Una mujer rubia dormía bajo suaves sábanas
de satín, las cuales se amoldaban sobre su cuerpo remarcando sus atributos más
exquisitos. Sin duda era una imagen que invitaba a cualquier aventurero a
buscar placeres esa noche.
Despertó, incómoda por el frío que
resintieron sus hombros descubiertos por la falta de calor de otro cuerpo en el
lecho matrimonial.
Mantuvo su mirada en el espacio vacío que
había a su diestra, el cual palpó con dulzura y entendimiento. No era un
secreto para ella el que su compañero, con recurrencia, sufría de prolongados
insomnios. Sabía la causa: esa preocupación paternal que no podía ignorar pese
a la distancia.
Tomó su bata de dormir y, olvidando su
calzado, salió de la habitación a oscuras. Caminó por el corredor de la casa,
haciendo una parada en la recámara continua, donde un cunero fue el centro de
su atención y de su alegría. Acarició los cabellos oscuros del bebé que allí
dormía para proseguir con su búsqueda.
Llegó hasta la puerta del estudio, tocando
con propiedad. Al no recibir una respuesta, entró.
La habitación permanecía en penumbras,
sólo la luz de la luna llena que entraba por los ventanales le permitió
distinguir la silueta de los muebles y la de su pareja, quien estaba de pie
junto a la ventana más alejada del sillón de alto respaldo rojo, una de sus
posesiones más preciadas y en las que solía refugiarse en cada desvelo.
— ¿De nuevo una noche larga, querido? —
ella preguntó, sin abandonar el marco de la entrada sobre el que se recargó
unos momentos.
La cabellera blanca del hechicero
brillaba con intensidad gracias a los rayos de luna que lo alumbraban. — Ya me
conoces — él respondió, permaneciendo de espaldas, contemplando la hermosa cara
del astro nocturno—... Pero ¿sabes? Ésta será la última noche que voy a pasar
en vigilia.
La mujer se extrañó ante tales palabras,
adentrándose al estudio, donde sus oídos comenzaron a captar un leve goteo. — ¿Qué ronda por tu mente, Eriol?
—preguntó, mirando hacia el techo, esperando encontrar alguna gotera, mas ni siquiera
llovía.
— Anna… mi bella Anna, permanecimos
juntos por la necesidad de nuestros corazones que añoraban al ser amado que nos
fue arrebatado por el destino— sonrió—. Y aunque los dos conocíamos la tristeza
del otro, decidimos compartirla, buscando consuelo mutuo a tal pena. A pesar de
que tu corazón nunca fue completamente mío, quiero que sepas que fui muy feliz
a tu lado, esposa mía.
Hasta ese momento, los sentidos de la
mujer le permitieron percibir algo en
la atmósfera que luchó por permanecer
oculto, una sensación que ella conocía muy
bien, y por la cual entró en ansiedad; sobre todo por la insistencia de ese
goteo que segundo a segundo se volvía cada vez más retumbante para sus oídos.
Ella comenzó a descifrar lo sucedido,
mirando con más detenimiento la espalda de su esposo, cuyo cuerpo no generaba
ninguna sombra en el lugar.
La mujer caminó hacia el sillón de alto
respaldo que se encontraba sumido en la oscuridad. Sus ojos poco a poco se
acostumbraron a las tinieblas. A pocos pasos de él se detuvo, cuando sus pies
pisaron una sustancia líquida en el suelo de madera.
Anna cerró los ojos, una oleada de
tristeza le apuñaló el corazón. Avanzó hasta acuclillarse junto a ese sillón al
que se animó a mirar.
— ¿Sabías que esto iba a pasar? —ella preguntó,
pero inmediatamente soltó un suspiro al saber lo obvio de la respuesta—… Debiste
habérmelo dicho —dijo ella con voz serena—. Me habría gustado acompañarte… No
tenías que pasar por esto solo.
— Le aseguré a Sugita que viviría lo
suficiente para llegar a ser el padre de dos hermosos niños, serán pelirrojos—
explicó el hechicero con tono risueño—. Pero para que ese futuro se cumpla,
tuve que hacer un pequeño sacrificio… Y aun así, falta una última decisión que se
interpone en su camino… de verdad espero que lo logre. Lo lamento, querida —pidió
la voz de su esposo—. A pesar de los años, los dos conservamos ese mal hábito
de escondernos estas cosas.
— Siempre fuiste testarudo, al igual que
yo —se lamentó, sosteniendo la mano de quien reposaba frente a ella—. Pero sé
por qué lo hiciste… Ahora lo sé —aclaró—; yo haría lo mismo por nuestra hija.
— No estuve para Sugita cuando más me
necesitó, y ahora tampoco podré estar para Eira —el hechicero se lamentó, pero
había resignación en su voz—. Cuida muy bien de ella.
La mujer luchó por retener el llanto en
sus ojos. Con cuidado, tomó la mano del cuerpo lastimado frente a ella,
inclinando la cabeza hacia el suelo donde contempló el charco negro, producto
de la sangre que no pudo ser absorbida por la tela del mueble.
Las lágrimas comenzaron a caer en esa
laguna carmesí, sus gotas se unieron a las que continuaban cayendo del sillón.
— Tendrás una larga vida, cariño—
escuchó de él, su última predicción—. Te amo.
— Yo también —Anna respondió con un hilo
de voz, abrumada al ya no poder leer
el corazón de su esposo, siempre tan cálido y fuerte, pero a la vez triste y melancólico—.
¿Algún mensaje para tu hijo?
El silencio se prolongó por más de un
minuto, hasta que dentro del susurro de la muerte el hechicero dijo—: “Hijo mío, seguramente hay numerosas dudas en
tu corazón… Pero créeme cuando te digo que tú eres mi más preciado legado,
aquel que dejo en el mundo, para su bienestar. Eres, y siempre serás, quien tú
desees ser, no hay nada en ti que deba ser temido. Tu madre y yo te amamos
desde el primer instante en que supimos de tu existencia, y eso jamás cambiará.
Perdóname por haberte alejado de tu familia siendo tan pequeño… pero era la
única manera de mantenerte a salvo de aquellos que pudieran señalarte dentro de
sus maquinaciones… Ahora que el destino que tu madre vio para ti se ha
cumplido, sé que estarás bien… mi trabajo terminó, pero el tuyo comienza.”
Eriol sonrió una última vez, estirando
las manos, con las que sujetó un par de hombros frente a él.
— Te
amo, hijo. Espero que algún día seas capaz de perdonarme. Adiós.
Capítulo
49
Despertares
y sacrificios. Parte 1.
— Pa…
pá —murmuró, tan débilmente que ninguna de las personas a su alrededor lo
entendieron con claridad.
Freya, diosa guerrera de Asgard, lo miró
con preocupación al notar que un par de lágrimas resbalaron por las mejillas
del aún inconsciente santo de Capricornio. Se arrodilló junto a la cama donde
reposaba, sujetando su mano, anticipando, quizá, su pronto despertar.
— Habló… —ella dijo a la anciana que se
mantenía tras la cabecera de aquel lecho, masajeando con sus dos manos la
cabeza del santo durmiente.
— Es un avance —dijo la vieja mujer de
corto cabello rojizo y rostro arrugado—. Admito que han hecho un gran
trabajando atendiendo sus lesiones físicas, pero este chico, y aquel otro que
duerme allá, sufren de lesiones que requieren atenciones mucho más
especializadas— explicó la anciana, quien vestía un largo abrigo blanco,
guantes rojos y grandes gafas de armazón escarlata.
— Entonces, ¿se recuperará?— Freya
preguntó.
— Mis remedios son eficientes. “Costosos” opinan los que jamás han
tenido el valor de acercarse, sí, pero eficaces. Nunca nadie ha pedido una
devolución —añadió, orgullosa—. El Patriarca estuvo dispuesto a pagar el precio
por primera vez durante su reinado —rio un poco—. No pienso desperdiciar la
oportunidad, ya que espero se repita.
La guerrera de Asgard no entendía muy
bien sus palabras, pero si en el Santuario confiaban en los métodos de esa
mujer para devolverles la salud a los santos, entonces debía confiar.
Un leve quejido salió de la boca de
Sugita de Capricornio, acompañado de un gesto de claro dolor y lucha por
despertar.
Sus ojos se abrieron lentamente. Con la
vista nublada, miró el techo blanco, distinguiendo segundo a segundo un rostro
que le sorprendió ver a su lado—. ¿Fre… ya?
La joven le dedicó una sonrisa de
alivio—. Sí, soy yo.
—. Pero… ¿qué…? —En un acto inconsciente,
Sugita intentó abandonar la cama, pero la sola idea le acalambró el cuerpo,
impidiéndole cualquier movimiento.
— Debes descansar joven santo de Atena —le
pidió la anciana, quien mantenía sus manos sobre su cabellera pelirroja—. Aún
es pronto.
Sugita se quedó inmóvil, se sentía muy
abrumado, cansado y confundido.
— Tranquilo, el adormecimiento es
temporal. Sólo así evito que sufras innecesariamente —explicó la anciana.
— … Yo… ¿Cómo es que… estoy vivo? ¿Qué
pasó?—cuestionó con voz débil. Trataba de recordar lo sucedido, pero incluso su
mente le negó los recuerdos de su última batalla—. ¿Dónde… estamos?
Freya le apretó la mano, esperando
confortarlo de alguna manera. — Todo está bien, estás a salvo, en el Santuario,
tu hogar.
— ¿… Santuario? —repitió, llenando su
cabeza de preguntas—. Yo… creí que moriría.
— Y quizá era tu destino morir, niño
—dijo la mujer mayor, presionando con sus pulgares el punto medio de la frente
del santo dorado—, pero estás aquí. La buena noticia es que te recuperarás, la
mala es que llevará su tiempo.
El pelirrojo apenas y sentía los
miembros de su cuerpo, el cual se encontraba en su mayoría vendado.
— Mi cuerpo… se siente como si… no fuera
a poder… moverse jamás —explicó, aterrado por la idea de quedarse así el resto
de su vida.
— No digas disparates— se mofó la
anciana, continuando con su labor—. De un humano ordinario sí, lo esperaría,
pero tú eres un santo de Atena, y con mi ayuda, todo esto no será más que un
mal recuerdo. Pero no mentiré, tu estado es delicado. No estuve allí para ver
cómo terminaste así, pero me es claro que llevaste tu ser al límite de sus
fuerzas.
Sugita le dio la razón, en la pelea su
cuerpo estaba despedazándose, y aun así logró sobrevivir.
— Dentro de cada ser viviente hay
ciertos conductos por el que fluye la
energía interna sin importar cómo la llames: ka, espíritu, cosmos; todo eso se genera en el centro de todos
nosotros— explicó la mujer—. Y tú, niño, bueno, es evidente que tu poder
verdadero sobrepasa la resistencia de tu cuerpo mortal, y al emplearlo estropeaste
cada uno de ellos, quedaron inservibles. Sin embargo— la anciana prosiguió al
anticipar réplicas de parte de ambos jóvenes guerreros—, en tu caso no sólo se repararán
sino que también florecieron nuevas conexiones
y cauces, lo que significa que tu
cuerpo se fortalecerá, y la próxima vez que hagas algo tan inconsciente los
resultados no serán tan desastrosos para ti.
— ¿De… verdad…? —el joven preguntó, más
adormecido que antes.
— Yo no miento. Además, Santo o no, aún
eres un chiquillo… Me atrevo a imaginarte cuando alcances la madurez, y veo a
un santo dorado sublime y poderoso —le aseguró, con el tono amable que una madre
puede tener para con su hijo—. Pero ya basta, ha sido mucha charla, necesito
concentrarme y tú descansar, por lo que despídete de tu novia.
Freya se tensó y avergonzó por tal
sentencia, por lo que nerviosamente recriminó—: ¡Usted no debería…! —. Calló al
saberse en la mira de los ojos del santo de Capricornio.
— Me alegro que estés aquí… No creí… que
volvería a verte —él le dijo, con un intento de sonrisa que su somnolencia
dificultó—. ¿Te llegó… mi carta?
— Sí, ¿por qué lo preguntas?
— ¿La leíste? Qué bueno… llegué a creer
que no, pues nunca… escribiste de regreso…
— Claro que la leí —se apresuró a decir,
algo abochornada al ocultar que incluso la llevaba consigo—, es solo que… nunca
me di tiempo para… ¿Sugita? —lo llamó, en cuanto lo vio cerrar los ojos para
volver a quedarse dormido—. ¿Él estará bien?
— Sí, pero necesitará cuidados. Lo que
él dijo es cierto, debería estar muerto… Su supervivencia no fue producto de un
milagro, sino de un acto desinteresado.
— ¿Qué quiere decir? —Freya se interesó.
— Ya escuchaste a la amazona de Tauro. Pese
a sus numerosas heridas, ninguno de sus órganos vitales sufrió lesión alguna.
Uno lo llamaría ‘suerte’, pero yo sé que no lo fue —explicó, señalando con sus
dedos un punto en el cuello de Sugita—. Todo fue gracias a esto—una pequeña
quemadura que cicatrizó hace tiempo.
El silencio de Freya delató su falta de
entendimiento, por lo que la anciana prosiguió.
— Era
un hechizo, uno muy bueno debo decir. Sólo quedan residuos de lo que fue, pero su función me es clara: sacrificio. Esta marca transfirió el daño que este chico recibió físicamente
a otra persona… El hechizo no fue capaz de librarlo de todas las lesiones por
la magnitud de la batalla, pero sí lo privó de aquellas heridas que pudieron
acabar con su vida.
Los ojos de la guerrera asgardiana se
abrieron de par en par. — ¡¿Qué?! Entonces… significa que esa otra persona…
está…
La anciana asintió. — Si él terminó así,
al borde de la muerte, no hay dudas…
— ¡Señora Althea! ¿Hasta cuándo deberé
vigilarle el sueño a este señor? ¡Es muy aburrido! —de pronto se quejó una voz
infantil—. ¿Segura que no está muerto? Dígame que lo está para poder descansar.
¡Me duelen los brazos!
A una cama vacía de distancia, un niño
de piel oscura y cabellos blancos se encorvó en el taburete en el cual estaba
sentado. Su gesto hastiado reflejaba la aburrición y cansancio que le producía
su tarea: sostenía en sus manos un listón blanco, cuya punta colgaba justo
encima del rostro durmiente de otro santo dorado, Kenai de Cáncer.
— Lo estará si bajas esos brazos —le
reprendió la anciana.
El chiquillo se sobresaltó, nervioso y
preocupado por la sentencia; si la bruja lo decía debía ser en serio. — ¡¿Y
hasta cuando debo de permanecer así?! —chilló.
— Hasta que él estire la mano y sujete
el extremo —explicó, produciendo que el niño suspirara resignado y angustiado—.
No seas llorón, fuiste tú quien insistió en ayudarme en primer lugar.
Ante los diferentes cuadros clínicos que
sus santos y aliados trajeron consigo al Santuario después de las despiadadas
batallas, sumada la destrucción de la armadura de la Copa, el Patriarca decidió
solicitar la ayuda de un agente exterior, un personaje bien conocido por el
Santuario desde lo ocurrido con Aristeo de Lyra. La bruja Althea era una
anciana ermitaña que vivía lejos de villa Rodorio, junto a la costa. Se asentó
allí hace años, teniendo un oficio de curandera
ya que facilitaba remedios milagrosos
a quienes lo solicitaban, pero no sólo médicos; entre los más conocidos estaban
sus amuletos para acrecentar la fortuna y elixires para el amor…
Entre la población se rumoreaba que era
una bruja, y no estaban errados. Se dice que puede curar cualquier mal, pero
entre más complicado sea el trabajo, más alto era el precio a pagar. Diferente
para cada uno de sus casos, para alguien podría ser sólo un par de pollos,
dinero… pero para casos más especiales, hasta un ojo de la cara.
Freya fue testigo de aquella disputa, la
cual parecía ser entre una abuela y su nieto, pero la situación era más extraña
que eso… de hecho, todo lo que ha sucedido desde que despertó lo ha sido.
Viajar al Santuario, donde la señora
Hilda y el príncipe Syd permanecen como refugiados, no le fue lo más
sorprendente, sino estar viva. Solía palparse el pecho con frecuencia, como si
aún sintiera la espada de fuego que Clyde de Megrez clavó en su corazón. Pero
cada que lo hacía, se topaba con el amuleto que, dicen, Aifor de Merak colgó en
su cuello.
Al verlo, la anciana le aseguró que no
era un medallón ordinario, por el contrario, fue forjado con una energía
protectora; incluso al tocarlo dijo sentir los fuertes sentimientos maternales
que su creadora depositó en él.
—
Entonces, ¿este medallón es… fue de la madre de Aifor? —preguntó en esa
ocasión, mas los poderes de la vieja hechicera no le permitían saberlo.
Freya pensaba mucho en sus compañeros cada
que sujetaba el medallón entre sus manos: la muerte de Elke, el sacrificio de
Aifor, la partida de Clyde y la condición del señor Bud, fueron situaciones que
Alwar y Sergei le explicaron antes de abandonar Asgard.
Le avergonzaba el haber estado
convaleciente mientras su reino fue atacado, nuevamente, por los Patronos.
Tenía que compensar sus fallas e ineficiencia, por lo que estuvo de acuerdo en
dejar a Alwar y a Sergei como protectores del reino de Odín mientras ella, a
petición de Hilda de Polaris, viajaba Grecia.
Era una pena que su regreso al Santuario
fuera en momentos de peligro e incertidumbre. Se sorprendió al escuchar los
relatos y resultados de las batallas que se suscitaron en el reino de Poseidón.
No se encontraría en el templo de
curación ahora de no ser por la señora Hilda, quien una vez al día le exige que tome un descanso, como si ella
supiera de su creciente necesidad por saber del joven santo de Capricornio.
— Tengo que irme —dijo la guerrera asgardiana
al ponerse de pie, frenando la discusión entre la vieja y el pequeño—. Por
favor, no dude en ir en mi búsqueda si algo se complica —pidió a la hechicera.
— Él estará bien —le volvió asegurar,
recobrando esa actitud centrada y misteriosa—. Vete sin pendiente, Mailu y yo cuidaremos
bien de tu novio.
— ¡Que él no es mi…! —desistió de
terminar la frase, sabiendo que sólo estaba siendo provocada para que
reaccionara tal cual lo hizo—. Gracias.
/ - / - /- / -
/- / - /
Hilda de Polaris se apartó de la cama
donde yacía su esposo, permitiendo que la amazona de oro lo examinara.
La guerrera del Santuario posó sus manos
por encima de las flores que brotaban del pecho de Bud de Mizar Zeta. Desde su
encuentro con la Patrono Hécate, ha permanecido en un sueño profundo del que
nadie ha sido capaz de despertarlo.
Al principio, era evidente que la
causante era esa extraña flor amarilla que echó raíces en el cuerpo del dios
guerrero.
Hilda intentó utilizar sus dones, tratando
de purificar el cuerpo de Bud que había sido corrompido por la influencia de
esa planta, pero la flor se resistía a cualquier intento de agresión, incluso
lastimando al hombre del que intentaban separarla.
La bruja Althea sugirió no intentar nada
agresivo en su contra, pero dio el visto bueno para que la amazona dorada de
Piscis se encargara, creyéndola más capacitada en el campo. De todos modos, la
anciana consideró más crítica la condición de los santos de Cáncer y
Capricornio, por lo que tendría las manos llenas.
Adonisia de Piscis se mostró muy
interesada en esa flor. En su excentricidad, se dirigía a ella como si fuera un
ser pensante y oyente; había cariño y admiración en su tono, deseaba volverse su amiga.
Desde su llegada al Santuario, su
personalidad ha causado desconfianza entre algunos de los santos, pero el
Patriarca la aceptó y nombró como la legitima guardiana de la doceava casa del
zodiaco.
Permitirle atender a Bud de Mizar era, tal
vez, su oportunidad para ganar simpatías entre aquellos que la recelaban… pero a
ella estaba lejos de importarle lo que
la gente opine sobre su persona; esto no lo hacía por nadie más que para
ella misma, deseaba descubrir los secretos de esa flor, aprenderlos y… quizá
mejorarlos.
Adonisia pasaba sus manos alrededor de
la flor amarilla, como si fuera una adivina y la planta su bola de cristal. Días
atrás colocó una de sus propias rosas aguamarinas a su lado, iniciando una
batalla sobre ese cuerpo que preocupó a muchos al comienzo, pero conforme la
amazona fue desvelando los misterios del hechizo que tenía sometido al señor de
Asgard, la tensión disminuyó.
— Esta
flor fue cultivada con gran dedicación, utilizaron una energía muy pura y
poderosa… No debemos retirarla con violencia, su tallo está alojado en el
corazón de este hombre, y todas las raíces que lo cubren germinaron de su
centro. Si la flor muere, también lo hará el corazón del recipiente —fue su
primera advertencia en aquel entonces.
Las lianas que rodeaban el cuerpo de Bud
no sólo emergían de su pecho, sino también por su espalda, manteniendo dos
heridas abiertas que sangraron sólo al inicio.
— Está
unida a él, es… una simbiosis de vida… ella se alimenta de su cuerpo y a cambio
lo sumerge en este trance… lo recompensa con sueños… felices… un mundo ideal
del que jamás querrá despertar.
Cuando le preguntaron si existía manera
de curarlo, ella respondió—: Las toxinas
que inyecta en su cuerpo lo mantendrán así, pero no se preocupen, al mismo
tiempo se asegura de su supervivencia, no es su deseo eliminarlo… Aunque no
debemos intentar despertar su conciencia. Esta pequeña cumple una orden
precisa, y sólo escucha la voz de su ama…
está más dispuesta a matar al recipiente que permitirle despertar
—Adonisia mintió, sólo hasta ver
terminado su estudio de tan magnifico ejemplar.
—
Pero no teman, yo me encargaré de separarlos. A través de mi rosa lucho contra
su influencia y gano terreno. Confío que dentro de poco podré someterla y
liberarlo.
— ¿Algún cambio? —preguntó Hilda, ante
el largo silencio.
— El progreso es lento, pero efectivo
—aseguró Adonisia tras retener unos momentos más su respuesta—. Usted misma
puede notarlo ¿no?
Hilda asintió al ver que la flor
amarilla, antes radiante y de enormes pétalos, había disminuido su tamaño,
siendo la rosa de Adonisia la que ahora lucía más hermosa y grande. Incluso, las
puntas de los pétalos aguamarina comenzaban a teñirse del mismo color
amarillento de su rival, como si
estuviera absorbiendo poco a poco su esencia, debilitándola.
— ¿Cuánto tiempo más? —la sacerdotisa de
Odín deseó saber, andando por la habitación privada que le fue asignada a ella
y su familia en el templo principal.
— Aún no lo puedo precisar —volvió a mentir, con una naturalidad impecable—.
No desespere, a diferencia de otros, su esposo está sano y fuera de peligro.
— Gracias, por tus esfuerzos, Adonisia
—Hilda dijo con auténtica sinceridad, y aun así, en el interior de la amazona
no se removió ni una fibra de remordimiento.
— Al contrario señora Hilda, gracias a
usted por permitirme estar aquí —musitó ella, mirando con fascinación lo
hermosa que estaba volviéndose su flor aguamarina.
- / - / -
— ¿Un Ángel? —repitió el Patriarca,
carente de asombro—. ¿Estás seguro?
— No puedo equivocarme, vi sus alas —respondió Albert, santo
dorado de Géminis.
En la explanada donde se alzaba la
estatua de la diosa Atena, Shiryu escuchó la historia de Albert y su
intervención para salvar a Terario de Acuario.
— Pero no parece sorprendido—continuó el
santo—. ¿Acaso es algo que había anticipado?
Shiryu mantenía la cabeza inclinada
hacia el cielo azul, como si sus ojos ciegos se perdieran en la tranquilidad de
las nubes blancas.
— La intervención de heraldos del Olimpo
era algo inevitable —dijo—. Nos lo alertó el santo dorado de Sagitario.
— ¿Lo hizo? —Albert preguntó,
interesado.
Shiryu asintió. — En tu ausencia recobró
el sentido y me relató su historia —explicó, dispuesto a compartirla—. Asis es su nombre. Dijo provenir de un
monasterio en China, hogar de una casta de monjes que preservan costumbres y enseñanzas
heredadas por sus antepasados. Mi antiguo maestro me habló de ellos alguna vez
—admitió, remontándose unos instantes a su niñez en las cascadas de Rozan—.
Ellos lo acogieron al encontrarlo vagando en las espesuras del bosque, sin
recuerdos, ni profesión. Le dieron una nueva vida y un propósito, fue entrenado
y reconocido como uno de ellos. La armadura de oro apareció ante él un día sin
saber la razón. Sólo su Gran Maestro parecía entender el significado, por lo
que le pidió tomarla y abandonar el templo para partir hacia el Santuario.
El Patriarca prosiguió con libertad al
saber que Albert se abstendría de interrumpir sólo hasta que algo lo inquietara.
— Me confesó que no era su deseo
abandonar el lugar que le devolvió la vida, pero al ser una petición de su
maestro terminó accediendo. Durante su viaje hasta aquí, el destino lo llevó a
involucrarse en cierta situación: Se topó con la batalla encarnizada entre
varios hombres que vestían armaduras. A su poco entender, parecían disputarse
la vida de un niño aterrado que tres de ellos se empecinaban en proteger,
mientras que el resto, en los que vio
alas en sus espaldas, deseaban lo contrario.
— La pelea parecía equilibrada. Sólo
hasta que un nuevo individuo apareció, una mujer en armadura carmesí. Ella luchó
contra todos, originando un caos que permitió que dos de los protectores de ese
niño murieran a manos de sus rivales, mientras que el tercero, mortalmente
herido, logró tomar al pequeño y alejarse. Fue entonces que el santo de
Sagitario decidió intervenir, impulsado por algo que no alcanza aún a
comprender, un ‘llamado’ dice él. Por
lo que en cuanto la armadura de oro lo cubrió por primera vez, fue en defensa
del afligido par.
— Luchó contra los hostigadores, pero
eran demasiados para él, sobrevivió únicamente por la presencia de la extraña
mujer que atacaba a todos sin hacer distinción. Él aprovechó la oportunidad
para ir detrás del niño y su protector; el guerrero herido sabía que su final estaba
próximo, por lo que le pidió a Asis que protegiera al infante pues era un dios
encarnado en el cuerpo de un mortal. Le suplicó que lo llevara hasta el
Santuario, que allí comprenderían.
— Asis aceptó, tomó a ese niño y huyó, empleando todas sus fuerzas,
siendo perseguido aún por los hostiles. Protegió al niño con su cuerpo, sin
importar las heridas ni el dolor… pero fue demasiado y terminó perdiendo el
sentido… es lo último que recuerda hasta que despertó en el templo de curación.
Albert recordó ese incidente en que el
santo de Sagitario arribó al Santuario sólo guiado por su espíritu de lucha. —
Cualquiera pensaría que la intervención de los Ángeles sería para luchar contra
los Patronos, quienes abiertamente han agredido a los reinos celestiales… pero la
situación del relato, y lo ocurrido en Asgard, hacen pensar que disputan por un
mismo objetivo —comentó tras analizar los hechos.
Shiryu asintió. — Su interés por estos niños me es intrigante… Algo debe estar
pasando en el Olimpo si incluso la misma Atena ha permanecido en silencio.
— ¿Es eso cierto?. — Albert sabía que el
único enlace de Atena con la Tierra se efectuaba a través del Patriarca.
Shiryu volvió a asentir. — El
nombramiento del santo de Sagitario y la amazona de Piscis debió prescindir de
su aprobación y bendición… Pero en estos tiempos de guerra, me atreví a obviar
las formalidades, necesitamos a todos los santos dorados posibles de nuestro
lado. —Un suspiro escapó de sus labios antes de proseguir—. Con la muerte de
Souva y con la condición delicada de Kenai, Terario y Sugita, contamos sólo con
dos terceras partes del verdadero poder del Santuario. Sin mencionar que la
desaparición de Kiki nos ha privado de un importante aliado —aclaró, pensando
en todos los mantos dañados que no podrán volver a la vida.
— ¿Qué hay de Poseidón? —Albert deseó
saber—. ¿Acaso no se nos unirá en lo que está por venir?
— Aristeo fue claro en exponer el deseo
de la Atlántida por justicia hacia los Patronos, mas no se mencionó ningún término
para llevar a cabo una alianza. Pero, por primera vez contamos con carta
abierta para formalizar un pacto duradero.
— Aunque el número de Patronos ha
disminuido —Albert prosiguió tras un breve silencio en el que repasó los
sucesos—, la aparición de los Ángeles vuelve a colocarnos en la misma situación
de antes. Vendrán por ellos— señaló Albert, refiriéndose a los niños.
— Serán protegidos.
— ¿Aun cuando en el futuro podrían
volverse una amenaza para el mundo? —Albert se atrevió a cuestionar,
despertando en el Patriarca una ligera incomodidad.
— Hilda me confió la verdad detrás de la fundación de esta nueva era… Admito que no
me es fácil de aceptar, pero me es claro que hay un propósito noble detrás del
advenimiento de estos niños.
— Quizá tenga razón. —Albert ocultó sus
verdaderos pensamientos—. Doblaré la protección de los infantes al ser su
seguridad una prioridad. Si eso es todo Patriarca, entonces me retiro.
— Aguarda —pidió Shiryu, un segundo
antes de que los pies de Albert le permitieran la media vuelta—. Hay algo que
aún no me explicas de todo esto y que deseo saber. Tengo entendido que tu
intervención en Asgard salvó la vida de Terario de Acuario, sin embargo, me
enteré de que abandonaste el Santuario mucho antes de que ese conflicto diera
inicio. No es propio de ti hacer algo como eso —enfatizó, al saber que el santo
de Géminis era muy apegado a las formas—. ¿Qué situación requirió una partida
como esa? —El Patriarca lo encaró, volviéndose a él como si sus ojos no estuvieran ciegos y le
sostuvieran la mirada—. Incluso requeriste la asistencia de dos santos de
plata. ¿Qué sucedió, Albert?
Con gran tranquilidad, Albert de Géminis
cerró los ojos y se tomó un instante para proporcionar una respuesta. — Le pido
la más humilde de las disculpas, Patriarca. Me atreví a abandonar el Santuario
sin autorización, sí, lo admito —el santo de oro inclinó la cabeza en señal de
rendición—, pero mi decisión de guardar silencio fue para evitarme la vergüenza
de que mi misión fuera sólo una pérdida de tiempo.
— Explícate.
— Sí. —posó una rodilla en el suelo
antes de hablar, siendo su manera de entregarse al juicio de su maestro—. En
ese entonces, recibí información de nuestros agentes que bien podría llevarme
al lugar donde se ubicaba el enemigo, los Patronos. Pero fue falsa— se apresuró
a decir, antes de que los labios del Pontífice replicaran—. Con la posibilidad
de ser un acierto o un fallo, opté por acudir personalmente, pero tomando la
precaución de que si la pista fuera atinada, los santos de plata podrían volver
al Santuario, avisar del descubrimiento y guiar a otros hasta dicha ubicación.
Shiryu mantuvo silencio, intentando ser
comprensivo con su antiguo discípulo, del que no tendría por qué dudar jamás.
—Decidí continuar con mi investigación,
esperanzado de encontrar algo que nos llevara hasta ellos. Fue entonces que percibí
a través del cosmos las encarnizadas luchas que ocurrieron en la Atlántida y en
Asgard, tal y como seguro lo hizo el Ángel —Albert explicó. — Me percaté de su
presencia y decidí seguirlo, el resto usted ya lo sabe.
Han sido muchas las veces en que Albert
tomaba decisiones precipitadas al perseguir un objetivo. Shiryu sabía que era
demasiado orgulloso como para creer que su vergüenza sería muy grande si esa
información de la que habló resultaba una falsedad, por lo que no pudo siquiera
pensar que le mentía… O tal vez, no quería hacerlo.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos
cuando un soldado apareció, corriendo presuroso hacia su persona, postrándose
de rodillas en cuanto se supo notado por el Pontífice y el santo dorado.
— Excelencia, perdone mi interrupción
—se atragantó el hombre, prosiguiendo sólo hasta que el Patriarca se lo indicó
con una seña—. La señora Shunrei me ha pedido que me adelante para anunciarle
la llegada de un visitante. Dijo que era alguien a quien necesitaba ver.
— ¿Ella está bien? —fue la primera
preocupación de Shiryu—. ¿De quién se trata?
— Sí, Patriarca —respondió—. Parece
tratarse de un enviado de la aldea de los shamanes, quien ha venido a hablar
con usted.
— ¿Justo ahora? —Albert cuestionó,
molesto al sentir aquello como una insolencia. Después de que los shamanes habían
rechazado sus intentos por hablar con su líder, que ahora se presentaran en el
Santuario lo hizo enfurecer.
— Lo recibiré —decidió Shiryu, notando
el sobresalto del santo dorado—. Albert, terminaremos nuestra plática después,
puedes retirarte.
— ¿Está seguro de querer ver a este
hombre, solo? Tal vez debería quedarme…
— Shunrei estará conmigo— intentó sonar
comprensivo—. Entiendo tu sentir, pero después de tanto silencio de su parte,
el que un enviado del Shaman King toque nuestras puertas es augurio de un gran
cambio… uno que deseo saber.
Albert abrió la boca para volver a
hablar, pero cambió de opinión y decidió ceder.
— Como usted diga, Patriarca. — El santo
de Géminis se levantó, despidiéndose con propiedad y dar media vuelta hacia la
salida del gran templo de Atena.
Han pasado años desde la última vez que
un Oficial de la Aldea Apache entraba
al Santuario. Esto ocurría cuando el Shaman King se encontraba en tierras
griegas, siempre rastreando a su líder que tenía el mal hábito de emprender
viajes espontáneos aun cuando había asuntos que resolver en la aldea; todo un
dolor de cabeza para ellos.
La gente sabe que así como el Patriarca
tiene a su élite de guerreros de armadura dorada, el Shaman King cuenta con sus
propios guerreros sagrados, son llamados comúnmente “Oficiales” y son diez de
ellos, los más fuertes y leales a su reinado.
Todos vestían el mismo uniforme: llevaban
cintas rojas que cubrían sus frentes, de las cuales se sostenían dos largas
plumas blancas con extremos oscuros; ocultaban sus caras detrás de una máscaras
metálica que simulaba el rostro de un águila, por la que sus voces se
distorsionaban de manera lúgubre y poco amigable; vestían una túnica blanca con
el diseño de los nativos de América del Norte, pero la tela brillaba de tal
forma que parecía estar hecha por la clara luz del sol; sus piernas estaban
revestidas por botas de metal que tenían la forma de pezuñas de alguna bestia
sobrenatural; en el pecho llevaban una placa de plata personalizada,
dependiendo de sus dones o espíritus de lucha.
La placa del Oficial que arribó al Santuario
tenía sobresaltada la extraña mezcla de un escorpión con elementos pertenecientes
a una serpiente.
Guiado por la gentil esposa del
Patriarca, el Oficial fue llevado hasta el Templo Principal, pero antes de
entrar por la gran puerta blanca de la estancia, se detuvo.
Shunrei lo imitó, desconcertada por el
repentino acto. Decidió esperarlo y articular la pregunta obligada. — ¿Está
todo bien?
El shaman no respondió en el acto,
permaneció tan tieso como una estatua hasta que su cabeza se volvió un poco
hacia el pasillo de su derecha, donde las columnas y cortinas creaban sombras
amplias y densas pese a la hora del día.
Hasta los dos custodios de la puerta
comenzaron a sentirse nerviosos por el mutismo del visitante.
— No
es nada —respondió después de unos segundos en que volvió la vista al
frente para proseguir su andar.
La puerta del Gran Salón fue cerrada,
permitiendo que el Patriarca atendiera al enviado de Norteamérica en total
privacidad.
A los soldados no les extrañó que el
santo dorado de Géminis emergiera por el flanco del pasillo derecho. Lo
saludaron con propiedad mientras él marchaba fuera del complejo. En su lento
descenso hacia el templo de Piscis, escuchó una voz incómoda en su oído.
— Eso fue peligroso… —pronunció con
preocupación la voz que antes creía pertenecer a un trastorno mental o la del
mismo dios de la guerra.
— Eres
tú quien lo vuelve peligroso, pero eres demasiado necio como para apartarte y
dejarme actuar solo —Albert recriminó a través de sus pensamientos a la
entidad que lo acompañaba.
— No, Albert, no he empleado tanto esfuerzo en
esto como para permitir que tú te lleves el crédito —espetó la voz de
Iblis, Patrono de la Stella de Nereo, verdadero dueño de esa voz espectral que
lo engañó por tantos años.
— Esto
va más allá de tus deseos ahora—replicó el santo—. Si la situación se prolonga, deberás ser más precavido que antes.
Puede que hayas logrado escapar estos años de la percepción de Kenai, pero ese
Oficial parecía ser capaz de olfatear la peste de tu desagradable alma.
— Puede que tengas un poco de razón, pero
también pudo haberse dado cuenta de tu alma rancia, Albert—agregó Iblis,
con sorna—. Sí, mira que eres un excelente mentiroso, por un momento me preocupé,
de verdad creí que el Patriarca descubriría tu “cambio”.
— Y
espero que así continúe hasta que todos los preparativos estén listos.
— Aún me sorprende escucharte hablar así, con
tanta —Iblis pausó, buscando cierta palabra—… “libertad”. ¿Es agradable no?
Ahora que no necesitas engañarte a ti mismo y puedes abrazar tus verdaderos
deseos, tus auténticos pensamientos salen a flote. Me debes eso a mí, Albert,
recuérdalo.
— A
quien se lo debo es al señor Avanish, no a ti —dijo, molesto por el que esa
paria se creyera su amo—. Tú sólo fuiste
un medio, así como buscas que yo sea el tuyo.
— Cuidado “caballerito”. Que ahora cuentes con
la aprobación del señor Avanish, no te vuelve superior a ninguno de nosotros… Pese
a que deseamos vernos muertos, tendremos que cooperar, cuando menos hasta que
logremos nuestro objetivo.
Albert no replicó, podía ocultarle sus
pensamientos a Iblis pues no es que el Patrono tuviera una conexión directa con
su mente, ahora sabe que utiliza una forma astral para seguir sus movimientos y
comunicarse, por lo que podía planear con libertad sus siguientes pasos.
El santo de Géminis continuó
descendiendo por las Doce Casas hasta que arribó al Templo de Escorpión, donde
se detuvo ante las velas que algunos habitantes del Santuario consideraron
apropiado colocar, como una ofrenda al finado santo, quien murió cumpliendo su
deber.
Para traspasar el octavo templo del
zodiaco podía seguirse ese camino de velas cuidadosamente colocadas. La señora
Shunrei lo permitió al recibir peticiones personales de personas del Santuario,
e incluso de Rodorio, que desearon presentar sus respetos en tan humilde forma.
El número de ellas era el total de
individuos que en mayor o menor medida estimaron a Souva de Escorpión.
El santo de Géminis permaneció
meditabundo, contemplando el fulgor de las llamas. En un instante cerró los
ojos, cuando una chispa de dolor brotó de su frente. Albert tocó su cabeza,
invadido por un efímero malestar que lo llevó a soltar un suspiro.
— ¿Acaso percibo una ligera “aflicción” en tu
interior? —Iblis se mofó, negándose a privarlo de su vigía—. ¿Será
posible? ¿No deberías festejarlo? Tu rival ha dejado de existir…
Albert permaneció en silencio unos
momentos más antes de responder—: Mas que triste,
estoy molesto— musitó con indignación—,
porque no fue mi mano la que le quitó la vida —aclaró, cerrando el puño a la
altura del pecho—. Souva de Escorpión siempre se entrometió en mis asuntos, era
alguien a quien no podía controlar por más que lo intentara. Era impredecible.
—Pausó con leve rencor—… Y lo fue incluso hasta el final, nunca imaginé que
moriría a manos del señor Avanish. Llegado el momento habría querido matarlo yo
mismo.
Sus emociones liberaron una brisa de
poder que extinguió cada una de las luces dentro del Templo de Escorpión,
quedando sumergido en oscuridad.
Sus ojos verdes resaltaron en la negrura
con una frustración genuina e intimidante.
— Ya podrás desquitarte —dijo Iblis
con complicidad—. Después de todo, aún hay muchos otros Santos de los que quieres
encargarte tú mismo, ¿o me equivoco?
- / - / -
Las despedidas siempre son difíciles,
sobre todo cuando la persona que se marcha es la que más espacio tiene en tu
corazón.
Toda su vida ha estado rodeada de
enigmas y suposiciones que, junto a su hermana, sólo se atrevía a ensoñar, pero
al crecer sus dones le permitieron
respuestas que decidió callar. En el limbo en que cayó tras saborear ese primer
y último beso, junto con sus lágrimas imparables, su mente repasó como en un
sueño cada momento decisivo en su andar.
Desde el principio, todo fue dolor. Nació
por un acto indebido de su madre; una
mujer cuya vida estaba consagrada a la vigilia de la santa madre Tierra y de
las almas que habitan en ella.
Aún tras su pecado, fue perdonada por el resto de sus semejantes. ¿La
condición? —porque siempre hay una—: Que ese fruto viviera sólo para servir a la Orden. Después de todo, no
sería un niño ordinario lo que fecundó
dicha unión. Cuál fue la sorpresa, cuando en vez de uno fueron dos niñas las
concebidas, gemelas idénticas con un esperanzador potencial.
Vislumbraron en ellas un gran porvenir,
siendo la más pequeña quien nació para ser un oráculo, y eso fue una gran dicha.
Pasaron su infancia en una dimensión
subterránea, donde no existía el Sol, pero sí las luces de la madre Tierra. No
tardaron en comprender que vivían un enclaustramiento, pese a que su madre se
esforzaba por ocultárselos y volverlo divertido hasta que finalmente lo
entendieran y lo aceptaran. Tenían un deber y debían cumplirlo.
Desconocían cómo es que un niño se creaba, por lo que nunca tuvieron el
concepto de la palabra “padre” como
para añorar su presencia o preguntar por su ser. “Madre” era lo único que necesitaban comprender en esa sociedad de
únicamente mujeres en las que se movían y educaban.
Al tiempo, cuando la palabra “ritual” comenzó a sonar mucho entre su
madre y hermanas, sintieron la
tensión crecer, inundando su hogar y convivencia con miedo y tristeza.
Su gemela, idéntica a ella en aspecto, mas no en espíritu, le advirtió
que algo malo estaba por pasar, y así fue. Lo había soñado con anterioridad,
mas su madre la confortó con la mentira de que —: Sólo fue un mal sueño.
Jamás olvidaría ese lugar al que ella, su
madre y gemela fueron casi obligadas a ir. La forma en la que la colocaron en
el centro de un círculo rodeado por las hermanas de la Orden. Todas citaban un
cántico que se alzaba por encima de las réplicas de su madre, quien gemía en la
distancia.
Estaba asustada, el cántico la había
adormecido, por lo que no opuso resistencia a que la recostaran en el suelo,
justo sobre un charco de agua que despedía olores que la sedaron aún más. Su
vista, adormecida, captó la última imagen que sus ojos físicos podrían
registrar: una mujer sosteniendo una daga, la cual precipitó hacia su rostro.
Todo
esto no lo recordaba por sus propios medios, tuvo que buscar la verdad a través
de sus dones para estar consciente de ello y comprender…
El dolor la había hecho llorar, pero
sería una angustia pasajera; aquello era un sacrificio necesario, pues sus ojos
físicos bloqueaban su verdadera visión, aquella que le permitiría escudriñar
los enigmas del pasado, presente y del futuro con más claridad.
El llanto desolador de la madre y de las
hijas, gimiendo al unísono a través del cosmos, fue lo que pudo haberlo atraído,
nadie lo sabe con certeza, pero en cuanto tal infamia se cometió, el lugar se
estremeció por su presencia. Él
apareció, su héroe, el hombre que las
sacó de ese lugar y de esa vida, llevándolas lejos, a una dimensión de ensueño
en donde vivieron felices por muchos años.
Tan pequeña y privada de la vista, fue
una experiencia desgarradora que nadie pudo curar. El ritual efectuado lo impedía. Desde entonces siempre fue
sobreprotegida, más cuando sus habilidades de oráculo comenzaron a florecer tal
cual estaba previsto. Lograba ver el mundo y a la gente a través de las
imágenes que extraía del pasado, presente y futuro de los demás, por lo que
todo comenzó a ser más llevadero.
El tiempo para ellas pasó más lento, sus
cuerpos de niñas no cambiaron pese a las décadas, pero de pronto, sin darse
cuenta, vio a su hermana crecer y volverse una joven mujer. Contemplarla era
como verse a sí misma, por lo que tuvo una idea de su propia apariencia.
El señor Avanish las cuidó y educó,
fomentando sus habilidades con un propósito. Ella y su hermana lo acompañaron
muchas veces a rescatar a otros que,
como ellas, sufrían de grandes tristezas y soledad. Algunos de ellos le
despertaron sentimientos de compasión, otros de miedo, pero sólo uno de ellos
de amor. No el amor que siente por su
madre, hermana o amigos, uno que va más allá, que es egoísta y por el que haría lo que fuera por asegurar su bienestar.
En el futuro de ese hombre nunca
vislumbró luz, sólo muerte. Intentó cambiarlo, buscó caminos diferentes para
él, pero sólo fueron remedios temporales… su destino estaba marcado y no lo
pudo modificar…
Quería verlo feliz, y sólo hasta el final entendió que su felicidad estaba
en el descanso en el que ella le permitió quedarse dormido. Abrazó su alma como
hubiera querido poder estrechar su cuerpo y, bendecido con su poder, le
permitió marchar sin que nada ni nadie lo atara a quedarse.
Tras eso, se sintió caer en las
profundidades de una oscuridad inexplorada. Segundo a segundo, en un limbo que
no tiene un fondo.
Entonces, sintió que su hombro se detuvo
contra algo que le impidió continuar su descenso. Debió abrir los ojos, sólo
para encontrarse rodeada por tinieblas. Al poder ver sus brazos brillando por
encima de la oscuridad, supo que se encontraba lejos de su verdadero cuerpo, en
un sueño, pues sólo en ellos sus ojos
están sanos.
Desorientada dentro de esa fosa oscura,
distinguió aquello que detuvo su caída. Parecía un capullo de seda negra,
atrapado en medio de una telaraña hecha con la misma oscuridad solidificada.
La joven giró su cuerpo, el cual
levitaba de cabeza. Miró el capullo, alcanzando a escuchar una respiración
proveniente de su interior. Extendió su brazo, protegido con su propia luz,
para apartar un poco el velo que cubría el extraño capullo.
Lo hizo con cuidado, pues no deseaba
llamar la atención de la araña que
pudo ponerlo allí.
Destapó una cabeza repleta de largo
cabello ocre. Se trataba de un muchacho, cuyos ojos se encontraban vendados por
una tela igual de oscura que la telaraña.
Estaba vivo, pero débil. El prisionero movió la cabeza un poco al
sentirla libre. A través del harapo que tapaba sus ojos pudo distinguir una
silueta luminosa que llamó su interés.
Tara apartó un poco las vendas,
descubriendo sólo uno de sus ojos. Ella lo reconoció.
— Tú
eres… el dios guerrero de Merak, Aifor.
El susodicho, adormecido aún dentro de
ese capullo, le dedicó una mirada a la luminosa visión.
Con un gesto cansado y al punto del
desmayo pudo decir:—. Es que acaso estoy en tu sueño… o es que tú has entrado
en el mío.
— Yo
—Tara intentó responder—… la verdad
no estoy segura —pronunció, contemplando el vacío oscuro en el que se
encontraba, el opuesto a su propio santuario blanco.
— Debes salir de aquí —musitó Aifor, no
sólo por debilidad sino por precaución. Era la primera vez que veía a esa
mujer, por lo que sin importar si era amiga o enemiga deseó alertarla—. Si él se da cuenta estarás en peligro…
— ¿“Él”?
—Tara repasó sus recuerdos de la batalla suscitada en Asgard y de los
eventos que la hicieron temer de sus predicciones—. Hablas de Ehrimanes…
Aifor asintió.— Márchate —insistió,
cerrando el ojo en clara señal de estar sumiéndose en un sueño profundo.
— Espera
— Tara le sujetó la barbilla con las manos, intentando mantenerlo despierto—. Aifor de Merak, no entiendo cómo llegué
hasta aquí pero hay algo que siempre he querido preguntarte.
El cálido contacto con la oráculo
permitió que el joven dios guerrero pudiera mantenerse despierto.
— Tú
naciste que el don de las predicciones a través de los sueños —recordó—. Quizá eres la única persona en este mundo
que puede entender esta tortura —musitó con tristeza—. A comparación de mi habilidad, la tuya es apenas superficial… y sin
embargo, pudiste lograr lo que yo no pude: Salvaste a una persona querida para
ti… ¿cómo puede ser? —cuestionó, angustiada—. ¿Por qué triunfaste donde yo fracasé?
Aifor le dedicó una mirada de completa
calma y resignación.
— Lo intenté… Muchas veces intenté
cambiar el futuro fatídico de aquellos que en mis sueños… vi morir —confesó—.
En todos y cada uno de ellos fallé. Pero tras mi primer y único éxito entendí
dos cosas… La primera y la más importante es que… “todos mueren” —susurró,
como si fuera un secreto del que nadie podía enterarse—. Cuando entiendes y
aceptas eso… tu sufrimiento no desaparecerá, pero será menor. Aunque logres
salvar una vida, a esa persona tarde o temprano le llegará la muerte —recalcó,
esbozando una ligera sonrisa—. Y lo segundo es —se atragantó un instante—… si
pude triunfar… fue porque estaba en mí y sólo en mí poder cambiarlo… En
ocasiones pasadas, las vidas de esas personas no estaban en mis manos… la del
maestro Clyde sí, y es por ello que pude tomar la decisión que le salvó
—explicó, agradecido por la oportunidad—… Aunque hay algo más que aprendí… el
futuro puede alterarse, sí, pero a cambio el universo encontrará la forma de equilibrarse…
evitar una tragedia sólo desencadenará otra… Sólo mírame… Éste es el precio…
Tara escuchó cada palabra, acongojada
por la tristeza que percibía en el alma del dios guerrero de Merak.
— Una
vida por otra vida… —musitó la mujer, descubriendo la posible razón de sus
fracasos—. Un sacrificio propio…
— Por supuesto que… también existen los milagros —Aifor dijo con esperanza—. Aún
creo en ellos… pese a todo.
— … Eres
un buen hombre, Aifor de Merak —Tara pronunció, agradecida—. Ojalá pudiera hacer algo por ti…
— Lamentablemente, no hay nada que
puedas hacer —él respondió, pero se retractó al instante—. ¡No, espera…! Quizá
sí… Por favor, adviérteles a todos que… Ehrimanes… Sennefer… ellos van a
desatar algo terrible…. ¡Ellos van a…!
Tara se sobresaltó cuando un brazo
humano emergió por detrás del capullo y tapó la boca del dios guerrero de
Merak. En el ojo de Aifor leyó la advertencia de que retrocediera, por lo que
lo hizo.
— ¿Pero qué está pasando aquí? —escucharon de
una voz maliciosa y burlona que provenía de la oscuridad.
La joven vio a un hombre pegado a ese
brazo, el cual retenía la cabeza de Aifor de Merak contra su pecho.
— Esto sí que es una sorpresa. Nunca imaginé
que la princesita se atrevería a irrumpir en mi humilde morada —se
trataba de Ehrimanes, quien incluso en aquel mundo se representaba con la
apariencia del joven guerrero de Merak, pero su cabello gris y ojos repletos de
centellas lo diferenciaban claramente.
Tara no sabía qué decir; veía tanta
angustia en la expresión del verdadero Aifor que por un instante deseó poder
ayudarlo.
Como si Ehrimanes se hubiera percatado
de la creciente empatía entre ellos, con su otra mano también tapó los ojos de
Aifor, reparando el capullo en el que lo mantenía encerrado.
Una vez hecho, el demonio se impulsó
hacia la chica, sujetándola de la cintura y brazo como si fuera su pareja de
baile.
— Yo
no… — se sintió intimidada por la escalofriante presencia de Ehrimanes,
pero consiguió retener algo de valor para forcejear—. ¡Suéltame!
— ¿Quieres partir ya? ¿Por qué tanta prisa? Si
estabas muy entusiasmada charlando con mi querido “protegido”. Permíteme ser tu
anfitrión por lo que resta de tu estadía —dijo de manera hilarante y
tenebrosa.
— Tú
no puedes hacerme daño… Lo sabes. El señor Avanish…
— Sé bien lo que significas para él, y sólo
por eso es que no he castigado tu atrevimiento, princesita —Ehrimanes
la interrumpió, acercando peligrosamente su rostro al suyo—. No sé
cómo entraste aquí, pero te aconsejo que no vuelvas a hacerlo.
Tara tembló al ver cómo el rostro de
Ehrimanes se deformaba por las sombras, adquiriendo gestos y facciones demoniacas,
como colmillos en toda su dentadura.
— A nadie le gustan los invitados indeseables,
mucho menos a mí. Valoro mucho la privacidad de este lugar santo. La próxima
vez que quieras hablar con mi estimado Aifor, mejor habla conmigo
—sonrió con una mueca retorcida—. Yo le transmitiré tu mensaje. ¿He sido
claro?
Tara no respondió, aguantó el dolor que
el contacto con Ehrimanes comenzó a ocasionarle, como si agujas electrificadas estuvieran
penetrando su piel.
Su vista volvió a llenarse de oscuridad,
por lo que supo que había despertado.
Ante el desvelo de su madre, abrió los ojos, dejando escapar un sobresalto
breve.
Tara tanteó el aire con su mano derecha,
ansiosa y asustada, buscando una mano que la sostuviera, siendo siempre su
amorosa madre quien lo hiciera.
Con su tacto, podía imaginarla
claramente frente a ella, resaltando su imagen en la negrura de su invidencia.
— Todo está bien, hija mía —Hécate le
aseguró, con una cálida expresión.
— Madre… —la llamó, gustosa de sentir su
mano sobre la suya. Al poco tiempo, percibió que no estaban solas, por lo que
su rostro se ladeó un poco hacia la persona que se encontraba a su diestra.
— Padre… —musitó, iluminándose la
silueta de Avanish en aquel lugar oscuro.
— ¿Desde cuándo lo sabes? —Hécate se
impresionó de que lo llamara así.
— … No estoy segura. Quizá desde siempre
—Tara respondió, temerosa de la reacción del hombre que le dio el ser.
— Justo
como aquel día, escuché tu voz suplicante — Avanish dijo con tranquilidad,
recordando aquel tiempo en que el súbito e inesperado llamado llegó hasta él,
quien se había resguardado en las profundidades del cosmos para descansar—. Sólo que en esta ocasión me llamaste “padre”, por primera vez —aclaró,
siendo dicha palabra por la que tomó la decisión de intervenir y salvar la vida
de Danhiri; de lo contrario, habría dejado que el destino fluyera tal cual
estaba previsto.
— Lo lamento… señor Avanish —Tara se
disculpó. Intentó callar, pero estaba deseosa de hacer tantas preguntas que sus
poderes no le han permitido responder—. Yo…
— ¿Danhiri lo sabe? —cuestionó Hécate.
Tara sólo negó con la cabeza. — Creí
prudente callar, pensando que debe existir una razón por la que no desearan
decírnoslo… ¿Es por temor hacia las réplicas?... ¿Orgullo?... ¿Vergüenza?
—cuestionó, preocupada por el prolongado silencio en el que sus padres se
mantuvieron.
— Son
mi sangre —respondió Avanish, primero—, hijas
de un dios con una mortal. Protegerlas
era nuestro deseo, e impedir que el ego
contaminara sus almas nuestra intención.
Hécate asintió para proseguir—: Tú y
Danhiri nacieron con un gran poder que otros podrían querer aprovechar o
lastimar. Iguales en cuerpo, pero diferentes en alma; tú con dotes de oráculo y
Danhiri con la fuerza de un titán… las hermosas hijas de Avanish, el primer
Shaman King, su legado para esta nueva era… Callé por temor a eso —la Patrono
confesó con pesar, reviviendo en sus memorias los momentos difíciles, pero a la
vez dichosos, de su vida—. El señor Avanish no lo supo… no le permití saberlo,
ni a nadie… pero mis hermanas lo descubrieron e intentaron apropiarse de
ustedes y hacer su voluntad —. Ese viejo rencor inundó sus ojos de lágrimas por
unos momentos—. No culpes al señor Avanish de tu tragedia, hija mía. Fui yo
quien creyó que lo mejor sería mantenernos alejadas y no interponernos en su
camino… uno que yo sabía se cumpliría en su momento. —Hécate contempló a su
señor con ojos de amor.
La mujer lo conoció cuando la juventud aún
iluminaba su rostro, y aunque el tiempo en ella no se detenía, a diferencia de
en su señor, los sentimientos que formó continuaban tan fuertes como desde
aquel día en que se entregó a él, en cuerpo y alma.
Tara percibía esos sentimientos a su
alrededor, el amor de su madre por su padre. Era triste no poder sentir que
fueran correspondidos, ningún sentimiento fluía del corazón de su padre… pero
siempre ha sido así.
Nunca ha sido capaz de leer sus
emociones, ni percibirlas con la misma facilidad con la que siente a los demás.
Pero es claro que todas las atenciones recibidas de él reflejaban su amor por
ellas… jamás lo dirá con palabras, ni con afecto físico, pero sí con
conocimiento, cuidados y protección…
Quizá los dioses tienen esa habilidad,
esconder sus corazones de los mortales. ¿Con qué propósito? Tal vez no estaba
en los humanos comprender los sentimientos de seres de tan elevada existencia…
o sólo es su manera de ocultar alguna debilidad y así proteger su inmortalidad.
— No los culpo —Tara dijo al fin,
estirando su brazo libre en un intento de sujetar la mano de su padre.
Avanish contempló esa delicada mano, la
cual parecía no querer tomar, pero al final la cogió con cuidado.
Tara sonrió al sentirse feliz, pero de
golpe recordó todas las preocupaciones que había en su alma, y una urgencia por
exteriorizarlas la hizo temblar.
— Danhiri… ¿ella… está? —La sola idea de
haber perdido a su gemela la sobrecogió.
— Vive —respondió su madre—. Gracias al
esfuerzo de todos nosotros su vida ya no corre peligro, pero —Hécate pausó de
forma involuntaria—, es posible que no desee volver a luchar…
— No
hará falta —Avanish se adelantó, con su voz calma—. Ni Danhiri, ni Tara volverán a pisar el campo de batalla… Ya no son
necesarias —sentenció, soltando la mano de su hija al ponerse de pie.
— Pero… señor Avanish —Tara se
contrarió. En el pasado, tales palabras habrían traído alegría y paz a su
corazón, pero ahora…
— Su
esfuerzo y lágrimas serán compensados —aseguró el señor de los Patronos—. Cumplieron su papel en esta cruzada, del
resto yo me encargaré. —intentó irse.
— Señor Avanish. —Tara buscó levantarse,
pero sólo pudo sentarse con ayuda de Hécate, quien la sostuvo de los hombros—… ¡Padre! — Volvió a llamarlo, siendo de
nuevo esa palabra la que lo obligó a
detener sus pasos antes de desaparecer.
— Sólo pocos quedan para combatir a tu
lado… Y entre ellos hay quienes albergan una gran oscuridad… No vayas con ellos
a la lucha —suplicó, temiendo por su bienestar.
— Tu
preocupación es innecesaria. Conozco bien lo que habita en los corazones de
cada uno de los guerreros que mantengo a mi lado… sé sobre sus deseos y
ambiciones —confesó con total indiferencia—. Desde el principio, les prometí que al final de esta guerra les
heredaría el mundo; sabiendo que todos y cada uno de ustedes podrían llevar a
esta Tierra y a su población hacia una verdadera
evolución. Los más virtuosos murieron por la causa, y es lamentable… pero
incluso en aquellos que aún siguen de pie, vislumbro un porvenir… El método es debatible pero, ¿acaso no lo fue
también el inicio de esta nueva era?
Tara se estremeció. ¿Acaso él estaba consciente
del peligro que el dios guerrero de Merak buscó transmitirle?
—
Ahora, descansa
—le pidió, disipándose dentro del campo oscuro de su visión—. Es momento de que dejes de preocuparte por
otros y veles por tu propia vida… Mientras yo exista, el futuro no volverá a
atormentarte… Ese es mi regalo para ti, como debió haber sido desde el
principio.
Tara lo llamó repetidas veces, pero no
logró hacerlo volver. Se refugió en su madre, quien la abrazó con gentileza.
Hécate no pronunció palabra, pero lágrimas
corrieron por sus mejillas al ser consciente de la bondad oculta de su amado.
FIN DEL CAPITULO 49