— Libérame —insistió
Sorrento a su pasiva captora, dentro del infinito y blancuzco espacio al que
fue arrastrado.
La enigmática
Patrono de Euribia se limitó a compartir con él su visión sobre los eventos que
se suscitaban en la Atlántida, mismos que se esforzaba por ocultar al emperador
Poseidón.
— No puedo hacer eso —respondió la joven,
manteniendo los ojos cerrados—. Retendré
tu mente aquí como un acto de piedad, así no sufrirás en el momento en que tu
cuerpo sucumba. Pero no temas, protegeré tu alma y permitiré que viaje al más
allá, a diferencia de otros que han muerto durante nuestra cruzada.
— Si ese es el
alcance de tu piedad, prefiero ser víctima
de tu crueldad —el marine shogun repuso inmediatamente—. No puedes pedirme
aguardar una dulce muerte mientras mis camaradas son víctimas de cruentas
batallas. ¡No seré menos que ellos!
Sorrento colocó sus
labios sobre la flauta sagrada de Siren, soplando para liberar la melodía de la
muerte.
Tara escuchó con
atención la hermosa canción que llegó a sus oídos.
— Bellísimo —musitó la Patrono
con extrema pasividad—. Puedo imaginar
claramente a las hadas danzando a mi alrededor —sonrió, sin temor alguno—. Pero te advertí que sería inútil utilizar
tus técnicas en este lugar en donde sólo nuestras mentes emigran.
— Quizá tu hechizo sea efectivo sobre aquellos
cuya fuerza reside en sus puños— sonó la voz de Sorrento, pero sus labios
seguían trabajando en la tonada armónica —. Pero
mis habilidades se especializan en influir sobre la psique de las personas. Al
traerme aquí y exponer el sagrado recinto de tu mente, has cometido un grave
error.
Cuando la bella
melodía empezó a zumbar en su cabeza, Tara cambió su expresión. Intuitivamente
se cubrió las orejas con las manos, buscando proteger sus sentidos de tan molesta
sensación que se acrecentaba a cada momento.
Sorrento duplicó sus
esfuerzos al notar efectividad. Entendía que no podría salir por sí mismo de
ese lugar, pero podría obligar a su carcelera a soltarlo.
Tara apartó las
manos de su rostro y sonrió débilmente—. Parece
que subestimé un poco el alcance de tu poder… en otras circunstancias sería
completamente inmune a tus ataques mentales, pero ahora que mis esfuerzos se
centran sobre tu dios, no puedo defenderme con plenitud —explicó en el
instante en que su aura se manifestara alrededor suyo—. Es una lástima Sorrento de Siren, pensé que alguien como tú apreciaría
mi intención.
A través de sus
cosmos, ambos entablaron un duelo en el que la sinfonía de Sorrento perduró por
largos segundos. Durante la confrontación en que las ondas energéticas de cada
uno parecían neutralizarse una a la otra, como muros invisibles que no cedían
al paso del otro, la Patrono de Euribia musitó — Kairós.
Su susurro produjo
un eco interminable dentro del blanco infinito que pisaban, propagando un
poderoso hechizo que estremeció al marine shogun.
En aquel plano,
sintió un entumecimiento en su cuerpo astral, mismo que le impedía mover con
libertad y destreza los dedos con los que tocaba la flauta.
Sorrento le exigió
a sus manos moverse, pero la torpeza y petrificación casi las habían dominado.
Lanzó una mirada preocupante hacia su adversaria, sólo para sorprenderse al
notar cómo es que estaban rodeados por una especie de vapor rosado, siendo
asaltado por un estrepitoso Déjà vu.
— Esto es —Sorrento
logró decir, absorto ante lo que ocurría—… no, no puede ser que tú poseas la
misma habilidad que él.
— Y no te equivocas, carezco de ella —dijo
Tara de manera ceremoniosa al notar el desconcierto en su voz—. Yo sólo soy capaz de utilizar el pasado de
una persona en su contra... es decir, una recreación exacta de un momento
exacto —confesó—. Kairós— volvió a repetir,
produciéndose el mismo eco pese al sonido del vapor en movimiento—. Por lo que supongo que sabes lo que
ocurrirá a continuación.
La Patrono no se
movió, no tuvo que decir nada, los sentidos de Sorrento recrearon el instante,
el lugar y la persona que sonoramente gritó en aquella ocasión — ¡Nebula
Storm! (¡Tormenta nebular!)
Al instante, el
vapor se centró alrededor del marine shogun, girando de forma violenta hasta
formar un remolino rugiente, el cual estalló hasta alargarse verticalmente,
despegando los pies de Sorrento del suelo y elevándolo por los aires con
brusquedad.
Tara estuvo atenta
al grito de su enemigo, el cual dejó de escucharse por el furioso vendaval y la
altura a la que fue ascendido. Ella permaneció inmóvil, aguardando, y tras
algunos momentos en que el silencio volvió a su recinto, un fuerte golpe en el
suelo le avisó de la caída, y convalecencia, del marine shogun de Siren.
El marine shogun
resintió el dolor por todo su ser, permaneciendo en el suelo del que se sentía
incapaz de levantarse. Se encontraba confundido por lo que había pasado.
No podía negar que
años atrás, pensó numerosas veces en su derrota a manos del santo de Andrómeda,
y en algún momento meditó que si pudiera repetir esos instantes, habría actuado
diferente y quizá vencido… pero Tara le demostró lo equivocado que estaba; en
ese momento revivía la misma sorpresa y espanto que en el pasado le impidió
reaccionar debidamente
Sin embargo, la
habilidad de la Patrono de Euribia no obtuvo el mismo resultado, ya que todavía
permanecía consciente y esta vez no soltó su instrumento sagrado… la derrota no
llegó. Observar cómo su mano sujetaba fuertemente la flauta le hizo ver que el
paso de los años le ha permitido superar sus capacidades de antaño. Tras ese
pensamiento, la fuerza volvió a entrar en su cuerpo, permitiéndole levantarse.
Sorrento se giró
rápidamente hacia la Patrono, dispuesto a atacarla, pero al verla temblar
pospuso cualquier intención ofensiva.
La vio allí, con
sus ojos ciegos abiertos, mirando
hacia la nada. Había un temblor en sus labios y cuerpo, como el de una niña que
teme a los truenos durante una tormenta nocturna.
— No… no —musitó
acongojada— Leviatán… Engai… Caesar… Nergal… Ábaddon… hermana…. Ustedes no pueden…
El desconcierto de
la Patrono sería una oportunidad aprovechable para cualquier otro guerrero…
pero Sorrento no era la clase de hombre que se aprovecharía de un enemigo que
ha perdido el sentido de la pelea, sobre todo al tratarse de una mujer.
— ¡No, no de nuevo,
no, así no es cómo debía ser! ¡No puede ser que todos ellos vayan a…! —se
lamentó, atragantada por el llanto que saturó sus ojos vidriosos.
De cierta forma, el
marine shogun se vio beneficiado por la inestabilidad de la Patrono, pues ella
le mostró, de manera consciente o inconsciente, las visiones que llegaron a su
mente. Las derrotas y muertes de Leviatán de Coto, Engai de Fortis, Caesar de
Sacred Python, Danhiri de Equidna, Ábaddon de Briareo y Nergal de Brontes.
Ninguno de los dos podía
estar seguro si eran sucesos que estaban ocurriendo o que no tardaban en
suceder.
— Uno… sólo puedo salvar a uno —ella musitó, trastornada—… tengo que salvar cuando menos a uno… ¡¿Por qué sólo a uno?! —sollozó, histérica, lanzando un
manotazo en dirección a Sorrento.
El marine shogun
sintió que fue empujado por una fuerza descomunal. Para cuando abrió los ojos,
se percató de que su mente volvió a su cuerpo mortal.
Sorrento se encorvó
hacia al frente, golpeado por una debilidad momentánea, quedando con las
rodillas y manos sobre el suelo, respirando angustiosamente, como si en su
ausencia a su cuerpo se le olvidó respirar.
Justo en esos
momentos en que su cabeza colgaba de los hombros, las puertas de la cámara del
Emperador de la Atlántida se abren ferozmente por un cosmos que no reconocía
pero que desapareció en el mismo instante en que lo percibió, dejando sólo la
presencia de Poseidón, la cual se extendió por el reino y provocó que el mar
sobre sus cabezas se tornara oscuro y tormentoso.
Capítulo 46
Imperio Azul, Parte X
Lazos restaurados
Asgard, Palacio del Valhalla
Terario de Acuario
recordaba bien lo que el santo de Libra y Lyra le advirtieron sobre el Patrono
que atacó el Santuario junto a los Apóstoles de Ra.
El santo de Acuario
jamás ha sido alguien que subestima a un enemigo, mucho menos lo haría con uno
que ha demostrado gran habilidad y que sólo pudo ser frenado por el mismísimo
Patriarca y el santo de Pegaso.
Terario conocía la
fuerza de su rival, por lo que en combate físico se sabía en desventaja.
En cada golpe, el
santo de Acuario desplegaba su cosmos gélido, que al contacto con el cuerpo de
su oponente creaba una dura capa de hielo con múltiple intención: provocar un
daño mayor al adversario, disminuir la potencia de sus ataques y al mismo
tiempo obstaculizarlos. Pero Nergal, Patrono del zohar de Brontes, era hasta
cierto punto inmune a tales tácticas, pues su zohar lo protegía del aire
invernal, y la fuerza de sus golpes destrozaba el hielo que cada ataque
generaba sobre su armadura.
Por cada ataque
fallido, los brazos y piernas de Terario despedían una ventisca que dejaba un
camino de estalagmitas de hielo en las superficies que tocaba, convirtiendo
poco a poco la explanada del Valhalla en una llanura de cristal, con altas e
irregulares esculturas de hielo afilado.
El Patrono sentía
cierta satisfacción al poder encontrar en el Santo de Acuario un rival capaz de
recibir sus golpes y resistirlos. El santo de Atena poseía una gran destreza y
movilidad, pero mientras él se desplazaba por el campo de batalla con
gracilidad y efectividad, el Patrono empleaba golpes cortos y pesados que
desquebrajaban el hielo a su alrededor.
Terario había
podido resistir la potencia de cada uno de esos golpes defendiéndose con el
hielo que materializaba instantes antes de ser tocado por ellos, siendo el cristal
el que se desmoronara y no su armadura dorada. Pero más allá de su buena
defensiva, ni ataques ni contraataques afectaban a su enemigo.
Nergal hablaba
demasiado, intentando provocarlo, distraerlo, obligarlo a descuidarse, pero su
lengua presuntuosa encontró a un rival imperturbable que se limitaba al
silencio durante el intercambio de golpes.
De pronto, los pies
del Patrono resbalaron con torpeza cuando Terario de Acuario creó una discreta
y oportuna capa de hielo en el suelo. Nergal cayó de espaldas, abriendo los
ojos desmesuradamente al no dar crédito a lo que sucedió, pero más se
conmocionó cuando el santo de Acuario extendió las manos para atacarle con su
viento helado a tan corta distancia.
La energía glaciar
lo golpeó, hundiéndolo en el suelo rocoso, empujándolo hacia las profundidades
de la tierra sin posibilidad de resistirse.
La abertura por la
que el Patrono desapareció, de inmediato se rellenó de resistente cristal sobre
el cual el santo de Acuario vio reflejada su imagen.
Terario se alejó,
mirando con desconfianza el foso congelado. No creía en su victoria, pero tomó
esos escasos segundos para sondear con su cosmos la situación en el Palacio,
descubriendo que sus compañeros, así como Natasha, parecían fuera de peligro.
El intenso crujir
del hielo le anunció que el mal resurgía de la tumba de cristal más pronto de
lo esperado.
El suelo comenzó a
temblar, y el radiante blanco del hielo perdió su pureza, contaminándose con
una oscuridad en movimiento y vibrante que se liberó como un geiser descomunal,
acompañado por un zumbido estruendoso e interminable.
Millones de
pequeños mosquitos brotaron de entre la roca y el cristal, simulando los
chorros de una fuente de agua, acumulándose en el cielo como una retumbante
nube.
Entre los zumbidos
y los enjambres en movimiento a su alrededor, Terario no logró percatarse de la
mano que salió por debajo del suelo que pisaba hasta que le sujetó el tobillo.
Lejos de la fosa
congelada, Nergal emergió de entre las rocas, alzando al santo de Acuario en el
aire e impactándolo contra las mismas esculturas de hielo que éste había
formado.
Terario luchó por
soltarse, pero la fuerza física de Nergal continuaba superándolo. De manera
salvaje, y sin soltarle la pierna, el Patrono azotó numerosas veces al santo
contra el suelo, a la vez que lo golpeaba ferozmente con su puño, rodillas y
cabeza.
Nergal era, de
entre todos los Patronos, el que mayor fuerza bruta poseía en su ser, por lo
que cada golpe era un castigo del cielo para el santo de oro.
Terario sujetó el
brazo de Nergal con la intención de congelarlo, pero al Patrono le bastó con
una simple sacudida para que el cristal se despedazara.
— ¡Creí que serías
un mejor oponente, pero me equivoqué! ¡Si esto es todo lo que tienes, temo que
estas acabado, maguito! —rio Nergal,
en el momento en que le fracturó la pierna—. ¡Los trucos de hielo no tienen
efecto sobre mi zohar! ¡Eso ya debiste comprobarlo, pero parece que eres
estúpido!
El santo de Acuario
gritó adolorido por primera vez, pero no fue un lamento prolongado; no podía
dejarse llevar por el dolor, por lo que congeló esa sensación en su pecho pese
a la paliza interminable.
— ¡Tu armadura
dorada es frágil! —el Patrono se mofó ante las claras grietas en el ropaje
sagrado de Acuario—. ¡No eres más que basura, y como tal mereces ser tratado, como
un buen aperitivo para las moscas! ¡Serás devorado por mi Plaga Número
4, Calliphoridae!
El Patrono lanzó a
Terario hacia el cúmulo de insectos que revoloteaban en el cielo. Las criaturas
formaron una masa viviente que pareció abrir sus fauces para tragarse al santo
dorado.
Las millones de moscas
se agitaron en el cielo de manera frenética alrededor del alimento con el que
fueron recompensadas.
El Patrono esperó
ver de un momento a otro un esqueleto cayendo de la nube de oscuridad, como
solía suceder cuando su plaga volaba libre y engullía a cualquier ser vivo. Sin
embargo, lo que recibió fue el inesperado golpeteo de una lluvia de granizo.
— Pero qué… —dijo
ante la inofensiva granizada, atrapando un trozo de hielo dentro del cual vio a
un puñado de sus insectos congelados.
En el cielo, pronto
esa nube negra se solidificó, desmoronándose hacia tierra en forma de pesado
granizo. Cuando el último de ellos cayó, la figura de Terario de Acuario
resaltaba de entre todas esas esferas de hielo.
El cosmos invernal
del santo lo rodeaba, pudiendo permanecer de pie aun con la pierna lesionada.
Tenía el rostro sucio por la sangre, pese al dolor de sus heridas, su semblante
se mantenía solemne y dispuesto a continuar con la batalla.
— ¡Es imposible, aun
cuando pudiste escapar de mi plaga, un solo piquete tendría que tenerte
agonizando! —reclamó el Patrono, al sentir que el cosmos de su oponente no
menguaba.
— Tal vez es lo que
debería pasar, pero ¿quién te asegura que alguno de ellos logró poner sus sucias
bocas sobre mí? —cuestionó Terario, con inigualable tranquilidad—. Pudiste
haberme matado, pero en vez de ello preferiste subestimarme. El frío que puede
generar mi cosmos no ha alcanzado su punto más alto en esta batalla, pero llegó
el momento de mostrártelo.
— Habría sido más
fácil para ti morir en ese momento, pero ya que has decidido prolongarlo, te concederé
la muerte lenta y dolorosa que deseas. ¡Plaga Número 6, Shkhin*!
El Patrono alzó los
brazos y un flashazo indoloro iluminó la zona, por el cual esperaba que el
santo de Acuario comenzara a padecer de intensos dolores.
Nergal volvió a
sufrir de un sobresalto, pues su adversario se protegió en la sombra de un
grueso muro de hielo.
— Es evidente que
eres más fuerte si hablamos sobre la potencia de tus puños, pero por el contrario
eres mucho más débil en cuanto a la fuerza del cosmos —sentenció Terario, aún
oculto tras la pared de cristal—. El santo de Libra nos alertó sobre las
técnicas que mostraste en el Santuario, por lo que pude anticipar tu acción.
— ¿Es eso cierto?
—el Patrono preguntó, sonriendo —. ¡Qué aguafiestas! En ese caso deberé emplear
cualquier otra de mis técnicas. No es ninguna molestia, mis plagas se vuelven
más mortíferas cuanto mayor sea su número… Y ya que has sido un completo fastidio,
creo que te mereces la más letal de ellas.
El Patrono encendió
su cosmos oscuro, intensificándose el color zafiro de su armadura.
— Recibir este
único golpe es una sentencia de muerte… ¡Nadie ha sobrevivido a él, y no serás
el primero!— Nergal bramó, sin intimidarse por el muro del hielo, el cual sabía
se desmoronaría en cuanto lo embistiera con su poder.
El Patrono proyectó
su energía hacia la pared de cristal, apartando el muro tras el cual el santo
de Acuario se mantuvo oculto.
Terario seguía
allí, pero con los brazos estirados por encima de su cabeza, con las manos
unidas.
— Aún está en duda
si podrás alcanzarme con ella —Terario dijo sólo con la intención de provocarlo.
— ¡Lo comprobarás
ahora, maguito! —su aura creció
enormemente, formando dos alas esqueléticas a la altura de su espalda, y
cubriendo su puño derecho con energía flameante— ¡Plaga número 10, Azrael!
Entre un segundo y
el siguiente, el Patrono se lanzó sobre el santo con la intención de asestar su
técnica mortal en el pecho del guerrero de Atena. De lograrlo, las ondas y
energía del impacto ignorarían la carne, los músculos y los huesos para
inyectarse en el corazón del oponente, haciéndolo estallar por la combinación
de la fuerza física y cósmica empleada por Nergal.
Pero aun con
distancia entre ellos, Terario precipitó sus brazos hacia al frente en una
atinada reacción por la que su cosmos dorado dibujó un cántaro entre sus manos,
del que salió disparada la técnica maestra de los santos de cristal.
— ¡Aurora Execution! (¡Ejecución Aurora!)
La ráfaga de
intenso aire frío golpeó al Patrono de Brontes. Nergal confió en que la
corriente gélida no lo detendría, pero en cuanto chocó contra su cuerpo se dio
cuenta de su error. La presión y soplo de la ráfaga invernal lo frenó poco a
poco; buscó imponerse a ella, sobrepasarla, pero aunque logró dar un par de
pasos más, terminó deteniéndose y finalmente fue empujado por ella.
Sus pies marcaron
surcos en el suelo conforme era arrastrado por la ventisca gélida,
resintiéndola por su cuerpo pese a la protección de su zohar.
Nergal maldijo
entre gritos, estrellándose contra el muro de la alta montaña que flanqueaba el
palacio del Valhalla, en donde el aire frío se solidificó en una inmensa
estructura de hielo que creció hasta emerger por el otro lado de la cordillera,
como una espada.
Terario demoró en
abandonar su postura de combate, hasta que lentamente bajó los brazos, cansado.
Una mueca de dolor
fue visible en su cara, pero tras un par de respiraciones logró volver a su
estoico semblante. Sin pestañear, contempló el trozo de hielo que hería a la
montaña, como si temiera que si se volvía aunque fuera por un segundo, Nergal
resurgiría.
Sentía
desconfianza, pues aunque era capaz de llevar su aire frío hasta el Cero Absoluto, no estaba seguro si eso
sería capaz de destruir al Patrono de Brontes.
— Terario —escuchó en un rincón de su
mente—, cuidado, esto no ha terminado.
Antes de que el
santo de Acuario pudiera preguntarse sobre esa manifestación, el estruendoso
estallido en la montaña estremeció toda la estructura sobre la que se erigía el
palacio del Valhalla.
La figura del
Patrono reapareció tras un tremendo grito, totalmente furioso. Su voz y su
cosmos redujeron a nada el hielo y desplomó gran parte de la montaña en la que
intentaron aprisionarlo.
Nergal permaneció en
la cima de la montaña, con su energía emanando con la misma ira que contorsionaba su rostro— ¡Sigues sin entender
que tus trucos no son nada más que una molestia para mí! ¡Este zohar me vuelve invencible!
Terario escondió su
sobresalto al ver que la armadura del Patrono se encontraba intacta.
— ¡Pero si deseas
continuar con tu función de magia, adelante, es más, permíteme ayudarte a
acrecentar el espectáculo! —en el cielo, ocultos detrás de las nubes,
incontables resplandores comenzaron a encenderse como estrellas—. ¡Muéstrame
más! ¡Plaga
número 7, lluvia de fuego!
Tal cual sucedió en
el Santuario, del cielo comenzaron a caer enormes bolas de fuego; meteoros
acompañados de un intenso granizo.
El santo de Acuario
entendió que él sería capaz de sobrevivir, pudiendo eludir cada uno de ellos,
pero todo ese poder podría aplastar el Palacio, y con ello a las personas que
se resguardaban en él.
Aún con el
cansancio oprimiendo sus pulmones, Terario volvió a elevar su cosmos dorado,
proyectándolo hacia el cielo, donde generó una gran cúpula de hielo sólido que
cubrió por completo el Valhalla y sus cimientos, sirviendo de escudo contra la
lluvia de meteoros.
El santo logró
mantener esa coraza en alto, notándose el sobreesfuerzo en su rostro, como si
el golpeteo de los meteoros contra la muralla se diera sobre su propio cuerpo.
En esos instantes de
tensión, el santo dorado se preguntó si en verdad tenía oportunidad de vencer a
un oponente que era inmune a sus técnicas. Le dolía admitirlo, pero Nergal era
un adversario que no sería capaz de vencer… No, el zohar de Brontes era el
verdadero problema, el hombre bajo esa armadura seguía siendo alguien de carne
y hueso, como él mismo. Tenía que encontrar una forma de llegar a él, ¿pero
cómo?
La lluvia de
meteoros no cesaba, y Terario cada vez se sentía más débil, pero antes de que
su muralla cayera, el Patrono de Brontes logró traspasarla con uno de sus
poderosos golpes que abrió una grieta. El guerrero de Avanish se desplazó a
gran velocidad hacia el santo de Atena, quien se encontraba imposibilitado de
reaccionar al mantener el escudo activo.
Nergal se arrojó sobre
Terario sin importarle su condición, la sonrisa en su rostro delataba que es lo
que buscó, acorralarlo en esa disyuntiva en la que tendría que decidir si
proteger a quienes moraban en el palacio, o salvarse a costa de sus vidas.
Esta vez Azrael, su golpe de la muerte, se
acreditaría una víctima más.
— ¡Crystal Prison! (¡Prisión de Cristal!)
Clamó alguien, provocando
que el cuerpo del Patrono se detuviera súbitamente. Terario vio cómo el cuerpo
de Nergal se encontraba rodeado por una capa de cristal transparente de la que
emanaba un poderoso cosmos dorado.
Nergal se contrarió
al ser incapaz de moverse, ni siquiera la quijada para hablar, ni tampoco parpadear.
No podía escuchar ni un sonido, como si de repente hubiera entrado en un vacío.
Lo único que le permitía su visión era ver al santo de Acuario, y detrás de él,
salido de quien sabe dónde, un pelirrojo que le mostraba las manos abiertas.
Terario miró
sorprendido a la persona que apareció tras de sí. Se trataba de Kiki, el
maestro herrero de Jamir.
* - * - * - *
Atlántida, reino de Poseidón.
En el momento en
que esa espada maldita le atravesó el hombro, un dolor inaguantable se apoderó
de su cuerpo y sus sentidos. Sintió como si por tal herida, cientos, miles,
quizá hasta millones de diminutos seres se adentraron en su ser, por debajo de
la piel, nadando por su sangre, recorriendo sus huesos, desgarrando sus músculos,
mordisqueando sus entrañas en un festín caníbal en el que al unísono todos
gemían, ya sea de placer, por desdicha o tormento; el número estaba lejos de
poder calcularse, todas esas voces retumbantes eran un maremoto que azotó todos
su sentidos y estaba despedazándolos.
¿Quiénes eran y por qué lo hacían?— la respuesta vino a él por labios del espadachín que blandía la
Áxalon.
Una infinidad de
voluntades es lo que lo mantenía hundido en esas aguas tormentosas de dolor
interminable, dentro del que su cosmos no era capaz de sacarlo a flote. Todas
esas voluntades se empeñaban en ahogarlo, destrozar su cuerpo, devorar su
cosmos y extinguir su alma.
Aunque mantenía los
ojos abiertos, no veía el campo de batalla, su sentido de la vista lo llevaba a
verse en medio de un mar rojizo, en donde el oleaje no era agua colorada, ni
siquiera sangre, no, eran cuerpos de personas, espectros de cuerpos flácidos
que parecían carecer de huesos por las formas abstractas en las que se mecían e
imitaban el oleaje del océano. Cada uno de los miembros de ese ejército de férreas
voluntades quería arrancar un pedazo de él, sin importar lo diminuto que éste
fuera, y pudo ser así, pero entonces los ojos saltones y manos deformes
perdieron interés en él.
Como si hubieran
visto algo resplandeciente en la distancia, uno tras otro comenzaron a avanzar
hacia allá.
Cuando Atlas cayó
al suelo con su cuerpo ensangrentado y carente de un brazo, pudo volver a respirar,
y hasta su corazón reanudó sus latidos tras casi haberse detenido por el aura
sofocante que despedía la Áxalon.
Incluso Caesar,
dominado por los sentimientos y anhelos que afloraban de la espada espectral,
ignoró al convaleciente santo de Atena para mirar en cierta dirección.
Allí, por encima de
ambos, con la imagen del Sustento Principal respaldándolo y el mar tormentoso
en su cenit, la imagen del Emperador del mar se erigía al final de unas
escalinatas desde donde contemplaba la extensa explanada de su palacio.
Caesar de Sacred
Python, ahora avatar de miles, quizá millones, de voluntades, centró sus
sentidos en el dios del mar.
Con su mente
perdida en el interior de todas esas emociones y sentimientos, no pensaba más
que en cumplir el deseo de la colmena:
destruir a Poseidón.
Caesar dio un
ligero paso, tras el que pudo escuchar el crujir de sus huesos. Un gesto
involuntario de dolor lo hizo tambalearse, permitiéndole saber que lo
inevitable estaba ocurriendo y no le quedaba mucho tiempo. Tal vez ni siquiera
sería capaz de desplazarse hacia el dios del mar antes de que su cuerpo quedara
inservible y su corazón estallara dentro de su tórax.
En medio de todo
ese caos físico y mental, escuchó claramente una voz que lo llevó a reponerse y
sentirse en condiciones plenas pese a la gravedad de su estado. Se trataba de
Tara, a quien volvía a sentir cubriéndolo con su poder, aquel que desvanece de
forma temporal cualquier daño o malestar físico en una persona.
Saberla allí con
él, le hizo ver que nada había resultado como se planeó, por lo que ahora los
dos deberían unir fuerzas para lograr lo impensable.
El tiempo era corto
pero el suficiente para lograr una certera estocada en el corazón del dios
olímpico… todo se resumía a eso.
Poseidón contempló
en la lejanía a esos dos hombres cubiertos de sangre y heridas. Percibió el
hostil cosmos de aquel que le apuntaba con una espada flamígera, y quizá sus
sentidos debieron quedarse en ella, pero no fue así…
Lo percibió mucho
antes de llegar hasta ese lugar, reconocería ese cosmos donde fuera por el lazo
que los une.
Agonizante, Atlas
de Aries logró girarse en el suelo pecho tierra. Intentó levantarse, pero su
brazo no pudo sostener su propio peso. Quedó paralizado al sentir el cosmos de
Poseidón, y más al saber que él lo observaba. Alzó la vista y miró en su
dirección pese a que el Patrono se interponía entre ambos.
Para el Atlante,
ese rostro no le pertenecía a la deidad que le dio el ser, pero la fuerza de su
cosmos le permitió reconocerlo de inmediato, sentirse dichoso, pero al mismo tiempo temeroso y avergonzado.
Fue un segundo, tal
vez dos, en que ambos entrelazaron miradas. Después de siglos de separación,
Atlas esperó ver la misma mirada acusadora
y resentida que le dirigió en el pasado, pero no fue así… pese a la
dureza de los ojos del Emperador, vislumbró algo en ellos que lo confundió.
Ese instante en que
padre e hijo se reencontraban después de eras de exilio, se interrumpió cuando
el Patrono soltó un grito horrendo al momento en que expulsó un torbellino
energético, envolviendo su cuerpo con una intensa llamarada azul.
Poseidón miró al
Patrono, quien se impulsó a toda velocidad hacia él. Para los sentidos del
dios, los movimientos del mortal eran claros y hasta lentos. Vio cómo es que el
cuerpo del mortal era consumido por el fuego que lo cubría, adquiriendo pronto
un aspecto cadavérico que terminaría vuelto cenizas.
Ya no estaba en él
menospreciar el arrojo de los hombres, por lo que invocó su cosmos divino para
eliminarlo de inmediato.
Sin embargo, en el
instante en que deseó materializar su tridente, el dios del mar sintió sobre él
una presión externa, un cosmos violento que entró en conflicto con el suyo. No
provenía del espadachín atacante, sino de un lugar distante y fuera de su reino.
Pensó que podría
ser obra de Avanish, pero su poder le permitió obtener la imagen de una joven
mujer quien era la agresora. Ilusamente, ella intentaba suprimir su cosmos,
como si la simple red de un pescador bastara para contener al feroz kraken.
Poseidón sólo
necesitó un soplido más de su poder para alejar de sí dicha presencia. El
tridente de los mares apareció en su mano justo en el momento en que el Patrono
ascendía por las escaleras que conducían a él.
Patrono y dios intercambiaron
miradas por primera y última vez.
Alentado por el
odio de millares y blandiendo la espada afilada por innumerables voluntades, Caesar
subió corriendo por las escalinatas en las que al final su objetivo primordial
se encontraba.
El Emperador,
aceptando el desafío, apuntó con su tridente al mortal, decidido a encontrar la
razón por la que Avanish parecía tener tanta fe en sus guerreros, quienes
presumen de ser capaces de extinguir la vida de un auténtico dios.
Mas cuando Poseidón
dejó fluir su cosmos para defenderse, de nuevo fue golpeado por la misma
presión cósmica de antes. Sin embargo, esta vez fue diferente, pues una nueva y
extraña fuerza se sumó a la lucha.
— ¿Q-qué es lo que me pasa? —
pensó claramente desconcertado. Era cientos de veces peor de lo que experimentó
el santo de Aries; su cuerpo se rehusaba a moverse, su cosmos estaba siendo sometido
por una aura asfixiante y doliente que lo hizo trastabillar, sólo su tridente
le impidió caer de rodillas al sentirse carente de fuerzas. Sus sentidos se
saturaron por ecos insufribles que lo aturdieron por completo.
Poseidón luchó
contra esa marea que se estrelló sobre él, negándose a su influencia y
magnitud, pero mientras más era su resistencia, mayor era el dolor que buscaba
doblegarlo.
Sólo para ser
testigos de ese instante en el tiempo, los marines shoguns de Scylla y Dragón Marino
emergieron en el horizonte, percibiendo el peligro que corría su Emperador. Aun
sabiendo que cualquier intento por intervenir sería inefectivo, se lanzaron
hacia el Patrono, quien ya estaba a pocos instantes de lograr su objetivo.
— ¡¡Emperador!!—
gritaron al unísono.
— ¡¡Este
es tu final, Poseidón!! —exclamó Caesar, con el eco de centenas de
voces combinadas en tal clamor; sus pies abandonaron el último de los peldaños,
y el camino estaba libre de cualquier obstáculo.
El fulgor de Áxalon
se extendió aún más, siendo en ella en donde el dios del mar encontró a su
verdadero enemigo.
Áxalon, sin duda,
habría atravesado el corazón de Julián Solo sin dificultad. La túnica del
Emperador se habría manchado de sangre mientras que en su pecho el filo flamígero
saldría por su espalda como un ala metálica y sangrante. Habría sufrido un
dolor agonizante, tanto por la herida sufrida en su cuerpo mortal, como por el
daño aún mayor infligido en su espíritu inmortal. Poseidón habría dejado de
existir tal cual es y todo el reino de la Atlántida habría muerto junto a él…
pero la rueda del destino giró de diferente manera.
Enoc y Caribdis
quedaron tan absortos como el mismo Poseidón, cuya vestimenta se salpicó por el
rocío carmesí que emergió de la espalda de Atlas de Aries.
Anticipando lo que
sucedería si el Patrono se acercaba al Emperador, y sin haber manera de
advertirle del peligro, lo único que tenía para evitar tal fatídica escena era
su propio cuerpo. Haciendo uso de su fuerza de voluntad, logró echarse a correr
detrás del Patrono y recibir la estocada destinada para el dios olímpico.
Poseidón, todavía
debilitado, permaneció perplejo, observando la espalda maltrecha de Atlas el
fratricida… el rey desertor…
La espada dentada
emergió por el centro de su espalda, y aún el filo vibraba con el deseo de
avanzar hacia el dios que estaba a pocos metros de poder tocarla.
—…Atlas— Poseidón llegó
a pronunciar el nombre del guerrero con evidente congoja e incredulidad. Una
imagen saltó inoportunamente de entre sus recuerdos, en la que la figura del
atlante herido se transformó en una pequeña y delgaducha, la perteneciente a un
niño que del mismo modo le daba la espalda.
El santo dorado
retuvo con su cuerpo el avance de Caesar y la Áxalon, comprobando que la espada
maldita sólo puede afectar a un individuo a la vez; en el instante en que
centró su atención en el dios, toda su influencia abandonó su ser, dejando su
cuerpo y mente maltrechos, sí, pero permitiendo a su cosmos alzarse una vez más.
Aun ahora que Áxalon se albergaba en su pecho, sólo el dolor lacerante lo hacía
temblar, ya que las almas clamaban por Poseidón, a quien no liberarían hasta
tomar su vida.
— ¡Entrometido hasta el final! — bramó
Caesar al moribundo que se encontraba al extremo de su espada—. ¡Espero que te complazca morir inútilmente como
el perro de un dios, porque de una u otra forma pienso tomar su vida! — el Patrono
de Sacred Python se impulsó hacia adelante con el intento de avanzar y herir
también al dios del mar, pero Atlas resistió el embiste pese a que la hoja se
hundió todavía más en su pecho, llevándolo a retroceder peligrosamente un par
de pasos.
Antes de que la
situación se saliera de control, Dragón Marino y Scylla se precipitaron sobre
el Emperador y lo alejaron de los guerreros que forcejeaban… pues esa fue la petición que recibieron.
— ¡No! —bramó el cadavérico Patrono, quien
se consumía dentro de la hoguera de flamas azules. Caesar intentó retirar la
espada del pecho de Atlas para ir tras ellos, mas el santo de Aries se lo
volvió a impedir al sujetar la empuñadura con su mano restante.
— Cuando se tiene algo que proteger, hay
quienes gustosos dan su vida— musitó el santo, repitiendo las palabras que
alguna vez le escuchó decir a la diosa de la sabiduría.
Caesar vio el
resplandor divino en los ojos del santo de Aries, al mismo tiempo en que su
cosmos crecía hacia el infinito.
El antiguo rey de
la Atlántida tomó una decisión final, debía eliminar al Patrono antes de que la
Áxalon decidiera volver a atormentarlo. Aunque eso significaría la libertad del
dios del mar para actuar, existía la posibilidad que volviera a someter al
olímpico en el instante en que él expirara, por lo que no iba a correr ningún
riesgo.
Quizá por la
confusión del momento es que Poseidón continuó atrapado dentro de ese recuerdo,
o ilusión, en que su primogénito era tan sólo un niño travieso. El niño se giró
un poco, dedicándole la cínica sonrisa que siempre delataba sus planes antes de
efectuar alguna bribonería que terminaría, de seguro, en una reprimenda.
— … ¡Detente Atlas,
no lo hagas!— el dios gritó al descubrir su intención.
Poseidón alargó el
brazo con el deseo de sujetarlo, pero él se alejaba cada vez más y más de la
imagen.
— ¡Todo está bien! —escuchó del pequeño
que, poco a poco, retornó a su actual apariencia—. No tratéis de intervenir, esto es algo que debo hacer… No, más bien,
es algo que debí hacer hace mucho tiempo —le dijo el santo a través de su
cosmos—. No estuve a vuestro lado cual
era mi obligación… jamás sangré por vos… pero ahora todo es diferente… tú eres diferente… Y mi deber es
protegeros en esta nueva era.
Los dos marine
shogun alejaron al Emperador hasta adentrarlo a la seguridad del palacio
submarino. Ambos fueron testigos de la brillante aura que rodeaba ahora a Atlas
de Aries, tan poderosa que, por breves instantes, fluctuaba como la del mismo
Poseidón.
Dragón Marino y
Scylla pensaron en ir en ayuda del atlante, pero éste, con su cosmos, los
sometía de alguna forma para que obedecieran su mandato de permanecer junto al
Emperador de los mares.
Caesar de Sacred
Python descargó una serie de golpes y rodillazos sobre el santo de Atena, pero
el cosmos de Atlas no se debilitaba, sólo se tornaba más violento.
— ¡¿Crees que me dejaré arrastrar a la muerte
por ti?! ¡Tú eres el que morirá! — Caesar rugió, en el instante en que giró
la empuñadura de la espada, desbordando aún más dolor en su enemigo, pero el
guerrero dorado sólo se estremeció unos segundos en los que su poder continuó creciendo.
— ¡¿Por qué?! —el Patrono bramó
encolerizado—. ¡¿Por qué es que defiendes
con tanto ardor al monstruo que numerosas veces ha buscado destruir al hombre?!
¿Crees que ha cambiado sólo por unas cuantas buenas obras? ¡Los dioses son
embusteros, y en el momento en que pierdan interés, los desecharan como
desperdicios o volverán a someterlos!
— Nunca lo entenderéis —respondió lacónicamente
el santo—… Vos, quien desconoce lo que es
la verdadera lealtad y la esperanza al ser una criatura que sólo se mueve como
un títere. Podéis destruir mi cuerpo, pero mi cosmos me levantará hasta que
cumpla con mi propósito...
El descomunal
cosmos de Atlas alcanzó su punto máximo. El santo de Aries sintió que de nuevo los ojos de Áxalon estaban por postrarse
sobre él, pero ya era demasiado tarde.
La explanada del
palacio, donde Atlas y Caesar se mantenían, se inundó por una pesada atmosfera
que comenzó a alzar las rocas y materiales que le daban forma.
— Fuisteis un notable adversario, Caesar de
Sacred Python —musitó Atlas—… pero me
es claro que los Patronos están destinados a fracasar… No tienen lo que en
verdad se requiere para enfrentar a los guerreros sagrados, pero de ello seréis
testigo en el más allá— se atragantó por un segundo, sólo para reunir un
último vestigio de fuerza y hacer estallar el poder que alguna vez su padre le inspiró—.
¡Ascensión
de la Atlántida!
Atlas liberó todo
su cosmos en un torrente de luz que se extendió ampliamente por el suelo,
disparándose atronadoramente hacia el cielo, formando una columna de luz de
intensa y flameante energía blanca, dentro de la que los dos guerreros
desaparecieron.
De tratarse de
Poseidón el ejecutante de tal técnica, con el mismo esfuerzo habría hecho
emerger al continente atlántico desde el fondo de los océanos hacia la superficie,
ocasionando un desastre global por el territorio emergente; pero en manos de
Atlas de Aries bastó para eliminar al líder de los Patronos y expulsar a la
Áxalon del reino submarino.
La columna de luz
se alzó hasta romper con el cielo marino, atravesó el océano, sobrepasó las
nubes y se extinguió en algún punto lejano fuera de la atmósfera de la Tierra,
siendo un acto que fue visible y perceptible por numerosas personas alrededor
del mundo.
El estruendo hizo
temblar los cimientos del reino submarino, vientos frenéticos azotaron las cercanías
y cegaron a quienes miraban tan de cerca, sólo Poseidón fue capaz de contemplar
la última hazaña del primer rey de la
Atlántida, en beneficio del reino que alguna vez fue su hogar.
Cuando todo se silenció,
el boquete que atravesó el agua del cielo se cerró poco a poco, mas una gran
cantidad de agua comenzó a drenarse en forma de lluvia y brisa húmeda.
Poseidón sentía que
sus fuerzas regresaban a él, pero aún quedaba una presencia que continuaba el
hostigamiento. Se apartó de sus marines shoguns con brusquedad, avanzó por el
palacio hasta que el techo no cubriera su cabeza, escudriñó el cielo como si
siguiera el vuelo de una gaviota, y allí, donde encontró el origen de la
insolente mujer, apuntó con su tridente.
Su cosmos lo cubrió
como un manto que delataba su indignación, liberando un delgado destello de luz
que emergió de la punta de su arma sagrada, el cual desapareció dentro en las
barreras de la realidad, desplazándose por pasadizos astrales hasta llegar a su
destino.
* - * - * -
Conmocionada por lo
que había sucedido, Tara de Euribia quedó inmóvil e incapaz de reaccionar de
cualquier forma.
Dentro de esas
aguas en las que puede llevar su poder a todos los rincones del mundo,
permaneció en shock pese a los llamados de su guardián.
Arriba, sobre la
fosa en la que se encontraba sumergida, un portal se abrió, trayendo consigo el
castigo divino del dios del mar.
Ella inclinó la
cabeza hacia esa luz mortal, y por un momento pensó en que sería algo bueno…
Cerró los ojos y
esperó el fin, olvidando que ya había visto ese futuro… Lo recordó en el
momento en que Ábaddon, Patrono de la Stella de Briareo, saltara para recibir
ese castigo en su lugar.
El estruendo fue
devastador.
* - * - * -
Al percibir que esa
nefasta presencia se desvaneció de su reino y ya no era perceptible para sus
sentidos, el dios del mar devolvió su atención a alguien más.
Poseidón bajó a
donde alguna vez fue una bella estancia donde sus súbditos gozaban de pacíficas
y alegres convivencias, la cual terminó transformándose en un terreno baldío,
hundido y enlodado por la lluvia. Caminó hacia donde una figura se encontraba de
rodillas en el fango.
Pese a lo
devastador que tal poder resultaba para un enemigo, el ejecutante no sufría
daño alguno al emplearla, pero Atlas agonizaba por las lesiones sufridas
durante su lucha contra el Patrono de Sacred Python, sobre todo por la pérdida
de sangre que fluía de su hombro derecho, del que su brazo fue arrancado, y de
la profunda herida en su pecho.
El dios del mar se
acercó a él, tanto que, incluso con la cabeza agachada, Atlas pudo ver en el
suelo la túnica blanca que se arrastraba a los pies del Emperador.
Un conflicto de
emociones estrujó el corazón del Emperador, quien alguna vez deseó la
humillación dura y constante de ese traidor.
La maldición que
desató su anhelo parecía persistir sobre Atlas pese al transcurrir de las eras,
pero ahora, tras centurias, no sentía satisfacción alguna ante ese cuadro.
El santo, aunque lo
intentara, no podía moverse; permaneció de rodillas en el lodo, con la espalda
y cuello expuestos como si se tratara de un condenado a muerte en espera de ser
decapitado, pero al mismo tiempo, la de un siervo que suplica el perdón de su
amo.
— Atlas— escuchó
que el hombre frente a él lo llamó por su nombre, no con un apelativo
deshonroso, ni con desprecio, o soberbia, sino con total neutralidad.
— No tenéis por qué decir nada, Emperador… todo
está bien… —murmuró con escaso aliento, en idioma atlante al recordar que
su padre apreciaba que, entre ellos, se utilizara el lenguaje antiguo que él
mismo les instruyó.
Poseidón decidió
hablar con el mismo lenguaje de antaño— ¿Por
qué lo hicisteis? —fue la pregunta que con más urgencia el dios del mar necesitaba
respuesta, ya que el “cómo es que estás
aquí” era algo que podría imaginar y adivinar con certeza, mas no la “razón”.
— Lo que dije ya… es verdad… —Atlas respondió,
aún con el rostro casi en el suelo, jadeando—. Sé que vos y yo tenemos una historia… pero, a ningún hijo le es
placentero ver morir a su padre… Lo sé bien, pues lo permití una vez… no podía
volver a ser testigo de algo así…
Los marines shogun
de Scylla y Dragón Marino contemplaban la escena a una distancia muy prudente,
sólo por petición de Caribdis, quien compartió la historia de Atlas para oídos
de Enoc.
— Siempre lamenté no haber sido el hijo que mi
padre esperaba de mí… No pude juzgar al mundo de la misma forma que él lo hizo
—Atlas rio débilmente—… Sin embargo,
aunque se me permitiera volver al pasado para cambiar mi destino… no haría tal
cosa, no me arrepiento de lo que hice, de lo que me convertí y de lo que soy…
Pero ahora… me alegra que al fin mi padre pueda ver al mundo como yo lo hago…
como los mortales lo vemos y… que entienda cómo nos sentimos por vivir en él,
que comprenda la razón por la que vale la pena luchar por permanecer en él pese
a las adversidades… ¡Yo…! —aspirando con fuerza, Atlas logró enderezar la
espalda y alzar la cabeza hacia el dios del mar para proseguir con sus
palabras, pero enmudeció cuando sus ojos, que perdían el brillo de la vida cada
segundo transcurrido, se toparon con la mirada compasiva del Emperador del océano.
Lo comprobó una vez
más, lo que vislumbró en las mentes de Sugita de Capricornio y Nihil de Lymnades,
santo de Atena y marine shogun respectivamente; se encontraba en una era en
dónde el inflexible dios Poseidón había cambiado para beneficio de todo aquello
por lo que él decidió luchar al lado del Santuario.
Ahora, en los ojos
de ese cuerpo mortal en el que el dios albergó su alma, podía distinguir esa genuina humanidad con la que la mirada de la misma diosa Atena resplandecía.
Atlas hubiera
querido decir mucho, pero el silencio perduró por largos segundos entre ambos,
hasta que para el santo de Aries le fue imposible mantenerse sobre sus rodillas
un instante más. Se tambaleó un poco hasta terminar cayendo con todo su peso
hacia el frente, golpeándose contra las rodillas de su padre, manchando todavía
más la vestimenta blanca del Emperador con la sangre y barro que cubría su
cuerpo.
Intentó echarse
para atrás, pero no pudo, no cuando los brazos de Poseidón lo acogieron, en un
acto que desconcertó a sus marines shoguns y al mismo atlante.
El dios se había
acuclillado para estrechar a su hijo, y permaneció así, sin pronunciar palabra.
Colocó su mano derecha sobre la frente del santo y la mantuvo allí, como si
fuera un niño al que le tomaba la temperatura.
Atlas se mantuvo
inmóvil por la infinita dicha que le causó el poder descansar la cabeza bajo el
mentón de su padre una vez más. El santo de Aries tampoco habló, sobre todo al
sentir el cosmos de su padre sondeando su mente y corazón, restableciéndose un
vínculo roto que sólo él y sus otros nueve hermanos poseían con su progenitor.
Aunque hubiera
podido, Atlas no habría opuesto resistencia, dejó que todas sus memorias y
sentimientos fluyeran hacia su padre… Hace milenios quizá no los hubiese
comprendido, los habría rechazado, pero ahora que el corazón que escuchaba
latir en su pecho era humano, la
oportunidad de lograr su perdón era posible.
Dar su vida por él,
quien se ha convertido en un ser benévolo y amado no sólo por marinos sino
también por humanos, era todo un placer. Quizá eso no le devuelva el honor
perdido, pero esperaba que con ello pudiera ganar la libertad de aquellos que
por su causa seguían enclaustrados en la oscuridad… ese era su único deseo, por
el cual había valido la pena aferrarse a la vida en un cautiverio de centurias.
Enoc y Caribdis
observaron el resplandeciente cosmos de Poseidón cubriendo tanto a padre como a
hijo. Ambos tuvieron pensamientos similares, siendo Enoc quien los expresara—.
Qué afortunado, ir al mundo de los muertos de la mano de un dios es una gloria
de la que pocos mortales son merecedores.
FIN DEL CAPITULO 46
Calliphoridae* = Nombre dado a ciertas familias de moscas.
Shkhin* = Úlcera.