Capitulo
45
Imperio
Azul Parte IX
Expiación
y poder.
Caesar, Patrono
de Sacred Phyton, giró levemente la cabeza hacia el ahora espacio vacío, donde
segundos antes uno de sus aliados se encontraba. Desapareciendo tras un manto
carmesí, tal truco de magia se llevó
también al santo de Capricornio, dejándolo solo ante aquel hombre de armadura
dorada.
El Patrono buscó
los ojos de su enemigo, pero el casco y cabello del susodicho los mantenían
ensombrecidos.
Por la
inmovilidad de ambos, durante un mero pensamiento, Caesar llegó a sentirse
frente a un espejo, pues sus instintos le advertían que se hallaba ante un igual.
Por más que estudió
cuál sería el ángulo correcto por el cual atacarlo en el primer movimiento, no
logró decidirse… En esa pose firme y neutral en la que permanecía el santo
dorado, sintió que cualquier intento sería ineficiente.
¿Ante quién
estaba? Se preguntó con clara curiosidad, y como si sus pensamientos hubieran
sido escuchados, el santo dorado al fin demostró vida y entendimiento.
— Vos, quien buscáis la sangre del Emperador
del océano, debéis abandonar la idea de regresar con vida a la superficie —sentenció el imponente santo dorado,
envestido con la sagrada cloth de Aries.
Por la abertura
del casco, era visible piel de un tono similar al de la arena blanca de las
playas; por su espalda caía una melena abundante del color del mar sobre sus
cabezas. Era alto y de complexión fuerte, toda su postura y presencia era la de
un hombre que nació y vive para la gloria de las batallas.
— Pareces un
guerrero digno —Caesar dijo, invadido por un repentino deseo de pelea, que no
había sentido en toda su vida como Patrono—. Será un gusto tener finalmente un
oponente apropiado para combatir.
— ¿Digno?
—el santo de Aries repitió con desencanto—. No.
Ambos somos bestias despreciables, y moriremos como tales…
El santo de
Aries manifestó un cosmos aguamarina. El Patrono no percibió agresión hacia su
persona, pero al ver que tres círculos luminosos aparecieron en el aire,
rodeándolos a ambos, intuyó que algo desagradable ocurriría.
— El reino sagrado de la Atlántida no debe ser
ensuciado por nuestra sangre inmunda —musitó el santo de Aries, girando
constantemente su mano derecha con la sutileza de un director de orquesta—. Acompáñame a un sitio más apropiado.
Los halos de
luz se electrizaron súbitamente,
encerrándolos en un cilindro resplandeciente que ascendió hacia el cielo.
Caesar perdió
toda visibilidad del exterior de aquella barrera blanca, contrariándose al
notar que, tras varios parpadeos, se encontraba en medio de un escenario
diferente.
La sorpresa lo
llevó a dar un par depasos hacia atrás, deteniéndose al pisar el borde de la
superficie. El cambio resultó tan repentino que demoró en aceptar que no se
trataba de una ilusión.
Ahora lo rodeaba
un ambiente amplio, quizá infinito, pues el cielo nocturno y estrellado se
extendía más allá de lo que sus ojos podían ver, y una enorme luna nueva
reinaba el firmamento. El Patrono se supo encima de una gran piedra que se
mantenía suspendida en el aire, junto a centenas más, de diferentes tamaños y
formas, que flotaban sobre un tenebroso e interminable abismo nebuloso.
Sin duda, alguna
vez todas esas rocas formaron parte de una gigantesca y destrozada ciudadela,
siendo escasas las plataformas en las que permanecían columnas o construcciones
en eterna penumbra.
El santo de
Aries se encontraba más allá, sobre otra superficie lejana, esperando paciente
a que su enemigo saliera del estupor.
Cuando Caesar le
dedicó una mirada, fue para cuestionar su paradero— ¿Qué maleficio es este?
¿Dónde nos encontramos?
— Hace mucho tiempo, diseñé este espacio
atemporal para librar mis batallas sin exponer la vida de mis aliados y
súbditos, ni la seguridad de mi reino —explicó, mirando las ruinas de la réplica
de su antiguo palacio—. Después de eras
de ausencia, continúa tal cual desde mi último conflicto.
El santo de
Aries dio un ligero salto y su cuerpo levitó con libertad como el resto de los
fragmentos rocosos.
— En pocas palabras, no podréis salir de aquí
sin acabar antes con mi vida.
Caesar extendió
las alas de su armadura y lo imitó.
— Tomarte tantas
molestias para crear una dimensión como esta… significa que eres alguien de
gran poder. Dime, ¿de verdad crees que nuestro enfrentamiento será tan
titánico, o sólo estás subestimándome?
— Reconozco vuestro poderío como para temer
por la vida de santos y marinos… —admitió el santo dorado—. Mermar la fuerza del bando enemigo siempre
será una táctica aceptable. Sé cuáles son vuestras motivaciones para ser parte
de esta afrenta contra los dioses… pero aunque no tengo el derecho de luchar
como uno de sus campeones, no permitiré que destruyan esta era de paz y
entendimiento, pues es el legado de la diosa Atena, a quien prometí seguir sin
importar las consecuencias.
— El legado de
tu diosa sólo es una sarta de mentiras e ilusiones que pronto se desmoronará —
Caesar creó una pequeña esfera en la palma de su mano, impulsándose a toda
velocidad hacia el guerrero dorado.
Su mano estuvo a
punto de golpearle el vientre con aquel resplandor, pero a escasos centímetros,
la mano del santo de Aries se cerró con fuerza en su muñeca.
El Patrono supo
que de no ser por la resistencia de su zohar, le habría pulverizado los huesos
con esa simple presión.
— La única falsedad aquí es en la que está
atrapada vuestra vida —musitó el santo, con un deje de intolerancia.
Caesar
finalmente logró ver los ojos de su enemigo: la pupila izquierda era del color
del oro resplandeciente, mientras la derecha brillaba como la plata pura.
Le urgió zafar
su brazo al ver que centellas emergían de la mano del santo de Aries, propagándose
por todo su zohar. Apenas sintió un leve
hormigueo por el cuerpo, pero tal detalle fue lo que lo dejó absorto, pues en
todo este tiempo que servía a Avanish, era la primera vez que sentía un dolor físico
con tan insignificante movimiento.
El Patrono dobló
el brazo de tal forma que logró zafarse, lanzando un rápido derechazo que fue
atrapado con la misma facilidad por el santo. Aries contraatacó, golpeándolo
con la palma de la mano en el rostro.
Caesar
retrocedió, admirado y confundido, sintiéndose un chiquillo que había recibido
la bofetada de un mayor.
— Sois demasiado inocente —añadió el santo
ante la reacción—. Creéis que sólo por lanzar
un golpe, el enemigo debe caer fulminado a vuestros pies. Quizá así haya sido
vuestra suerte hasta ahora por los dones que os fueron otorgados, pero todo tiene
un final, hasta la gracia que otorgan las Moiras... Oh, bien que lo sé —musitó,
marcándose en su rostro una media sonrisa.
— El único
destino en el que me permito creer, es en el que borraremos toda evidencia de
Órdenes como ustedes, una panda de títeres de las deidades de este mundo
—Caesar respondió, sonriendo—. Hombres que con el paso del tiempo sólo han
buscado salvarse a sí mismos al no querer compartir el destino del resto de su
especie.
Un nuevo brillo
surcó por el cuerpo del Patrono, logrando que su impulso hacia el enemigo fuera
más rápido y mortífero que en el primer intento.
El santo de
Aries eludió moviéndose un poco, viendo cómo la onda que liberó el golpe
fallido de su oponente se extendió hasta una enorme piedra a lo lejos, la cual
se pulverizó tras un estruendo.
— Ah, no se trata de que los hombres inclinen la
cabeza y veneren a los dioses sólo por temor o admiración —Aries mostró su
cosmos aguamarina nuevamente—. Está en
cada hombre pensar por sí mismo y elegir si servir o gobernar, guiar o ser
guiados… Así como vos, que pese a vuestro magnífico poder e ideas rebeldes,
seguís a un dios sin importar que
contradiga vuestras funciones.
Caesar frunció
el ceño, atacando de manera despiadada con su energía violácea. Extendió el
dedo índice, del que emergieron innumerables rayos de luz. Cada uno trazó su
propio camino, zigzagueante, recto o curvo, mas terminaron por precipitarse
sobre el santo dorado, al que atacaron por todas direcciones.
— ¡El señor
Avanish es diferente! —el Patrono clamó, furioso al intuir que el guerrero
dorado era capaz de escudriñar en su mente.
Las explosiones
rápidamente generaron una ventisca y polvareda que apartaron las rocas cercanas,
las cuales chocaron contra otras como un juego mecánico hasta adoptar nuevas
posiciones en ese espacio de gravedad inconstante.
— ¡Él fue
primero un hombre, antes de sobrepasar su propia mortalidad! ¡Él entiende lo
que es ser humano y ha sufrido las injusticias de los inmortales!
Caesar se
precipitó hacia la cortina de humo, esperando encontrar a un magullado santo,
pero su cuerpo golpeó una barrera
invisible que lo expulsó hacia atrás, hasta caer sobre el suelo empedrado de un
fragmento de la ciudadela.
— Nos juzgáis mal, guerrero de Avanish —el
santo de Aries apareció incólume en el aire—.
Aquellos que fuimos designados por las estrellas para luchar en las guerras
santas, tenemos la misma libertad de seguir nuestros propios ideales e
intereses. Os lo asegura alguien que le dio la espalda a su propio padre al no
compartir su misma visión sobre el mundo.
Caesar se alzó
tras un fuerte despliegue de su cosmos, volando como un dragón encolerizado que
se estrelló contra el santo dorado.
Aries empleó
ambos brazos y una rodilla para contenerlo, descubriendo que su rival no le
había demostrado aún su auténtica fuerza. Esto era sólo el comienzo.
Los guerreros se
lanzaron golpes y patadas a extraordinaria velocidad, sin permitirse recibir daño
del otro al cubrirse con los brazos, piernas o extensiones de sus armaduras.
Los choques
retumbaban por la ciudadela derruida, las resonancias incluso desbarataban las
piedras y ruinas cercanas a ellos.
El santo de
Aries empleó sus poderes sobre Caesar, quien se contrarió al ver cómo su puño
se detuvo a escasos centímetros del rostro de su oponente. Su cuerpo se congeló
ante el guerrero ateniense, quien con su fuerza mental frenó sus movimientos sin
la necesidad de mover las manos o cualquier otro músculo, a diferencia de la psicoquinesia
de la marine shogun de Scylla y la Patrono de Coto.
Fue su
pensamiento lo que obligó al Patrono a encorvarse, siendo arrojado hacia los
muros derruidos de un viejo templo, el cual atravesó como un bólido,
despedazándolo por el impacto.
Caesar permaneció
flotando sin poder moverse con libertad, lo único que parecía continuar bajo su
control eran sus ojos y párpados.
El santo dorado
descendió hasta su encuentro, alistando su mano, la cual revistió con su cosmos
aguamarina. Su intención era clara ante el enemigo indefenso, un golpe mortal
por la abertura de su casco y el hombre moriría sin importar la dureza de su
impenetrable armadura.
Pero al
contemplar los ojos de Caesar, sus espíritus entraron en duelo, pues en la
mirada del Patrono había una convicción
y fuerza de voluntad que dejaron inmóvil unos segundos al santo de Aries…
*/*/*/*
La guerra entre
Atena, la diosa de la sabiduría, y Poseidón, dios del océano, había cobrado numerosas vidas en las consecuentes
batallas, donde las fuerzas del señor de los mares obtenían victorias
aplastantes, con bajas mínimas, a diferencia de las terribles pérdidas del ejército
de la que era llamada también la diosa de la guerra.
Los guerreros de
Atena jamás pudieron recuperarse tras la abominable experiencia de la primera
batalla, en donde el Emperador del océano le permitió al ejército terrestre
caer en la ilusión de que poseía la fuerza equiparable a la de su ejército de
marinos…
La equidad de la
batalla se mantuvo un tiempo sólo por beneplácito de Poseidón, hasta que en la
playa, donde se libró el feroz combate, apareció un marino como ningún otro se
haya visto hasta entonces, revestido por una armadura de colores brillantes, y
en la que los golpes de los campeones atenienses no tenían efecto.
Ese único
guerrero de Poseidón llegó como un maremoto, devastando la fracción del ejército
ateniense que custodiaba esa región de Grecia.
Escenarios
similares se repitieron en diferentes puntos de la Tierra hasta casi diezmar
las fuerzas de los terrestres.
Gracias a la
presencia de la elite marina, los marine shoguns, los reyes de la Atlántida no
debieron pisar el campo de batalla al inicio de la guerra. Ellos continuaron
gobernando sin que la codicia de su dios padre, Poseidón, les mortificara u
obstaculizara sus deberes… todos excepto a uno.
Atlas fue
el primogénito de Poseidón y Clito, gemelo de Gadiro y hermano de ocho varones más
que nacieron de dicha unión.
El dios de mar
dividió por ellos su reino, la Atlántida. Repartida en diez, los hermanos se
convirtieron en reyes y formaron sus propias dinastías. Juntos llevaron a la Atlántida
a prosperar rápidamente, muy por encima de los griegos y otras civilizaciones,
sin embargo, jamás compartieron sus avances ni recursos con los pueblos del
exterior; preferían la admiración por encima de la gratitud. Pronto, los
atlantes fueron objeto de envidia y temor, pues en ellos, y sobre todo en su
dios, había una pizca de ambición que desató la guerra en cuanto hubo una
oportunidad…
La partida de
Zeus fue lo que hizo estallar el conflicto para el que Poseidón ya se había
preparado con antelación. Con su estirpe divina, reinaría no sólo el mar, sino
también la tierra.
Atlas fue el
único de los diez reyes que pidió presenciar las batallas, y dirigir él mismo a
sus tropas… Aquella decisión fue su error y condena, pues jamás imaginó que le
afectaría tanto ser testigo de tal carnicería.
En sus venas
corría sangre olímpica, nació para reinar y combatir, gustaba de las batallas y
las victorias, pero jamás fue un hombre despiadado… La guerra para él era algo
que se efectuaba con honor y donde ambos bandos tenían la misma oportunidad de vencer…
Por lo que ante sus ojos, lo que su padre desató no era una guerra, sino una
matanza, un exterminio que se extendería hasta los confines del mundo…
Lo escuchó de
sus propios labios: la raza humana se había corrompido y la maldad reinaba en
sus corazones, debían tomar el control de ellos y exterminar a los malvados,
sólo los elegidos tendrían la dicha de vivir en su utopía.
Lo cuestionó y
enfrentó. El dios del mar estaba lejos de poder tolerar tal insubordinación,
mas por el afecto que aún sentía por Clito, logró mostrarse piadoso. Le ordenó
a Atlas abandonar el frente y volver a su hogar.
Mas antes de
acatar la orden, Atlas presenció una cosa más que terminó por sellar su
destino. Durante su última batalla para Poseidón, un santo de Atena logró darle
alcance. Él siempre permaneció en la retaguardia, dirigiendo y vigilando a su
armada, pero ese joven salido de la nada, pudo burlar las filas de guerreros
atlantes y al mismo marine shogun que lo custodiaba.
Atlas jamás
olvidaría su mirada, el valor y la convicción que destellaron en sus ojos era
algo a lo que jamás había enfrentado… Tal fue su impresión que lo llevó a tener
un pensamiento que lo paralizó por completo, dejándolo en un estado vulnerable:
“va a matarme”.
Y tal situación
pudo haber sucedido, de no ser por la rápida intervención del marine shogun de
Kraken, quien destrozó el brazo del guerrero ateniense con un solo golpe.
Entre ambos
guerreros no se efectuó un combate, sino una ejecución que Atlas no fue capaz
de frenar, pues en el instante en que logró recuperar su voz, el cuerpo del
muchacho terminó deshecho por el cosmos de Kraken.
Su cuerpo
retorcido y sanguinolento cayó en la arena, donde se movió un poco, en un
imposible intento por ponerse de pie, mas quedó inmóvil cuando la muerte
paralizó su corazón.
Decidió entonces
que esa sería la última batalla que libraría en nombre de su padre, e ideas peligrosas comenzaron a rondar por su
mente.
No fue capaz de
encontrar paz en sus pensamientos, creyó que se trataba de un sentimiento de
culpa que tenía que expiar de alguna manera…
Si su padre o
cualquier otro de sus hermanos se hubieran enterado, lo habrían desconocido
como Rey de la Atlántida desde ese momento.
Sólo sus
sirvientes de más confianza lo supieron, ya que necesitó que cubrieran su
ausencia.
Viajó hasta allí,
vestido como un campesino terrestre ordinario, con un manto cubriendo su
cabeza, el cual no sólo lo resguardaba del frío de esa noche sin luna, sino que
también ocultaba su identidad y procedencia.
Es permitido que
tras una batalla, el campo donde se suscitó el duelo pueda ser visitado por
hombres y mujeres que buscan a sus muertos entre los cadáveres de los caídos.
Esa noche oscura,
arribaron personas de variadas edades, dispuestas a llevar a cabo los rituales mortuorios,
tanto para conocidos como para desconocidos.
Atlas logró
hacerse pasar por una de esas almas caritativas, sintiendo más pesadumbre al
caminar entre los cuerpos destrozados de todos esos guerreros.
Ayudó a un par
de ancianas a recuperar los cuerpos de sus tres nietos, a un padre los de sus
dos hijos, acercó el cuerpo de un esposo a una viuda que lo lloró en silencio
al limpiar su cuerpo ensangrentado.
Llevó el cadáver
de un chico desconocido a donde algunas mujeres los preparaban antes de ser
llevados a las pilas de madera donde serían cremados. Depositó en un manto
limpio lo que quedaba de ese joven.
Atlas permaneció
de cuclillas allí al sentirse cansado, física y moralmente. Vio cómo una joven
mujer, cubierta por un manto grisáceo, vertió agua sobre el rostro sucio del
fallecido para limpiarlo con suavidad.
— No tenían ninguna oportunidad, y aun así se
lanzan a la batalla sin pensarlo —Atlas musitó, escapando ese pensamiento a
través de sus labios.
La mujer pareció
escucharlo, por lo que comentó— Cuando
tienen algo que proteger, hay quienes gustosos dan su vida—, sin pausar su
labor.
— ¿Aun cuando pueda ser en vano?
— La esperanza nunca será algo trivial
—respondió la mujer, cuyos labios carmín sobresaltaban en su pálida piel.
La joven colocó
una moneda dorada sobre cada párpado cerrado del caído, envolviéndole
finalmente la cabeza con la manta en la que enredó todo su cuerpo.
— ¿Qué es lo que hace una joven doncella como vos
aquí? ¿Perdisteis a vuestra familia por la guerra? —Atlas se interesó finalmente
en la mujer, quien le respondía con tal honestidad—. ¿No teméis que los marinos vuelvan reclamando los cuerpos de sus
enemigos?
— Si profanar sus cuerpos hubiera sido su
deseo, no habrían abandonado la playa sin satisfacer tal anhelo —respondió
la joven, posando sus manos manchadas con suciedad y sangre sobre sus
rodillas—. Yo tengo razones para estar
aquí, la pregunta más bien debería ser para vos —dijo inesperadamente,
ladeando un poco la cabeza, permitiendo que el fuego de las antorchas
cercanas iluminara parcialmente su
rostro—. ¿Qué es lo que el primogénito de
Poseidón busca entre los cuerpos de sus enemigos? —dijo, ante el
desconcertado atlante—. ¿Qué obliga a
Atlas, rey de la Atlántida, a asistir a este funeral?
Atlas miró
perplejo a la joven, entendiendo que al igual que él, escondía su identidad
bajo los harapos y el velo de una simple aldeana.
— Atena…
—susurró, en un hilo de voz.
*/*/*/*
El santo de
Aries escapó de los recuerdos que lo enjaularon ferozmente, en cuanto la mirada
del Patrono de Sacred Python lo obligó a recordar el camino que ha tenido que
seguir para llegar hasta este momento.
Pero en esta
ocasión no hubo pensamientos clementes, el santo dorado lanzó su golpe mortal
hacia el inmóvil guerrero de Avanish, con la intención de matarle.
El Patrono soltó
un tremendo grito, tras el cual logró recuperar el control de su brazo, con el
que detuvo el del santo dorado.
Atlas de Aries
quedó pasmado cuando Caesar le sujetó la muñeca, con una fuerza abrumadora de
la que no fue capaz de liberarse.
— ¡Tú! —bramó
Caesar, mientras su cuerpo temblaba al combatir con éxito las ondas psíquicas
que luchaban por mantenerlo dominado.
El santo dorado
vio cómo algo de sangre comenzó a fluir por el brazo del Patrono, proveniente
del interior del zohar oscuro.
— ¡Esos trucos
baratos… no van a… funcionar… conmigo! —gritó, torciendo el brazo del santo de
Aries para exponer su costado— ¡Me entrenaron para matar guerreros como tú! —el
Patrono elevó su energía, generando una llama violácea en su mano libre, con la
cual golpeó al santo dorado—. ¡No esperes que algo como eso vuelva a funcionar
en mí! ¡¡Gravedad Zero!!
Atlas de Aries
resintió el impacto energético, el cual prendió su cuerpo en inextinguibles
llamas violetas, cuyo calor penetró su costado y se extendió por todo su cuerpo.
Sintió que sus extremidades y órganos internos se estiraban y comprimían consecutivamente y a gran velocidad,
ocasionándole severos dolores. Sus ojos ardieron y de su boca emergieron llamas
purpuras que acompañaron sus gritos.
Su cuerpo se
desfiguró dentro de ese campo flamígero, alargándose y estrujándose de maneras
abstractas e imposibles.
Caesar se alejó
velozmente, y tras unos segundos de disfrutar el espectáculo, con un sencillo chasquido
de sus dedos, la llamarada estalló de manera estruendosa.
El torrente de
poder arrastró algunas piezas doradas que se perdieron en el infinito, lo que
complació a Caesar. Mas al ver que aún continuaba dentro de esa dimensión de
bolsillo, entendió que su enemigo se aferraba a la vida.
Imaginó que lo
vería moribundo en medio del vacío que generó la explosión, pero al contrario, cuando
la humareda se disipó, el santo de Aries se mantenía en una posición firme e
intimidante, rodeado por el campo estrellado.
Había perdido su
casco, por lo que su cabello se alzó por
producto de la gravedad, y las escamas doradas de su frente aseveraron aún más
su rostro; el peto del ropaje dorado fue totalmente destruido, quedando un
torso desnudo y sangrante. El resto de la armadura no presentaba daños, mas una
protección incompleta carecía de eficiencia…
— Tu rostro
—dijo Caesar, notando la peculiaridad de las escamas tupiendo su frente—, es
como el de Leviatán… Lo que significa que tú también eres un atlante.
— ¿Leviatán? —Atlas cuestionó, escudriñando
en los pensamientos superficiales del Patrono para obtener una imagen de la
susodicha—. Sí, lo soy —respondió,
sin que un gesto de dolor cruzara por su cara.
— Ahora entiendo
por qué no moriste con mi técnica… En tu cuerpo hay sucia sangre olímpica, lo
que te vuelve un poco más difícil de matar —Caesar sonrió.
— Existe un gran abismo de poder entre mi descendencia y yo —aclaró Atlas con
seriedad.
— No puedo
entender, cómo un atlante que sufrió el mismo destino que ella, decida defender
la vida de Poseidón —dijo Caesar, dispuesto a hablar sólo por curiosidad—. Si
toleré la presencia de Leviatán todos estos años, fue por el claro odio y
resentimiento constante que expresa hacia su dios —recordó el momento en que el
señor Avanish le confió tal secreto—. Y
cuando logró que otros nos acompañaran en esta cruzada, jamás creí que tendría
que lidiar con un engendro del mar como tú… que al mismo tiempo viste una
armadura de santo… Es claro que tu historia debe ser complicada.
— No tienes idea
de cuánto —Aries entrecerró los ojos, simpatizando un instante con su rival.
*/*/*/*/*
Las Moiras,
madres del destino, le jugaron mal, o quizá lo colocaron en el sitio donde era
su deber estar…
En contra de lo
pensado, la diosa Atena lo ayudó a continuar con su papel de campesino; algo
que confundió al rey de la Atlántida, pues imaginó que en cualquier momento lo
desenmascararía ante todos y sus guerreros aparecerían a defenderla.
Ambos pasaron
como meros humanos durante los ritos mortuorios, incluso algunos llegaron a
creer que eran esposos.
Atlas sólo había
visto el rostro de la diosa una vez, en los tiempos de paz en que navegaba de
incognito, como solía hacer para emprender viajes con marineros expertos y
aventureros, un acto que su padre desaprobaba por completo.
Sus naves se
cruzaron en el mar Egeo por mera casualidad, la tripulación de su capitán pidió
ayuda al navío griego, que accedió a brindársela. Mientras él trabajaba con las velas, desde lo alto divisó
la proa de los griegos, donde contempló a una bellísima doncella que miraba hacia
el horizonte. El viento del mar remolineaba sus cabellos rizados y su túnica
blanca, con una gracilidad que realzaba aún más su hermosura.
Había visto con
sus propios ojos a sirenas y ninfas en el reino de su padre, pero ninguna de
ellas lo había cautivado como aquella muchacha. Él no lo supo hasta que los
barcos continuaron sus respectivos caminos y ciertos hombres de la tripulación
lo comentaron: en ese barco viajaba la misma diosa Atena.
Ningún hombre
podría olvidar ese rostro de eterna juventud, cuya belleza difícilmente se
podría ocultar tras vestiduras oscas y maltratadas.
Él desconfió un
poco al principio, no por nada él era hijo de su enemigo en esta guerra cruel…
Hablaron… mucho.
Y no una única
vez. Sus encuentros continuaron ocurriendo con el paso de la guerra, siendo
pocos los enterados.
Conforme más
tiempo Atlas pasaba escuchándola, él fue capaz de compartirle sus propias penas
y pensamientos… y ella los suyos.
Con el tiempo,
estos encuentros se juzgarían de diferentes maneras… Pero la verdad fue que
Atlas, y sólo él, tomó la decisión de ayudar a la diosa. Ella jamás lo sugirió,
ni siquiera habló de ello.
Para cuando
Atena fue consciente del plan de Atlas, ya había quedado sentada una reunión
con miembros de la raza lemuriana, quienes conocían las artes necesarias para
labrar armaduras con oricalco y polvo de estrellas. Iniciándose los
preparativos que llevarían al final de la guerra.
Así, tomando a
las constelaciones del firmamento como musas, se construyeron las armaduras de
los santos, las cuales fueron otorgadas a jóvenes guerreros que fueran dignos
de ellas.
Atena le dio el
derecho de portar una de esas armaduras que ayudó a forjar. Al tomarla, Atlas
no sólo renunció a sus viejos títulos, también traicionó a su padre, a su dios,
a su gente.
—“¿Por
una mujer?”— preguntarán muchos. “No”, es la respuesta. Atlas por sí mismo abrió los ojos a la
verdad. Él solo se convenció de que lo que buscaba su padre no era lo correcto
para el mundo. Por sí mismo vio lo injusto de las batallas y se avergonzó de ser
parte de ello. Él concluyó, que si su padre estaba destinado a gobernar, y su
justicia era lo que este mundo de verdad necesitaba, nada ni nadie podría
cambiar eso, ni siquiera él o Atena con su renovado ejército. Él solo estuvo
allí para permitir una guerra justa, y apoyar al bando que, creyó, merecía la
victoria.
Como el primer santo
de Aries en portar la cloth dorada, junto a otros ochenta y siete santos, tomaron
por sorpresa al ejército de marinos. Las peleas continuaron siendo
encarnizadas, pero al fin hubo una igualdad poética que permitió combates
dignos de ser perpetuados en la historia.
Atena y su ejército
obligaron a las tropas de Poseidón a retroceder, atrincherándolos en el
continente atlántico, siendo donde se suscitó el acto final de la primera
guerra entre ambos dioses.
Atlas luchó
contra los suyos y dio muerte a otros más. Jamás claudicó. Su regreso a la Atlántida
llevó a su dinastía a apoyarlo pese a las circunstancias, por lo que logró
sumar una fracción del ejército de Poseidón a sus propias fuerzas.
Mientras Atena y
sus santos fueron hasta donde se encontraba Poseidón, él debió enfrentar a sus
hermanos, a quienes intentó poner de su lado. En algunos descubrió la duda y un
débil deseo por estar de su parte, pero pudo más el miedo y lealtad hacia su
sangre que cualquier otra cosa.
Ejecutarlos fue
lo más difícil que ha debido hacer en su vida… y cuando el último de ellos
murió, los alaridos del dios del mar en la lejanía revelaron la victoria de
Atena.
Sin el cosmos de
Poseidón, la Atlántida se hundió y la mayoría de los atlantes perecieron con
ella. Después vino el juicio de los dioses…
El castigo fue
terrible, y con justa razón… Atlas no temió por su vida, pero jamás imaginó que
su padre lo castigaría con algo peor, pues en su conciencia siempre estaría el
dolor que sus acciones les ocasionaron a otros, y por ello toda su dinastía fue
condenada junto con él a ese funesto encierro…
Atena… nunca la
culpó. ¿Se arrepentía? ¿Habría actuado diferente sabiendo lo que sabe ahora? …
“No”, seguía siendo la respuesta.
¿Amó a esa mujer? “Sí”,
y no como los santos deben amar a su diosa. Dichos sentimientos fueron un
impulso, mas no la razón, por el cual llegó tan lejos.
¿Fue
reciproco?... Difícil de responder, pues ella no le dio su
corazón… pero sí le otorgó un don. Uno que le permitiría alcanzar
el perdón de aquellos a los que lastimó en el pasado…
*/*/*/*/*
— La vida de un guerrero nunca será sencilla
—musitó Atlas, sonriendo—. Sé que la
vuestra carece también de sencillez… Me juzgáis por defender al dios que condenó
mi existencia, siendo que vos lucháis por el bienestar de la raza humana pese a
que fue la que os torturó y sometió a una existencia que jamás deseasteis … Sí,
nuestras vidas no son más que ironía tras ironía.
Caesar
volvió a mostrarse molesto por la altanería de su rival. Tomó una posición ofensiva
al extender las alas de su zohar.
— El
pasado no puede cambiarse, pero finalmente tomé las riendas de mi vida y decidí
seguir este camino por mi propia voluntad— musitó Caesar, más para sí mismo que
para su oponente.
— En algo estamos de acuerdo, ambos somos
hombres libres que sólo luchan por ideales distintos… Vamos guerrero de
Avanish, concédeme una batalla memorable. Después de incontables años de estar
postrado en un lecho, necesito recordar cómo luchar —pidió, siendo él quien
velozmente se precipitara contra el Patrono.
Caesar
resintió el fuerte puñetazo que el santo de Aries impactó en su cabeza,
respondiendo rápidamente de la misma forma. El Patrono logró golpear el rostro
del santo, pero éste no pareció haberle afectado de ninguna forma, ni siquiera
retrocedió, por lo que prosiguieron con el intercambio de golpes.
En un
principio, Atlas se impuso con una velocidad y potencia aumentadas pese a sus
anteriores heridas. Caesar no fue capaz de contener ni la mitad de sus golpes,
recibiendo el castigo repetidas veces, mas al incrementar su poder tras un
rugido bestial, logró tomar la delantera nuevamente.
El
santo de Aries resistió los golpes del Patrono, pero su impasibilidad y falta
de gestos no significaban que era inmune al dolor, sino que podía ocultar el
sufrimiento físico en otro lugar de su mente, donde no le estorbara durante el
combate.
El
Patrono revistió sus manos con su cosmoenergía violácea, la cual, al impactar
sobre el santo, causaba un daño que
podía sentir hasta por debajo de la piel quemando sus tejidos y músculos.
Ambos
se desplazaban a la velocidad de la luz, reduciendo las ruinas flotantes a mera
grava y polvo.
Atlas
juntó las manos, golpeando a Caesar en la quijada. El Patrono se precipitó
hacia el vacío, pero planeó con la ayuda de sus alas para alzarse una vez más
al firmamento. Al sentir el sabor de la sangre en su boca, entendió lo
realmente poderoso que ese hombre era. De no encontrarse protegido por su zohar,
estaría mortalmente herido. Pensó en utilizar la Áxalon para matarle, pero su
orgullo pospuso tal decisión.
Caesar
se rodeó con su cosmos, el cual formó la silueta de un gigantesca serpiente tras
de sí. Extendió las manos hacia el cielo, siendo el espacio entre ellas en los
que pareció estallar un big bang que
creó un pequeño universo estrellado, sobre el cual la serpiente sopló y, como si se tratara de un dragón,
generó una llamarada oscura que abarcó en su totalidad las dimensiones que
ocupaban las ruinas flotantes — ¡Holocausto Estelar!
Atlas
vio cómo esa avalancha de fuego negro avanzaba velozmente hacia él, notando que
todo lo que tocaba era reducido a partículas hasta desaparecer en la oscuridad.
El
santo de Aries intentó escapar, pero aun cuando eludía el avance de las llamas,
sentía que una fuerza lo jalaba hacia ellas, alentando sus movimientos.
Atlas
terminó cediendo, por lo que desapareció en el paso de la lúgubre ola de llamas
y oscuridad.
El
Patrono de Sacred Python contempló el incendio de llamas oscuras, dentro del
que aquella ciudadela perdida se desvaneció por completo. Una vez que el manto
de oscuridad ardiente abarcara su máximo alcance, permaneció encendido por más
tiempo.
Caesar
podía sentir todo su poder en las flamas, y se regocijó por ello. Pero la
satisfacción no lo acompañó por mucho tiempo al darse cuenta, una vez más, que
continuaba dentro de esa dimensión maldita, por lo que sabía que su enemigo
seguía con vida…
Más
fue su asombro cuando comenzó a percibir un gran cosmos proveniente de la hoguera
oscura. Dicha presencia se sintió aún con más fuerza, estallando en cierto
punto dentro de ella. El torrente de poder convirtió las llamas oscuras en
flamas azules, desbaratándose como un diente de león ante el soplido del
viento. El campo de batalla se vio repleto por pizcas luminosas de tonalidades
azules y verdes, todas ellas indoloras al contacto, pero que inundaron ese
universo con su luz.
De
las ruinas flotantes no quedó nada, ni un grano de tierra, sin embargo, en
medio de todas las gotas luminosas, el cuerpo del santo de Aries fue visible,
el cual destellaba con un cosmos aguamarina resplandeciente, mismo que ahora
coloreaba la totalidad de sus cuencos oculares.
—
¡Este cosmos…! —los sentidos de Caesar lo alertaron de un cambio radical en su
oponente, resintiendo un latido, no proveniente de su corazón, que le confirmó
su temor.
— Ya entiendo —habló Atlas, a través de su
cosmos para entenderse pese a la distancia—. Os habéis impacientado y ahora deseáis que luchemos como caballeros y
no como bárbaros —el santo abandonó
toda pose de combate, permaneciendo con los brazos pegados a los costados.
La
energía que revestía al santo de Aries rozaba con el cosmos divino que sólo los
dioses inmortales poseen.
Jamás
podrá volver a llamarse a sí mismo“hijo
de Poseidón”, ya que sería un sacrilegio considerando sus pecados, pero es
lo que era…
A
diferencia de atlantes como lo son Leviatán y Caribdis, su sangre conserva una
pureza inigualable, por lo que el poder era mucho mayor en él…era un semidiós, como lo fueron Hércules,
Perseo y más héroes míticos.
— ¿Qué ocurre? —cuestionó Aries ante el
mutismo de su rival—. ¿Os he cercenado la
lengua sin darme cuenta? Me es desconcertante que, para un hombre que se
declara asesino de dioses, este nivel le impresione —comentó el santo, con
sus ojos brillantes—. No imagino entonces
qué será de vos en el momento en que Poseidón alce siquiera la voz…
— No
seas estúpido —respondió inmediatamente Caesar, quien tras meditarlo todo ese
tiempo, llegó a la conclusión final. Sonriendo con claro descaro—. Estoy feliz…
— ¿Feliz? —el santo repitió.
—
Será la primera vez que podré usar a Áxalon sin ninguna restricción —respondió,
extasiado con la idea.
— Entenderé eso como que me mostrareis vuestra
mejor arma… aquella con la que creéis ser capaz de eliminar a un dios —dijo
el santo de Aries—. En ese caso, permitidme
que sea yo quien primero muestre su máxima técnica.
El
cosmos de Atlas de Aries reaccionó sobre los destellos luminosos de todo el
entorno, que poco a poco comenzaron a agruparse en grandes enjambres a su
alrededor.
La
luna negra en el cielo paulatinamente empezó a iluminarse, pasando de una fase
lunar a otra con la misma rapidez con la que las manifestaciones se
acrecentaban.
Atlas
comprendió que sus golpes jamás lastimarían seriamente al Patrono, la armadura
que lo cubría había resistido todo lo que su fuerza física es capaz de hacer…
si quería vencerlo antes de terminar muerto por acumular daños, no tenía más
opción que emplear su mejor carta.
— Vosotros los jóvenes, malgastáis una gran cantidad de energía en ataques
llamativos y resonantes —Atlas dijo, conforme los enjambres comenzaron a
tomar formas definidas—. Esta técnica
sólo me atrevo a utilizarla en este recinto, por su nivel de devastación… y
sólo la he empleado una vez…
Atlas
alzó el brazo derecho, extendiendo el dedo índice hacia el cielo, en donde
colosales figuras se materializaban.
— Con ella eliminé a nueve soberanos de la Atlántida.
¡Consideraos afortunado de caer ante los Pretorianos
de Atlantis!
Las
llamas que formaron esos enjambres se desvanecieron como si hubieran sido
cortinas que ocultaban colosales estatuas. En un instante, nueve figuras
respaldaban al antiguo rey de la Atlántida.
Se
trataba de nueve gigantes, de doscientos metros de altura. Guerreros todos.
Tritones, con escamas afiladas y acorazadas en sus colas de color zafiro;
armaduras doradas cubriendo sus torsos y brazos humanos; yelmos repletos de
joyas, con aletas sólidas a los lados; en cada mano sostenían un largo tridente
y un escudo redondo, liso y brillante sobre el que la luna llena se reflejaba
con intensidad.
El
Patrono quedó absorto ante los imponentes gigantes. Sus sentidos le alertaron
del inminente peligro, pero antes de que pudiera invocar su espada, ya un par
de Pretorianos se abalanzaron sobre él.
Los
gigantescos tritones se desplazaban en el espacio con la misma habilidad que lo
harían en el agua. A una velocidad impresionante, uno de ellos golpeó a Caesar
con su escudo. El Patrono salió despedido por el impacto, que quizá no rompió
su armadura, pero resintió la terrible colisión que retumbó en su cabeza y
quijada.
El
segundo Pretoriano se adelantó a la trayectoria que seguía el cuerpo del
Patrono, atacándolo con su tridente con un golpe vertical. Caesar recibió el
impacto de lleno, gritando ante lo que pudo haberlo partido en dos, mas la
resistencia de su zohar lo salvó una vez más, sin embargo, ese afilado tridente
generó rayos azules que invadieron su armadura y circularon sobre ella por
prolongados segundos, en los que algo de su fuerza pudo colarse para alcanzar
al guerrero que se resguardaba en ella.
Invadido
por el dolor, Caesar no se rindió pese a que fue golpeado ferozmente por ese
par de tritones de los que intentó escapar, pero las dimensiones de sus
enemigos no los volvían seres lentos, eran igual de veloces que el mismo Atlas.
Atlas
contempló la lucha desde la distancia. Los Pretorianos poseían su propia
autonomía, por lo que eran capaces de tomar acción y adaptarse a la batalla sin
que él se los ordenara de alguna forma.
El
santo de Aries se mostró impresionado por el que esa armadura sombría permanecía
en una pieza pese a ser golpeada constantemente por sus guerreros. ¿De dónde
provendría? Se preguntaba con asombro. Intentaba encontrar la respuesta en la
mente del Patrono, pero éste, de alguna forma, lograba negarle el paso a dicha
información… sin embargo, sí pudo advertir un pensamiento inmediato dentro de
esa mente caótica.
En
las manos de Caesar se creó una flama azul que inmediatamente se transformó en
una larga espada dentada, con la que el guerrero de Avanish logró bloquear el
tridente de uno de los Pretorianos.
Con
claro esfuerzo, fue capaz de contener la fuerza del tritón y empujarlo, pero de
forma inmediata, el segundo de los tritones lo atacó en respuesta. El Patrono
sólo alcanzó a interponer la espada para no ser herido, pero salió volando
hacia el firmamento sin poder retomar control de su cuerpo.
— “Áxalon” —Atlas musitó el nombre de la
espada en la que el Patrono parecía confiar su vida.
El
antiguo rey de los atlantes centró sus sentidos en esa misteriosa arma, de la
que percibía fluir un poder latente y espectral… algo que dormía en el interior
de la espada… no, algo que era contenido dentro de ella a la fuerza, y que en
cualquier momento podría liberarse.
— No… es demasiado peligroso…. —Atlas
comprendió que debía matarlo pronto. Con una señal de su mano, otros tres de
los Pretorianos desaparecieron de su lado para entrar en la lucha.
Caesar
logró extender las alas de su armadura, frenando su avance al anticipar el
ataque de uno de los tritones. Dio ciertos giros para utilizar el enorme escudo
como apoyo para sus pies e impulsarse a la velocidad del relámpago contra el
otro tritón que lo perseguía. El guerrero de Atlas movió su cola acorazada, y
con ella repelió al Patrono como si se tratara de un mosquito molesto.
El
cuerpo del Patrono fue interceptado por el trío de guerreros que se sumó a la
contienda, siendo golpeado repetidas veces por cada uno de ellos.
Sacudido
por los golpes de los gigantes, Caesar sintió que iba a perder el sentido, pero
al escuchar un tronido en su armadura, logró aferrar su conciencia, más al ver que
pequeños fragmentos oscuros se desprendieron de su coraza.
—
Esto es inaudito —pensó con horror ante esas migajas oscuras que pasaron frente
a sus ojos.
El
Patrono de Sacred Python cerró la palma
de su mano sobre el filo de la espada, dejando que su sangre manche la hoja
para decir — ¡Elimino la cadena del primer sello, Áxalon… dame poder! —clamó,
segundos antes de que su cosmos estallara con un renovado fulgor que obligó a
los gigantes a cubrirse con sus escudos.
En
esos breves momentos de distracción, Caesar se precipitó hacia Atlas, quien
abrió los ojos con gran sorpresa ante el incremento de velocidad y poder de su
enemigo.
El
santo de Aries intercambió su lugar con uno de los tritones. El gigante lo
cubrió con su escudo, el cual fue cortado por el paso de la espada azulada.
—
¡Maldito cobarde! ¡Deja de esconderte detrás de tus monstruos! —bramó Caesar,
expulsando su cosmos en una llamarada que repelió un poco a los tritones
cercanos.
Pero
entre los destellos y llamas, el santo de Aries logró propinarle un severo golpe
en la quijada que desprendió el casco de su cabeza.
— Insultar a mi armada personal no logrará
nada —el atlante repuso con una sonrisa—. Es como si os pidiera que os privarais de vuestra armadura para luchar
contra mí. En un verdadero combate, los enemigos deben emplear todos sus
recursos para vencer. Vos posees vuestros dones, yo los míos, es lo que vuelve
interesante todo enfrentamiento —explicó, atacando severamente a Caesar,
sin permitirle esgrimir con libertad su espada. Pese a que el Patrono era un
hábil espadachín, Atlas empleaba sus manos y piernas para dificultarle
blandirla y entorpecer sus intentos.
Los
tritones apoyaban a su rey, atacándolo por los flancos, lo que dificultaba al
Patrono deshacerse del santo dorado. Caesar sólo comprendía que matando al
santo de Aries, toda esta locura terminaría, pero aun con el primer sello de
Áxalon roto, era incapaz de enfrentarlo…
Caesar
comprendió tardíamente que no es que el santo hubiera dividido su poder en
diez, no, de alguna forma su poder y habilidad se mantenían intactos, y sus
nueve gigantes eran un reflejo de sí mismo. ¡¿Ese era el poder de la sangre olímpica?!
Al
percatarse de que los nueve Pretorianos ya estaban sobre él, Caesar liberó el
segundo sello de la espada, permitiéndole desaparecer por unos instantes en los
que ninguno de los tritones ni el mismo Atlas lo detectaron, hasta que la luz
de la luna llena desapareció.
Al
mirar en dicha dirección, encontraron a Caesar con su cosmos en alto y
ennegreciendo el cielo estrellado, preparando su técnica.
— Elevó de nuevo su poder en menos de un
instante… ¿cómo puede esa espada incrementar de tal forma su cosmos? —Atlas
quedó absorto en tales pensamientos.
— ¡Holocausto
estelar! —clamó una vez más el Patrono, enviando la oleada de
poder sobre sus enemigos.
El
santo de Aries elevó su cosmos, al mismo tiempo que sus nueve protectores. La
avalancha oscura chocó contra ellos, generando un estruendo como el de una ola
golpeando un muro de roca inmovible.
El
Patrono gritó frustrado al ver que las diez siluetas emergieron de su mar
oscuro, tras haber creado una cúpula con sus escudos para protegerse.
Ilesos,
los Pretorianos siguieron a su rey, quien velozmente voló hasta llegar donde Caesar,
golpeándolo fuertemente en el pecho, seguido por los otros guerreros que
arremetieron contra él con sus tridentes y colas
El
ataque de los gigantes fue inmisericorde, y tras una última patada en el
vientre, Caesar se precipitó hacia el vacío de esa dimensión, sin que nada ni
nadie lo frenara.
Su
zohar mostraba grandes fisuras por toda su estructura, perdiendo pequeñas
piezas cada metro que caía a la oscuridad.
En el
instante en que se atragantó con su propia sangre, Caesar abrió los ojos y
sujetó con fuerza la espada, quien parecía recriminarle en silencio sus actos.
La
mente del Patrono de Sacred Python se remontó a ese instante en que Avanish les
presentó a Áxalon, una espada que les sería de gran ayuda al enfrentar a los
dioses, siendo una de las únicas armas que han existido que sería capaz de
acabar con la inmortalidad de sus almas. Su uso les estaba permitido pero, como
todo, tenía un precio…
Avanish
les ayudó a obtener poder, les dio los zohars y stellas para proteger sus
cuerpos, pero nada podían hacer con su frágil mortalidad…
Siempre
fueron conscientes de que, si rompen el tercer sello, sus cuerpos serían castigados,
pero obtendrían un poder más allá del que hubieran soñado jamás… El tiempo
dependería de cada uno de ellos.
Caesar
no podía prolongarlo más. Tendría que haber utilizado el poder de Áxalon al
enfrentar a Poseidón pese a las protestas de Leviatán… pero ahora los planes
habían cambiado y deberá utilizar ese
tiempo para matar al santo de Aries, hijo de Poseidón. Si no era capaz de eliminarlo,
entonces toda su jornada había sido inútil… una mera ilusión…
¡Tenía
que hacerlo! Ser tan fuerte como para superar a santos, marinos, asgardianos y
muchos más guerreros que sirven a los dioses, ésa era su razón de ser.
El
temor de ciertos hombres por el que alguna vez tales fuerzas decidieran
conquistar su civilización, fue lo que llevó a que se creara ese centro de
investigación donde fue prisionero, donde buscaban crear soldados que pudieran hacerles frente, despertando esas habilidades
con los que podrían destruir montañas y causar terremotos…
Arruinaron
su vida para tal fin, no permitiría que todas esas vivencias fueran en vano...
Con
tremendo esfuerzo, Caesar maniobró para detener su caída. Su cuerpo
temblaba sin control, por lo que sostuvo
la espada con ambas manos para evitar que cayera al vacío.
Miró
con frustración los daños en su zohar… la armadura que el señor Avanish le
ofreció para volverlo invencible.
Sabía
que no contaría con la ayuda de Tara para poder sobrellevar sus heridas, por lo
que tendría que valerse de su propia fuerza de voluntad para resistir el dolor
que lo siguiente le ocasionaría.
—
Áxalon… yo retiro la tercera cadena, libero el último sello… ¡Despierta
y castiga! —el Patrono gritó.
Al
leer los pensamientos de su enemigo, el santo de Aries temió, por lo que sin
dudarlo, él y su séquito alzaron y unieron sus cosmos en un solo ataque. Los Pretorianos
enfilaron las puntas de sus tridentes, generando una gran esfera brillante de
cosmoenergía aguamarina, que Atlas no demoró en liberar.
— ¡Astro
marino! —clamó el antiguo rey de la Atlántida, apuntando enérgicamente
al enemigo con su brazo.
La
gran esfera giraba sobre su propio eje, precipitándose con la velocidad del
rayo hacia el Patrono, quien ni siquiera tuvo un instante para reaccionar.
El
astro resplandeciente impactó a Caesar, devorándolo. La esfera de plasma
extendió aún más su tamaño, mientras que dentro de ella se batía un feroz torrente
energético que corría como agua a presión y sin control, dentro de la que no pudieron
verse signos del enemigo.
En el
instante en que los Pretorianos rompieron la formación, el planetoide que
giraba frente a ellos explotó estruendosamente, liberando una fuerte ventisca
capaz de consumirlo todo.
El
antiguo rey de la Atlántida no se adelantó a clamar victoria… percibía algo que
lo mantenía intranquilo, en su propio
mundo.
Pestañeó
repetidas veces, sólo para asegurarse de que no lo engañaba su vista, pues
allí, en la distancia, una silueta se mantenía a flote.
Se
trataba de Caesar, cuya piel blanquecina finalmente fue expuesta, pues de su
zohar sólo algunas partes se mantenían adheridas a su cuerpo sangrante; las
botas, el cinturón, el costado derecho y la hombrera unida a él, permanecían en
su lugar, mas algunas placas se encontraban tan agrietadas que en cualquier
momento se desmoronarían tal cual polvorones. El resto de la coraza se había
esfumado, imposible dictaminar si se pulverizó o sus trozos se esparcieron en
el infinito.
Pero
Caesar estaba firme, respirando de manera agitada, sosteniendo en sus manos la
espada Áxalon, la cual se encontraba encendida en llamas azules. Las flamas
comenzaron a cubrir el cuerpo de Caesar desde la cabeza hasta los pies.
El
Patrono parecía confundido y delirante, mas el poder que lo rodeaba era
indescriptible.
Atlas
percibió ese nuevo cosmos, resultándole extrañamente hiriente. Se atrevió a
indagar en los pensamientos del Patrono, pero una punzada horrible en la sien
lo obligó a detenerse.
— Por el Hades, ¡¿en qué os habéis
convertido?! —exclamó al sentir en su piel un escalofrío imparable.
— Ven a mí santo de Aries… aproxímate a tu
muerte — aunque apenas murmuró, la voz de Caesar retumbó por todas partes,
en un eco impresionante que viajó por toda esa dimensión.
La
sensación de miedo sacudió la confianza del antiguo rey, para cuando cuatro
Pretorianos se alistaron para atacar.
Atlas
lo permitió al querer contemplar el alcance de esa nueva fuerza.
Los
tritones se abalanzaron sobre el minúsculo ser humano para aplastarlo, pero en
un acto milagroso, el pequeño punto que era Caesar a un lado de los gigantes,
atravesó el cuerpo del primer tritón por el pecho.
Caesar
salió por la espalda del tritón, dejando un diminuto hueco que lucía
insignificante, pero que mantuvo al Pretoriano inmóvil en su dolencia.
Con
el segundo, Caesar soltó un veloz mandoble que cortó por la mitad el escudo
circular del tritón, y que también le desprendió el brazo de su cuerpo. El guerrero
de Avanish lo dejó atrás en su sufrimiento para saltar hacia el tercero que lo
recibió con un coletazo.
El
Patrono interpuso su espada y ésta cortó en dos la extensión escamosa del
gigante.
Para
el cuarto que empleó su arma para atacar, Caesar chocó su espada contra el
tridente del enemigo, y éste se pulverizó por el impacto. El Patrono se impulsó
hacia el frente, decapitando al coloso desarmado de un solo movimiento, para
abrirse camino hacia Atlas.
Todo
aquello se realizó en un instante… el santo de Aries apenas fue capaz de verlo
efectuar todos sus movimientos. De haberse tratado de él, cuatro veces habría
sido herido de manera mortal.
Atlas
tensó el entrecejo, preparándose para recibir el ataque del Patrono, pero
conforme más se acercaba, un extraño vértigo lo asaltó. Sus sentidos se desfasaron
de golpe, su visión se tornó múltiple, su oído fue bombardeado por sonidos
agudos y terribles, sintió que su cuerpo perdía movimiento ante un
entumecimiento doloroso que crecía de su interior y que torcía sus
extremidades.
Buscó
ayuda de su cosmos, pero el tratar de materializarlo le ocasionó un dolor insufrible
por todo su ser.
Sus
Pretorianos parecían también afectados por el mismo fenómeno en que los gritos
y alaridos sonaban por todas partes.
Caesar
pasó por un lado de Atlas, blandiendo su espada contra los tritones, a los cuales partió a la mitad con poderosos
mandobles.
Atlas
se abrazó a sí mismo ante la insufrible sensación física y mental que lo
agobiaba, y que al mismo tiempo debilitó su cosmos. No entendía la razón por
más que intentó encontrarle explicación.
El
dolor se incrementó cuando súbitamente la espada de Caesar se le clavó en el
hombro derecho, atravesándole el hueso y la carne con suma facilidad, pero el
daño lacerante fue mínimo en comparación de lo que el contacto con esa hoja
provocaba en su persona.
El
antiguo rey de la Atlántida lanzó un
alarido aterrador en que se convulsionó frenéticamente frente a los ojos de
Caesar.
El
Patrono permaneció sosteniendo la espada con una sola mano, contemplando a su
enemigo sufrir por el castigo de Áxalon.
Para
Atlas le fue imposible sostener más la existencia de sus guerreros, por lo que éstos
y sus restos mutilados se deshicieron en las mismas esporas luminosas de las
que se formaron. El tormento que sentía no tenía comparación a nada que haya
experimentado en el pasado, y ni siquiera su desesperación e ira lograban
revivir su cosmos. Estaba totalmente indefenso y a merced del enemigo que le
mostraba su auténtica fuerza.
— Así
que te afecta —murmuró Caesar, con un gesto de completa satisfacción y
sadismo—… lo que el señor Avanish aseguró… al fin lo compruebo… Si funciona en
ti, un híbrido, funcionará en los
demás —rió un poco, extasiado por el poder que sentía correr por su cuerpo y
cosmos.
— Leíste
mi mente antes, ¿no es verdad? —cuestionó—. Ahora te es imposible…. Pero yo no
necesito de esa clase de poderes para saber lo que estás pensando en este
momento, ¡sólo con verte es suficiente! —inmisericorde, Caesar ejerció fuerza
para sacar la espada, cortando músculos y carne a su paso hasta abandonar el cuerpo
que la retenía, dejando el brazo del santo de Aries convertido en un despojo
que apenas se mantenía unido a su hombro por pocos tejidos.
—
¡Pero antes de matarte creo que es justo que sepas la verdad! —el Patrono
bramó, hiriendo superficialmente al santo de Aries con la espada sólo por
diversión, viendo cómo las gotas de sangre se mantenían a flote por la
gravedad—. ¡La Áxalón nació del profundo deseo de todos aquellos que lucharon y
murieron en lo que ustedes llaman guerras
santas! ¡El Señor Avanish ha presenciado durante siglos la barbarie de
hombres y dioses por igual! ¡Aquellos que intentan vivir en paz, sin herir a
otros, son aplastados por la incesante avaricia de mortales e inmortales!
—clamó, cada frase acompañada de un corte en el santo de Aries, quien no tenía
forma de defenderse aunque lo intentara.
— ¡Y
al fin, después de una última tragedia que ocurrió hace más de quince años,
sólo los elegidos pudieron permanecer en este mundo como pago por tanto horror!
¡Pero es evidente que los dioses jamás permitirán nuestra independencia, nunca!
¡Osan reencarnar en nuestro mundo a través de alianzas débiles y falsas! ¡El
señor Avanish no podía permitirlo, por eso, haciendo uso de las almas de los
incontables hombres y mujeres que han
muerto durante el paso de los siglos a causa de tales guerras, creó esta arma!
—Caesar empujó al santo de Aries, quien presentaba profundos cortes en su piel
descubierta.
Pese
a las múltiples heridas y el dolor constante continuaba consciente, pero no
sabía por cuánto tiempo.
— ¡La
Historia cuenta sobre grandes hombres que a través de las Eras desafiaron a los
dioses y vencieron! ¡La voluntad humana ha logrado victorias milagrosas, sólo
bastan cinco guerreros, a veces hasta uno solo, con el coraje y poder suficiente
para lograr lo impensable! ¡Tú, como santo del Santuario deberías saberlo!
—clamó, alistando su espada para ejecutar al convaleciente Atlas— ¡Con todo esto
creo que ya puedes comprender, que Áxalon es la fusión de millones de
voluntades que sólo esperan dos cosas: venganza y justicia! ¡Ella, y la fuerza
de todos los que le dan poder, claman por la sangre de los dioses que han intentado exterminarnos, y ahora exige la
tuya! ¡Muere, pues una vez que Áxalon ha sido liberada no se saciará con tu
inmunda vida, deberé buscarle más!
El
Patrono de Sacred Python estuvo a escasos instantes de arrojarse hacia el santo, posponiendo su intención cuando
un repentino estruendo sacudió toda la
dimensión.
El
sonido provino de la luna, la cual estalló sorpresivamente, como si estuviera
hecha de cristal, dejando un hueco irregular por el que fue visible el paisaje
del reino submarino.
En
una reacción en cadena, la fractura en la dimensión se extendió por todo el
espacio existente hasta que se desmoronó como una ventana de vidrio abatida por
una piedra.
Atlas
de Aries cayó a los pies del Patrono, quien se giró rápidamente hacia donde la
espada señaló como si se tratara de la aguja de una brújula. Apuntando en la
distancia a un hombre del que sentía provenir un cosmos gigantesco.
No
era nadie más que Poseidón.
FIN DEL CAPITULO 45