siempre fue sobreprotegida, más cuando sus habilidades de oráculo comenzaron a florecer tal cual estaba previsto. Lograba ver el mundo y a la gente a través de las imágenes que extraía del pasado, presente y futuro de los demás, por lo que todo comenzó a ser más llevadero.
El tiempo para ellas pasó más lento, sus cuerpos de niñas no cambiaron pese a las décadas, pero de pronto, sin darse cuenta, vio a su hermana crecer y volverse una joven mujer. Contemplarla era como verse a sí misma, por lo que tuvo una idea de su propia apariencia.

El señor Avanish las cuidó y educó, fomentando sus habilidades con un propósito. Ella y su hermana lo acompañaron muchas veces a rescatar a otros que, como ellas, sufrían de grandes tristezas y soledad. Algunos de ellos le despertaron sentimientos de compasión, otros de miedo, pero sólo uno de ellos de amor. No el amor que siente por su madre, hermana o amigos, uno que va más allá, que es egoísta y por el que haría lo que fuera por asegurar su bienestar.
En el futuro de ese hombre nunca vislumbró luz, sólo muerte. Intentó cambiarlo, buscó caminos diferentes para él, pero sólo fueron remedios temporales… su destino estaba marcado y no lo pudo modificar…
Quería verlo feliz, y sólo hasta el final entendió que su felicidad estaba en el descanso en el que ella le permitió quedarse dormido. Abrazó su alma como hubiera querido poder estrechar su cuerpo y, bendecido con su poder, le permitió marchar sin que nada ni nadie lo atara a quedarse.

Tras eso, se sintió caer en las profundidades de una oscuridad inexplorada. Segundo a segundo, en un limbo que no tiene un fondo.
Entonces, sintió que su hombro se detuvo contra algo que le impidió continuar su descenso. Debió abrir los ojos, sólo para encontrarse rodeada por tinieblas. Al poder ver sus brazos brillando por encima de la oscuridad, supo que se encontraba lejos de su verdadero cuerpo, en un sueño, pues sólo en ellos sus ojos están sanos.

Desorientada dentro de esa fosa oscura, distinguió aquello que detuvo su caída. Parecía un capullo de seda negra, atrapado en medio de una telaraña hecha con la misma oscuridad solidificada.
La joven giró su cuerpo, el cual levitaba de cabeza. Miró el capullo, alcanzando a escuchar una respiración proveniente de su interior. Extendió su brazo, protegido con su propia luz, para apartar un poco el velo que cubría el extraño capullo.
Lo hizo con cuidado, pues no deseaba llamar la atención de la araña que pudo ponerlo allí.
Destapó una cabeza repleta de largo cabello ocre. Se trataba de un muchacho, cuyos ojos se encontraban vendados por una tela igual de oscura que la telaraña.
Estaba vivo, pero débil. El prisionero movió la cabeza un poco al sentirla libre. A través del harapo que tapaba sus ojos pudo distinguir una silueta luminosa que llamó su interés.

Tara apartó un poco las vendas, descubriendo sólo uno de sus ojos. Ella lo reconoció.
Tú eres… el dios guerrero de Merak, Aifor.
El susodicho, adormecido aún dentro de ese capullo, le dedicó una mirada a la luminosa visión.
Con un gesto cansado y al punto del desmayo pudo decir:—. Es que acaso estoy en tu sueño… o es que tú has entrado en el mío.
Yo —Tara intentó responder—… la verdad no estoy segura —pronunció, contemplando el vacío oscuro en el que se encontraba, el opuesto a su propio santuario blanco.
— Debes salir de aquí —musitó Aifor, no sólo por debilidad sino por precaución. Era la primera vez que veía a esa mujer, por lo que sin importar si era amiga o enemiga deseó alertarla—. Si él se da cuenta estarás en peligro…
¿“Él”? —Tara repasó sus recuerdos de la batalla suscitada en Asgard y de los eventos que la hicieron temer de sus predicciones—. Hablas de Ehrimanes…
Aifor asintió.— Márchate —insistió, cerrando el ojo en clara señal de estar sumiéndose en un sueño profundo.
Espera — Tara le sujetó la barbilla con las manos, intentando mantenerlo despierto—. Aifor de Merak, no entiendo cómo llegué hasta aquí pero hay algo que siempre he querido preguntarte.
El cálido contacto con la oráculo permitió que el joven dios guerrero pudiera mantenerse despierto.
Tú naciste que el don de las predicciones a través de los sueños —recordó—. Quizá eres la única persona en este mundo que puede entender esta tortura —musitó con tristeza—. A comparación de mi habilidad, la tuya es apenas superficial… y sin embargo, pudiste lograr lo que yo no pude: Salvaste a una persona querida para ti… ¿cómo puede ser? —cuestionó, angustiada—. ¿Por qué triunfaste donde yo fracasé?

Aifor le dedicó una mirada de completa calma y resignación.
— Lo intenté… Muchas veces intenté cambiar el futuro fatídico de aquellos que en mis sueños… vi morir —confesó—. En todos y cada uno de ellos fallé. Pero tras mi primer y único éxito entendí dos cosas… La primera y la más importante es que… “todos mueren” —susurró, como si fuera un secreto del que nadie podía enterarse—. Cuando entiendes y aceptas eso… tu sufrimiento no desaparecerá, pero será menor. Aunque logres salvar una vida, a esa persona tarde o temprano le llegará la muerte —recalcó, esbozando una ligera sonrisa—. Y lo segundo es —se atragantó un instante—… si pude triunfar… fue porque estaba en mí y sólo en mí poder cambiarlo… En ocasiones pasadas, las vidas de esas personas no estaban en mis manos… la del maestro Clyde sí, y es por ello que pude tomar la decisión que le salvó —explicó, agradecido por la oportunidad—… Aunque hay algo más que aprendí… el futuro puede alterarse, sí, pero a cambio el universo encontrará la forma de equilibrarse… evitar una tragedia sólo desencadenará otra… Sólo mírame… Éste es el precio
Tara escuchó cada palabra, acongojada por la tristeza que percibía en el alma del dios guerrero de Merak.
Una vida por otra vida… —musitó la mujer, descubriendo la posible razón de sus fracasos—. Un sacrificio propio…
— Por supuesto que… también existen los milagros —Aifor dijo con esperanza—. Aún creo en ellos… pese a todo.
— … Eres un buen hombre, Aifor de Merak —Tara pronunció, agradecida—. Ojalá pudiera hacer algo por ti…
— Lamentablemente, no hay nada que puedas hacer —él respondió, pero se retractó al instante—. ¡No, espera…! Quizá sí… Por favor, adviérteles a todos que… Ehrimanes… Sennefer… ellos van a desatar algo terrible…. ¡Ellos van a…!
Tara se sobresaltó cuando un brazo humano emergió por detrás del capullo y tapó la boca del dios guerrero de Merak. En el ojo de Aifor leyó la advertencia de que retrocediera, por lo que lo hizo.
— ¿Pero qué está pasando aquí? —escucharon de una voz maliciosa y burlona que provenía de la oscuridad.
La joven vio a un hombre pegado a ese brazo, el cual retenía la cabeza de Aifor de Merak contra su pecho.
Esto sí que es una sorpresa. Nunca imaginé que la princesita se atrevería a irrumpir en mi humilde morada —se trataba de Ehrimanes, quien incluso en aquel mundo se representaba con la apariencia del joven guerrero de Merak, pero su cabello gris y ojos repletos de centellas lo diferenciaban claramente.
Tara no sabía qué decir; veía tanta angustia en la expresión del verdadero Aifor que por un instante deseó poder ayudarlo.
Como si Ehrimanes se hubiera percatado de la creciente empatía entre ellos, con su otra mano también tapó los ojos de Aifor, reparando el capullo en el que lo mantenía encerrado.
Una vez hecho, el demonio se impulsó hacia la chica, sujetándola de la cintura y brazo como si fuera su pareja de baile.
Yo no… — se sintió intimidada por la escalofriante presencia de Ehrimanes, pero consiguió retener algo de valor para forcejear—. ¡Suéltame!
¿Quieres partir ya? ¿Por qué tanta prisa? Si estabas muy entusiasmada charlando con mi querido “protegido”. Permíteme ser tu anfitrión por lo que resta de tu estadía —dijo de manera hilarante y tenebrosa.
Tú no puedes hacerme daño… Lo sabes. El señor Avanish…
Sé bien lo que significas para él, y sólo por eso es que no he castigado tu atrevimiento, princesita —Ehrimanes la interrumpió, acercando peligrosamente su rostro al suyo—. No sé cómo entraste aquí, pero te aconsejo que no vuelvas a hacerlo.
Tara tembló al ver cómo el rostro de Ehrimanes se deformaba por las sombras, adquiriendo gestos y facciones demoniacas, como colmillos en toda su dentadura.
A nadie le gustan los invitados indeseables, mucho menos a mí. Valoro mucho la privacidad de este lugar santo. La próxima vez que quieras hablar con mi estimado Aifor, mejor habla conmigo —sonrió con una mueca retorcida—. Yo le transmitiré tu mensaje. ¿He sido claro?
Tara no respondió, aguantó el dolor que el contacto con Ehrimanes comenzó a ocasionarle, como si agujas electrificadas estuvieran penetrando su piel.

Su vista volvió a llenarse de oscuridad, por lo que supo que había despertado. Ante el desvelo de su madre, abrió los ojos, dejando escapar un sobresalto breve.
Tara tanteó el aire con su mano derecha, ansiosa y asustada, buscando una mano que la sostuviera, siendo siempre su amorosa madre quien lo hiciera.
Con su tacto, podía imaginarla claramente frente a ella, resaltando su imagen en la negrura de su invidencia.
— Todo está bien, hija mía —Hécate le aseguró, con una cálida expresión.
— Madre… —la llamó, gustosa de sentir su mano sobre la suya. Al poco tiempo, percibió que no estaban solas, por lo que su rostro se ladeó un poco hacia la persona que se encontraba a su diestra.
Padre… —musitó, iluminándose la silueta de Avanish en aquel lugar oscuro.
— ¿Desde cuándo lo sabes? —Hécate se impresionó de que lo llamara así.
— … No estoy segura. Quizá desde siempre —Tara respondió, temerosa de la reacción del hombre que le dio el ser.
Justo como aquel día, escuché tu voz suplicante — Avanish dijo con tranquilidad, recordando aquel tiempo en que el súbito e inesperado llamado llegó hasta él, quien se había resguardado en las profundidades del cosmos para descansar—. Sólo que en esta ocasión me llamaste “padre”, por primera vez —aclaró, siendo dicha palabra por la que tomó la decisión de intervenir y salvar la vida de Danhiri; de lo contrario, habría dejado que el destino fluyera tal cual estaba previsto.
— Lo lamento… señor Avanish —Tara se disculpó. Intentó callar, pero estaba deseosa de hacer tantas preguntas que sus poderes no le han permitido responder—. Yo…
— ¿Danhiri lo sabe? —cuestionó Hécate.
Tara sólo negó con la cabeza. — Creí prudente callar, pensando que debe existir una razón por la que no desearan decírnoslo… ¿Es por temor hacia las réplicas?... ¿Orgullo?... ¿Vergüenza? —cuestionó, preocupada por el prolongado silencio en el que sus padres se mantuvieron.

Son mi sangre —respondió Avanish, primero—, hijas de un dios con una mortal. Protegerlas era nuestro deseo, e impedir que el ego contaminara sus almas nuestra intención.
Hécate asintió para proseguir—: Tú y Danhiri nacieron con un gran poder que otros podrían querer aprovechar o lastimar. Iguales en cuerpo, pero diferentes en alma; tú con dotes de oráculo y Danhiri con la fuerza de un titán… las hermosas hijas de Avanish, el primer Shaman King, su legado para esta nueva era… Callé por temor a eso —la Patrono confesó con pesar, reviviendo en sus memorias los momentos difíciles, pero a la vez dichosos, de su vida—. El señor Avanish no lo supo… no le permití saberlo, ni a nadie… pero mis hermanas lo descubrieron e intentaron apropiarse de ustedes y hacer su voluntad —. Ese viejo rencor inundó sus ojos de lágrimas por unos momentos—. No culpes al señor Avanish de tu tragedia, hija mía. Fui yo quien creyó que lo mejor sería mantenernos alejadas y no interponernos en su camino… uno que yo sabía se cumpliría en su momento. —Hécate contempló a su señor con ojos de amor.
La mujer lo conoció cuando la juventud aún iluminaba su rostro, y aunque el tiempo en ella no se detenía, a diferencia de en su señor, los sentimientos que formó continuaban tan fuertes como desde aquel día en que se entregó a él, en cuerpo y alma.
Tara percibía esos sentimientos a su alrededor, el amor de su madre por su padre. Era triste no poder sentir que fueran correspondidos, ningún sentimiento fluía del corazón de su padre… pero siempre ha sido así.
Nunca ha sido capaz de leer sus emociones, ni percibirlas con la misma facilidad con la que siente a los demás. Pero es claro que todas las atenciones recibidas de él reflejaban su amor por ellas… jamás lo dirá con palabras, ni con afecto físico, pero sí con conocimiento, cuidados y protección…
Quizá los dioses tienen esa habilidad, esconder sus corazones de los mortales. ¿Con qué propósito? Tal vez no estaba en los humanos comprender los sentimientos de seres de tan elevada existencia… o sólo es su manera de ocultar alguna debilidad y así proteger su inmortalidad.

— No los culpo —Tara dijo al fin, estirando su brazo libre en un intento de sujetar la mano de su padre.
Avanish contempló esa delicada mano, la cual parecía no querer tomar, pero al final la cogió con cuidado.
Tara sonrió al sentirse feliz, pero de golpe recordó todas las preocupaciones que había en su alma, y una urgencia por exteriorizarlas la hizo temblar.
— Danhiri… ¿ella… está? —La sola idea de haber perdido a su gemela la sobrecogió.
— Vive —respondió su madre—. Gracias al esfuerzo de todos nosotros su vida ya no corre peligro, pero —Hécate pausó de forma involuntaria—, es posible que no desee volver a luchar…
No hará falta —Avanish se adelantó, con su voz calma—. Ni Danhiri, ni Tara volverán a pisar el campo de batalla… Ya no son necesarias —sentenció, soltando la mano de su hija al ponerse de pie.
— Pero… señor Avanish —Tara se contrarió. En el pasado, tales palabras habrían traído alegría y paz a su corazón, pero ahora…
Su esfuerzo y lágrimas serán compensados —aseguró el señor de los Patronos—. Cumplieron su papel en esta cruzada, del resto yo me encargaré. —intentó irse.
— Señor Avanish. —Tara buscó levantarse, pero sólo pudo sentarse con ayuda de Hécate, quien la sostuvo de los hombros—… ¡Padre! — Volvió a llamarlo, siendo de nuevo esa palabra la que lo obligó a detener sus pasos antes de desaparecer.
— Sólo pocos quedan para combatir a tu lado… Y entre ellos hay quienes albergan una gran oscuridad… No vayas con ellos a la lucha —suplicó, temiendo por su bienestar.
Tu preocupación es innecesaria. Conozco bien lo que habita en los corazones de cada uno de los guerreros que mantengo a mi lado… sé sobre sus deseos y ambiciones —confesó con total indiferencia—. Desde el principio, les prometí que al final de esta guerra les heredaría el mundo; sabiendo que todos y cada uno de ustedes podrían llevar a esta Tierra y a su población hacia una verdadera evolución. Los más virtuosos murieron por la causa, y es lamentable… pero incluso en aquellos que aún siguen de pie, vislumbro un porvenir… El método es debatible pero, ¿acaso no lo fue también el inicio de esta nueva era?
Tara se estremeció. ¿Acaso él estaba consciente del peligro que el dios guerrero de Merak buscó transmitirle?
— Ahora, descansa —le pidió, disipándose dentro del campo oscuro de su visión—. Es momento de que dejes de preocuparte por otros y veles por tu propia vida… Mientras yo exista, el futuro no volverá a atormentarte… Ese es mi regalo para ti, como debió haber sido desde el principio.

Tara lo llamó repetidas veces, pero no logró hacerlo volver. Se refugió en su madre, quien la abrazó con gentileza.
Hécate no pronunció palabra, pero lágrimas corrieron por sus mejillas al ser consciente de la bondad oculta de su amado.

FIN DEL CAPITULO 49

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