Elphaba de Perseo aguardó a que la
maldición de Medusa transformara a su oponente en piedra. En todos sus años como
custodio del tesoro mitológico, su efecto jamás había fallado, hasta aquel día
en que el santo de Pegaso parpadeó, con un gesto tan incrédulo como el de ella
misma bajo su máscara.
¡No era posible! Sólo los desdichados
que habían perdido la vista eran inmunes a la maldición, pero no era el caso de
Seiya de Pegaso quien enfrentó la mirada mortal de Medusa a una distancia tan
corta.
La impresión de tal fenómeno mantuvo inmóviles
a los combatientes, como si Giles hubiera congelado el tiempo dentro del templo
de Aries para encontrar una respuesta a lo ocurrido. Sólo hasta que Seiya se
impulsara lejos de la columna en la que intentó refugiarse es que todos salieron
de su estupor.
El santo de bronce no pudo agradecer a
los astros por su suerte milagrosa,
pues en aquel desplazamiento su cuerpo fue paralizado por una agónica punzada
proveniente de su corazón.
— ¡No!
¡¿Justo ahora?!…¡Este no es el momento! —pensó aterrado, aguantando la
necesidad de oprimirse el pecho que delataría su repentina debilidad.
— ¡Imposible! —clamó Elphaba, manteniendo
la distancia de su enemigo—. Nunca antes había atestiguado que el poder de
Medusa fallara de esta forma… ¿pero por qué?
¡No, debe haber un error!— se convenció de inmediato, lanzándose sobre
el santo de Pegaso.
Seiya contuvo los golpes de Elphaba con
sus antebrazos, obligándose a retroceder. Sin detenerse, la amazona activó la
máscara de Medusa en pleno combate cuerpo a cuerpo, la terrible máscara cobró
vida y mantuvo sus párpados abiertos.
Por reflejo, Seiya cerró los ojos y a
ciegas se defendió, siendo arrastrado por el torrente de meteoros que salieron
del puño de Elphaba.
El santo cayó de espaldas, mas el dolor
que nacía del interior de su pecho opacaba cualquier otra sensación. Rodó un
poco para descubrir que su cuerpo continuaba siendo de carne y hueso para
frustración de sus oponentes.
Seiya miró a Elphaba, cuya cabeza se
había transformado en la de la legendaria bestia de la mitología, con
serpientes negras en vez de cabello oscuro y afilados colmillos sobresaliendo
de entre sus labios.
— Es
un milagro —escuchó de ella pese a que la boca en su rostro no se moviera acorde a sus
palabras—… Por algo usted es el santo de
la esperanza.
El cuerpo de Elphaba comenzó a temblar frenéticamente,
cubriendo su rostro deformado con ambas
manos. —Y es por ello que no puede morir...
no aquí… no así… ¡Maestro, tiene que matarme! —gritó, encorvándose como si
su cabeza pesara mucho más de lo que su cuerpo era capaz de sostener.
— ¡Elphaba!
—la reprendió Giles.
— ¿Pero qué estás diciendo? —Seiya pudo
levantarse tras impulsarse en el suelo, contrariado por el repentino cambio en
la amazona.
— ¡Usted
no debe morir, pero terminaré haciéndolo porque eso… eso es lo que nos han
ordenado! —Elphaba dijo, abatida por el dolor que taladraba su mente—. ¡Todo es culpa… del santo de Géminis, él… él
nos ha corrompido con su maldad…! ¡No hay nada que podamos hacer para
desobedecerlo… sólo morir!
— ¡No
puede ser! —Seiya creyó que al fin lo había descubierto, y en un instante
vinieron a él recuerdos que le permitieron darle un nombre a la maldición que
desató la locura en el Santuario—. El Satán Imperial —musitó, apretando las mandíbula
por la rabia que volvía a fluir por su ser.
—
No sabe las atrocidades que he sido obligada a hacer…. Yo… yo… debe matarme,
sólo así es que todos a los que he convertido en piedra volverán a la
normalidad…
—explicó, dando gemidos de sufrimiento mientras se sujetaba la cabeza con
desesperación—. Giles no me deja morir…
¡Nunca lo hará! ¡Usted es el único que puede hacerlo, ahora!
El cosmos de Elphaba estalló con
violencia, cesando su voz y cualquier vestigio de voluntad, su cuerpo había
sido completamente poseído por la obediencia que le debía al hombre que hechizó
su mente.
La amazona de Perseo se estrelló contra
los brazos del santo de Pegaso cuando este los alzara para defenderse, mas la
mujer ejecutó sagaces movimientos que terminaron por romper la defensa de su
rival.
Ahogado por la opresión en su pecho,
Seiya fue empujado por la potencia de su enemiga, recuperándose justo a tiempo
para eludir un ataque diferente que alcanzó a partir en dos su casco. Una
herida se abrió en su frente, de la que brotó la sangre que por instantes cegó
su ojo izquierdo.
La amazona de Perseo había creado con su
cosmos una espada de diseño antiguo, pero dueña de un filo resplandeciente. Apuntó
a su maestro con ella y aguardó en posición de esgrima.
Seiya reconoció la técnica de la Espada de Perseo, inspirada en el
arma que el héroe de la antigüedad empleó para destruir a cada una de las
bestias mitológicas que enfrentó en vida. En otras circunstancias Seiya no
temería, más ahora que la velocidad de la amazona igualaba la suya con la ayuda
del santo de Reloj, todo podría decirse en el siguiente ataque.
Antes su convicción estaba clara, pero
al descubrir que los santos de plata eran víctimas del Satán Imperial todo cambió. Sólo había dos opciones, asesinar a
Elphaba… o permitir que ella lo matara.
En otro momento la segunda opción no
habría siquiera cruzado por su mente, pero al sentir que segundo a segundo se
le dificultaba más el siquiera respirar, debía decidir qué era mejor: si preservar
la vida de un santo enfermo que podría no ser capaz de continuar en la lucha
tras el final de este combate, o la de una joven con potencial para
salvaguardar el futuro del Santuario. Existían muchas otras cosas que considerar,
claro, pero no había tiempo, fue evidente cuando Elphaba ladeó un poco la
espada en sus manos.
El dolor en su pecho se volvió
insoportable, Seiya se tapó la boca cuando comenzó a escupir sangre y saliva. En
el momento en que su vista se descuadró, tomó la decisión que creía correcta...
Elphaba se precipitó hacia su maestro,
lanzando una estocada a su corazón. El santo de Pegaso apartó los brazos con
los que protegía su pecho y al cerrar los ojos pensó en una sola persona: — Perdóname, Shaina.
Capítulo
57
El
día más Oscuro, parte IV
Grecia,
Santuario de Atena.
En las sombras del Coliseo, Shai de
Virgo y Jack de Leo se reunieron. Para Jack fue una sorpresa recibir tal
solicitud en medio del caos, pero no pudo negarse al llamado de la amazona
quien juró era caso de vida o muerte.
La escuchó atentamente, por lo que fue obvio
su sobresalto y negación. — ¡No puedes estar hablando en serio!
— No he hablado más en serio en toda mi
vida —aseguró la mujer de cabello oscuro—, hemos sido engañados. Albert de
Géminis inició una rebelión en el Santuario, es respaldado por la mayoría de
los santos de plata y ha asesinado al Patriarca.
Jack cerró los puños con frustración.
— La palabra de Aristeo de la Lyra debió
bastar, pero así como tú, tuve mis dudas y tenía que confirmar los hechos —la
amazona explicó—. Los espíritus que aún revolotean libremente por el Santuario
me lo han corroborado, no fue fácil encontrarlos, pero a través de ellos pude
ver algunas de las tragedias que han venido ocurriendo desde hace tiempo…
— Es imperdonable —Jack susurró, pesando
en él la vergüenza de haber sido burlado—. Entonces ¿qué es lo que debemos
hacer? ¿Cómo estar seguros de en quien podemos confiar?
— Lamento decir que no tengo la
respuesta.
— ¿Qué te hizo confiar en mí? —el santo
de Leo deseó saber, esperando no sonar desconfiado.
La mujer aguardó unos segundos antes de
responder—: Mis habilidades me permiten descubrir los secretos más oscuros de
una persona. Eres un buen hombre Jack, no necesité usar mis poderes para saber
eso. Viniste aquí confiando en mi palabra y en ese lapso pude ver la claridad
de tu alma. Nunca creí necesario tener
que emplear tal don en mis propios camaradas… pero supongo que la maldad puede
crecer incluso en un lugar santo como este —dijo, con decepción.
— La maldad está en todos Shai —comentó
el santo, recordando las duras palabras de Nauj de Libra—, pero somos más
quienes optamos por seguir el camino de la rectitud que aquellos que eligen lo
opuesto. Sé cómo debes sentirte, pero en el caso de que seamos los únicos que
estamos fuera de las maquinaciones de Albert, debemos decidir qué hacer.
Shai asintió. — Es posible que nos tenga
en la mira, e intentará utilizar la conmoción del momento para eliminarnos.
— No pienso darle esa oportunidad —Jack
aseguró—. El tiempo apremia y considero que es mejor que lo desenmascaremos de
una buena vez, antes de que la situación se vuelva irreversible.
— No creo que sea prudente que hagamos
esto solos —confesó Shai, pensativa—. Es posible que Albert no sea el único
santo de oro al que debamos de enfrentar.
— Aunque
todo indique lo contrario, la verdad es que no están solos —escucharon de
una tercera voz que los tomó completamente desprevenidos.
Ambos alzaron la vista hacia el cielo un
poco nerviosos, donde vieron a un hombre descender cual ave, pues de su espalda
crecían dos alas gigantescas con las que planeó y aterrizó dentro del Coliseo.
Aunque los rayos del sol lo golpeaban, la maldición parecía no tener efecto en
él.
— Tú eres... —Jack quiso recordar.
— Un Oficial de la aldea apache —Shai lo
reconoció—. Si no me equivoco eres el mismo shaman que visitó al Patriarca poco
antes de que todo esto comenzara.
— Y aquel que reparó las armaduras
doradas —completó el santo de Leo.
El hombre enmascarado y de ropa
ceremonial desvaneció sus alas espirituales antes de hablar—: En efecto, pueden llamarme Kenta.
— ¿Qué es lo que haces aquí? Creí que te
habías marchado —la amazona cuestionó con desconfianza.
— Eso
quiere decir que hice bien mi trabajo —respondió el hombre con máscara
tribal—. Pero descuiden, si permanecí
aquí fue por órdenes del Shaman King.
— ¿Con qué motivo?— preguntó el santo de
Leo.
— Al
principio ni siquiera yo lo sabía. Cumplí con mis encomiendas oficiales, para
después permanecer como mero espectador, con la prohibición de intervenir hasta
que el señor Asakura diera la orden. En el lapso, fui testigo de diferentes
eventos que han encaminado todo hasta este momento.
— ¡Típico de ustedes! —reclamó Shai con
severidad—. ¿Significa que sabías de la rebelión y aun así no alertaste a
nadie? ¿Cómo se atreven a llamarse nuestros aliados si sólo han demostrado ser
unos cobardes?
— ¿Me
habrían creído sin haber comprobado con sus propios ojos la verdad? —el
shaman cuestionó con tranquilidad, sin recibir una respuesta inmediata—. Yo mismo no comprendo a mi señor, pero su
desaparición y su silencio han terminado —explicó—. Llegó el momento de cumplir con la alianza que por generaciones se ha
mantenido con la diosa del Santuario y con el mundo entero. Es por ello que me
pidió permanecer aquí, y al resto de mis compañeros dispersarse a otras
regiones del mundo.
De repente, un leve temblor comenzó a
sentirse dentro del Coliseo, pero no sólo allí, sino por toda Grecia. Las
vibraciones, aunque inofensivas, era notorias para todos los que moraban la
región.
— ¡Contemplen!
—el shaman señaló cómo a lo lejos, entre las mesetas montañosas que rodeaban al
Santuario, comenzó a elevarse algo.
A la vista era difícil de creer, una
visión irreal de un ser gigantesco emergiendo de las montañas como si hubiera
estado durmiendo bajo ellas por miles de años. Lentamente su cuerpo liso,
semejante al humano pero al mismo tiempo diferente y sin distinciones de género,
se alzó en dos piernas, resaltando por el contraste del color del cielo con su
cuerpo totalmente amarillento. Ante él Grecia era un pequeño campo de juegos, y
los humanos que lo miraban hormigas.
De su cabeza crecían grandes crestas redondas, tenía un pecho ancho y torso
plano, sus brazos eran tan largos como sus piernas y en su rostro sin nariz y
boca, tres óvalos brillantes como esmeraldas alineados en forma de un triángulo
marcaban lo que eran sus ojos. La criatura bien podría pasar por uno de los titanes que se describen en las leyendas.
El santo de Leo y la amazona de Virgo
aguantaron por un momento la respiración, preguntándose si aquello era en
verdad algo benéfico a su causa o un problema más. De él se percibía una gran
presencia, mas poseía un aura neutral al ser una fuerza de la naturaleza que desconocía la malicia y que sólo seguía
una instrucción.
Entonces, aquella entidad comenzó a
encorvarse sobre el Santuario, como si fuera a aplastarlo con toda su
inmensidad. El sobresalto y el pánico fue general, mas quedaron atónitos cuando
el coloso apoyó sus manos afiladas en la tierra y permaneció así, como un arco
que cubría no sólo el Santuario sino también el pueblo aledaño.
Cuando sus manos se posaron en la tierra
hubo un último y estruendoso temblor. Fue entonces en que Jack se percató de
algo, pues aunque aquel gigante cubría el cielo sobre ellos no proyectaba una
sombra que oscureciera la zona. Motivado por la curiosidad, Leo cruzó la línea
que dividía la luz de la sombra y se permitió ser golpeado por lo rayos del
sol. El santo esperó ser atacado por la incómoda sensación de la maldición
solar, pero no fue así. Shai lo imitó, manteniendo la vista en el cielo sin
dejar de admirar aquella cúpula
sobrenatural.
— ¿Qué… qué es eso? —Jack preguntó al
shaman quien los miró de frente.
— Su cuerpo… es como si funcionara como
un filtro que nos protege de la maldición del sol —intuyó Shai, impresionada.
— Uno
de los grandes espíritus de la Tierra no sólo se ha manifestado aquí para
brindarles su protección, sino también en otras partes del mundo —Kenta
explicó.
— El espíritu de la Tierra —repitió
Jack, mirando el rostro impávido del inmóvil coloso.
— Todos
los miembros de mi tribu se han dispersado por órdenes del señor Asakura, ellos
se encargarán de orientar a los afectados y contener a los malditos hasta que
frene la maldición —el shaman prosiguió—. Por lo que pueden estar tranquilos y enfocarse en una sola cosa:
enfrentar al hombre que los ha traicionado.
— Estupendo —Jack dijo, entusiasmado.
— Pero
antes de que se marchen, debo advertirles que hay más de un invasor que ha
aprovechado la situación para entrar a su fortaleza, por lo que no sólo deberán
enfrentar a santos rebeldes, sino otros peligros.
— ¿Nos ayudarás? —preguntó la amazona.
— Si
buscan apoyo en la batalla puedo hacerlo, sin embargo creo que puedo hacer algo
mejor por ustedes —aclaró, señalando hacia un punto en el horizonte fuera
del Coliseo—. Por allá encontraremos a un
compañero de lucha más acorde para su equipo. Síganme.
/ - / - / - /
Explanada del Templo de Atena.
La Patrono Hécate, contempló preocupada
al inmenso espíritu que se manifestó sobre el Santuario. Como antigua adepta al
culto de Gaia, sabía que el espíritu
de la Tierra sólo puede ser invocado por el Shaman King, lo que significaba que
el enfrentamiento entre Yoh Asakura y Avanish estaba muy cerca.
Intentó explicárselo a Albert, a quien
acompañaba en las afueras del Templo de la diosa Atena.
— ¿Crees que nos atacará llegando el
momento? —cuestionó el antiguo santo de Géminis.
— No —respondió, segura de su
respuesta—. Un Shaman King sólo utiliza la fuerza de los espíritus ancestrales
para mantener el equilibrio y proteger a la humanidad… Jamás se arriesgará a
volver a perderlos, pues sin ellos el mundo podría destruirse.
— Es bueno saberlo —añadió Albert, a la
sombra de la estatua de la diosa—. Lo que significa que podemos seguir con
nuestros asuntos —dijo, volviéndose hacia la mujer—. ¿Es eso a lo que has
venido, no es cierto? El señor Avanish no necesitaba enviar a ninguna emisaria,
pienso cumplir mi parte del trato. ¿Acaso desconfía de mí?
Hécate frunció el ceño. — El señor
Avanish podrá tolerar tu comportamiento y aceptarte como un aliado, pero dudo
que esté contento con lo que le hiciste a Iblis.
— Iblis murió en la batalla —Albert
respondió con una sonrisa irónica—. El santo de Libra se encargó de ello, ¿por
qué es tan difícil de creer? Él era débil, y lo sabes.
Hécate no tenía pruebas, pero le era
evidente que la muerte de Iblis de Nereo no fue como Albert relató. Saber lo
ocurrido en una batalla que se efectuó en el plano astral no estaba dentro sus posibilidades,
pero desconfiaba de un hombre que por ambición es capaz de traicionar a sus
amigos y a su propio mentor. Por ello, decidió viajar al Santuario y asegurarse
de que las cosas se llevaran a cabo según el convenio.
— Débil quizá, pero leal y genuino, a
diferencia de ti —Hécate añadió.
— Soy parte de este juego, te guste o no —Albert dijo sin esforzarse por fingir
mejor su mentira—. Que el señor Avanish me juzgue al final de todo esto si es
lo que quieres, pero creo que podré ganarme aún más su favor con este regalo.
En ese momento, Adonisia de Piscis
apareció caminando por la explanada, cargando bajo sus brazos dos cuerpos
pequeños, los cuales arrojó con cierto cuidado a los pies de Albert y la
Patrono.
Hécate sintió pena por ese par de niños.
El más pequeño permanecía inconsciente, mientras que el mayor se aferraba a la
conciencia pese a los temblores de su cuerpo. Arun levantó un poco la cabeza,
cerrando el ojo derecho por el paso de un hilo de su propia sangre resbalando
de su frente golpeada.
— Intentaron escapar de los guardias
—explicó con burla la amazona, a quien aún le costaba creer el relato—, la niña
lemuriana los tomó por sorpresa pero sólo fue un descuido.
Albert avanzó hacia los pies de la gran
estatua de Atena donde estaba un pequeño pedestal, y sobre él una caja de
madera fina con adornos dorados. La abrió despacio y de ella extrajo su
contenido, manteniéndose de espaldas a las mujeres.
— El señor Avanish exige las vidas de estos
infantes, y yo se las daré. Según entiendo, la Áxalon es una espada especial
que forjó para asesinar a los mismos dioses, pero el Santuario tiene sus
propios medios para acabar con un dios —comentó al girarse y mostrar una daga
dorada en su mano—. Sé que jamás me confiarían su preciado tesoro— sentenció,
empleando sus poderes para hacer levitar al mayor de los dos niños, atrayéndolo
hacia él y sujetándolo por el cuello de su túnica—, pero descuida, no lo
necesitaré.
Arun no tenía forma alguna de
resistirse, por lo que sólo atinó a colgar de la mano de Albert y cerrar sus
manos sobre su muñeca. En su mente sólo había confusión y miedo, pues la pesadilla no terminó aquel día en que sus
padres murieron por defenderlo, la muerte lo encontró de nuevo y esta vez nada
ni nadie estaba allí para salvarlo.
Aguantó las lágrimas en sus ojos, es lo
menos que podía hacer ante aquel que iba a asesinarlo, pero en el fondo no
paraba de llorar y suplicar por ayuda, un milagro.
Arun cerró los ojos y esperó,
reprimiendo un gemido de terror involuntario cuando escuchó una tonada en el
aire. ¿Acaso era el harpa de un ángel del cielo lo que escuchaba?... Sí, lo
era, pero no uno que estaba allí por su bien.
Albert, Adonisia y Hécate miraron hacia
un extremo de la explanada en cuanto sus sentidos fueron alcanzados por una pacífica
melodía.
Arun abrió un poco los ojos, curioso por
la demora de su ejecución y el sonido del arpa. Para su infortunio, el niño reconoció
de inmediato al arpista como uno de los asesinos que destruyeron su hogar.
Albert bajó un poco al chico, tanto que
le permitió volver a pisar el suelo. Él también reconoció al recién llegado, se
trataba del mismo sujeto que por poco asesinaba al santo de Acuario en Asgard:
un ángel del Olimpo.
— Eres tú de nuevo —Albert llegó a
decir, intrigado y a la vez alerta.
El ángel detuvo su andar, así como el
paso de sus dedos por las cuerdas del instrumento musical. — ¿Es una coincidencia o un obsequio el que
encuentre al hombre que me humilló con anterioridad justo al lado de la presa a
la que he venido a reclamar? —cuestionó con inquietante calma mientras una
sutil sonrisa se dibujó en su cara—. Pero
esto es inesperado, los Santos y los Patronos, ¿unidos? —dijo mirando a
cada uno de los presentes—. Esto elimina
cualquier posibilidad de salvarse de la ira de los dioses.
— Adalid del Olimpo, no vengas son
prejuicios cuando ustedes mismos carecen de moral. ¿Crees que mi señor no conoce
sus propósitos? —Hécate se adelantó, soberbia—. No hemos olvidado las veces que
nuestros caminos se cruzaron y los hicimos retroceder. Tenemos los mismos
blancos, sí, pero ustedes no buscan un cambio, sólo codician el poder que las
almas de otros dioses le brindarán a su señor.
Adonisia se sentía la única fuera de la
conversación, pues al mirar a Albert sospechó que su nueva posición como Patrono le permitía conocer la historia completa entre ambas facciones.
— Retirarnos
fue una estrategia necesaria para mantener nuestra presencia en la Tierra
desapercibida
—el ángel explicó—. Pero ahora que los
humanos han profanado la magnánima fuerza del sol para liberar a los engendros
de la estirpe de Nyx, somos libres de
actuar sin ningún tipo de restricción. Esta vez no hay razones para ocultarse,
ni para zanjar una batalla.
— Debe
ser alguien muy fuerte si cree que puede luchar contra tres de nosotros
—pensó Adonisia al contemplar al hermoso guerrero del Olimpo de armadura
platinada.
Ante la situación, y de manera
silenciosa, Albert precipitó la daga dorada contra el cuello de Arun. Jamás
permitiría que el ángel cumpliera su cometido, ¿por qué retrasar algo que ya
había decidido? Confiaba en que la daga de oro que tomó de Star Hill pudiera
cumplir la misma función que la Áxalon de los Patronos, después de todo, era la
misma arma con la que Saga de Géminis
intentó eliminar a la infanta Atena en el pasado.
Pero no fue así de fácil, como si
alguien hubiera anticipado su intención, un resplandor fugaz golpeó su mano
armada. El zohar que cubría en gran parte su mano evitó que perdiera toda la
extremidad, aunque tres de sus dedos fueron cercenados por el resplandeciente
proyectil.
Todos miraron una flecha dorada clavarse
en el suelo, al mismo tiempo en que la daga de oro giró por el aire, cayendo
hacia el vacío de las montañas.
— ¡La siguiente irá directo a tu cabeza,
Albert de Géminis! —clamó una voz masculina.
Albert fue el primero en mirar al
arquero de dorada armadura que le
apuntaba con una de sus flechas sagradas.
— ¡Asis de Sagitario! —Albert masculló,
con un rictus de furia y dolor.
Arun no pudo evitar soltar un gemido de alegría
al ver al santo de Sagitario allí. El niño no tenía idea de lo cerca que estuvo
de ser apuñalado, pero fue la puntería divina y el arribo de su protector lo que le evitó
tal final.
El santo de Sagitario mantuvo tensa la
cuerda de su arco, en su mirada era claro que lo único que detenía su siguiente
tiro era el escudo humano en que su protegido se había convertido para Albert.
Adonisia estaba igual de sorprendida,
Asis de Sagitario debía permanecer atrapado en las mazmorras del Santuario una
vez que los santos de plata destruyeran el único acceso, ¿cómo fue que escapó?
Pese a no aparentarlo, Asis tenía bien
ubicados a todos los presentes en el campo de batalla, por su distribución estaba seguro de que ante
cualquier reacción podría fulminar al traidor de un solo disparo, algo que
esperaba el mismo Albert leyera en su mente para que mantuviera a todos
inmóviles.
Pese a la conmoción, Hécate no apartó la
vista del ángel y éste tampoco de ella. Sólo la amazona de Piscis estaba libre
de poder actuar, pero no lo hizo, en el fondo parecía divertida con la
interesante escena. Le intrigaba saber cómo es que Albert se libraría de tal
situación.
— Ya veo, así que escapaste gracias al milagroso derrumbe que ocasionaron los
terremotos —Albert aseguró tras haber leído la mente del santo de Sagitario,
cerrando la mano ensangrentada de la que había perdido sus dedo meñique, anular
y medio. El dolor se podía ocultar con facilidad, pero la ira era algo
diferente.
— Suéltalo ahora —Asis ordenó con la frialdad
de un asesino.
Albert sonrió, recuperando un poco su
temple habitual. — Por supuesto —fueron sus palabras antes de lanzar al chico
hacia el vacío detrás de él.
Asis soltó la flecha dorada sólo para retrasar
por un instante la respuesta de cualquiera de los enemigos presentes, ventaja
que empleó para lanzarse en salvación de Arun.
El niño soltó un alargado grito durante
su caída, hasta ser alcanzado por Asis,
quien lo sujetó con fuerza. La velocidad de la caída disminuyó un poco cuando
las alas de la cloth de Sagitario se abrieron y le permitieron al santo volar.
— ¡Señor Asis, vino a salvarme! —Arun exclamó
de felicidad, pegando su rostro contra el pecho del santo dorado, manchándolo
con sus lágrimas y su sangre.
— Aún no estamos fuera de peligro —le
indicó con un gesto serio, pues muy cerca de ellos una silueta venía en su
persecución.
El santo revivió los acontecimientos de
aquel día en que huyó de tres ángeles para proteger a Arun. Aunque ésta vez
sólo era uno el que lo perseguía, sentía el mismo peligro y ansiedad. Sabía
bien que si repetía las mismas acciones todo terminaría igual, incluso peor.
Tras volar por varios kilómetros entre las montañas, aterrizó para encarar a su
enemigo, colocando al niño detrás de él.
Su persecutor bajó la velocidad de vuelo
y descendió lentamente en la cercanía.
— Pese
a que sufriste graves heridas te las ingeniaste para sobrevivir, santo de
Sagitario —dijo el ángel de cabello dorado—. Los de tu clase son sorprendentes, poseen un alma tenaz que dificulta a
las mismas Moiras tejer el final de sus historias.
— Te recuerdo bien —respondió Asis,
alerta, como si esperara que el resto de los que se encontraban en el Templo de
Atena aparecieran en cualquier momento—. Parece que estamos condenados a
concluir la lucha que quedó pendiente.
— Eso
me temo, y a la vez me alegra. Tu intrusión aquel día nos costó la deshonra
ante nuestro señor, por lo que eliminarte será una expiación que he anhelado
desde entonces.
— ¿Pelearás solo? —Sagitario cuestionó
con un deje de soberbia.
— No
necesito la ayuda de mis hermanos para cumplir con esta tarea, y algo me dice
que los mortales que dejamos atrás no intervendrán por ahora —indicó, pues
sólo él se movilizó cuando el niño fue lanzado de la plataforma—. Sé que no dejarás que cumpla mi misión
mientras la vida palpite en tu pecho, y mis órdenes son llevarme al niño con vida, por lo que nos haré un favor
a ambos y permitiré que se haga a un lado para que busque refugio.
Asis desconfió, mientras que Arun se
mantuvo detrás de su protector escuchando todo.
— ¿Cómo saber que no es una artimaña?
—el santo preguntó.
— ¿Preferirías
pelear con él a cuestas? —dijo el ángel con infinita paciencia—. Eso dificultaría la batalla para cualquiera
de los dos, por lo que es la única oportunidad que sé podrás razonar y aceptar.
Sé que la traición y la desconfianza son parte de la naturaleza humana, pero aunque
sea tu enemigo soy un guerrero de honor —aclaró con honestidad.
Asis luchó para convencerse de que todo era
una sarta de mentiras, pero nada en la expresión del ángel le permitió dudar de
su palabra. Dio un corto suspiro antes de hablarle a su protegido. — Arun, necesito
que busques un lugar seguro y te ocultes allí.
— ¡Pero…!
— ¡No es una petición, es una orden! —Sagitario
dijo con severidad—. Te prometo que cuando esto termine iré a buscarte. Ahora
ve. Estás en peligro si permaneces a mi lado.
Arun iba a reprochar más, pero cuando el
santo de Sagitario le devolvió una mirada suplicante sólo apretó los labios y
se marchó corriendo sin estar seguro de a dónde.
—
¿Qué diría Atena si viera que uno de sus propios Santos lucha por la vida de
otro dios?
—dijo el ángel, observando al niño correr en su intento por encontrar dónde
refugiarse.
— No conozco a la diosa del Santuario
—Asis respondió con crudeza—. Pero si es la mitad de lo que todos profesan, no
creo que proteger la vida de un inocente esté fuera de sus preceptos.
Una vez que Arun se perdió de la vista
de ambos, fue la señal que tomaron para dar inicio a la batalla.
/ - / - / - /
Albert cauterizó
la herida en su mano para que dejara de sangrar. Intentó ocultar su malestar,
pero sus cejas fruncidas temblaban a la par de su indignación.
Adonisia caminó
un poco por la explanada, agachándose para desclavar la flecha dorada que quedó
en el suelo. La miró con curiosidad antes de preguntar—: ¿No deberíamos
seguirlos? —golpeando levemente la punta de la flecha sobre su máscara dorada.
— Uno destruirá
al otro —el peliazul estaba convencido de ello, bajando la mano en un intento
por olvidar que había perdido tres de sus dedos—. En el mejor de los casos se
destruirán mutuamente.
— No subestimes
a un ángel del Olimpo —recomendó Hécate, quien alzó del suelo al príncipe de
Asgard con la amabilidad propia de una madre—. Ya lo escucharon, su presencia
es la señal del fin. Después de todo el Shaman King fue incapaz de contener la
ira de los dioses.
— Suena a que es
algo que previeron… o que esperaban —comentó Albert, sin temor a la posible
aniquilación de la humanidad.
— El señor
Avanish estará complacido, al fin podrá tener lo que ha anhelado por mucho
tiempo —la Patrono dijo en voz baja, recordando esos momentos en que encontró
al agónico primer Shaman King, quien entre delirios clamaba por una sola cosa—:
venganza.
— ¿Venganza? —repitió
la amazona dorada, alertando a Hécate lo que sus labios dejaron escapar de
manera inconsciente.
— Debemos prepararnos
—la Patrono intentó dejar su descuido atrás—. Ahora que has perdido tu preciada
daga, Albert, seré yo quien me encargue de este niño. ¿Crees que podrás
recuperar al que se te escapó de las
manos? —preguntó con tono de burla.
Antes de que el
hombre pudiera dar una respuesta, las ondulaciones de un cosmos violento atrajo
la atención de todos.
Miraron curiosos
hacia el templo del Patriarca, de donde escucharon una trifulca de choque de
acero, gritos agónicos y puertas destrozadas, seguido de los presurosos pasos
que hicieron eco en las escaleras que desembocaban a aquella explanada.
Allí, con la
respiración agitada, una lanza en mano y la ropa salpicada con sangre que no le
pertenece, la reina regente de Asgard, Hilda de Polaris, arribó al templo de
Atena.
Sorprendida,
Adonisia musitó—: Si ella está aquí significa…
— Perdimos a
Elphaba —completó Albert, consciente de que ordenó a la amazona utilizar los
poderes de la máscara de Medusa sobre Hilda y otros más. La asgardiana no era
una amenaza por la cual sentir temor, en cambio, se preocupó más en intentar
descubrir quién había sido capaz de derrotar a la amazona de Perseo y al santo del Reloj. No
importaba si Elphaba estaba muerta o si se liberó de la influencia del Satán Imperial, había confiado en que las
habilidades combinadas de ambos guerreros podrían competir con la destreza de
alguno de los otros santos de oro.
Hilda miró a
todos los allí reunidos, y aunque no podía conocer la verdadera situación a la
que se enfrentaba, entendía que ellos tres eran sus enemigos y sólo dos cosas
importaban: salvar a su hijo y encontrar a su esposo.
La dama de
Polaris apuntó la lanza con valentía hacia la Patrono. — Devuélvemelo —fue la
orden que no sólo transmitieron sus labios, sino su mirada y cosmos frío.
Su último
recuerdo fue la traición, pues la amazona plateada la hechizó convirtiendo su
cuerpo en piedra; cuando despertó del maleficio y fue capaz de ponerse en pie, sus sentidos le contaron lo necesario,
despertaron su furia, y en cuanto fue capaz de armarse con la lanza del primer
soldado que intentó detenerla, no dudó en actuar como una autentica hija de
Odín para abrirse camino hasta allí.
Como madre,
Hécate la entendía y compadecía, pero nada más. Lo único que podía hacer por ella
era ahorrarle una dolorosa batalla, por lo que intentó desaparecer del lugar
tal cual era su costumbre, mas esta vez Hilda lo anticipó y apuntó su mano
hacia ella sin que su cosmos dejara de brillar.
La Patrono la
miró sorprendida, pues sintió que de alguna manera, la sacerdotisa de Odín impedía
que se marchara sólo manteniendo la mano empuñada.
— No escaparás
—fue la advertencia de la mujer de cabello plateado—. Tú heriste a mi esposo, y
ahora quieres llevarte a mi hijo. ¡No lo permitiré! —sentenció.
Hécate resintió
una escalofriante presión en su cuerpo pese a la protección de su armadura. Cualquier
desalmada habría utilizado al niño como escudo para menguar la fuerza de su
oponente, mas Hécate no era esa clase de mujer.
La Patrono lanzó
una discreta mirada a sus aliados y estos permanecieron distantes, claramente
eligiendo ser sólo morbosos espectadores. Chasqueó los dientes, molesta por la
situación, por lo que decidió combatir.
Su cosmos esmeralda la cubrió, repeliendo el poder de la sacerdotisa y
dirigiendo su propio cosmos contra ella.
El vendaval de energía
llevó a la asgardiana a doblarse un poco hacia atrás, mas como si tomara fuerza
de la rudimentaria lanza en sus manos logró mantener una postura de batalla.
Ese leve instante de desequilibrio fue empleado por la Patrono para enviar al
pequeño príncipe lejos de allí.
Hilda se
conmocionó al verlo desaparecer de las manos de su enemiga, imaginando lo peor.
Sus pensamientos caóticos reaccionaron con su cosmos, brindándole una potencia
jamás vista en ella, ni siquiera cuando la sortija de los Nibelungos despertó sus
sentimientos más perversos. Corrió hacia Hécate y dirigió la punta de la lanza
contra su pecho.
La Patrono realizó
el mismo movimiento con la palma de su mano abierta, la cual respondió como un
escudo contra el que la lanza se impactó
generando un ensordecedor estruendo.
— Ingenua, ¿crees
que tu insignificante arma podrá hacerme algún daño? —Hécate preguntó, al ver
como la débil madera comenzaba a astillarse—. Aplaudo tu arrojo, no demostraste
tal poder en Asgard, pero sé exactamente la razón de este cambio. Tus
sentimientos de madre te han permitido dar este salto, respeto eso, mas no
significa que te dejaré interponerte en mi camino.
En el espacio
existente entre la punta de la lanza y la mano de la Patrono, comenzaron a
generarse centellas que poco a poco deformaron la bella arquitectura del lugar.
Ninguna de las dos mujeres retrocedía o superaba a la otra, por unos segundos
sus poderes parecían iguales.
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— ¿No deberíamos
hacer algo? —Adonisia preguntó de nuevo a Albert mientras observaba el
enfrentamiento. La amazona notó que el antiguo Géminis parecía distraído y
atento en algo más lejos de ahí.
— No
desperdicies tus fuerzas… algo me dice que las necesitaremos pronto —el hombre respondió,
mirando con sorna hacia las doce casas.
— Descuida, no lo
haré. —La amazona de Piscis tomó aquello como el permiso que necesitaba para
actuar.
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— Me pregunto si
tu fuerza mermará al decirte que tu hijo vive, sólo lo envíe a un lugar donde
estará a salvo… y donde no tenga que ver a su madre muerta al despertar —Hécate
dijo, en un intento por ganar ventaja.
Pero la fuerza
de Hilda no vaciló, incluso avanzó, obligando a Hécate a plegar su brazo a su
costado. La Patrono volvió a sorprenderse, sólo para fruncir el entrecejo y
acabar con la esperanza de su rival.
El cosmos
esmeralda de Hécate se alzó con un zumbido explosivo, obligando a Hilda a tener
que arrodillarse para resistir la contienda y no ser pulverizada.
La lanza se
astillaba sin control, pronto de ella no quedaría nada, sin embargo la reina
asgardiana mantuvo dignidad y fuerza sosteniéndola, como receptáculo de todo su
poder.
— Sería una deshonra
para mis ancestros morir de esta manera… Por lo que me niego a sucumbir ante
ti. ¡Los Patronos no volverán a humillar a la casa de Odín! —clamó, al mismo
tiempo que Hécate liberó más de su poder contra la sacerdotisa, sintiéndose
victoriosa cuando escuchó la lanza romperse y todas las astillas se volvieron
polvo.
Y aún así, las
manos de Hilda no quedaron vacías, como si el cosmos de la Patrono sólo hubiera
destruido el cascaron en cuyo interior se encontraba la auténtica lanza de la
reina de Asgard.
Con un brillo de
divinidad, la lanza negra se abrió paso por la cosmoenergía agresora, ascendiendo
peligrosamente hacia el rostro de Hécate que no cabía en su asombro.
La mujer de
armadura de jade evadió la muerte sólo por un leve impulso, pero no por ello se
libró del dolor cuando la punta de la lanza negra alcanzara su mejilla
izquierda y continuara su ascenso, cortando la piel, el pómulo, su ojo,
rasgando parte de la frente hasta separar el casco de su cabeza.
Hécate quedó
confundida por el olor de la sangre y la cantidad que salpicó en el aire. La
presión del ataque la elevaron por encima de la estatua de Atena, dando un
fuerte grito por el dolor lacerante.
Abajo, Hilda
permaneció con un semblante victorioso. En tan simple herida encontró una
satisfacción inexplicable que mantenía su corazón acelerado y ansioso. Gracias
a la adrenalina que fluía por sus venas, sus sentidos estaban completamente
enfocados en el campo de batalla, y sólo por eso es que fue capaz de anticipar
que alguien estaba por atacarla por la espalda.
El instinto milenario
de la sangre asgardiana en su ser, llevaron a Hilda a girar e interponer la
lanza negra sobre la que rebotaron un sin número de destellos, los cuales
rasgaron la ropa y la piel de sus brazos.
En contra de lo
pensado, aquellas ráfagas cortantes no provenían de la amazona de Piscis ni del
santo de Géminis, sino de un enemigo mucho más terrible para sus ojos.
— ¡¿Bud?! —lo
reconoció instantes antes de que la embistiera con su hombro, tumbándola al
suelo.
Aturdida y
confundida, la sacerdotisa de Odín permaneció en el suelo mirando a su esposo
con ojos que hacían una simple pregunta: ¿Por
qué?
El cuerpo
vendado del dios guerrero de Mizar se mantenía un poco encorvado, como si le
costara mantener el equilibrio, con una respiración agitada y agonizante,
reflejo de una lucha que estaba perdiendo y en la que nadie era capaz de
intervenir.
En su pecho, la
rosa amarilla de Hécate había desaparecido por completo, pero en su lugar se
encontraba una mucho más radiante de color aguamarina. Sus fieros ojos habían
perdido su tono característico, en cambio se habían tornado tan azules como los
pétalos de la flor incrustada en su cuerpo. En la piel algunas de sus venas
resaltaban por la energía turquesa que ahora fluía por su ser, como si se hubieran
convertido en las raíces de la infame flor.
— No puedo hacer
nada por devolverte a tu hijo, pero aquí está tu esposo, ¿no estás feliz? —dijo
Adonisia de manera sarcástica, posicionándose a un lado del dios guerrero de
Zeta. Con una simple señal de su mano abierta, Bud desistió de atacar.
— ¿Qué significa
esto? —cuestionó Hilda, tratando de responderse ella misma. Aun en el suelo,
sus manos se aferraban a la única arma con la que podía defender su vida —. ¡¿Qué
es lo que le has hecho?!
— No es nada
personal, reina de Asgard, pero debe de entender que mientras estudiaba el
bello espécimen floreciente en el pecho de su consorte, elaboré mis propias
semillas, las cuales he decidido poner a prueba aprovechando la situación.
La amazona de
Piscis señaló a la mujer en el suelo, y al instante Bud de Mizar entendió
aquello como una orden. Sólo los
primeros dos pasos del hombre pesaron en sus pies, el resto fue firme,
desplazándose a gran velocidad, pero no la máxima que podía lograr, e Hilda lo
supo al haber sido capaz de generar una barrera que evitó ser decapitada por
las garras del tigre de zeta.
Hilda realizó el
esfuerzo máximo por contener el avance de Bud, pero el conflicto de sus
emociones le hizo perder la fuerza que momentos antes demostró, reflejándose en
la inestabilidad del campo de fuerza.
Desde el aire,
Hécate observaba mientras con su mano cubría su rostro herido. Delgadas lianas crecieron
por debajo de sus uñas y gentilmente se entrelazaron hasta tejer un vendaje que
detuvo el sangrado y parchó su ojo.
— Parece que en un intento por replicar mi técnica,
Piscis ha creado una nueva especie de flora que le permite controlar la
voluntad de los hombres —pensó con ligera frustración, pues ver corrompido
su trabajo no es algo que le inspirara dicha.
Sus flores eran seres
amables que sumían a un individuo en
un sueño profundo dentro del que vivían una vida
ideal de acuerdo a los deseos de su corazón, es por ello que su raíz se
introduce y crece dentro de este órgano, impidiendo a toda costa que el soñador despierte y afronte su verdadero
mundo.
Una técnica
abominable para muchos, pero ella tuvo una razón muy personal para haberla
diseñado así en aquel entonces. Con ella buscó darle paz a su señor, que
pudiera dormir eternamente soñando con su
mundo perfecto… pero nada quedaba oculto a los ojos de Avanish, y aunque aceptó
aquel collar de flores en su cuello, la magia de Hécate fue incapaz de someterlo.
—Gracias por el amor que sientes por mí—
fueron sus palabras en el momento en que creyó que la asesinaría por su
atrevimiento, pero en vez de eso la besó con un amor por el que valía la pena
luchar y morir.
Hécate pensaba
en ello mientras veía a esa mujer y a ese hombre obligados a pelear entre sí.
Volvió a sentir pena por ellos, pero no la suficiente como para intervenir en
sus destinos. Decidió que Albert debía encargarse de la situación, pues su
sexto sentido le alertaba que su vida peligraba cada segundo que permanecía
junto a ese par de santos dorados. Sin anunciarlo, empleó sus poderes para
transportarse lejos de ahí, hacia ese lugar al que envió al príncipe de Asgard.
Albert logró
cruzar miradas por última vez con Hécate, aceptando su retirada con agrado.
El grito de
Hilda de Polaris anticipó la ruptura de su campo de fuerza, cayendo ella de
espaldas en el suelo, lastimada, pero no lo suficiente como para soltar su
lanza de guerra. Abrió los ojos al mismo tiempo en que quiso ponerse de pie,
pero para entonces ya Bud estaba sobre ella, apretándole el cuello con una mano
mientras la otra se mantuvo en el aire, con las garras alargadas listas para asestar
el golpe de gracia.
Por la presión
en su cuello, Hilda fue incapaz de hablar, pero su sola mirada suplicante bastó
para detener por unos segundos más su ejecución.
Sintió la mano
de Bud temblando en su garganta, y vio con claridad que la garra homicida
luchaba por mantenerse lo más alejada que pudiera de ella. Para Hilda era claro
el esfuerzo del dios guerrero por no sucumbir ante el maleficio impuesto por la
amazona de Piscis.
Hilda deseaba
poder decirle tantas cosas, apelar al amor que sentía genuinamente por él pese
al malentendido que golpeó el corazón de Bud días antes, pero sólo sus lágrimas
podían exteriorizar sus sentimientos en esos momentos.
— Hilda… hazlo— escuchó de Bud, apenas un
murmullo que sólo la cercanía le permitió oír.
La sacerdotisa
apenas y podía respirar, pero de alguna manera intuyó a qué se refería. Los dos
miraron la punta de la lanza negra que ella todavía sujetaba.
— No, no puedo —fue el pensamiento de la
asgardiana por el que las lágrimas comenzaron a fluir más deprisa—. No me pidas eso, por favor.
— No podré resistirlo más —volvió a
murmurar, leyendo claramente su sentir—. Hilda,
te amo… siempre lo haré… Si tú mueres… yo…
—un bufido involuntario detuvo sus palabras, ahogando la voluntad del hombre
para que el esclavo terminara por cumplir su tarea.
Hilda tuvo menos
de un segundo para decidir si entregar su vida o conservarla, aunque eso
significara perder al hombre que amaba, pero al mismo tiempo entendía la futura
agonía de su esposo si éste le quitaba la vida.
Con la decisión
tomada, la reina de Asgard se preparó para las consecuencias, sin embargo
cuando la punta de su lanza se partió en dos y la rosa diabólica fue extraída
del cuerpo de Bud, entendió que alguien más eligió el curso que tomarían sus
vidas.
Hilda quedó
perpleja al ver que un santo de oro atravesó con su mano el pecho de Bud,
arrancando la rosa de Adonisia con todo y raíz.
La sangre borboteó escandalosamente por la herida y su boca, hasta que
el santo presionó ciertos puntos cósmicos en el pecho del asgardiano. Bud tosió
una sola vez antes de quedar inconsciente en brazos del santo dorado de Leo,
Jack.
Adonisia de
Piscis no pudo intervenir en aquel acto inesperado, pues cuando un segundo
borrón dorado se precipitó contra ella retrocedió, regresando al lado de Albert
quien recibió a aquellos invitados con una sonrisa triunfante.
— No importa lo
que hayas planeando para el Santuario, Albert de Géminis, tu insurrección
termina aquí y ahora —dijo con gran determinación la amazona dorada de Virgo,
Shai.
— Por tu tono,
supondré que ya estás al tanto de la situación —dijo Albert, sabiendo que no
tenía por qué fingir más.
— ¿Cómo has
podido hacerle esto a tus camaradas, a tu propio maestro? ¿Es que acaso no tienes
dignidad? —espetó Jack tras dejar a Bud en el regazo de Hilda.
— Los grandes
cambios requieren de grandes sacrificios —respondió sin sentirse intimidado—. Y
este mundo está por volver cambiar,
lo queramos o no. ¿Me juzgan por velar por la
sobrevivencia del Santuario?
— ¿Vendiéndonos
al enemigo? —replicó la amazona de Virgo—. No, tu charada de hombre bueno no va a seguir engañándonos,
mejor acepta que sólo has actuado para beneficio propio.
— ¿De verdad
quieren hacer esto? —cuestionó Albet, señalando al gigantesco monstruo que
acaparaba el cielo —. Mientras el mundo claramente se desmorona y hasta el
cielo ha enviado a sus ángeles a atacarnos, ¿piensan emplear sus fuerzas contra el Santuario? Aún pueden tener una oportunidad si me aceptan como el
nuevo representante de Atena en este mundo—dijo, casi sonando sincero, pero en
su rostro no podía ocultarse su malignidad.
— ¿La misma que
le diste a Nauj? —preguntó el santo de Leo con resentimiento, sabiendo de
antemano lo ocurrido con el santo de Libra.
— No pensamos
inclinar la cabeza ante ti —aclaró Shai de manera contundente—, quien al no
obtener el apoyo del Santuario ha sometido a sus habitantes y eliminado a
aquellos que fue incapaz de controlar. Eres un mal que debe ser erradicado de
este mundo.
— Secundo la
moción —dijo una tercera e inesperada voz que Albert reconoció a la perfección.
Albert miró
fijamente a un revivido Nauj de Libra
subiendo las escaleras.
— ¿Qué pasa, Géminis?
Por tu expresión pareciera que acabas de ver un fantasma —el santo de Libra
sonrió ampliamente.
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Reino Submarino de Poseidón.
Cuando la puerta al Erebo se abrió en este plano de existencia para impregnar al
planeta con su veneno, el dios del mar lo percibió cual hubiera ocurrido bajo
sus propios pies. Retumbaron en sus oídos los gemidos del mundo y los de las
bestias impías que clamaban cuerpos humanos.
La visión omnisciente que mantenía sobre
su reino y súbditos le permitió saber el
holocausto que se cernía sobre la Tierra.
Bajo el mar, su séquito estaba fuera del
alcance de tal maldición, por lo que cuando las primeras de las islas que
formaban parte de sus dominios comenzaron a verse afectadas, ordenó al océano
batir sus aguas y hundir cada una de ellas. Con su poder divino, las nueve
islas se sumergieron bajo el agua cual domos de salvación, impidiendo que la
mayoría de sus súbditos fueran convertidos en recipientes para almas oscuras, y
conteniendo a los que fueron transformados.
Ordenó a Enoc, Dragón del Mar, comandar
las tropas y controlar la situación en las islas dañadas; así como enviar a
quienes podían llevar la calma a los consternados y confundidos humanos de su
reino.
Poseidón decidió permanecer en su
Palacio, desde donde podía seguir con cautela los acontecimientos, y no sólo
los que ocurrían en el océano.
En su mente fueron claras las imágenes
de aquel apartado lugar en el desierto donde la puerta al Erebo fue abierta, de
las batallas que allí se libraban y el alcance de la maldición que asolaba cada
región que tocaba el astro rey. En la superficie, la situación se mostraba incontrolable,
no podía serle indiferente pues si todos esos seres humanos se convertían en
bestias indomables serían enemigos que codiciarían su reino. No ponía en duda
el poder de su ejército para destruir a cada uno de ellos, mas ni cualquier
diluvio que pudiera invocar sobre la tierra sería capaz de eliminar por
completo el veneno primordial que se extiende rápidamente. Además, eliminar a
los humanos era algo que no deseaba, no ahora que era capaz de albergar fe en
ellos y confiar en que cada uno, en el orden impuesto por el universo, estaba
allí para cumplir un papel.
Mas antes de que los gigantes dorados,
extensiones nacientes de la misma Gea, salieran en pos de la humanidad,
Poseidón fue capaz de detectar un peligro aún mayor aproximándose al planeta
— Apolo
— pudo sentirlo, su voluntad trabajando en el núcleo del astro rey, a través
del cual desató un castigo divino contra la Tierra.
Una
prominencia solar
emergió de las ardientes capas de la estrella cercana, liberando una llamarada que se dirigía hacia el
planeta azul.
Dentro de su ser, Poseidón entendía las
razones por las que el hijo de Zeus probablemente decidió intervenir, pero
aquello también significaba una afrenta, no al pacto, sino contra su
reino.
En todo el mundo, justo ahora, no
existía nadie capaz de frenar tal calamidad que no fuera él. Pensó en las
Moiras, y las sonrisas en sus rostros mientras hilaban aquel momento en que lo
colocaron como el dios protector de la
humanidad.
Sólo Sorrento de Siren y Tethis lo
acompañaron por el largo camino que terminaba bajo las escalinatas que
conducían a las puertas del Sustento Principal.
— ¿Está seguro de esto, Emperador?
—cuestionó una última vez Sorrento, quien junto a Tethis no se atrevía a pisar
el primer escalón por el que Poseidón había comenzado a ascender.
Julián Solo se detuvo un momento,
girando un poco para contemplar a sus dos sirvientes, aquellos que más tiempo
le han servido y acompañado.
Sorrento se disculpó inclinando la
cabeza y retrocediendo un paso, pues la tranquila mirada de Poseidón le recordó
que no debía cuestionar las decisiones de su dios.
— Es la mejor opción, de otra manera mi
poder podría causar un daño irreversible a este mundo —explicó, entendiendo la
preocupación de su leal amigo—. Dentro del Sustento Principal podré
contrarrestar la llamarada solar de Apolo… Pero también es para evitar
cualquier tipo de interrupción —confesó—. Lo conozco bien, sé que en el momento
en que encuentre resistencia, enviará a sus guerreros para intentar detenerme.
— No lo permitiremos —Tethis aseguró.
— No le volveremos a fallar, Emperador—
secundó Sorrento, dispuesto a dar su vida con tal de cumplir tal promesa.
— Ni yo a ustedes —Poseidón dijo, para
sorpresa de los oyentes. Les dedicó una última mirada antes de proseguir su
camino, abrir las compuertas del pilar y sellarlas tras de sí.
Sus pasos retumbaron dentro del gran
pilar, hueco en su interior, pero poseedor de una resistencia capaz de sostener
el peso del océano. En la oscuridad, encontró su lugar en el centro de la
plataforma. Con un pensamiento, el tridente de los mares apareció en su mano
derecha y lo apuntó hacia el techo tal cual desafiara a un enemigo cercano.
Su cosmos inmediatamente inundó el
interior del gigantesco pilar, dando inicio su batalla personal contra el dios
del sol.
FIN DEL CAPÍTULO 57