El Santuario, Grecia, años atrás.
— ¿Qué es lo que
no te gusta de mí, Souva?—. La amazona Calíope preguntó cierto día en que sus deberes cotidianos
la llevaron a trabajar en conjunto con el aspirante a santo dorado.
La tarea era sencilla y se les asignó por
mera casualidad, pues el tardío arribo de las provisiones al Santuario se
efectuó casi al anochecer, y sólo por coincidencia es que ambos fueron
avistados por la afectiva señora del Patriarca, Shunrei.
Al principio, sólo Calíope fue la señalada
para la labor de organizar todo aquello en la bodega pero, de manera
inesperada, Souva se ofreció como voluntario para ayudar.
Para Calíope fue extraño, ya que una labor
rústica como esa no era algo propio
de un futuro santo de oro.
En los once meses que Souva ha vivido en el
Santuario, se hizo acreedor de una fama que a muchos les desagradaba, pero que
a otros les simpatizaba. Calíope en un principio lo aborrecía, por la forma
presuntuosa y frívola con la que abordaba a sus compañeras y a cuanta mujer
tratara. Sin embargo, para la mayoría de las afectadas, pasaba como un chico encantador, coqueto sí, pero
siempre un caballero que te sacaba una sonrisa o un bochorno inofensivo.
— Así
no es como un futuro santo de oro debería comportarse—, es lo que pensaba
ella, y el día en que se lo hizo saber, sólo provocó que el chico la eligiera
como blanco favorito.
Ella con un carácter estricto y fuerte, él
con un espíritu despreocupado y desvergonzado, sólo producían chispazos en cada
una de sus discusiones que terminaban en contiendas que el joven santo no
tomaba muy en serio, pero Calíope sí.
Pero mientras más lo veía, y cuanto más lo
enfrentaba, la amazona terminó por conocerlo tan bien como si fuera su mejor
amigo, y ella llegó a contarle cosas personales que ni a su más cercana amiga
en el Santuario le había confiado.
Al alcanzar ese punto de amistad, disfrazada con peleas y resentimientos, el joven paró de
molestarla, tratándola con una neutralidad que la dejó aún más confundida. Por
un lado se sentía aliviada, pero por otro, agredida.
Una vez que meditó sobre tal situación,
Calíope entendió un par de cosas… mismas por las que se atrevió allí, ese día,
a cuestionarlo.
— ¿Qué es lo que no te gusta de mí, Souva?
La inesperada pregunta obligó al joven Souva
a detenerse, cargando en su hombro derecho un par de sacos de trigo. Le lanzó
una mirada a la amazona, quien no estaba más que a sólo cuatro pasos de
distancia.
El silencio y desconcierto en el rostro de
Souva, llevó a Calíope a arrepentirse de lo dicho, pero decidió continuar.
— ¿Por qué ya no me miras cómo antes?
—espetó, sintiéndose una completa tonta por lo que salía de sus labios—. ¿Por
qué me evitas? Te has distanciado y… quiero saber la razón— continuó, para desconcierto
de su compañero.
Souva se mantuvo en silencio unos segundos
más, en los que dejó en el suelo el cargamento—. ¿De verdad hace falta que te
lo diga, Calíope?— preguntó, avanzando hacia ella.
La amazona no se movió pese a que el joven se
plantó justo frente a ella, obligada a levantar el mentón para sostenerle la
mirada.
— De todas las mujeres que conozco, nunca
imaginé que sería de ti de quien recibiría un reclamo como éste— dijo él,
sonriendo ante la ironía—. Creí que serías más feliz si te ignoraba, ¿acaso no
era lo que me pedías cada que me fracturabas la nariz? —alegó, pasando la mano
por el medio de su rostro.
— ¿Pero por qué de pronto el cambio? Es
decir, entendería que al fin escarmentaste, pero continúas siendo el mismo
atrevido con todas las demás— ella dijo, molesta.
Souva alzó una de sus cejas — ¿Y eso te provoca… celos? —musitó
con galantería.
— ¡Po-por supuesto que no! —Calíope respondió
lo más rápido que pudo, intentando sonar indiferente, pero sólo se escuchaba
más nerviosa—. Sé que planeas algo, y quiero saber qué es. ¡Puedes engañar a
todos, pero no a mí!
Souva rio divertido, era la primera vez que
la segura y confiada Calíope tartamudeaba y flaqueaba de esa manera. Le parecía
adorable.
— ¡No te burles de mí! —exigió ella,
presionando su dedo índice contra el pecho del santo.
—. ¿Acaso no lo entiendes Calíope? —cuestionó
el futuro santo dorado—. Ninguna de esas
mujeres son tú. ¿No fuiste tú quien me pidió que te dejara tranquila?
¿Qué dejara de hostigarte?— le recordó, sonriente—. Pues lo he hecho, y ahora
¿me reclamas? Es gracioso.
— ¿Qué tratas de decir?— cuestionó,
confundida.
— Que eres la única a la que realmente tomo
en serio.— Souva se atrevió a acariciar la máscara plateada de la amazona con
el dedo.
Calíope se quedó sin palabras ante tal confesión; no sabía cómo reaccionar o si
tenía que retroceder por ese atrevimiento.
— Las palabras de las demás se las lleva el
viento, pero las tuyas, estoy dispuesto a obedecerlas con tal de que entiendas
una sola cosa: de verdad me gustas.
En toda su vida, Calíope nunca había
agradecido poder llevar una máscara sobre su rostro, gracias a ella pudo
esconder el sobresalto de su expresión y el enrojecimiento de sus pómulos.
Souva estaba por proseguir con su discurso meloso,
pero ella lo frenó, no estando dispuesta a caer en sus juegos. Bastó un leve
empujón con la palma de su mano para evitar un acercamiento mayor.
— Ja, buen intento. Eso mismo le has de decir
a todas y cada una de las incrédulas chicas que eliges para que se quiten la
máscara frente a ti. Quizá yo deba quitarme la mía, así tendré la excusa para
atormentarte toda tu vida, y finalmente matarte— Calíope amenazó, tocando con
sus dedos la zona de la barbilla en la que su máscara puede desprenderse de su
cara.
— Si quieres seguir tan vieja tradición no
tengo objeción —él respondió a la amenaza con natural osadía—, así yo tendría
un motivo para hacerte cambiar de opinión, y en vez de matarme desearás amarme.
— ¡Calla! —Calíope gritó, exasperada por
tanta insolencia—. ¡Eres tan irritante, no tiene sentido hablar contigo que
sólo juegas con los sentimientos de los demás!— lanzó de manera involuntaria un
puñetazo contra Souva, quien no hizo el mayor esfuerzo por moverse.
Souva comprobó, una vez más, lo que decían de
los duros nudillos de la amazona. Bajo esa fragilidad engañosa, escondía una
fuerza tremenda a la que no se hacía resistente, por el contrario, podría jurar
que le dolía cada vez más.
Calíope se tranquilizó al ver la sangre que
salió por el labio y nariz del joven, preguntándose por qué no lo había
esquivado, como la hacía la mayoría de las veces. Sintió cierto pesar, pero al
ver que el chico en vez de reclamar sólo le sonreía como un bufón terminó
diciendo —: Lo mereces, y lo sabes— espetó, ocultando su arrepentimiento. Ella
esperó que Souva añadiera algo más, pero no, él sólo se quedó allí, parado, ni
siquiera hizo algo por limpiarse la sangre o quejarse de manera caricaturesca.
— No tienes remedio…— ella musitó finalmente.
Sacó un pulcro pañuelo que llevaba en su uniforme y con él limpió la sangre de
su compañero.
Souva se permitió la atención, mirándola en
silencio sólo hasta que—. ¿Qué es lo que te disgusta de mí, Calíope?— preguntó
de pronto, para desconcierto de la amazona. La joven se abstuvo de contestar
hasta que completara su labor—. Ya que estamos siendo sinceros después de mucho
tiempo, es justo que respondas.
— Podría enumerar mil cosas— dijo ella.
— Tengo toda la noche para escucharlas,
todas— el santo pidió.
Calíope parecía incómoda por la situación,
pero decidió seguir en el debate que ella misma inició—. Para empezar, eres un
mujeriego que no muestra respeto por las mujeres.
— Una. Pero vamos, di algo que no me
hayas dicho ya —respondió el santo pelinegro.
— Es que es la más irritante, y si no lo
remedias nunca nadie podrá tomarte en serio.
— Entonces, dime ¿qué es lo que sí
te gusta de mí? —Souva cambió la cuestión—. Algo debe de haber para que te
muestres interesada.
— ¡No digas disparates! —Calíope rio—… Eres
un fastidio para el Santuario, vergüenza debería darte.
— Vamos, una única cosa…— el santo insistió,
atreviéndose a tomarle la mano.
Calíope nunca se lo había permitido, tal
movimiento siempre terminaba con un rechazo automático o una llave bien
elaborada, pero en esa ocasión su cuerpo no reaccionó de una forma violenta,
sino que deseó sentir más.
Aquella fue la primera vez que la amazona se
permitió sentir lo cálidas que las manos de un hombre podían llegar a ser. Las
manos de Souva eran ásperas y con algunas cicatrices, indicaban una vida dura,
un entrenamiento arduo y con ello una vocación auténtica hacia el Santuario.
El silencio se prolongó más de lo debido,
logrando que la guerrera confesara tras muchos intentos de reprimirlo—. Eres
apuesto, ¿está bien? ¿Feliz? Ya lo dije, ahora suéltame— dijo, zafándose.
— Hmmm eso es suficiente, por ahora —el joven
le permitió retroceder—. Significa que deberé esforzarme más para que te
enamores completamente de mi —dijo con un gesto pensativo y optimista—.
¿Quieres saber lo que me gusta de ti?— preguntó.
— ¿Tengo remedio?— Calíope fingió desinterés—.
Anda, dilo.
— Aparte de tu linda figura, me encanta la
forma en como ríes — explicó, desenfadado—. Esperaré el día en que me permitas
ver tu sonrisa, pero hasta entonces, vamos, quizá la señora Shunrei no se
moleste, pero si no acabamos con esto, de seguro el pesado de Albert sí lo
hará.
El joven se volvió para proseguir con la
tarea encomendada, pero se detuvo cuando la luz del lamparón que iluminaba la
estancia se extinguió por el soplido de unos labios.
Souva se volvió un poco hacia Calíope,
pudiendo distinguir su silueta en la oscuridad.
— Tal vez no estoy lista para mostrarte mi
rostro pero… yo quiero…— la amazona musitó, sin poder repetir lo que su corazón
en verdad deseaba.
Souva sintió cómo su compañera lo sujetó por
el rostro, atrayéndolo hacia ella. Calíope probó los labios de ese joven
atolondrado, el primero en su vida, y fue tan placentero como siempre pensó que
sería, sobre todo cuando el joven santo le acarició la cara, sin máscara, en la
oscuridad.
Capítulo 48
El mensajero
Cerca de Bluegrad.
La amazona
dorada de Tauro sollozaba sobre el rostro del finado santo de Escorpión.
Intentaba en vano reprimir el llanto y las lágrimas que se helaban una vez
llegaban a su barbilla.
Paralela a ellos,
una mujer yacía en el suelo mientras que un hombre encapuchado la atendía, tal
cual Calíope intentó con el santo de Escorpión. La diferencia era que Danhiri,
Patrono del Zohar de Equidna, viviría un día más.
Aun
inconsciente, la Patrono tosió, siendo el sonido que Calíope necesitó para, al
fin, recordar la verdadera situación en la que se encontraba.
La amazona se
mantuvo de rodillas, mirando el cuerpo del santo de Escorpión, a quien le cerró
los ojos con suavidad. Lanzó un vistazo por encima del hombro, contemplando al
individuo de capucha blanca que le daba la espalda.
— Tú —musitó la
amazona que, aunque sonaba calmada, sus ojos verdes destellaban con gran furia—
… ¿fuiste tú quien asesinó al santo de Escorpión? —cuestionó.
El hombre
enderezó su espalda y giró un poco el rostro hacia la guerrera dorada. Su
pálido mentón y blanca dentadura se movieron para responder—. Tú misma lo has
dicho —con voz calma.
A la velocidad
impresionante que un santo de oro puede moverse, Calíope empleó la técnica que
la constelación de Tauro ha perfeccionado durante eras.
A tan corta
distancia, con esa cantidad de cosmos y deseo de venganza, el cosmos de la
amazona de Tauro habría pulverizado a cualquier enemigo, pero ese hombre no era
cualquier persona.
Por encima de sus
sentimientos de sorpresa e incredulidad, una gran frustración se apoderó de
ella cuando su puño dorado se vio obstruido por una barrera, invisible para los
ojos humanos, pero la fluctuación del cosmos era visible para los diestros
guerreros.
La energía que
protegía al encapuchado atrapó el brazo de la amazona, sin permitirle avanzar
ni un milímetro más.
Las ondas
cósmicas revolotearon los cabellos y ropas de ambos, desenmascarando a quien
Calíope desconocía era el individuo al que los Patronos llamaban “su señor”.
Sin temor alguno,
Avanish contempló los nudillos de la mujer a tan escasos centímetros de su
boca.
Se miraron a los
ojos, en un silencio atroz en el que Calíope comprendió tardíamente la razón
por la que Souva de Escorpión fue derrotado por ese hombre; y Avanish descubrió
la historia detrás de esos ojos llenos de odio y amargas lágrimas.
— ¿Esta es
—comenzó a decir el peligris—… la fuerza con la que pretendes vengar a tu ser
amado? —cuestionó con la seriedad propia de alguien quien asiste a un funeral.
Calíope no pudo
ni terminar de rechinar lo dientes por el coraje que sintió, cuando un
estallido vapuleó su cuerpo.
— Qué lástima
—musitó el hombre de ojos rojizos, no reteniendo más la respuesta de su poder
ante el intento de agresión.
La amazona de
Tauro fue impactada por su propio cosmos y fuerza, los cuales le fueron
reflejados.
Escuchó su
armadura crujir, manteniéndose unida sí, pero el dolor creciente en su pecho y estómago
la llevó a vomitar sangre en cuanto cayó en la nieve, muchos metros atrás.
— Ése es el
alcance de tu odio hacia mí. Ya que lo sufriste en carne propia, medita si
crees que es suficiente para hacerme desaparecer tal cual exige tu corazón
—Avanish le pidió.
La amazona logró
erguirse con cierta dificultad, resintiendo dolores en distintos puntos de su
cuerpo que sangraban por debajo de su armadura.
— Tú —dijo con
gran resentimiento, absteniéndose de volver a atacar de forma tan imprudente.
No por nada sus sentidos le alertaban que se encontraba ante un gran peligro—…
¡¿quién demonios eres tú?!
Avanish ya se
encontraba de pie, sosteniendo en sus brazos a la inconsciente Patrono de
Equidna.
Calíope de Tauro
percibía la abrumadora cosmoenergía que rodeaba a ese joven de rostro
inofensivo. Dicha sensación la ha experimentado antes, forzó su mente para
recordar dónde.
— Puedes
llamarme Avanish —respondió con una
media sonrisa—. No temas, querida, no es mi intención lastimarte más, a menos
que seas tú quien busque lo contrario. Por favor, abstente. No me sería
placentero tener que tomar una segunda vida el día de hoy…
— ¿Ahora eres
considerado? —Calíope sintió gran indignación al escucharlo—. ¡¿Crees que te
dejaré escapar así nada más?! ¡Nunca! —gritó, alterada y dispuesta a todo.
Antes de que
repetir el mismo error, una mano la sujetó inesperadamente por el hombro,
deteniéndola.
Al volverse,
Calíope vio a un hombre desconocido, que con gesto de preocupación le habló —:
Detente. Lamento decirlo pero no tienes probabilidades de vencerlo, mucho menos
en tu actual condición —aconsejó, para turbación de la amazona que no pensaba
fiarse de un total extraño.
— Deberías
escuchar a esa alma en pena, guerrera de Atena —pidió Avanish, con la intención
de marcharse—. En honor al hombre al que aquí le quité la vida, te permitiré
conservar la tuya.
— “Avanish” —repitió el hombre junto a
Calíope—, el primer Shaman King.
Ahora entiendo, tú eres la razón por la que el señor Yoh se marchó sin
confiarnos su paradero, ni siquiera a nosotros, sus oficiales de mayor rango.
¿Por qué has regresado? ¿Por qué te has convertido en la fuente de maldad que
intenta ahogar este mundo en penas y caos?
— “Vladimir”,
¿cierto? — dijo Avanish con tranquilidad—. Esas cuestiones sólo tu maestro
deberá responderlas, yo —calló de pronto, meditando algo que poco a poco
comenzó a ser murmurado por sus labios—… he realizado un movimiento imprevisto,
me pregunto cómo es que él usará este acto a su favor —caviló en voz alta, para
confusión del shaman—. ¿A quién de los míos sacrificarás, Asakura, a quien de
todos los demás salvarás? Será interesante de ver… —Fueron sus palabras antes
de desaparecer.
— ¡No! — clamó
Calíope, avanzando unos cuantos pasos, esperando poder percibir el cosmos del
enemigo para perseguirlo, pero todo intento fue inútil—. ¡Lo has dejado
escapar! —Frenó, volviéndose hacia el shaman.
— Guerrera de
Atena, en estos momentos lo más importante para mí es preservar el mayor número
de vidas posibles. —Vladimir, carente de heridas y escarcha, explicó con
paciencia—. Respeto tu sentir, pero también debes de respetar el de aquellos
que aquí han caído. Dudo que al santo de Escorpión le complazca que mueras
ahora, a su lado; por lo que te suplico que vuelvas en ti, hay otros que te
necesitan. — El shaman señaló las tres siluetas que se hallaban a los lejos.
El furioso
corazón de Calíope se resistió a tal petición, dándole la espalda al shaman.
Pero al contemplar una vez más el cuerpo del finado santo dorado, entendió que
aunque no pudo llegar a tiempo para salvarlo, todavía podía hacer algo por los
otros valientes que lucharon a su lado.
— ¿Quién era ese
hombre? —preguntó Calíope, luchando por serenarse —. Lo llamaste Avanish, por lo que lo conoces… Dime,
por favor —pidió, pero ante la falta de respuestas, se giró con brusquedad,
dispuesta a utilizar la fuerza para extraer de él la información ansiada. Sin
embargo, el shaman ya no estaba allí.
Lo buscó con sus
sentidos, pero las únicas cosmoenergías que podía sentir eran las dos que
provenían de la dirección que Vladimir señaló.
Confundida, la
mujer avanzó hacia donde yacían los sobrevivientes. Al llegar a ellos, sólo
Alexer mantenía algo de conciencia, por lo que el regente de Bluegrad pudo mirarla
al rostro. La débil vista de Alexer, así como la reciente perdida de uno de sus
ojos, ocultó la faz de la amazona de Tauro con la misma efectividad que la
máscara dorada que dejó atrás.
El marine shogun
de Kraken intentó pronunciar palabra, pero terminó desmayándose a sus pies.
Los dos marines
shoguns vivían, en cambio, del tercer individuo no percibió vida. Aun así,
Calíope buscó un pulso en su cuello.
El cuerpo
congelado de ese hombre se mantenía asombrosamente en pie, ¿cuántas veces no
había escuchado soñar a sus compañeros con terminar de esa manera tras una
batalla? Era una imagen digna para cualquier guerrero que luchó hasta el final,
sí, pero a la vez un cuadro triste.
Conforme sentía
pena por el guerrero congelado, se percató de algo, el cadáver… era el mismo
individuo que momentos antes se interpuso entre ella y el hombre que mató a
Souva de Escorpión.
Buscó
encontrarle un sentido, pero una vez más su amistad con el santo de Cáncer le
permitió aceptar que, por unos instantes, trató con un espíritu errante.
*-*-*-*-*
Asgard, cerca del
Palacio Valhala.
El santo de
Acuario se desplazaba lo más aprisa que su cuerpo lastimado le permitía,
resintiendo en cada paso y respiración una agonía que celosamente acallaba en
su interior. Sólo las gotas de sangre
que se deslizaban fuera de su armadura fracturada eran evidencia de su
auténtica condición.
Aun sabiendo que
en el palacio le esperaba un enemigo del calibre de Nergal, jamás pasó por su
cabeza huir.
Divisó el
palacio conforme ascendía por una larga pendiente, intentando que sus sentidos
llegaran hasta allá, en busca de aquellos que eran el centro de su
preocupación.
De no haber
extendido su cosmos justo en ese instante, quizá sus cansados sentidos no
habrían percibido el peligro que se dirigía a él por la espalda, en forma de
haz de luz.
En su debilidad
no podría evitar el impacto, pero sí que le atravesara el corazón. Un rayo de
brillante luz pasó a través de su clavícula izquierda, provocándole un dolor
tan intenso que casi se desmayó.
El impacto lo
empujó, tumbándolo al suelo. El santo de Acuario intentó ponerse de pie,
pudiendo ver una flecha dorada incrustada en la superficie nevada, revestida
por un fulgor celestial que resaltaba entre la blancura de la nieve.
— Oh, mis
felicitaciones, santo de Atena. Aun tras tu agobiante victoria, pudiste
detectar y eludir mi flecha —escuchó de alguien, cuya sombra proyectaba desde
las alturas mientras descendía a tierra—. Debí anticipar que la gracia de Niké
no permitiría que un campeón como tú muera de forma tan infame, no tras la
gloriosa batalla de la que fuiste partícipe.
Terario
lentamente se giró, a tiempo para ver que un hombre, rubio y envestido por una
corta túnica blanca que cubría una armadura platinada.
Frente a él,
Terario tenía a un joven alto y delgado, de facciones delicadas y hermosas; su
voz poseía un timbre melodioso, pero a la vez firme y amenazante.
—… ¿Quién eres?
—Terario preguntó, buscando ganar tiempo y recobrar algo de sus fuerzas. Mas la
energía que pudo haber en su cuerpo salía rápidamente con la sangre que
borboteaba de su reciente herida.
— Soy sólo un
mensajero, mi nombre carece de total importancia. Es la voz y el mensaje de
quien represento lo que es realmente trascendental —en las manos del hombre
rubio se materializó una lira de oro con incrustaciones de zafiros y
esmeraldas.
— ¿Eres un Patrono?...
No —Terario se respondió a sí mismo, pues los enemigos que ha enfrentado
reflejaban una clara humanidad, en
cambio ese hombre parecía provenir de una dimensión diferente.
— Ellos son mi
presa tanto como tú lo eres, santo de Atena —el rubio añadió, deslizando su
mano por las cuerdas, que desprendieron un inusual zumbido—. Ya que te negaste
a recibir la bendición de mi flecha, morirás por la crueldad de mis cuerdas.
Antes de poder
decir algo más, Terario se perturbó al percibir cómo ese único zumbido absorbió el resto de los sonidos a su
alrededor, quedando sumido en un vacío desconcertante en el que incluso la voz
de sus propios pensamientos se perdió.
De manera
súbita, sintió que una onda estalló dentro de su cabeza, tan profundo, tan
terrible, que la prolongada onda de dolor contorsionó su cuerpo y alteró el
resto de sus sentidos.
Terario cayó
sobre la nieve, con su cuerpo convulsionándose por las ondas que se inyectaban
en sus oídos, viajaban a través de su sistema nervioso y atrofiaban todo lo que
se encontraba conectado a él. De forma intuitiva intentó cubrirse las orejas,
pero sus manos temblorosas no mitigaron en nada su dolor.
Al guerrero de
armadura platinada le bastó un solo desliz de sus dedos sobre las cuerdas para
reducir al santo de oro en un despojo incapaz de defenderse. El rubio no
repitió la acción de inmediato, pues había algunas cuestiones que discutir.
— Con tal
simplicidad no evitarás tu condena —su voz permitió que el resto de los sonidos
volvieran, aunque las dolencias del santo permanecieron—, pero el descanso
eterno llegará a ti más pronto si cooperas conmigo.
Terario de
Acuario luchó por alzarse, mas sus brazos apenas levantaron un poco su torso y
cabeza.
— El príncipe de
Asgard —prosiguió el arpista—, ¿qué ha sido de él?
El santo se
intrigó al descubrir que ese hombre compartía un mismo interés con los Patronos—.
¿Qué puede buscar alguien como tú… con ese niño?
— Limítate a
contestar, no a cuestionar — el rubio volvió a hacer temblar las cuerdas de su
arpa, ocasionando ese mismo vacío de sonidos que comprimió la cabeza del santo
de Acuario.
Terario se
retorció de dolor una vez más, intentando contraatacar. Pero en cuanto su
cosmos dorado lo cubrió, el arpista prolongó el vaivén de sus dedos sobre el
arpa celestial.
La agonía se intensificó,
produciendo una marejada de dolor que sus sentidos apenas pudieron resistir.
Terario perdió la vista dentro de ese limbo silencioso en que sus gritos sólo
eran escuchados por el guerrero de cabello rubio.
El santo de
Atena pudo descansar cuando su enemigo pausó el castigo musical.
— Un santo
dorado se interpuso en nuestro camino antes, llevándose a ese otro infante de
cabellos de sol —reveló el arpista, perdonando la vida del pelirrojo por unos
segundos más—. Fue afortunado, ya que durante la persecución una guerrera se
unió a la disputa e impidió que le diéramos alcance. ¿Deberé llevarle a mi
señor la misma noticia? —se cuestionó en voz alta—. ¿Que los mortales
impidieron una vez más que efectuara mi misión? Será una gran ofensa —murmuró.
Distraído en sus
cavilaciones, el arpista permitió que Terario se concentrara lo suficiente para
desplegar un ataque de hielo.
El arpista ni se
inmutó cuando la corriente glacial estuvo a poco de golpearlo, bastó una mirada
suya para que el torrente se dividiera en dos, evitándole cualquier daño.
El debilitado
santo maldijo en su interior, en tan lastimero ataque gastó las reservas de su
energía.
— ¿Aún tienes
fuerzas para luchar? —el arpista cuestionó—. Parece que la afamada voluntad de
los santos de Atena es auténtica. Está bien, si no me dejas otra alternativa,
deberé quebrar primero tu cuerpo y mente antes de continuar. Ése es el destino
que has elegido, padece ante la melodía de Hera, mi Réquiem del Poder.
Terario volvió a
quedar ensordecido por el dolor que se clavaba como agujas por sus canales
auditivos, expandiéndose por toda su cabeza. Intentó resistir, pero no pudo
reprimir los gritos sofocados que emergían de su garganta. Su sentido de la
vista, oído y tacto se desvanecían rápidamente, conforme una fuerza descomunal
oprimía su cuerpo. Sentía que su dañada cloth vibraba sin parar, cuarteándose
cada vez más a causa de la melodía malévola.
De pronto, las
hombreras doradas estallaron en pequeños trozos, iniciándose una reacción en
cadena que avanzó por el resto del ropaje sagrado. Los tímpanos del santo de
Acuario reventaron al mismo tiempo en que su armadura se despedazó.
El arpista
detuvo las cuerdas de su arpa tras escuchar el último alarido de su enemigo,
quien terminó totalmente inconsciente en el suelo.
El guerrero
recapacitó por un momento, quizá había exagerado un poco. Dio un par de pasos
hacia Terario, con la intención de reanimarlo sólo para lograr su objetivo,
pero una voz lo detuvo.
— ¡No! ¡Basta,
por favor, ya basta! —escuchó de una mujer.
El hombre
contempló cómo una joven rubia, envuelta en un abrigo morado, descendía
presurosa por la colina nevada. Proveniente del palacio, ella se abalanzó sobre
el cuerpo del moribundo santo de Acuario.
La joven se
expuso como un escudo sobre el pelirrojo, valiéndose sólo de su frágil cuerpo
para defenderlo.
— ¡Se lo
suplico, no le haga más daño! —ella pidió, mirándolo fijamente a la cara.
El guerrero
permaneció estoico ante la petición, ligeramente cautivado por el rostro
compungido de la joven que intentaba mostrarse valerosa, pero temblaba de pies
a cabeza.
— Es suficiente…
piedad —Natasha insistió.
— Mujer, ¿por
qué te entrometes? —el arpista cuestionó, respetando la vida de la bella mortal
aun por encima de su deber—. Deberías saber que la tragedia persigue a aquellos
que sirven a los dioses. Apártate, no permitas que el infortunio de este hombre
te arrastre con él a las puertas del Hades.
Natasha negó
frenéticamente con la cabeza, aferrándose aún más a Terario —. No lo haré,
Terario… Él… yo no podría…. —dijo, atragantada.
El arpista
conocía sobre el amor, pues él experimentó uno muy grande, pero a la vez
catastrófico. Su corazón humano le permitió sentir empatía por los sentimientos
de la joven, y al mismo tiempo lo llevó a recordar a su antiguo amor… Aquella
mujer que fue su premio, pero a la
vez su perdición.
Una vez más,
Natasha fue testigo de eventos que estaban fuera de su comprensión y que jamás
podría explicar: el entorno alrededor del guerrero rubio se deformó de manera
inesperada, reemplazado por un vacío estrellado que buscó engullirlo.
Un gesto de
sorpresa alzó las cejas del arpista, sobre todo al ver cómo es que detrás de la
chica y el santo de Acuario apareció un hombre revestido por una armadura
dorada.
Sabiéndose
descubierto, el recién llegado abandonó el sigilo y empleó su técnica secreta —¡Another
dimension! (¡Otra dimensión!)
El velo
interdimensional se distorsionó sobre el misterioso arpista, arrastrándolo
hacia el interior de la abertura a otra dimensión. Hubo un instante en que él
pudo resistirse, pero desistió al ver a la chica a los pies del guerrero de
armadura dorada, sabiendo que cualquier contraataque sería fatídico para ella.
Con una
expresión confiada, el arpista desapareció dentro del campo estrellado. El
vórtice dimensional se cerró en ese mismo instante y el entorno regresó a la
normalidad.
Aturdida por los
sonidos y visiones, Natasha se sobresaltó al resentir la sombra que cayó sobre
ella. Un grito de espanto escapó de sus labios de forma involuntaria, pero al
distinguir su ropaje dorado calló.
— Tú-tú —la
chica tartamudeó—… eres un…
— Mujer, donde
algunos admirarían tu valentía, yo reprocharé tu insensatez. ¿En qué estabas
pensando?
Natasha se
intimidó ante la dura expresión del hombre de cabello azulado.
— Por fortuna,
actué a tiempo, de lo contrario ambos estarían muertos, como la trágica pareja
de una epopeya—el hombre le dijo a la joven, quien continuaba confundida y
aferrada al inconsciente Terario.
Natasha
permaneció sin palabras, sólo el temblor que le recorría el cuerpo reflejaba su
estado.
— Es mejor que
salgas de tu estupor, ese hombre podría regresar en cualquier momento.
La idea de
volver a encarar al arpista la hizo temblar aún más, por lo que sacudió la
cabeza para decir—: Sí… Terario está muy malherido… necesita atención. Tú…
¿eres un santo también?
Él asintió. —
Puedes llamarme Albert.
/ * - * - * - *
/
Reino submarino de
Poseidón, la Atlántida.
Sorrento de
Siren avanzaba lleno de dudas por entre los valles y arrecifes de corales.
En el instante
en que él y el Emperador Poseidón fueron libres del embrujo en el que fueron sumergidos, su señor le mostró la
ubicación y condición de cada uno de los guerreros, marinos y aliados, que
lucharon para defender la Atlántida.
En cuanto el
dios del mar puso esas imágenes en su mente, Sorrento recibió una orden
silenciosa, misma que le obligó a partir, lejos del Emperador y la batalla.
Sin palabras,
Sorrento aceptó ir, pero conforme más se alejaba y las cosmoenergías estallaban
en la distancia, el arrepentimiento frenaba sus pasos.
Enoc de Dragón
Marino y Caribdis de Scylla se dirigían al Palacio; Behula de Chrysaor estaba
inconsciente y herida pero fue salvaguardada en un sitio seguro; Nihil de
Lymnades, Alexer de Kraken y Tyler de Hipocampo se hallaban en la superficie; y
los santos, uno de ellos estaba ileso mientras que el otro agonizaba.
El marine shogun
sabía que éste último era quien acaparó un pensamiento de preocupación en la
mente del Emperador, disparado por una promesa que ni la fusión de entidades
desapareció de la mente del Olímpico.
Sorrento era el
único de los marines shoguns que entendía el peso de aquella promesa, tanto
como para ignorar su deber primario hacia el Emperador y la Atlántida, por ello
fue elegido.
El flautista se
detuvo ante los límites de un profundo desfiladero humeante. Aunque la batalla
había cesado en ese lugar, las fuerzas cósmicas que allí estallaron continuaban
latentes. El sitio quedó irreconocible, grandes grietas devastaron la
vegetación marina y erosionaron la tierra hasta deformar por completo el
escenario.
Sorrento
distinguió al otro lado de la gran brecha a un hombre envestido por una
armadura de plata.
Aristeo de la
Lyra permanecía acuclillado junto a un desmayado santo de Capricornio.
Aun con su
velocidad y grandes reflejos, Sorrento de Siren no logró reaccionar a tiempo
cuando el santo de la Lyra precipitó su dedo índice derecho contra el pecho del
indefenso santo dorado.
Cuando Aristeo
se dispuso a repetir la acción le fue imposible, pues la mano de Sorrento se
cerró sobre su muñeca como un grillete, impidiéndoselo.
Las botas de su
scale sagrada se mancharon con el charco de sangre que había alrededor del
joven santo de Capricornio, mientras que el santo de plata se sobresaltó un
solo segundo por la repentina intervención del marine shogun.
Sorrento miró
con congoja el cuerpo ensangrentado y repleto de cortaduras del inmóvil chico
pelirrojo.
El santo
plateado movió ligeramente su brazo, intentando recuperarlo, pero Sorrento sólo
lo apretó con más fuerza antes de hablar.
— ¿Qué te
propones? ¿Esta es la manera en la que los santos muestran piedad a un hermano
caído? —cuestionó con severidad, viendo la reciente herida en medio del pecho
de Sugita, aquella por la que el dedo de Aristeo se encontraba manchado con su
sangre.
— No es lo que
crees —el santo de plata respondió de inmediato con tono pasivo, manteniéndose
de cuclillas, sin ejercer ninguna clase de resistencia—. Sólo míralo, está a
punto de desangrarse, morirá si no hacemos algo pronto. Ni tú ni yo somos
médicos o conocemos técnicas de curación, ¿me equivoco?
Sorrento no
respondió con palabras, pero a través del contacto que ejercía su mano, la
respuesta llegó al santo de la Lyra.
— Pero si me lo
permites, puedo prolongar el tiempo que le queda de vida para que reciba la
atención que podría salvarlo —Aristeo prosiguió.
— ¿Cómo?
— Necesito dos
cosas de ti— el santo explicó, manteniendo sus ojos ciegos cerrados—: que confíes
en mí, pero más importante, que liberes el brazo que estás a punto de partir en
dos.
Sorrento de
Siren decidió confiar al entender que no tenía otra alternativa. En la actual
condición de la Atlántida, era posible que la asistencia médica no pudiera llegar
a tiempo para salvar la vida del santo de oro.
Aristeo palpó
por unos segundos su muñeca una vez que fue liberada —. Nosotros, los santos, estamos ligados a nuestra constelación
guardiana desde el momento en que manifestamos el cosmos, tanto que en nuestros
cuerpos existen determinados puntos
cósmicos que representan cada una de sus estrellas —explicó, volviendo a
centrarse en el moribundo Sugita, quien palidecía cada vez más—. Hay quienes
utilizan este conocimiento para causar un daño irreparable en nuestros cuerpos,
pero hay otros que los usan para sanarnos.
El santo de
plata hirió un par de veces más el cuerpo de Sugita ante la angustiada mirada
de Sorrento de Siren. Cada pinchazo lo sintió como suyo.
— No es mi campo,
pero con esto se reducirá el flujo de sangre que escapa de sus heridas. El
resto dependerá sólo de él y de la ayuda que le sea brindada.
Aristeo fue
cuidadoso en cada perforación. Aun sin ser un experto, la sensibilidad que su
ceguera le permitía hacia el universo bastó para detectar los puntos cósmicos
del santo de Capricornio y lograr lo prometido.
Sorrento fue
testigo de cómo es que, aunque las heridas se encontraban abiertas, la sangre
dejó de manar de ellas; incluso el inerte muchacho dio un leve suspiro que
reveló que aún había vida en su ser, una esperanza de sobrevivir.
— A través de
uno de los Patronos, pude presenciar la culminación de cada batalla que el día
de hoy se libró para salvaguardar el legado de los mares y la vida del señor
Poseidón —pronunció Sorrento al instante en que levantó al santo de Capricornio
en brazos—. Su asistencia en esos momentos de necesidad es algo que jamás
olvidaremos, santos de Atena.
— ¿Crees que a
partir de hoy una alianza más sólida y duradera entre el Santuario y la
Atlántida sea posible? —Aristeo preguntó.
— Sólo el
Emperador tiene la última palabra, pero estoy seguro de que él no dejará pasar
esta afrenta… los Patronos tienen sus días contados —Sorrento aseguró con
frialdad.
*
- * - *
Cuando la ira de
Poseidón penetró las defensas de la gruta secreta, Tara creyó que su fin estaba
próximo, olvidando que sus visiones no la habían sentenciado a ella a morir… Lo
recordó cuando Abaddon, su eterno protector, se interpuso entre ella y el mortal
resplandor.
Dentro del
estanque sagrado, las imágenes llegaron a su mente como si sus mismos ojos
ciegos fueran testigo del momento en que el Patrono de la Stella de Briareo fue
golpeado por el fulgor divino que le atravesó el pecho con clara facilidad, agujerando
la stella del guerrero enmascarado, su cuerpo, tejidos y órganos, hasta salir
por un punto de su espalda. El resplandor continuó precipitándose hacia la
Patrono, con menos fuerza e intensidad tras haber forzado su entrada a aquella
cámara subterránea de propiedades místicas, pasado a través de la stella y más
aún, adentrándose al estanque de origen sagrado.
El estupor y la
inexperiencia la mantuvo inmóvil, pero el instinto de supervivencia la llevó a
expulsar su poder a través de un alargado grito que se extendió por el espacio
blanco de la dimensión.
Misteriosas
fuerzas actuaron dentro del limbo, y desvanecieron el haz luminoso en
partículas.
Abrumada, las
circunstancias la llevaron a tomar decisiones precipitadas. Con su poder sólo
sería capaz de salvar una vida, de entre todas las que se extinguían en sus
visiones. Ella eligió, pero se negó a tal limitante, forzosamente debía ser
capaz de salvar más.
Salió presurosa
del estanque, pisando la sedosa hierba del jardín que lo rodeaba. Extendió su poder
hacia el convaleciente Abaddon, deteniendo el
tiempo de su cuerpo, evitando que muriera por la herida en su pecho.
Llorosa por los
angustiantes eventos, con las manos vertió agua del estanque sobre la herida de
Abaddon. Le apartó la máscara y le dio de beber poco a poco.
Tara respiraba
con dificultad, su rostro sudoroso y con expresión afligida reflejaban el gran
esfuerzo que hacía por mantener su poder al máximo.
Conforme los
minutos pasaban, su respiración se volvió cada vez más sonora e ineficiente, su
ceguera la protegió del espanto que le ocasionaría ver lo demacrado de su
aspecto, y la forma en la que el intenso azul de su cabello perdía brillo y se
aclaraban algunos de sus mechones.
— Deténgase
señorita Tara, es suficiente— escuchó dentro de la caverna.
Con alegría, la
sorprendida Patrono giró el rostro hacia donde percibió al recién llegado.
— Caesar —ella
musitó, pudiendo imaginar en la negrura de su visión al Patrono de Sacred Python;
ileso, sano y envestido con su espectacular zohar oscuro—… pudiste regresar.
— Escuché su
llamado, y fueron sus deseos los que me trajeron aquí… pero sabe que es un
esfuerzo en vano —Caesar aclaró.
— No —alegó la
joven, negando con la cabeza. Se puso de pie, abandonado el lado de su guardián
durmiente—… no digas eso, aún puedes… Yo puedo…
— Debe guardar
sus fuerzas para Abaddon y Danhiri señorita Tara, ellos aún pueden lograrlo
—Caesar explicó con solemnidad—. Mi corazón se detuvo en la batalla y ni usted,
con todo su poder, es capaz de cambiar eso, por lo que le pido que emplee su
energía en ellos, en usted… si continua así también morirá.
Revitalizada por
su sola presencia, Tara extendió los brazos antes de avanzar en la oscuridad de
su mundo, temblando, llorando, hasta que sus manos palparon el peto del zohar
de Sacred Python.
— No Caesar,
puedo resistir… Yo debí, desde el principio… Quizá el señor Avanish pueda…
El hombre le
sostuvo las manos con cuidado y comprensión.
— El señor
Avanish ya ha hecho por mí todo lo que debía —explicó con voz calma—. La cruzada
terminó para mí. Tras la lucha que sostuve contra el santo de Aries, me siento
libre... Ahora comprendo que aunque el señor Avanish me sacó de esa prisión
donde estuve suspendido por tantos años, seguía siendo un prisionero dentro de
mí mismo, pero al fin estoy listo para continuar.
La joven
reprimió en vano su llanto, entendiendo las palabras de Caesar, pero se negaba
a dejarlo ir.
— Caesar, yo…
nunca tuve el valor para decirte lo mucho que me importas —Tara decidió que
guardar silencio por más tiempo no era una opción, aunque siempre había imaginó
que podría vivir el resto de su vida admirando en la distancia a ese hombre
valeroso—… yo te amo. Ojalá hubiera podido sanar tu mente y tu corazón, pero…
nunca pude acercarme lo suficiente —ella sujetó las manos de su compañero con
fuerza.
— Sus
sentimientos no me eran desconocidos, señorita —el Patrono musitó, para
sorpresa de Tara—. Mas no estaba capacitado para aceptarlos… en mí no existía
cabida para nada más, sólo mi maldición.
Si alguna vez mi indiferencia la lastimó, pido disculpas.
Tara lloró aún
más cuando sintió la mano de Caesar posarse sobre su mejilla.
—Usted muchas
veces intercedió por mi bien, incluso abandonando a otros para asegurar mi
regreso, tal y como lo hace ahora… pero es evidente que mi destino estaba
marcado con la muerte. Un guerrero sólo encuentra la paz en la tumba —Caesar repitió aquello en lo que creía—, y el
universo sabe cuánto la necesito. ¿Me dejaría al fin descansar, señorita Tara?
—cuestionó, susurrando con un tono cansado.
— Lo mereces mi
amor —la joven musitó, reteniendo con sus manos la de Caesar para mantener el
frío contacto de ese cuerpo que sólo se mantiene en movimiento por su poder—,
en verdad lo mereces… pero es tan difícil… Quisiera ir contigo.
La Patrono de
Euribia se abrazó a su amado, quien permaneció en silencio en espera de una
resolución. Los brazos de Tara no alcanzaban a rodear por completo la espalda
del guerrero.
Sería fácil
morir, agotando su vida al prolongar los segundos que le roba a la muerte para tomar
lo que le pertenece. Sólo los dioses tienen ese poder, los shamanes en menor
medida y pidiendo permiso, ella no.
Lo único por lo que se sentía atada
era su familia… siempre su familia: su hermana, su madre y su padre…
— Pero sé que
aún no es mi tiempo… Llegará, es mi consuelo, por lo que te pido que a donde
quiera que tu alma vaya, me esperes, yo iré a tu encuentro —prometió, mientras
su brazos paulatinamente se cerraban más y más, pues el cuerpo junto a ella se
desmoronaba conforme el poder de su cosmos lo abandonaba.
Caesar inclinó
la cabeza hasta quedar a la altura del oído de la joven, allí sus labios
dejaron escapar un débil —: Gracias.
Tara giró su
rostro, logrando que sus labios besaran los del hombre que amó en secreto todos
esos años.
Polvo y minúsculos
trozos metálicos caían a los pies de la mujer. Pronto, sus brazos la abrazaron
a sí misma y su boca sufrió por la repentina separación.
Tara terminó
arrodillada, su vestimenta y piel blanca estaban sucias por las cenizas que el
alma de su amado dejó atrás. En su llanto, soltó un último gemido al resentir
el vacío en sus manos y en su corazón.
Tal lamento pesó
en las almas de sus padres, quienes arribaron sólo para ser testigos de ese
último adiós.
FIN DEL
CAPITULO 48